sábado, 18 de marzo de 2017

LAS RAZONES DE MONSEÑOR


LAS RAZONES DE MONSEÑOR


 

SEGUNDA PARTE


 

LOS ANTECEDENTES


 

Para comprender la ruptura, que a algunos hace temer un cisma en la Iglesia de Dios, me parece conveniente dibujar en breves trazos la historia de la Iglesia en este siglo criminal y asesino. Destacaremos solamente dos puntos: uno natural, la crisis modernista, y el otro sobrenatural, la visita de María Santísima.

 La crisis modernista se delinea en el pasado siglo y a ella hacen frente Pío IX, primero, y León XIII después. El triunfo de las ideas liberales en la revolución francesa, o, mejor dicho, en el cuasi genocidio del pueblo francés en un instante de locura, contagia a Europa, Los católicos débiles de carácter, aquéllos que no pueden luchar contra las corrientes de moda, intentan ser católicos y liberales; sobre todo cuando éstos inician la persecución que se convertirá en el mayor robo que hayan visto los siglos. En efecto, durante el siglo XIX, en muchos países de Europa, los mismos que adoraban el “derecho de propiedad” le robaron a la Iglesia todas sus posesiones, sin perdonar siquiera las iglesias, como ocurrió en Francia. Aún hoy, en ese país, las iglesias son propiedad del Estado que, graciosamente, autoriza a los obispos a hacer uso de ellas. En México, la constitución caracterizaba a los sacerdotes como “espías de Roma”. Todavía hay ilusos que creen que lo que define al liberalismo es la tolerancia de todas las ideas, sean las que sean. Es necesario que se reescriba la historia de ese siglo liberal desde este punto de vista: cambiaría por completo nuestra visión de dicho movimiento que hoy se pretende campeón de la tolerancia. Pío IX los denuncia con vigor: son los peores enemigos de la Iglesia. León XIII observa el contagio que estas ideas siembran en la mentes de su rebaño y los condena en la carta “Testem benevolentiae” y dedicará muchas otras a determinar la doctrina católica opuesta a lo que pretenden los liberales. En la carta citada llama “americanismo” a dicha contaminación que se reproduce entre sus hijos, posiblemente por su fortaleza en USA. Si a alguno le queda alguna duda sobre la actualidad de este insensato error, citemos estas breves palabras:

“El fundamento (de este movimiento) es el siguiente: con el fin de atraer más fácilmente a los disidentes a la doctrina católica, debe por fin la Iglesia acercarse algo más a la cultura de este siglo ya adulto y, aflojando la antigua severidad, condescender con los principios y modos recientemente introducidos entre los pueblos, es decir, con la ideas liberales” (Denz. 1967).

Si algún lector cree encontrar un eco de estas palabras en el discurso de apertura del concilio Vaticano II pronunciadas por Juan XXIII, no se equivoca. Sólo que León XIII reprueba esta postura, mientras que Juan XIII la propone como modelo a seguir. Claro está que Su Santidad excluía de esta consideración el “depositum fidei”; es decir, el contenido definido de nuestra fe, a fin de que no fuera tocado. Por ello el concilio había de ser pastoral y no dogmático.

Las llamadas de alerta de León XIII y sus estupendas e ilustradas encíclicas no fueron suficientemente eficaces. Su sucesor, san Pío X, sentirá la necesidad de lanzarse a una guerra espiritual para desarraigar la cizaña que emponzoñaba la Iglesia: depondrá obispos, expulsará profesores de seminarios, etc., etc. Y el “modernismo”, como le bautiza el santo Pontífice, ocultará la cabeza y fingirá sumisión; mas continuará su labor destructora de la fe católica inoculándole el virus del liberalismo filosófico y político[1].

En la actualidad quien mejor representa el modernismo, sobre todo el político, es la internacional demócrata cristiana, fiel continuadora de las ideas del movimiento francés “Le Sillon”, expresamente condenado por san Pío X. Quien quiera enterarse no tiene más que leer la breve “Notre charge apostolique”. Si se quiere conocer mejor en qué consistía el modernismo basta leer “Pascendi Dominici gregis” del mismo Pontífice.

En el concilio Vaticano II se impone esta tendencia y, con Pablo VI, comienza a gobernar la Iglesia. Ciertamente es un modernismo moderado que ha perdido algunas de sus banderas y ha madurado sus ideas por las que las presenta de modo más disimulado y, por lo mismo, más letal; pero modernismo, al fin y al cabo. Hoy se prefiere llamarlo “progresismo”. Lo reconoce el mismo cardenal Ratzinger, sin advertir la gravedad de lo que señala, cuando sostiene que el Concilio incorporó a la Iglesia todo lo bueno que había en el movimiento liberal. Lo que está en discusión es, precisamente, si era bueno lo incorporado; pero lo que no puede seguir siendo ocultado es el triunfo de las ideas liberales en la magna asamblea. Al menos Ratzinger y yo estamos de acuerdo en ello; y muchos otros, por supuesto, solo que no se atreven a decirlo en voz alta.

Pasemos ya al segundo punto.

El 13 de Mayo de 1917, María Santísima desciende del Cielo y nos hace una visita. Elige a tres ingenuos pastorcillos que, al saber que viene del Cielo, le preguntan, con toda naturalidad, si ya están allá los últimos difuntos de la aldea. Y ella, condescendiente con los niños, responde que uno de ellos ya llegó, mas el otro permanecerá en el purgatorio hasta el fin de los siglos.

Pero su misión no es, obviamente, sostener candorosos diálogos con niños ignorantes. Viene a poner a prueba a la jerarquía de la Iglesia Católica y a prevenirnos acerca de la horrible historia del siglo recientemente iniciado. Por otra parte, en su maternal solicitud, nos entrega, como remedio de tantos males, un sencillo acto de obediencia que deberá realizar la Jerarquía. En primer lugar, anuncia el fin de la “gran guerra”, en seguida profetiza la próxima gran catástrofe con que Dios nos castigará y que llamamos segunda guerra mundial, para, finalmente anunciar la aparición del “látigo de Dios”. Rusia será la encargada de tan infausta misión: castigará a la Iglesia - por lo que pienso que, de alguna manera, es gravemente culpable - destruirá naciones y provocará toda suerte de calamidades en todo el globo terráqueo. Pero - he aquí lo importante, lo que justifica su visita - nada de esto ocurrirá si la Jerarquía tiene la gentileza de satisfacer su demanda. Cosa curiosa, no exige su inmediato cumplimiento sino que dice que regresará a pedirlo. Entretanto da un tiempo a la Jerarquía para que se prepare. En efecto, van pasando los años, es reconocida la devoción que crece y crece en Portugal de modo que ya se va aceptando la veracidad de la historia. Lo que, al fina, pedirá será sencillísimo, tan simple que casi resulta pueril: la jerarquía católica en pleno, encabezada por el Santo Padre, procederá a consagrar Rusia a su Inmaculado Corazón. ¿Nada más? Absolutamente nada más. Esto nos recuerda una escena del Antiguo Testamento. A Naamán, para curarlo de su lepra, el profeta Elías le manda únicamente que se bañe en el Jordán. Remedio desproporcionado a la importancia del enfermo y de la enfermedad, se queja el paciente y, enojado, se marcha. Sin embargo, ante la insistencia de sus servidores, recapacita, obedece y queda curado (2 Reyes 5,1-14).

La jerarquía eclesiástica, en cambio, aún no recapacita y se mantiene en una obstinada desobediencia. En efecto, el jueves 13 de Junio de 1929, María Santísima regresa donde sor Lucía y le revela que ha llegado la hora fijada por el Padre Eterno para que los obispos cumplan con su deber. Pío XI, embarcado en una “ostopolitik” muy prometedora, a su juicio, rehusa. Comienza la tragedia: desastrosa guerra civil en México, república inicua en España, segunda guerra mundial, triunfo de Rusia comunista en todos los frentes, vertiginosa expansión del marxismo-leninismo ...

Sor Lucía redacta, al comenzar la segunda guerra, la historia de las apariciones excluyendo el terrible secreto que luego entrega en manos de su obispo con la petición de que lo lea de inmediato; mas éste se niega. Finalmente, estando gravemente enferma, le hace prometer que lo hará en cuanto ella muera o, a más tardar, en 1960. En 1957 Pío XII pide que se lo envíen y decide no abrirlo hasta la fecha indicada expresamente por sor Lucía. Esta, por su parte, intenta inútilmente persuadirlo de que lo haga de inmediato y lo dé a conocer al pueblo de Dios. Todavía no se lo hace como tampoco la consagración de Rusia. ¡Ni siquiera durante el Concilio a pesar de la petición formal firmada por unos 450 prelados! Prefirieron atropellar el reglamento de la asamblea y los derechos de tantos de sus miembros antes que obedecer a la Sma. Virgen. ¡Qué vergüenza! Promotores de esta iniciativa fueron, entre otros, Mons. Lefebvre y De Castro Meyer; ambos supuestamente excomulgados algunos años después. Satanás no olvida a quienes casi le hicieron trizas sus planes.

De este modo podemos decir que la historia de nuestra Iglesia en este siglo criminal y asesino se caracteriza por el triunfo de una poderosa fuerza que brota de abajo y que trataba de “ponerla al día”, tal como lo intentaron los americanistas del siglo XIX. Desde entonces se estaba luchando por “liberalizarla”, esfuerzo consumado durante el Concilio y las reformas que le siguieron; más tarde también se procuró “socializarla”, por ejemplo gracias a la teología de la liberación, con un éxito que aún no podemos juzgar. A poner freno a tanta locura viene del Cielo la Santísima Virgen María y nos propone el remedio adecuado: su Inmaculado Corazón; pero esta tabla de salvación deberá ser aceptada por la Jerarquía, en primer lugar, y ser entregada por ella a los fieles, lo que aún no ocurre. ¡Van ya 59 años de desobediencia formal a la Sma. Virgen María!

En medio, superados por estos hechos ominosos, se hallan los pequeños grupos tradicionalistas - ¡como si pudiera haber un católico que no lo fuera! (cf. Gal. 1, 6-9) - que comprenden el sentido de esta historia, que se niegan a “ponerse al día”, en obediencia a los Pontífices anteriores al desastre actual, que quieren seguir practicando la religión de siempre, pero que son rechazados de todas partes. El más famoso de ellos es Mons. Lefebvre.

Para entender su posición era necesario, creo yo, hacer este pequeño rodeo por las condiciones históricas que reinan en el mundo actual y que han desatado el drama que ha dado origen a estas páginas.

 

EL CONCILIO


 

Instante crucial en esta angustiosa historia lo constituye el Concilio. En 1960 Juan XXIII se niega a dar a conocer a los fieles la voz de su Madre Celestial. Acto seguido decide escuchar a los hombres y cita a concilio. Su espíritu será condensado en una palabra: “aggiornamento”. Se trataba de cumplir el deseo máximo de los americanistas del siglo pasado y de los modernistas de comienzos del actual. Por ello será conocido como el concilio del “cambio”. El P. Congar O.P. lo comparará a la revolución francesa de 1789; así como ésta todo lo trastocó, así también, en la Iglesia, después del Concilio, se iniciará una iglesia nueva.

Aún nadie ha podido explicar cuál fue su causa. Según la doctrina tradicional, llamar a concilio, si no hay una razón proporcionada, constituye un acto de “tentar a Dios”. Tampoco Juan XXIII dio esa explicación; se limitó a justificarlo por una súbita inspiración que, presumiblemente, le habría venido de lo alto. El ejemplo cundió y otros prelados justificaron del  mismo modo iniciativas muy discutibles desde el punto de vista dogmático y moral.

La impresión que produjeron sus deliberaciones fue enorme. Pronto se empezaron a sentir sus efectos. Despertó un generoso entusiasmo en algunos, franco repudio en otros y total confusión en la mayoría. Los obispos alemanes reconocerán la pérdida de un millón de fieles a los pocos años. Francia no logra, en la actualidad, ordenar el 10% de los sacerdotes que necesita para atender a los fieles. En Chile, la nación hispanoamericana que más rápidamente acoge al Concilio y sus reformas, se cierran los seminarios y se observa con asombro cómo gran número de sacerdotes, religiosos y religiosas abandonan el ministerio sacerdotal - antes se hablaba de apostasía en esos casos - para reducirse al estado seglar. Comienza en todo este continente un vertiginoso crecimiento de sectas evangélicas que inundan los campos, mientras en Europa y EE.UU. muchos conversos del protestantismo regresan a su antigua religión, las otrora numerosas conversiones cesan y los católicos comienzan a abandonar en masa su fe.

La Jerarquía, entre tanto, niega todos estos hechos; si bien, de tarde en tarde, reconoce aisladamente alguno, lo atribuye a la necesaria repercusión que toda “crisis de crecimiento” produce en un cuerpo sano y vigoroso. Por lo que no cesa de cantar loas a la renovación conciliar que ha creado “un nuevo pentecostés” en la Iglesia. Tan sólo en 1985, el Card. Ratzinger, en entrevista veraniega y lejos de Roma, reconocerá, por primera vez, la magnitud de la catástrofe. Por cierto el Concilio ninguna responsabilidad tiene en ella, acota; pero no puede negar que ninguna crisis afectaba a la Iglesia con anterioridad al mismo: ésta, sin duda es posterior. Entonces ¿qué?

Los tradicionalistas, como se ha dado en llamarlos, desde el comienzo han señalado a los culpables: el Concilio y Pablo VI. Tal vez el primero en lanzar tan insólita acusación fue un sacerdote francés: Georges de Nantes. Este funda un movimiento: “La contra-reforma católica en el siglo XX”, cuya finalidad es mantener la Tradición y obtener del Santo Padre un juicio infalible sobre el Concilio y las reformas que le siguieron. La acusación es la siguiente: el concilio y las reformas han ciado en herejía cisma y escándalo. Ni más ni menos. Actitud sorprendente y nunca vista en la Iglesia, al parecer. Sin embargo, el abbé de Nantes se escuda en san Bernardo de Claraval que también pidió al Sumo Pontífice que fuera juez entre ambos y resolviera, en virtud de la autoridad pontificia, el diferendo que los oponía. Notemos que, en el fondo, el responsable de todo es una sola persona: Pablo VI. Por ello él es el único acusado. San Bernardo fue escuchado, el Santo Padre le dio la razón y volvió la paz a la Iglesia.

El fracaso de De Nantes, en cambio, fue total. Pablo VI se negó a recibir el “liber acusationis”, y, si bien se lo pusieron en sus manos, no hubo juicio, ni siquiera acuso de recibo. Con Juan Pablo II, actualmente reinante, se ha repetido la historia. El abbé de Nantes esperaba que las cosas cambiaran con el nuevo Pontífice recibido con euforia por el pueblo de Dios, más pronto se decepcionó. Redactó una nueva acusación al ver que proseguía la destrucción de la doctrina católica y marchó sobre Roma. Esta vez se cumplió con la formalidad de recibirla, pero el Pontífice se negó a prestarle atención. El asunto es grave porque un juez no puede recibir un libelo y negarse a juzgarlo, es una falta contra la ética profesional. El movimiento del abbé continúa organizando círculos de estudio de la doctrina tradicional y de las desviaciones conciliares y post-conciliares, tanto en Francia como en Canadá y otros países. Esperan el concilio Vaticano III, que no sería pastoral sino dogmático y que definiría la doctrina católica de modo de acabar con el caos actual.

Otro tradicionalista, Gerard des Lauriers O. P., al comprobar que la liturgia era introducida por un documento claramente herético, firmado por Pablo VI, entre otros desaguisados de ese pontificado, decidió que el Papa había perdido la fe; en consecuencia, había dejado de ser católico y pertenecer al Cuerpo Místico; por lo cual estábamos ante lo que los teólogos denominan “sede vacante”. Al desconocer que Pablo VI pudiese continuar ejerciendo como Pontífice, él y sus seguidores han caído en cisma, a menos que, efectivamente, su acusación sea verdadera. Porque todos los que algo sabemos de teología, hemos estudiado el caso del “Papa cismático o herético” y, si tal es el caso, su postura sería legítima. Aunque fueron muy escasos los que lo siguieron, Guerard des Lauriers se hizo consagrar obispo y rompió definitivamente con Roma. Algo parecido ha ocurrido en México, USA, etc.; hoy hay “sedevacantistas” un poco por todas partes.

Mons. Lefebvre ha seguido una vía pastoral. No participó en las polémicas que agitaban los ánimos recién clausurado el Concilio, sino que se retiró a la vida privada. Buscó permanecer humildemente en la Iglesia, obedeciendo en todo a la Jerarquía, pero intentando “ensayar la tradición” a fin de retener a la ingente masa de católicos que perdía todo contacto con la Iglesia; fenómeno que ya nadie se atreve a negar en Europa, pero que entonces era cuidadosamente ocultado. Así, pues, erige canónicamente una fraternidad y abre un seminario que en todo se rige por las disposiciones que Pablo VI había hecho aprobar en 1967. Será considerado un seminario modelo por los moderados y nada hacía sospechar lo que vendría.

Es verdad que Mons. Lefebvre no oculta su tradicionalismo por lo que mantiene lejos de su seminario las novedades que destrozan los otros y que se multiplican un poco por todas partes. En 1969 fue aprobada la reforma litúrgica que Monseñor ignorará por completo. Roma calla hasta que viene la ordenación de los primeros sacerdotes de la flamante Fraternidad. Entonces exige que sean ordenados según el nuevo rito y digan su primera Misa con las nuevas disposiciones. Monseñor rechaza de plano tal pretensión. Pablo VI suspende al obispo “rebelde” y decreta, por intermedio del ordinario del lugar, la disolución de la Fraternidad. Este subterfugio era inválido porque, desde el momento que había sido aprobada por Roma con validez en todo el mundo, no puede ser disuelta por un obispo local. Monseñor, impertérrito, procede a las ordenaciones y mantiene su obra. “No puede castigarme por hacer lo que siempre ha hecho la Iglesia”, se defiende, yo no tengo una doctrina mía, nada nuevo he inventado, tan solo mantengo la Tradición. Estas reflexiones revelan que Monseñor está cada vez más convencido de que el problema es dogmático, lo litúrgico es una mera consecuencia de ello.

Abramos un paréntesis para referirnos a la oposición de Monseñor a la reforma litúrgica, motivo por el cual fue suspendido “a Divinis”; es decir, se le prohibió la administración de los sacramentos.

¿Cómo justificar que se haya opuesto de modo tan drástico a una reforma aceptada por el pueblo de Dios. Es verdad que ha habido y hay resistencia y que en términos generales fue silenciada con medidas draconianas dondequiera se manifestó con cierta fuerza; pero el hecho evidente es que hoy se impone por doquier.

Recién promulgada la reforma, dos cardenales, Ottaviani y Bacci, presentaron al Santo Padre un informe elaborado por un grupo de estudio cuya conclusión era tan negativa que solicitaban a Su Santidad su inmediata abrogación. Pablo VI se limitó a modificar el párrafo 7º de la constitución “Missale romanum”, claramente herético, que contradecía cánones del concilio de Trento que fulminaban la excomunión. Recordemos la actitud de Gerard des Lauriers ante tales desatinos papales. Lo cierto es que el texto fue primero firmado por el Papa, con lo que se hizo acreedor de la excomunión, y luego modificado cuando se le informó de las consecuencias de su acto. Cabe la duda ¿cuál de los dos actos expresa su verdadera intención? Porque la Misa precedida por tal error teológico no fue modificada. A juicio de estos cardenales, ese párrafo expresaba lo que el nuevo “ordo” realmente intentaba imponer a la Iglesia. Expresémoslo con toda claridad: en virtud del nuevo “ordo” hemos perdido el santo sacrificio de la Misa para dar paso al memorial de la Cena o simple Eucaristía. Muchos no piensan nada sobre el particular o bien creen que es lo mismo. Pero estrictamente hablando se trata de tres acciones diferentes.

“Eucaristía”, palabra griega, significa “acción de gracias”; por lo que habrá tantas eucaristías como acciones de gracias haya y quienquiera que lo desee puede hacer cuantas quiera en cualquier parte; no se necesita para nada acudir a un templo para ello. Si bien la Misa es un “sacrificio” eucarístico, no es una “eucaristía” sin más; por la muy sencilla razón de que no es lo mismo celebrar un sacrificio que dar las gracias. Lo primero sólo lo puede realizar el sacerdote debidamente ordenado, lo segundo lo podemos todos.

“Memorial”, según el diccionario de la Real Academia, significa, en general, ayuda memoria y, en términos jurídicos, el alegato en favor de alguien. En latín tiene dos sentidos muy claros: el de monumento o acción que se realiza para recordar algo, y ayuda memoria, libro de notas. De todos estos sentidos sólo podemos aplicar a la Misa el primer sentido latino que, aplicado a nuestro caso sería una acción que nos permite recordar la pasión y resurrección de Jesús; o, más brevemente, el memorial de la Cena, como dicen los luteranos. Es obvio que se puede hacer, en este sentido, un memorial de la Cena de muchas y variadas maneras. Pero lo grave está en que el concilio de Trento excomulga a quien diga que la Misa es “mera conmemoración del sacrificio cumplido en la cruz” (Denz. 950). Y si leemos el evangelio con cierto cuidado observamos que Jesús no dijo: “haced conmemoración mía”, sino “haced ESTO en conmemoración mía” (1 Cor. 11,24). En el “novus ordo”, en la “Prex 2ª”, ese canon más breve que casi todos los sacerdotes usan habitualmente, inmediatamente después de la consagración, el sacerdote dice, al menos en Hispanoamérica, porque es increíble observar cuántas variantes se presentan en las diversas traducciones que incluso cambian de un país a otro,  que han hecho el memorial de la Cena del Señor. ¿Nada más que eso?

En verdad, como no se cansa de enseñarlo el concilio de Trento, la Misa es una verdadero sacrificio propiciatorio, es el mismo cumplido en la cruz y anticipado en la Cena; eucarístico porque permite la comunión de la víctima, pero lo realmente importante es que sea propiciatorio; es decir, termina con la ruptura que Adán y Eva llevaron a cabo con el pecado original y nos devuelve la Gracia del Padre. Quien desconozca este aspecto de la Misa es expulsado de la Iglesia por dicho Concilio (cánones 948, 950, 951).

Así mismo hay muchos detalles que sorprenden sobre manera a quien algo sabe de liturgia. Veamos algunos ejemplos.

Fue cambiada la fórmula misma de la consagración tergiversando una frase de tal manera que, como nos lo enseña el catecismo de Trento, así no pudo ser dicha por Jesús en ese momento. ¿Es lícito tergiversar la fórmula misma de la consagración, esencia misma del sacramento? ¿Es lícito mentir? Porque el sacerdote no se limita a repetir la fórmula, sino que afirma que eso fue lo que dijo Jesús; es decir, miente.

El altar, lugar donde se realiza el sacrificio, ha desaparecido. Ha sido reemplazado por una mesa, objeto adecuado para realizar una cena. El sacerdote que ofrecía el sacrificio vuelto hacia Dios presente en el tabernáculo, como era obvio, se ha vuelto hacia los fieles, como también es obvio si se trata tan sólo de una cena, dándole las espaldas al Santísimo. Si se trata de ofrecer un sacrificio, la posición antigua era la congrua; si se trata de ofrecer un banquete, se impone la actual.

Se podría seguir eternamente dando a conocer detalles de cómo el “Novus Ordo Missae” traiciona la fe católica para expresar adecuadamente la protestante. A esa conclusión llegaron los cardenales Ottaviani y Bacci:

“El Novus Ordo Missae ... se aleja de manera impresionante, en conjunto y en detalle, de la teología católica de la santa Misa, cual fue fijada en la XXIIª sesión del concilio de Trento”.

Y si pensamos en el modo cómo se celebra, a menudo, la acción litúrgica en muchas parroquias, hemos de decir que los cardenales se quedaron cortos. Podríamos seguir estudiando la liturgia de los demás sacramentos ya que también fueron reformadas. Nos bastará, no obstante, con limitarnos a una sencilla reflexión: ¿qué necesidad había de cambiarlo todo? Los antiguos decían: “lex orandi, lex credendi”. La ley que rige la oración de los fieles, rige su fe. Es decir, si se quería cambiar la fe del pueblo de Dios, había que comenzar con un cambio radical de la liturgia; en caso contrario, tal reforma debía ser reducida al mínimo, como lo pedía el concilio Vaticano II.

El cardenal Ratzinger, como ya lo destacamos, se ha dado cuenta, con veinte años de atraso, eso sí, del desastre, en materia de fe, que abruma a los fieles. A juicio de Mons. Lefebvre, es consecuencia directa y necesaria de tan aberrante reforma. Ahora comprendemos por qué prefirió la supuesta excomunión a permitir que tal monstruosidad ingrese a sus iglesias.

Estamos ahora en condiciones de comprender en su exacta dimensión la enorme concesión que hizo el “obispo rebelde” al firmar el punto 4º de la declaración doctrinal del 5 de Mayo y que reprodujimos en la primera parte de este breve estudio. Notemos que no hay contradicción en afirmar la validez del sacramento celebrado con intención “de hacer lo que hace la Iglesia” y la comprobación de la maldad del rito que lo acompaña. Desde el momento que hay ministro adecuado, recta intención, materia y forma apropiadas, hay sacramento. Pero el rito litúrgico es toda la ceremonia que lo acompaña y ésta puede ser mala, puede tergiversar el sentido de lo que se hace y dañar la fe del pueblo, incluida la del sacerdote con lo que podrían darse ceremonias inválidas por falta de la intención recta.

Pongamos algunos ejemplos.

En la nueva liturgia de la misa, inmediatamente después de la consagración, el pueblo exclama: “ven señor Jesús”. Pero, ¿en qué quedamos? ¿Vino o no al momento de producirse la consagración? Según los protestantes no vino, salvo que esa venida sea exclusivamente simbólica o moral; según los católicos ya vino y esa frase habría que comprenderla como una alusión a la segunda venida del Mesías, al fin de los tiempos. Mas nada hay en el contexto que justifique tal interpretación. Es cosa de tiempo, nada más, para que los católicos vayan perdiendo la fe en la presencia real de Jesús en el sacramento del altar; fe que ya han perdido numerosos teólogos.

Veamos otro caso aún más grave, si cabe. Los misales antiguos separaban netamente la consagración del resto de la liturgia. La razón de ello radicaba en que se trataba de la fórmula sacramental, de la que dependía todo, pues, de otro modo, no habría sacramento, no habría Misa. Es decir, no se trata meramente de recordar que Jesús hizo aquello, sino de hacerlo realmente. Tal separación no se halla en los nuevos misales. Ahora bien, como enseña toda la tradición eclesiástica (Cf. Comentario del Cardenal Cayetano a S. Th. III, q. 78 a. 2) si el sacerdote se limita a narrar los hechos, no consagra. De hecho, en la mayoría de las misas nuevas a las que he asistido, el sacerdote no separa la fórmula de la narración ni cumple ninguna de las prescripciones contenidas en los sacramentarios previos al Concilio. ¿Consagra? Cabe la duda. Porque la intención “de hacer lo que hace la Iglesia” no es secreta; en los demás sacramentos se expresa claramente: “yo te bautizo en ...”, dice el que bautiza; es decir expresa la intención. Pero hoy lo primero que dice el sacerdote al terminar la consagración es que ha hecho “el memorial”; en estas condiciones me parece más urgente que nunca que se exprese claramente la intención para que haya, sin dejar lugar a dudas, Misa.

Si las cosas son así, ¿cómo comprender que la nueva liturgia reine en la Iglesia? Creo que los sacerdotes han hecho un acto de fe en el Sumo Pontífice que la proclamó y no la han analizado concienzudamente. Además, ligados a sus obispos por una formal promesa de obediencia, se han refugiado en la “obediencia debida”; otro tanto han hecho los obispos, han rendido su juicio y se han sometido a la autoridad. Sin embargo no olvidemos que más de 70.000 sacerdotes, en pocos años, abandonaron su ministerio. Algo gravísimo debe haber ocurrido para que se produjese un fenómeno de tan vastas proporciones, completamente inédito. Ni en las peores persecuciones ocurrió algo parecido. Nada inocente, pues, es la historia post-conciliar y las reformas que le siguieron tampoco lo son.

Cerramos el paréntesis y regresamos a la suspensión de que fue víctima Monseñor.

A pesar del castigo, miles de fieles le siguen, si bien hubo algunos que le abandonaron. Cansados de tanta novedad, molestos por ceremonias que no merecen tal nombre, disgustados con cambios indeseados, deciden seguir a este obispo que se mantiene fiel en medio de las ruinas y las deserciones. Su éxito es increíble. Mientras los seminarios se vacían, el suyo se llena y debe crear otro y luego otro. Hoy posee cinco seminarios repartidos por todos los continentes:  tres en Europa,, dos en América y uno en Australia.

Al ascender Juan Pablo II, Monseñor confía en arreglar su situación. Está lleno de esperanzas al ver los esfuerzos del Pontífice por poner fin a tanto desaguisado litúrgico. ¿Cómo no va a autorizarlo a intentar experimentar la pastoral tradicional donde las nuevas han fracasado? El Papa lo recibe con benevolencia pero no cambia en un solo punto la situación. El tiempo pasa y vemos al Pontífice renunciar a sus primeros esfuerzos y rendirse al ala progresista de la Iglesia.

Así la situación va empeorando día a día en vez de mejorar. Por ello comienzan a levantarse voces pidiendo a Mons. Lefebvre que consagre un obispo a fin de que la Tradición no perezca. Porque había aún muchos sacerdotes que continúaban oficiando los sacramentos en la forma tradicional, pero van muriendo poco a poco y pronto no quedará ninguno, salvo las nuevas promociones. Y como los seminarios dan cada vez una peor formación teológica, salvo una que otra excepción, la Tradición morirá con ellos. Monseñor, sin embargo, se niega a proceder. Entretanto Roma ha editado un nuevo código de derecho canónico, es decir, una nueva legislación eclesiástica, la que sanciona la consagración episcopal sin autorización del Pontífice con la pena de excomunión, como ya vimos en la primera parte. Ante tal disyuntiva, Monseñor declara que procederá tan sólo si Dios le otorga un signo evidente de su voluntad.

 

LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS


 

                Desde el Concilio se nos viene malinterpretando esta sentencia evangélica. Todo es calificado hoy en día como “signo de los tiempos”, pero, curiosamente, estos pretendidos signos van siempre contra la Tradición. Jesucristo, en cambio, llamó de esa manera a ciertas señales que permitirían comprender la cercanía del fin de los tiempos.

Me he atrevido a emplear la expresión porque Monseñor pidió a Dios un “signo” de su voluntad en orden a la consagración de obispos sin la autorización del Santo Padre. Sólo Dios está por encima del Papa y puede manifestar claramente su voluntad contraria. Recordemos que san Pablo debió corregir a san Pedro públicamente y se gloría de ello (cf. Gal. 2, 11-15). Claro está que esta supuesta manifestación ha de realizarse en hechos objetivos, a la vista de todos y que todos puedan comprender su significado.

Monseñor ha expresado que los signos que Dios le ha otorgado son dos: la respuesta de la Santa Sede a sus “dubia” y la reunión de Asís.

Es tradicional en la Iglesia que los fieles acudan al Santo Padre, doctor supremo, y le pidan que dirima alguna cuestión. En vez de pedir, como el abbé de Nantes, un juicio contra Su Santidad, Monseñor prefirió la vía tradicional de exponer ciertas tesis teológicas a su consideración para que las juzgara. Tal procedimiento es el usual en la Iglesia: se juzgan tesis teológicas, filosóficas, políticas; no a sus autores.

En 1985, cansados de observar tanta destrucción, fenómeno denunciado ya por las mismas autoridades supremas, mons. Lefebvre y mons. De Castro Meyer envían una carta en la que se le representa al Santo Padre la visión que ellos tienen de la crisis y de su causa. Recordemos que ese mismo año se habría de celebrar un sínodo que iba a examinar el post-concilio y, además, mons. Ratzinger había concedido esa entrevista que, posteriormente, se convertiría en un libro: “Informe sobre la fe”. En dicha carta, los monseñores mencionados objetan especialmente la declaración conciliar “Dignitatis humanae” por conceder al hombre el “derecho” a la libertad religiosa, derecho abundantemente negado en la teología tradicional y en el magisterio del pasado siglo, y declaran que: “si el Sínodo no retorna al Magisterio tradicional ... estaremos en el derecho de pensar que los miembros del Sínodo ya no profesan la fe católica”.

Esta carta que apela a la responsabilidad del Santo Padre como supremo doctor es del 31 de Agosto. El 6 de Noviembre serán entregados las “dubia” en el Vaticano. Se trata de un documento de 138 páginas que comienza citando todos los textos del Magisterio Pontificio sobre el tema de la libertad religiosa y sigue con las “dubia” (= dudas) propiamente dichas; es decir, ante la oposición radical que se observa entre la doctrina conciliar y los textos tradicionales, los obispos preguntan por su compaginación. La Santa Sede, pues, como suprema maestra de la fe católica debía juzgar la cuestión. En el fondo se trata del mismo problema suscitado por el abbé de Nantes pero tratado de otra manera. ¿Responderá en esta ocasión Roma como madre y maestra de la verdad?

Todos sabemos que el santo Concilio fue pastoral por lo que es incapaz de resolver duda doctrinal alguna. Sin embargo la respuesta de la Sede Romana se atuvo a El. En otras palabras, fingió desconocer la oposición formal entre el Magisterio Supremo y la “doctrina” pastoral actual. Podría la respuesta haber mostrado que el tema no pertenecía al “Depositum Fidei”, objeto propio de la inefabilidad de la Iglesia, como han sostenido algunos teólogos para eludir las terribles consecuencias señaladas por los monseñores en su carta, mas ni siquiera eso. Se razona como si el Concilio hubiese zanjado definitivamente la cuestión; es decir, se desconoce su carácter pastoral y las consecuencias de tal condición. Es más, un su “Informe ...” Ratzinger postula que el mal proviene de la incomprensión de los textos conciliares, los que, de ser bien comprendidos, evitarían toda dificultad. Mas la solución es peor que la enfermedad. Porque Su Santidad Juan XXIII reunió un concilio pastoral ya que, a su juicio, la doctrina era perfecta y el Depositum Fidei intocable. ¿Qué faltaba? Ocurre que la doctrina oficial está expresada en latín y en categorías mentales escolásticas - perfectas en sí, mas incomprensibles para el hombre de hoy -. Había, pues, que acudir al Espíritu Santo para que inspirase a la Iglesia, reunida en Concilio, un lenguaje tan claro, tan “aggiornato”, que todos, absolutamente todos comprendieran que la Iglesia Católica es la verdadera Iglesia de Cristo. Este, y no otro, es el verdadero fin de la magna asamblea, fijado por el que la citó. Ahora bien, si Ratzinger tiene razón, el culpable es el Espíritu Santo que, en vez de inspirar un lenguaje compresible para todos, ha inspirado un texto que nadie entiende todavía ¡incluso 20 años después de terminado el Concilio! Por salvar la responsabilidad de los hombres cae en blasfemia contra el Santo Espíritu. Prefiero la explicación de Mons. Lefebvre que ve una falla humana, falla posible desde que la infalibilidad propia de la Iglesia, por la especial asistencia del Espíritu Santo, no se halla comprometida.

El segundo signo fue la reunión de Asís. Todos sabemos que la Iglesia Católica fue perseguida en los primeros siglos de su vida por los emperadores romanos. ¿Por qué la Roma que acogió a todos los dioses mató a los cristianos? Esa Roma imperial era tan liberal que llegó a construir un “templo a todos los dioses” (= panteón) donde encontraron su lugar todos, absolutamente todos, menos el Dios verdadero, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Cuál sería la razón de tan insólito e incomprensible hecho? Sucedió que, a pesar de todas la invitaciones que recibieron, los cristianos se negaron a que Dios estuviese en compañía de los demonios. Prefirieron la muerte y el tormento, la pérdida de todos sus bienes y la deportación. ¡Pensar que si un pontífice de aquel tiempo hubiese pensado como Juan Pablo II todas las persecuciones habrían cesado de inmediato! Es seguro que, en ese caso, todos los demás obispos católicos hubiesen roto su comunión con él.

Mons. Lefebvre, pues, se convenció: el Santo Padre, puestos los ojos en una quimera irenista, ha abandonado su misión, ha abandonado al pueblo fiel a las idea liberales en boga, ante las cuales no tiene defensa a partir del Concilio. Ante tan ominoso panorama solo resta una cosa: conservar la Tradición a la espera de que Roma recapacite y vuelva en sí y cumpla su deber. Por ello insiste: no pretendemos crear una Iglesia paralela. Juan Pablo II es el único Sumo Pontífice reconocido por la Iglesia. Pero está gobernando mal, lo que ha ocurrido, por supuesto, en otros momentos de la milenaria historia de la Iglesia. Ante la deserción universal y a la espera del desengaño que, tarde o temprano, caerá sobre los actuales innovadores, hay que mantener una reserva intacta, como lo profetizó tantas veces en sus sueños don Bosco.

Como Monseñor tenía ya muchos años y había llegado la hora del retiro, decide consagrar a los obispos que le sucederán en este esfuerzo por mantener esa reserva. Los nuevos obispos se comprometen a poner sus episcopados en manos del Sumo Pontífice en cuanto reencuentre la Tradición que hoy yace olvidada.

Gran impresión le causó a Monseñor  enterarse de que su drama estaba profetizado desde la época de la colonia en el remoto Ecuador. La Virgen del Buen Suceso, tan venerada allí, confió a una religiosa unas profecías que se ha ido cumpliendo al pié de la letra. Respecto de nuestro tiempo anuncia la propagación de toda suerte de errores al interior de la Iglesia, la disolución de las costumbres y la pérdida de la fe, como todos podemos hoy fácilmente comprobar. Ante esta catástrofe, surgirá un prelado que se opondrá a esta ola de apostasía, a esta ola de impiedad, preservando el sacerdocio , ordenando buenos sacerdotes. Estas visiones, y la devoción que le siguió, fueron aprobados por la Iglesia, constituyendo uno de los pilares de la fe popular en ese país. Monseñor se sintió fortalecido ante tal conjunción de “signos” y dio el paso que tanto le ha sido criticado. Lo que no puede negarse es que tuvo razones muy serias para darlo y que, si lo hizo, fue porque no le quedó otra alternativa.

 

LA VISIÓN DEL CARDENAL RATZINGER


 

                  El cardenal encargado de la ortodoxia nos ha entregado su visión de las razones que movieron al “obispo rebelde” en una reunión que sostuvo en Santiago de Chile con los obispos locales poco después de las consagraciones (Alocución a los obispos de Chile, 13 de Julio de 1988). Como era de esperar condena totalmente y sin apelación tan extrema resolución, pero nos llama a reflexionar sobre la cuestión, a evitar una censura fácil y encerrarnos en una seguridad engañosa. A su juicio es necesario buscar las causas más profundas del caso y juzgar en consecuencia. ¡Sorprendentes preámbulos para referirse a quien todos consideraban excomulgado!

En primer lugar, el Cardenal reconoce que el Concilio  no ha definido ningún doma, ha preferido expresarse en un rango más modesto: el pastoral. Sin embargo, agrega, muchos lo interpretan como el super-dogma que está por encima de todo lo demás. En otras palabras - y esto es un comentario mío - Ratzinger está reconociendo que a muchos los ha empujado a romper con la Tradición. Ni más ni menos. Exactamente. Porque en teología es sabido que toda declaración pontificia, incluso ex-catedra (cf. Denz. 1836 a 1839) ha de estar sometida a la Tradición y no por encima de ella. Decir, pues, que muchos han puesto al Concilio por encima de todo lo demás significa reconocer la justeza de la principal objeción que mons. Lefebvre reprocha a la autoridad actual: la ruptura de la Tradición.

Insistamos en este punto que es de primerísima importancia. Es la primer vez que la máxima autoridad doctrinal de la Iglesia, después del Papa, por supuesto, reconoce, al menos, que el Concilio ha resultado fatal para muchos. Con todo hay un abismo entre su posición y la de Lefebvre. Este piensa que el Concilio, en virtud de sus mismos términos, rompe, en algunos puntos, con la Tradición. Concretamente en dos materias, por lo menos, estrechamente vinculadas entre sí: la libertad religiosa y el ecumenismo. Aquél, en cambio, insiste en su explicación, ya vista en el párrafo anterior: una mala interpretación es la responsable de tan grave daño.

En segundo lugar, el Cardenal señala que en la Iglesia, es decir, entre los fieles que la componen, se ha perdido el sentido de lo sagrado, de lo santo; lo que ha llevado a las personas sensibles a estos aspectos de la fe a buscar refugio en la liturgia tradicional. Es verdad que, en muchas partes, la liturgia renovada ha perdido completamente el espíritu sacro para dejar prevalecer un espíritu mundano según las inventadas de cada párroco. El actor principal ya no es el Dios vivo, sino el sacerdote, o, peor aún, el animador.

En tercer lugar, siempre según el mismo Cardenal, Monseñor se siente escandalizado ante la proclamación del derecho a la libertad religiosa para todos y el “espíritu de Asís”. Parece que ve en ambos un triunfo del liberalismo, una suerte de relativización de la verdad. Es verdad que, para muchos, la pretensión tradicional de la Iglesia Católica de ser la única verdadera era un triunfalismo inaceptable. Por ello, las misiones han decaído visiblemente; porque, si no hay que adherir a la única verdad para obtener la eterna salvación, simplemente no tienen sentido. En tal óptica, todas las religiones valen lo mismo. Esta idea, reconoce el Cardenal, se está imponiendo en la teología post-conciliar y está alcanzando la práctica litúrgica. Allí donde se produce este fenómeno - un poco por todas partes, no lo olvidemos - la fe queda abandonada. Pero, en el espíritu de Su Santidad, nos aclara, nada parecido podemos hallar; su pensamiento no es relativista ni piensa que todas las religiones valen lo mismo. Claro, Ratzinger habla en 1988; pero ahora, después de la “Tertio milenio adveniente”, no cabe la menor duda de que tal idea es uno de los pilares de la pastoral de Juan Pablo II y eje de su visión teológica.

Detengámonos un instante. Mons. Lefebvre no se pronuncia sobre la intención de Su Santidad, tan sólo afirma que no puede el Vicario de Cristo reunirse a rezar con los cultores de los ídolos. Para un liberal es lo más deseable, pues nada importa qué religión practique cada cual, siempre que lo haga con buena intención y no descalifique a las demás. Por ello quien citó a la asamblea de Asís no fue Juan Pablo II sino Felipe de Inglaterra; el cual, al hacer el llamado, aclaró que, con ello, cesaba el escándalo que ya duraba demasiado tiempo cuando uno se declaró único camino para agradar a Dios. Clara alusión a la pretensión de Jesús de Nazaret, destruida, de hecho , por la reunión de Asís, al menos en la mente de su organizador. Da, pues, lo mismo lo que piense Su Santidad en su fuero interno, y ahora sabemos que está completamente de acuerdo con el Príncipe; él participó en una reunión que ofende gravemente a Nuestro Señor en su calidad de “único nombre en el que podemos ser salvos” (Hechos, 4, 12; cf. 1 Tim. 2,4-7; etc.)

Acusado de apostasía por algunos tradicionalistas, Juan Pablo II se defiende. Pero no como lo hace Ratzinger sino de un modo completamente distinto: citando al Concilio. En efecto, éste enseña que, cuando el Verbo se encarnó en las purísimas entrañas de la Bienaventurado Virgen María, asumió la naturaleza humana, por lo que “se ha unido en cierto modo con todo hombre” (Gaudium et spes, 22). “Podemos pensar - agrega el Papa - que cada oración auténtica es suscitada por el Espíritu Santo que está misericordiosamente presente en el corazón de cada hombre” (Discurso pronunciado el 22-XII-1986). Invito al lector  a que lea ese discurso y observe cuán diferente es la defensa que el Santo Padre hace de su presencia en Asís de la que hemos hallado en el Cardenal encargado de la pureza de la fe.

Es tan grave el asunto que habría que agregar algún comentario. Observemos que el Concilio nos ha divinizado a todos otorgándonos los privilegios exclusivos de Jesús de Nazaret. Para quien desee comprender el profundo error de tal suposición, le ruego que consulte la “Suma de Teología” de santo Tomás de Aquino: tercera parte, cuestión cuarta, artículos tercero y cuarto. Comprenderá que tal idea es destructiva del cristianismo y absolutamente imposible. Por otra parte, según el Nuevo Testamento, en lo cual sigue al Antiguo, el culto idolátrico se refiere a los demonios (cf. 1 Cor. 10, 20-22), por lo cual exige total separación entre los fieles y los infieles (cf. 2 Cor. 14-16). ¿Cómo conciliar la Revelación con estas nuevas ideas? Por algo la Iglesia está perdiendo sus fieles, su filosofía, su teología, etc.

Pero volvamos al discurso de Ratzinger que estábamos comentado. Al comenzar su exposición, el Cardenal había sentado un principio que hemos dejado para el final por su inusitada importancia: el gran descubrimiento de la teología del ecumenismo radica en comprender que los cismas sólo se pueden producirse cuando, en la Iglesia, ya no se viven y aman algunas verdades y algunos valores de la fe cristiana. En otras palabras, todo cisma tiene razón en sus acusaciones contra la Iglesia de Dios; tan solo no la tiene en separase de ella. En verdad no conozco cisma alguno al que pueda aplicare tan peregrina tesis. El mayor de este mismo siglo, producido por Mao Tse Tung, ciertamente nada tenía que ver con supuestos valores y verdades perdidas por el pueblo de Dios, sino que fue obtenido por la prisión, tortura y muerte de los fieles. ¿No será este novedoso principio nada más que una forma de atenuar el impacto por lo que iba a decir durante su exposición? Porque si Ud. leyó con atención lo que hemos expuesto del discurso, el Cardenal ha confirmado y justificado todas las acusaciones con que Lefebvre justificaba su conducta. De modo que es verdad que Asís y el ecumenismo han llevado a muchos a la pérdida de la fe. También lo es que la liturgia ha perdido su sentido sagrado y santo. Incluso, lo que parece increíble, lo es el que, el Concilio, tomado como principio de toda la actual situación, incluye un acto de apostasía y cisma con respecto de la Tradición.

Quedamos perplejos. Si todo esto es verdad, y lo reconoce la máxima autoridad en ortodoxia que hay en la Iglesia, ¿a qué se reduce el supuesto cisma? El punto álgido del problema radica en la persona y postura de los Pontífices post-conciliares. Ya vimos tres interpretaciones ente otras muchas que podríamos señalar: Guerard des Lauriers, abbé de Nantes y Mons. Lefebvre apoyado por Mons. De Castro Meyer. El primero tomó nota del hecho y declaró la sede vacante, postura que ha hallado eco no solo en Francia sino que también en México, USA e, incluso, en Italia; el segundo pidió un juicio infalible contra el Santo Padre acusándolo de estos errores que el Cardenal reconoce ahora que están repartidos por toda la Iglesia; el tercero optó por una solución pastoral: mantener una reserva fiel. Mas, al ver próxima su muerte, decide continuar su obra mediante la consagración de obispos, pues no halla otra manera.

Ratzinger, a pesar de darles la razón a los tres en cuanto que tales faltas se hallan en el pueblo de dios, excluye expresamente al Santo Padre y al Concilio de toda responsabilidad. Aunque digan cosas y realicen actos difíciles de interpretar, habría que excusarlos siempre en virtud de la asistencia del Espíritu Santo o del cargo que detentan. En otras palabras: habría que considerarlos impecables. Doctrina absolutamente nueva en la Iglesia que, en el pasado, permitió se discutiera arduamente la posibilidad de un  Papa hereje y de un Papa cismático.

Estamos en condiciones de comprender la sorprendente conclusión del importante discurso del Cardenal:

“Si conseguimos mostrar y vivir de nuevo la totalidad de lo católico en estos puntos, entonces podemos esperar que el cisma de Lefebvre nos será de larga duración”.

Es decir, es verdad que hoy no vivimos la totalidad de los católico, hagamos un esfuerzo y volvamos a vivirlo y el cisma será un recuerdo del pasado. Pero tal parece que antes del concilio vivíamos “la totalidad de lo católico”; ¿qué ocurrió que ahora no podemos hacerlo?

 

EPÍLOGO


 

Guerard des Lauriers acusó directamente a Su Santidad, a la sazón Pablo VI, de herejía y aplicó lo que san Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia, enseña: el Papa hereje pierde ipso facto el pontificado porque deja de pertenecer a la Iglesia. En consecuencia proclamó la sede vacante.

Georges de Nantes no aceptó esta conclusión, ¿quién soy yo para juzgar a Su Santidad? Tan solo el Papa, en un juicio ex-catedra, puede juzgarlo. En consecuencia redactó su “Liber acusationis  in Paulum VI” con el resultado que ya vimos, y, posteriormente, el “Liber acusationis in Johannes Paulum II” con un fin parecido.

Marcel Lefebvre no aceptó ni una ni otra alternativa. Recordando el catecismo de Trento según el cual no basta  un error teológico para llamar a quien lo sostiene hereje - en ese caso todos lo seríamos - sino que es necesario que el equivocado sea amonestado por la Iglesia y resista esa llamada de atención. Entonces, y solo entonces, por desobedecer a la Iglesia y adherir a su propio entendimiento en vez de al de la Autoridad Apostólica, se convierte en hereje. Pero la Iglesia no ha amonestado ni a Pablo VI ni a Juan Pablo II, por lo que no pueden ser llamados herejes; lo que no impide que estén equivocados y conduzcan por mal camino al pueblo de Dios. La actitud de de Nantes terminó en un fracaso total. Pero es necesario mantener esa reserva de la que venimos hablando desde el comienzo. Lo que implica buscar una solución pastoral.

A estos tres defensores de la Tradición y de la ortodoxia - recordemos que hay otros dignos de mención - le han seguido pocos fieles. Lo peor del caso es que no están de acuerdo entre sí. Muchos, mirando con simpatía sus esfuerzos se preguntan si es correcta su acción. Porque una cosa es el reino de las ideas y otra el de las decisiones pastorales (o políticas). ¿No sería mejor callar y dejar las cosas como están? ¿Son necesarias estas actitudes extremas para salvar el alma? ¿Es lícito criticar al Santo Padre? ¿Puede desobedecerse al Concilio?

Podríamos seguir haciéndonos preguntas y no precisamente como una entretención, sino angustiados por no saber con exactitud cual es la repuesta correcta. Así, al menos, piensa la mayoría de los que algo comprenden lo que está en juego. Lo más grave es que, asumamos una u otra actitud, respondamos de un modo u otro las preguntas, se mantiene angustiado el corazón al ver a la Iglesia postrada en tan lamentable estado.

No creamos que solo los tradicionalistas están angustiados. También hay inquietantes preguntas en la otra tienda, sobre todo entre quienes con buena intención observan los acontecimientos:

Porque Juan Pablo II enseña que la paz depende del trato que las autoridades dan a las minorías, ¿cómo ha tratado él a la minoría tradicionalista? El problema suscitado por Mons. Lefebvre habla por sí solo y los cambios que, a regañadientes ha tenido que aceptar lo confirman.

Porque Juan Pablo II ha insistido en que deben procurarse gobiernos democráticos que permitan mayor participación a todos los súbditos, ¿qué oportunidad se ha dado a los tradicionalistas de participar en la toma de decisiones al interior de la Iglesia?

Porque Juan Pablo II ha pedido reiteradamente se otorgue libertad de expresión a los disidentes, ¿por qué se “acusa “ a mons. Lefebvre de criticar al Concilio?

Porque el Concilio enseña que se hace grave injuria a Dios si se impide que una persona realice un acto religioso exigido por su conciencia, ¿por qué se impide a mons. Lefebvre consagrar obispos como su conciencia se lo impone?

Porque Juan Pablo II enseña que el destierro es una grave falta ya que no es lícito privar a un hombre de su propia patria, ¿es lícito privar a un hombre de su propia religión? ¿Es lícito expulsarlo de la Iglesia por seguir su propia conciencia?

¿Por qué se niega el juez supremo a juzgar ex-catedra los textos sospechosos de contener ideas contrarias a la Tradición?

Lo más cómodo sería guardar silencio y esperar los acontecimientos y es la actitud que ha tomado la mayoría de los que sospechan que algo está mal. Por desgracia los seminarios vacíos, los sacerdotes apóstatas, la teología de la liberación, la aceptación de los “derechos humanos” liberales, los sacrilegios, la “comunicatio in sacris”, y un largo etc., hacen pensar que el silencio no lleva a ninguna parte.

Monseñor Lefebvre y tantos otros aguardaron por años que las autoridades comprendieran su error. Mas llegaron a la conclusión de que ya no era posible seguir esperando. Al menso es obvio que no fue esa la actitud que adoptaron san Atanasio, san Hilario, san Eusebio, etc., cuando la crisis arriana desoló la Iglesia como ya lo recordamos.

Queda, pues, que el tiempo permita aclarar la realidad y la caridad permita mantener la cortesía entre hermanos angustiados ante el giro que toman los acontecimientos. Lo que no nos debe ya dejar ninguna duda es que mons. Lefebvre tuvo razones gravísimas para hacer lo que hizo.

 

 

 

 

 

JUAN CARLOS OSSANDÓN VALDÉS



[1] Para quien desee documentarse sobre el particular le recomiendo la obra de Emile Poulat que ha consagrado varios libros al tema.
 

¿El cisma de Lefebvre?. Defensa de la misa de siempre.


LAS RAZONES DE MONSEÑOR


 

PRIMERA PARTE


 

Hace casi tres lustros la opinión pública pareció estremecerse. Los periódicos aseguraron que, después del cisma de los “católicos viejos” - ocurrido hace ya más de un siglo - se volvía a repetir lo increíble: ¡cisma en la Iglesia Católica!

Como de costumbre la prensa todo lo tergiversaba; no hubo tal estremecimiento - o si lo hubo pronto fue olvidado -; tampoco se trataría del primer cisma en tal período. En efecto, la historia eclesiástica del presente contiene una larga cadena: en Brasil, en China, en España, etc. Pero tan poco nos interesa la historia de nuestra Iglesia, o tanto nos “desinforman” los que la cultivan, que todos ignoran - o fingen ignorar - las numerosas rupturas que nos han sacudido.

El más notorio fue el de China, producido mediante la tortura y el asesinato de los obispos fieles hasta obtener de la flaqueza humana, a mediados de los años cincuenta, la “Iglesia Católica Patriota China”. Pío XII respondió excomulgando al obispo que procedía a separarse de Roma y a consagrar nuevos obispos sin su consentimiento. Este es el antecedente del canon 1382 invocado para declarar cismática la decisión de Mons. Lefebvre. Monseñor ha negado con vehemencia la acusación: ante la proximidad de su muerte, contaba ya más de 80 años, y ante la negativa del Vaticano de escuchar la voz de la Tradición, sacrificando su tranquilidad espiritual, procede a ordenar obispos fieles a ésta para que no se pierda la Santa Tradición amenazada desde todos los rincones de la iglesia y - para pasmo de los siglos - principalmente desde el mismo Vaticano.

 

RECORDEMOS LA HISTORIA


 

Casi todos los que han hablado sobre el particular se han atenido a las informaciones que procedían del Vaticano. Pero éste es parte interesada en el pleito y la justicia y el sentido común exigen escuchar también a la otra parte. He leído ambas versiones y con el paso del tiempo me he ido construyendo una visión de lo que ocurrió que creo conveniente dar a conocer, si bien con seguridad también adolecerá de alguna laguna  o incorrección.

Hay un signo de parcialidad que he encontrado repetido con rara uniformidad: Roma hizo enormes concesiones a Monseñor, pero éste se encerró, orgullosamente, en un taimado: “no cedo”. Por desgracia no he hallado, en tales relatos, una pormenorizada enumeración de las supuestas “concesiones” tan graciosamente concedidas. Si la versión que Ud., estimado lector, leyó incluía tal apreciación, ya sabe cuál es la fuente de donde procede. Al menos este relato le podrá ayudar a juzgar cuán objetiva era.

¿Desde dónde habría que comenzar a narrar los hechos? Para no irnos demasiado atrás, lo iniciaremos con el anuncio de Mons. Lefebvre en virtud del cual comunica al Santo Padre que, en vista de la infructuosidad de sus esfuerzos para conseguir que las autoridades permitan “experimentar al Tradición” - notemos cuán humilde y plena de sentido pastoral es su petición -, como su hora se aproxima, procederá a consagrar obispos entre los miembros de su propia Fraternidad. Tan sorprendente anuncio fue hecho en Junio de 1987 y fijaba como fecha del grave suceso la olvidada fiesta de Cristo Rey, último domingo de octubre.

El Cardenal Ratzinger se interesó de inmediato en este feo asunto y rogó a Mons. Lefebvre suspender la consagración y le visitara en Roma; pues, de alguna manera, se hallaría modo de solucionar el conflicto sin llegar a medida tan extrema. Obediente, como de costumbre, S. E. procedió a postergar la consagración y fijó una nueva fecha: el último domingo del año. Había, pues, seis meses para llegar a un acuerdo y proceder sin producir escándalo ni sufrimiento al pueblo de Dios. Acudió a Roma y sostuvo el diálogo que el Cardenal le había solicitado. Llama la atención la benevolencia del Cardenal ante el Arzobispo hasta hacía tan poco tratado como el rebelde, el suspendido “a Divinis”, y, en el decir de los que nada entienden pero opinan de todo, el excomulgado.

El Cardenal quería proceder ordenadamente y de acuerdo a la tradición ceremoniosa y lenta del Vaticano. Lo primero sería realizar una visita apostólica a la Fraternidad supuestamente rebelde; el “visitador” elevaría a Su Santidad un informe y, finalmente, el Santo Padre resolvería sobre el particular. Se determinó que la visita se realizaría en noviembre próximo. Sin embargo, Mons. Lefebvre dudaba, ¿quién sería el visitador del que todo dependía? El Cardenal le invitó a que él mismo designara una terna y le aseguró que Su Santidad designaría a quien diese garantías a ambas partes. Aunque parezca increíble, el Santo Padre designó al primero de la terna.

Por razones que ignoro, la visita se fue retrasando y retrasando. Tan sólo a fines de noviembre Edouard Cardenal Gagnon se presentó en Econe para examinar la obra tan maltratada. Demás está decir cuánto se esmeraron en atenderle, se le rogó que visitara también otras casas de la Fraternidad, al menos las europeas, de modo que su informe fuese lo más completo posible. En realidad era imposible que las visitara todas porque, a pesar de hallar, en todo el mundo, la más decidida oposición de los obispos, la Fraternidad se había ya extendido a todos los continentes; contaba con cuatro seminarios - dos en Europa, uno en Argentina y el otro en USA - muchos prioratos y conventos de monjas, amen de monasterios de diversas órdenes y congregaciones que conservaban la Tradición y estaban un muy buenas relaciones con ella.

Muchos creen que la Fraternidad se ha quedado sola en la Iglesia, mas no es así. Sor María Gabriela Lefebvre, por ejemplo, carmelita descalza y hermana de Monseñor, se negó a que su convento se “aggiornara”, como entonces se decía, y pidió guía espiritual a sus hermano. Tal fue se éxito que, mientras otros monasterios se vaciaban, el de ella se llenó a tal extremo que hubo que fundar otro y luego otro. A su muerte eran ya cinco los monasterios de carmelitas que seguían su tradición de rigurosa clausura y penitencia y se guiaban siguiendo las directrices de la Fraternidad.

La visita también se alargó más de lo esperado. El Cardenal Gagnon conversó con todos y cada uno de los sacerdotes y seminaristas que vivían en Econe. Llegó así el 8 de diciembre, fiesta que se celebra con gran solemnidad en la Fraternidad, el Cardenal y sus secretarios decidieron asistir a todas la ceremonias en el rito tradicional allí conservado. Es más, durante toda su visita, Su Eminencia evitó el nuevo rito y celebró la santa Misa en el rito tradicional latino, tal como lo hacía el mismo Monseñor Lefebvre. Todo, pues, hacía pensar que, por fin, Roma estaba dispuesta a escuchar la voz de la Tradición que se negaba a morir e iba a autorizar a sus más connotados defensores a continuar en paz su intento de “experimentar la Tradición”.

Pero había un grave problema. La fecha elegida era la última domínica de Diciembre y la visita no había concluido el ocho. Faltaría tiempo para redactar el informe, someterlo a la consideración de Su Santidad y resolver el caso. En vista de lo cual se acordó, una vez más, postergar la ceremonia. Se eligió la segunda domínica de Pascua que, en 1988, caería a mediados de abril. Se cumpliría, pues, un año desde el primer anuncio: se habían realizado dos postergaciones, terminado la visita y se dejaba aún un tiempo prudente para lograr la anhelada paz.

Mas seguía pasando el tiempo y de Roma no salía el más leve murmullo. ¿Qué había pasado con el informe? Había, tal vez, objeciones que lo invalidaran? ¿Sería preciso que Econe modificara ciertas prácticas? Absoluto silencio. La verdad es que del dichoso informe nunca más se supo. ¿Sirvió de algo? ¿Hubo siquiera interés en leerlo o fue un mero pretexto para ganar tiempo? Son preguntas sin respuesta posible a menos que sus autores decidan confesar la verdadera intención con que todo fue hecho. Cansado de esperar en vano -  sospechando que se estaba dejando pasar el tiempo debido a su avanzada edad - Monseñor decidió cortar por lo sano. Declaró que daba como última fecha el 30 de Junio y que procedería a consagrar cuatro obispos, con o sin autorización del Vaticano.

Al fin se comprendió que el anciano arzobispo había llegado al límite de su paciencia y que ahora sí que no podrían seguir dando largas al asunto. Ratzinger se apresuró a citarlo nuevamente a su despacho en Roma a tratar el problema. Una vez más, el obediente, pero no sumiso, arzobispo tomó el camino de la Ciudad Eterna. Acompañado por sus asesores enfrentó al equipo del Cardenal y - ahora sí - comenzaron las negociaciones. Es necesario reconocer que se iniciaron con un año de atraso si contamos desde el primer anuncio de las consagraciones  y con diez si lo hacemos desde el comienzo del pontificado de Juan Pablo II, quien bien pudo haber autorizado hacer el “experimento pastoral de la Tradición” en medio de tantas ruinas.

Lo que parecía imposible se logró: hubo acuerdo. El 5 de Mayo, Mons. Lefebvre y el Cardenal Ratzinger firmaban un documento que, al parecer, terminaba el pleito definitivamente. Para que comprendamos mejor lo que sigue, leamos con atención su texto y fijémonos en lo que queda indeterminado por un curioso condicional que en nada compromete. Después decida Ud., estimado lector, quien cedió todo lo que pudo y quien no cedió en nada. A decir verdad, cada párrafo debería ser comentado minuciosamente, mas, por razones de brevedad, limitémonos a su lectura.

“Yo, Marcel Lefebvre, arzobispo-obispo emérito de Tulle, y los miembros de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, por mí fundada:

1.- Prometemos ser siempre fieles a la Iglesia Católica y al Romano Pontífice, su Pastor supremo, Vicario de Cristo, sucesor del bienaventurado Pedro en su primacía y jefe del cuerpo de los obispos,

2.- Declaramos aceptar la doctrina contenida en el número 25 de la constitución dogmática Lumen Gentium del concilio Vaticano II sobre el magisterio eclesiástico y la adhesión que le es debida,

3.- Con respecto a algunos puntos enseñados por el concilio Vaticano II o concernientes a las reformas posteriores de la liturgia y del derecho, y que parecen difícilmente conciliables con la Tradición, nos comprometemos a tener una actitud positiva de estudio y comunicación con la Sede Apostólica, evitando toda polémica.

4.- Declaramos que reconocemos la validez del sacrificio de la Misa y de los sacramentos celebrados con la intención de hacer lo que hace la Iglesia y según los ritos indicados en las ediciones típicas del misal y de  los rituales de los sacramentos promulgados por los Papas Pablo VI y Juan Pablo II.

5.- Finalmente prometemos respetar la disciplina común de la Iglesia y las leyes eclesiásticas, especialmente las contenidas en el código de derecho canónico promulgado por el Papa Juan Pablo II, quedando a salvo la disciplina especial concedida a la Fraternidad por una ley particular”.

               

Hasta aquí la “declaración doctrinal” que la Santa Sede exigía de Mons. Lefebvre. En seguida venían las “cuestiones jurídicas” donde el lenguaje cambia por completo. Contiene cinco puntos que nada afirman derechamente. Dada su extensión, limitémonos a destacar sus aspectos principales.

En primer lugar se señala que convertir a la Fraternidad en una “sociedad de vida apostólica” “es una solución canónicamente posible”. En el segundo punto la Santa Sede se compromete a crear una comisión para atender los posibles litigios que podrían advenir en el futuro: “esta comisión estará compuesta por un presidente, un vicepresidente y cinco miembros, de los cuales dos pertenecerán a la Fraternidad. En buenas cuentas, siempre en minoría, nunca podrá ganar pleito alguno. El tercero establece que esta comisión resolverá, en primer lugar, el delicado problema de las órdenes religiosas y de los sacerdotes seculares más o menos ligados a la obra de Mons. Lefebvre y el de los laicos que quieran recibir los sacramentos de manos de los sacerdotes de la Fraternidad. Pero, ¿es que quedaba problema alguno si se estaba autorizando el experimentar la Tradición? Además, los supuestos problemas serían vistos por una comisión con mayoría absoluta de miembros nombrados por el Vaticano y donde los representantes de la Fraternidad sólo harían acto de presencia. ¿Está claro?  El cuarto punto aborda el tema que originó todo este feo asunto: las consagraciones. En lo inmediato “Mons. Lefebvre sería autorizado a ordenar sacerdotes” - recordemos que estaba suspendido a divinis -. Posteriormente tendría que solicitar un obispo para que procediera a ellas. Es decir, muerto Monseñor, será necesario disponer de otro obispo ¿exterior a la Fraternidad? parece la interpretación más lógica. El quinto señala que “por razones psicológicas y prácticas, parece útil la consagración episcopal de un miembro de la Fraternidad ... por ello sugerimos al Santo Padre que nombre un obispo escogido en la Fraternidad, presentado por Mons. Lefebvre”. Además dispone que el nuevo obispo no será el entonces superior de la Fraternidad, pero, sería aconsejable que fuera miembro de la comisión romana. Finalmente se prevé el alzamiento de la “suspensio a divinis” y una amnistía (?) para los prioratos e iglesias de la Fraternidad.

Solucionado, pues, ¿o no?, el conflicto, no restaba más que proceder a la ordenación del sucesor de Monseñor, quien, con sus 82 años a cuestas, necesitaba con urgencia asegurar que su obra continuaría. Observemos que se supone - pues una “sugerencia” a nada obliga - que se procedería a consagrar a un solo obispo y que éste no sería el superior designado para reemplazar al anciano fundador que, de hecho, se había retirado a sus cuarteles de invierno.

 

EL SUPUESTO CISMA


 

Monseñor le recordó al Cardenal que la fecha fijada era el 30 de junio, es decir, dentro de casi 60 días; en vistas de lo cual era urgente proceder con rapidez para designar a su sucesor. Mas éste consideró que el plazo era absolutamente insuficiente para decisión tan grave; había que esperar a que Su Santidad dignase abocarse al asunto y, por lo mismo, no se le podía exigir tal premura. Ante tales condiciones, el Arzobispo, que sabía de más que el tiempo no era precisamente lo que faltaba en Roma, propuso el 15 de Agosto y dejarlo todo al amparo de la Sma. Virgen. Nuevamente fue rechazada su sugerencia. ¿Y antes de que finalice el año? Pero Ratzinger se negó a comprometerse. ¡Todo en el Vaticano es tan impredecible!

Diversas fuentes han dado a conocer, después de los hechos que pronto relataré, que algunas conferencias episcopales europeas alzaron el grito en cuanto supieron del arreglo alcanzado entre las partes en litigio. Hicieron saber al Santo Padre que, pastoralmente hablando, dicha solución implicaba la destrucción toda su obra. ¡Ni más ni menos! En otras palabras: o Lefebvre o nosotros. Por otra parte, parece que no sólo Su Santidad era presionado. Sospecho que dentro de la Fraternidad, al menos eso destaca el Vaticano en su relación y es perfectamente creíble, también se alzaron voces de protesta. Realmente era difícil explicar a los fieles de la Tradición una “sumisión” a Roma en la que ésta en nada cedía y seguía impertérrita su camino equivocado. Pero este aspecto del problema, que es el realmente crucial, lo dejamos para la segunda parte.

Entretanto Ratzinger dio a conocer la necesidad de proceder a cumplir con una formalidad sin importancia: Mons. Lefebvre debía pedir perdón a Su Santidad por su actitud durante los últimos lustros, desde su suspensión. Incluso se le hizo llegar un modelo de carta que debía devolver firmada. Hemos llegado ya a junio y nada se sabía respecto de si toda la negociación había contado con el beneplácito del Papa, si el informe de la visita había tenido alguna repercusión, si se había autorizado la consagración de un obispo, etc.

El anciano Monseñor montó en cólera. ¿En qué quedaba la negociación? Expresamente se había aceptado, al menos, la posibilidad de errores en el Concilio y ahora se pretendía hacer aparecer a Monseñor aceptando todo lo afirmado en sus aulas y las reformas que le siguieron y ¡colmo de los colmos! pidiendo perdón por su cerrada oposición a aquél y a éstas. Al Arzobispo le pareció que le habían tomado el pelo, como se dice vulgarmente. Era obvio que se había intentado ganar tiempo, que es justamente lo que un hombre de 82 años no tiene, y, finalmente, se intentaba que desautorizara toda su misión por un asunto de formalidades palaciegas. Quien mejor me ha revelado el estado de ánimo de Monseñor ha sido el propio cardenal Ratzinger cuando afirmó, poco después de las consagraciones durante su visita a Santiago de Chile, que lo que le faltó al arzobispo fue “confianza en Su Santidad”.

Después de leer la narración de los hechos - según la versión de una como de la otra parte - he llegado a la misma conclusión. El Arzobispo no pudo seguir confiando en quien en casi diez años de pontificado nada había hecho para arreglar uno de los conflictos más graves de los originados por las novedades del Concilio y las reformas que le siguieron, que ahora no hacía más que darle largas al asunto, y que, para colmo, pretendía que pidiera perdón y ¡aquí no ha pasado nada! Posiblemente un político, acostumbrado a los compromisos y a las concesiones, habría firmada la carta protocolar; mas no le fue posible al anciano arzobispo. Sintiéndose engañado en su buena fe, acuciado por su conciencia y su deber de “no dejar huérfanos” a sus seminaristas, sacrificó su paz eclesial y procedió a correr el riesgo de ser considerado un excomulgado - por lo demás ya lo era, como ya dijimos - por el mero hecho de haber desconocido el canon 1382.

Es necesario referir, para no faltar a la verdad y hacer más completa esta relación de los hechos, que antes de la ruptura hubo un intercambio de cartas muy interesante entre Ratzinger y Lefebvre. Veamos algunos de los puntos más dignos de ser destacados.

El Arzobispo insiste en la premura de la consagración y en la necesidad de aumentar el número de miembros de la Fraternidad en la comisión romana. En verdad no confiaba en una comisión nombrada casi exclusivamente por Juan Pablo II. El Cardenal responde que para proceder a la ordenación el 15 de agosto sería necesario que se dijese la Misa con el nuevo “ordo” en la sede de la Fraternidad, cosa que nunca había ocurrido por la razones que veremos en la segunda parte de nuestro estudio, y que pidiese perdón, como ya recordamos; respecto de la composición de la comisión , Roma no acepta cambio alguno. Como el Arzobispo había pedido la consagración de tres obispos, le recuerda la imposibilidad de acceder a tal deseo. Lo único que le concede es la fecha 15 de agosto: “el Santo Padre está dispuesto a acelerar el proceso habitual de nombramiento de modo que la consagración pueda tener lugar para la clausura del Año Mariano el 15 de agosto próximo” (carta del 30 de mayo); supuesto el cumplimiento de esas dos condiciones que cambiaban completamente el sentido a toda la negociación y de las que, por supuesto, durante la misma nada se había dicho.

Hablando claro: se trataba de una trampa; se intentaba introducirlo subrepticiamente en la nueva disciplina, la del Vaticano II, con todas las ideas que Monseñor consideraba opuestas a la Tradición y, por lo mismo, imposibles de aceptar, incluidos el nuevo derecho canónico y la reforma litúrgica transidos de liberalismo y protestantismo. Era más de lo que podía tolerar. Era obvio que el diálogo y la colaboración no eran más que un pretexto para inocular el virus modernista en su Fraternidad, considerada como la oveja perdida que volvía al redil. El sentido de su vida quedaba traicionado. Lo que había buscado con tanto ahínco era que Roma reconociera la legitimidad de la práctica de la Tradición como siempre lo había hecho la Iglesia y dejar al Espíritu Santo la última palabra. En otras palabras, estamos ante un diálogo de sordos en que, para hacerse oír se necesitaba de un largo tiempo ya imposible debido a la avanzada edad de los protagonistas. En consecuencia Monseñor decide “procurarse por sí mismo los medios para proseguir la obra que la Providencia nos ha confiado”.

Todo el mundo, comenzando por el Papa, se ha apresurado en acusar a los nuevos obispos de cismáticos. El cisma es un pecado grave contrario a la caridad que los hermanos de la misma fe deben conservar entre sí. Lo curioso del caso estriba en que, hace algún tiempo, el cardenal Casaroli cumplió una extraña misión en China. El cisma chino no puede ser negado por nadie porque ellos mismos se encargan de sostener que no aceptan un papa extranjero, que en China la iglesia tiene que ser China por lo que han cortado los lazos con Occidente. Pues bien Casaroli les llevaba una gran noticia: Juan Pablo II les había levantado la excomunión, como a tantos otros por lo demás, y, por ello, el cisma había cesado. Se trataba, por cierto, de una mera ficción legal porque, en la realidad, la situación continuaba igual. ¿Me explico? Si Ud. no lo entiende, yo tampoco. Ningún obispo Chino ha sido consagrado con permiso del Papa, no aceptan ninguna injerencia de Occidente, han recibido un perdón que no han pedido ni les interesa, han sido reincorporados (?) a una unidad que no desean, y ... ¡todo sigue igual! ¿Está claro? Puede ser una buena jugada política, pero, ciertamente, la fe está ausente.

Entretanto Mons. Lefebvre niega ser cismático. Lo curioso es que Mons. Ratzinger parece darle razón al afirmar, durante su visita a Chile ya mencionada, que había una amenaza de cisma. Como las consagraciones y las supuestas excomuniones eran un hecho anterior a sus declaraciones, me pareció evidente que reconocía que aún no había cisma. Entonces ¿qué?

Es obvio que no basta una desobediencia para hablar de cisma. Por otra parte, Monseñor ha dejado claro que no quiere el cisma. No ordenó al P. Schmidberger porque expresamente se lo pidió el cardenal Ratzinger de parte del Papa. No le ha dado jurisdicción alguna a sus obispos, que es cabalmente lo que produciría el cisma. Porque obispos “nulllius” - de ninguna parte - no interfieren con la administración de la Iglesia.

Bueno, si esto es así, ¿para qué los ordenó? Únicamente para perpetuar la Santa Tradición. Pablo VI cambió el modo de celebrar todos y cada uno de los sacramentos de la Iglesia - lo que ha juicio de los teólogos era indicio claro de cisma pontifical por oponerse a la Tradición - lo que fue resistido abiertamente por únicamente dos obispos católicos unidos al pontificado: Lefebvre y Castro, ambos supuestamente excomulgados por ello. Los obispos chinos, por el contrario, que siguen fieles a la liturgia Tradicional, ordenados sin permiso de Roma, que nada han aceptado del Vaticano II - que, por lo demás, maldito lo que les importa - están en perfecta paz y armonía con Roma. Esto a juicio de las actuales autoridades eclesiásticas, claro está; porque los chinos no dan señales de importarles nada todo el asunto. De modo que hoy viajan a esa nación sacerdotes católicos occidentales  a someterse a los obispos chinos consagrados con absoluta prescindencia de Roma que niegan toda dependencia del Sumo Pontífice.

 

EL CANON 1382


 

Conviene que nos detengamos en el canon que ha permitido la excomunión de los disidentes. Es triste que ahora que las autoridades apoyan la democracia liberal en todos los rincones del planeta den el lastimoso espectáculo de expulsar de la comunidad eclesial - enviándolos al exilio espiritual - a los que no piensan como ellos en materias perfectamente contingentes como son los ritos sacramentales.

Este famoso canon reza así:

“El obispo que confiere a alguien la consagración episcopal sin mandato pontificio, así como el que recibe de él la consagración, incurren en excomunión “latae sententiae” reservada la Sede Apostólica”.

“Latae sententiae” significa “ipso facto”, es decir, “automática”; el obispo incurre en ella por el mero hecho de proceder a realizar el acto penado, sin juicio, sin defensa, sin permitirle expresar las razones por las que se vio forzado a hacerlo ni con qué intención lo hizo.

Este canon inventado en la última edición del código de Derecho Canónico ha sido aceptado por el mismo Pontífice que ha proclamado la inmoralidad de la pena del exilio político; ¿acaso no es lo mismo? La excomunión implica, en el plano espiritual, por cierto, la expulsión de la Iglesia tal como el exilio es la expulsión del país. Es decir, si se trata de su propia autoridad usa una vara, si se trata de la ajena, otra.

Se supone, pues, que la mera consagración de un obispo es signo de cisma al faltar el asentimiento de Roma. Nos permitimos disentir de tal interpretación. Curiosa osadía: que un simple fiel se atreva a tener una opinión opuesta al Santo Padre. Pero ocurre que toda la historia de la Iglesia contradice tal suposición.

Cualquiera que estudie un poquito nuestra historia, sabrá que durante siglos los obispos fueron ordenados sin consulta alguna al Romano Pontífice. Los obispos eran elegidos por los simples fieles, en algunas ocasiones después de verdaderas batallas campales, o de campañas “electolares” en las que no estaban ausentes las más groseras calumnias - como nos revela la historia de san Agustín de Hipona - o de asaltos a mano armada. Con todo, decidido quien sería el obispo, venía un obispo vecino y procedía a la consagración. Posteriormente se comunicaba a Roma. Si es verdad que consagrar un obispo sin consentimiento de Roma es cismático, la Iglesia vivió en cisma durante más de 1.000 años.

Se podrá alegar que la constitución eclesiástica de entonces - por llamarla de alguna manera - toleraba lo que hoy no tolera; por lo que, lo que no era cismático en ese contexto, sí lo es ahora.

Como antecedentes del canon que comentamos se citan dos casos: el cisma chino y la consagración de Clemente de Sevilla, ambos seguidos por la excomunión de sus fautores. El primero fue enfrentado por Pío XII, el segundo por Pablo VI. Veamos más de cerca ambos delitos.

Pío XII demostró primero que hubo cisma y luego excomulgó. Su carácter de tal es evidente: Mao torturó y asesinó a los obispos fieles a Roma; inventó una iglesia patriótica - cismática, por lo tanto - y procedió a llenar las vacantes dejadas por los asesinados mediante la consagración de nuevos obispos a partir de uno que no resistió las torturas y se plegó a su voluntad. Todo esto, por supuesto, iba acompañado de una violenta xenofobia muy del gusto oriental. A pesar de lo dicho, quedaron sepultados en los campos de concentración obispos fieles a Roma que continuaron su labor subterránea en una de las más gloriosas “Iglesias del silencio” del siglo actual. Es fácil comprender que la condenación pontificia iba más dirigida al cisma que a las consagraciones, si bien eran éstas las que lo afianzaron.

El caso de Clemente es mucho menos conocido entre nosotros. Hace algunos lustros surgió en Sevilla un vidente que, además de las visiones de rigor, mostraba en su cuerpo raras heridas. El caso hacía pensar más en la histeria que en auténticas visiones celestiales. Pronto se le unió una comunidad de “visionarios” y Clemente obtuvo - quien sabe por qué medios - la ordenación sacerdotal y la consagración episcopal de un arzobispo vietnamita. Pablo VI reaccionó excomulgándolos a ambos. El arzobispo pidió perdón y lo obtuvo; Clemente, en cambio, desconoció al Santo Padre y procedió a ordenar sacerdotes y consagrar obispos a cuanto seguidor se le ocurrió. Hoy tiene casi tantos obispos como seguidores. Algunos han pasado de laicos a obispos en un solo día. Cabe, pues, la duda: ¿fue excomulgado el arzobispo por proceder a una consagración sin autorización o por consagrar a un histérico que se cree en contacto directo con N. S. Jesucristo? Es sabido que los tales crean cismas y herejías, porque, si tiene tal contacto, ¿para qué quieren un obispo? Porque es bueno saber que cuando sucedieron tales desaguisados no existía el canon que comentamos y que el tal Clemente había escrito a muchas autoridades religiosas comunicándoles lo que debían hacer por orden del mismo Salvador. En otras palabras, creía tener más autoridad que el Papa.

Por lo cual concluyo que los antecedentes nada prueban sino más bien lo contrario: jamás se ha considerado, en la historia de la Iglesia, cisma una consagración episcopal no autorizada; tan sólo han tenido tal carácter las que han finalizado un proceso de cisma y le han puesto el broche de oro, por decirlo de alguna manera.

Pero hay antecedentes históricos que abogan en favor de la tesis contraria, es decir, la nuestra. Porque es obvio que sin tales antecedentes, jamás me habría atrevido a opinar contra el Sumo Pontífice.

San Atanasio, obispo de Alejandría, excomulgado por el papa Liberio, procedió a consagrar obispos en virtud de su leal querer y entender. ¿Cómo así?

Estamos en pleno siglo IV de nuestra era en lo más álgido de la crisis arriana. En aquel entonces los obispos eran elegidos por el pueblo fiel, como ya aclaramos; a menudo por petición del anciano obispo que veía su muerte cercana. Después del concilio de Nicea (325), Arrio, en vez de someterse, se dedica a organizar a los obispos que le son adictos y logra reunir concilios locales que lo reivindican y terminan siempre con la excomunión de Atanasio, su archi-enemigo. Cuando se unifica, a mediados de ese siglo, el Imperio en la persona del emperador Constancio, arriano, éste presiona al pontífice Liberio hasta hacerlo aceptar, al menos oficialmente, el arrianismo; lo que incluía, naturalmente, abominar de Atanasio. La victoria de la herejía parecía total hasta el extremo de ser organizados algunos concilios ecuménicos con la finalidad de imponer un nuevo Credo, distinto del de Nicea, a la Iglesia entera.

En estas circunstancias, todo el oriente aparece adscrito a la causa de Arrio y olvidado de la Tradición. San Eusebio de Samosata, viendo la situación desesperada, violando la costumbre ancestral y sin autoridad, salió a recorrer el mundo. En cada lugar que visitaba, buscaba las pequeñas comunidades de tradicionalistas - así las llamamos nosotros, por supuesto - y si había una persona apta para presidir como pastor, ahí mismo lo ordenaba. Además, donde había un obispo arriano, es decir, en casi todas partes, instalaba uno ortodoxo; de modo que aparecían dos obispos disputándose la misma sede: el “legítimo”, en comunión con Liberio, arriano, y el nuevo, “cismático”, ortodoxo, sin “comunión” con Liberio. Aquí el cisma era claro, ya que se trataba de obispos con jurisdicción y con la misión de expulsar al que estaba en plena comunión con Roma, como dijimos. A pesar de todo lo anómalo del caso, la Iglesia lo considera santo; como también a san Atanasio, que se deshace en improperios contra el “traidor” Liberio, obispo de Roma, y que también se ha dedicado a consagrar obispos sin autorización de nadie. Si consagrar obispos contra la autoridad y reglamentación habitual de la Iglesia constituyese de suyo cisma y fuese siempre digno de excomunión, ¿cómo es posible que quienes lo hicieron sean hoy venerados como santos? Peor aún si se atribuyeron autoridad para entronizarlos y concederles jurisdicción.

La otra razón histórica que puedo esgrimir en favor de mi tesis radica en que jamás se había visto un canon parecido. Este es una novedad post-conciliar, la que se caracterizaba por su repugnancia a toda excomunión - considerada reminiscencia medieval - por lo que de hecho se suprimieron casi todas. Sin embargo, contra toda las tendencias que entonces dominaban, se creó una nueva: ésta. Nos atrevemos a decir que este canon tiene nombre y apellido: Marcel Lefebvre.

Pero hay más. Estamos en el siglo menos oportuno para crear una ley como ésta. Porque hay bastantes católicos perseguidos en los regímenes comunistas y los liberales se aprestan para hacer lo mismo. No nos olvidemos cómo fue perseguida la Iglesia en los siglos en que triunfó esta tendencia; cómo le robaron sus tierras, conventos y hasta sus iglesias; cómo fueron muertos miles de sacerdotes y religiosos, o bien fueron expulsados del país. ¿Volverán los campos de concentración en el siglo que se anuncia? Tal vez la única forma de consagrar obispos vuelva a ser la secreta, sin autorización de autoridad alguna, como lo fue en el remoto pasado. Porque no hay que olvidar que el imperio romano era completamente liberal en materia religiosa. No puede ser más inoportuna la nueva legislación.

Por todo lo cual juzgo, pues, atendible el alegato de los sancionados que niegan el cisma. Lo menos que podría hacerse es abrir el debate. Pero al mundo le interesa tan poco lo que ocurre en el campo religioso y hay tal unanimidad en condenar al aguafiestas que se opone al espíritu del mundo, a los signos de los tiempos, que es preferible no ver ni oír y atenerse a la versión oficial.

 

Conclusión


 

Hace años vi una película intitulada: “El mundo está loco, loco, loco”. Creo que hoy podemos decir lo mismo de nuestra santa madre Iglesia. En efecto, hemos visto a un arzobispo que prefirió que su Fraternidad fuese disuelta y el mismo suspendido “a divinis” antes que tolerar algo tan inofensivo como permitir que sea oficiada la nueva liturgia en su iglesia una sola vez. Por otra parte, Pablo VI inventó una nueva liturgia que impuso contra viento y marea, actitud nunca antes vista en la Iglesia; autorizó toda suerte de nuevas liturgias, extrañas asambleas carismáticas y neocatecumenales, para nombrar sólo las más conocidas; vemos a los sacerdotes inventar lo que les da la gana en materia litúrgica, a pesar de la estricta prohibición contenida en la “Mediator Dei” de Pío XII, etc., etc. Pero hay algo que no se puede tolerar: la liturgia ancestral, la que siempre fue defendida por la Iglesia, la que santificó a todos los santos canonizados, al menos desde el siglo VI. Pues la liturgia latina tradicional, que se remonta, en cierto sentido, al siglo I, fue codificada por san Gregorio I, a fines del s. VI, y, desde entonces, ha sufrido mínimas innovaciones. Finalmente, el Arzobispo, apoyado por un obispo brasileño, aceptó una supuesta excomunión antes que oficiar la nueva liturgia. Ante tal rebelión, Juan Pablo II se vio forzado a reconocer la legitimidad de la liturgia tradicional, pero tan a regañadientes que se impone tal cúmulo de condiciones a los devotos de la misma que resultan prácticamente imposibles de cumplir. En definitiva, sólo el terror al avance de la Fraternidad san Pío X hace posible que los obispos autoricen la Misa tradicional.

Todo lo cual nos hace comprender que el verdadero “quid” del asunto está en otra parte. Si queremos comprender qué está en juego, será necesario que entremos en las razones por las que se explican los acontecimientos y las conductas que tan brevemente hemos reseñado.