EL FANTASMA DEL CISMA
EL PROBLEMA
Casi todos los católicos piensan que
Mons. Lefèbvre y Mons. de Castro Meyer, amen de los cuatro obispos consagrados
por ellos, están excomulgados y son cismáticos. Esta es la razón por la que
huyen de nosotros.
Hay algunos que comprendieron que,
al no otorgarles jurisdicción a los nuevos obispos, no se consumó el cisma y,
por lo mismo, no hay tal excomunión. Sin embargo, últimamente, han creído que
el cisma se ha consumado por el hecho de que la fraternidad ha aceptado
realizar matrimonios en sus iglesias sin la autorización correspondiente. Como
todos sabemos, el matrimonio debe realizarse ante el párroco de la novia, o
bien ante otro presbítero, siempre que se obtenga la autorización del párroco o
del Ordinario del lugar. Es más, la mayoría cree que es el párroco el que casa
a los novios, por lo que estamos ante un caso de jurisdicción parroquial. Al no
contar con ella y proceder a realizar matrimonios, los sacerdotes de la
fraternidad habrían caído en el temido y odiado cisma que Mons. Lefèbvre se esforzó
por evitar.
PRIMERA ACLARACIÓN
Según parece, pues, el párroco sería
el ministro que confiere el sacramento. Y como éste pertenece al fuero externo,
no es asunto privado, se requiere de jurisdicción. En verdad, la familia es
reconocida socialmente y tiene efectos sociales que por nadie pueden ser
desconocidos - la herencia, por ejemplo - por lo que, a diferencia del tribunal
de la confesión, no puede quedar encerrado en la esfera privada. Sin embargo no
es así. Parece que el Magisterio Supremo no se ha hecho cargo del argumento
como lo hemos expresado aquí, aunque, tal vez, haya que entender como referido
a ello lo que afirma el concilio de Florencia: “la causa eficiente del
matrimonio regularmente es el mutuo consentimiento expresado por palabras de
presente” (Denz. 702). La Doctrina de la
Iglesia es, pues, que los ministros son los contrayentes y no el párroco; por
lo cual la jurisdicción de éste nada tiene que hacer aquí.
Es obvio que el matrimonio es
anterior a la Iglesia; nace cuando Dios mismo ordenó a Adán y Eva: “Procread y
multiplicaos y henchid la tierra” (Gen. I,28); por lo mismo es anterior a todo
Estado, pero no a toda sociedad ya que Dios “los creó macho y hembra” (Ibíd.),
es decir, formando la primera sociedad. En otras palabras: la validez de un matrimonio depende de los contrayentes
y no de la presencia del párroco. Esto no quiere decir que ellos puedan hacer
cualquier cosa - matrimonio entre personas del mismo sexo, por ejemplo - porque
esta sociedad tiene su naturaleza que no depende de la voluntad humana. De aquí
que haya “impedimentos dirimentes” que hacen inválidas ciertas uniones por más
que los contrayentes lo deseen, como es el caso del incesto, por ejemplo.
Como prueba de lo que sostengo puedo
aducir una decisión muy antigua, algo difícil de comprender. El 23 de Julio de
1698 el Santo Oficio va a responder a una muy curiosa consulta que le ha
dirigido la Misión Capuchina:
“¿Es en verdad matrimonio y sacramento, el matrimonio entre
apóstatas de la fe y bautizados anteriormente, efectuado públicamente después
de la apostasía y según la costumbre de los gentiles y mahometanos?” (Denz.
1326a)
Estamos ante un caso realmente
difícil. No hay párroco ni permiso alguno conferido por éste. Ambos
contrayentes están bautizados pero han apostado de la fe. Nadie duda que pueden
casarse, pues el matrimonio es una institución perfectamente natural anterior a
la Iglesia, como ya vimos; pero ¿será eso sacramento? Peor aún, la ceremonia no
será la católica sino la gentil o la mahometana, por lo que el rito será
diferente del que usa la Iglesia. ¿Cuál será la respuesta del Santo Oficio?
Hela aquí:
“Si hay pacto de disolubilidad, no es matrimonio ni sacramento;
pero si no lo hay, es matrimonio y sacramento”.
Es claro, pues, que la validez del
matrimonio no depende de la jurisdicción del párroco, que nada tiene que ver
aquí, sino de la naturaleza misma del contrato, una de cuyas condiciones es
aquí mencionada directamente: la indisolubilidad. Lo más notable es que sea
sacramento. La razón es clara. Como los ministros son los contrayentes, basta
que estén bautizados para que sea sacramento. Y como el bautismo imprime
carácter, a pesar de haber apostatado, siguen estando bautizados.
SEGUNDA ACLARACIÓN
Si nada tiene que hacer la jurisdicción
del párroco en un matrimonio, ¿por qué se exige su presencia?
Parece que no siempre fue así. De
hecho en los primeros siglos no había parroquias... El primero que se refirió,
según creo, al tema es el Papa Evaristo. El antiguo breviario romano nos recuerda,
en efecto, que este pontífice que gobernó la Iglesia entre el 99 y el 107, bajo
el emperador Trajano, estableció que el matrimonio se celebrase públicamente y
que se añadiese la bendición del sacerdote. ¿Qué prueba tal decisión? Es obvio
que no se manda lo que todos hacen; en consecuencia, el sentido común nos dice
que, durante el siglo primero, había cristianos que se casaban privadamente y
sin sacerdote. Por ello lo que se manda son dos cosas: que sea público y que
sea bendecido por el sacerdote. En verdad, éste lo único que hace, además de
ser testigo como todos los presentes, es bendecir, porque, como ya vimos, los
ministros son los contrayentes. No es raro que tal fuese el caso, porque los
romanos se casaban privadamente; lo que no es lo mismo que casarse en secreto.
La ceremonia romana consistía en el traslado de la novia a la casa del novio al
aparecer las primeras estrellas. Aún hoy, aunque nadie lo sabe, suele conservarse
uno de sus ritos: la novia no debía pisar el suelo al cruzar el umbral de la
casa del novio. Es cierto que con el tiempo se complicó la ceremonia, hasta se
dio el caso de ciertas personas que se casaron en un templo[1],
pero lo habitual era que se celebrara en casa en un banquete en presencia de
los familiares, amigos y clientes, los que acompañaban al novio cuando conducía
a la novia a su nueva vivienda. Es muy posible que los primeros romanos
convertidos hayan mantenido esta costumbre y a ello responde la resolución del
Pontífice de comienzos del siglo II. Nótese que no se alude a la necesidad de
acudir al templo parroquial, como se usa hoy.
La legislación matrimonial se hizo
abundante a partir del siglo XII, al extremo de que H. Ch. Lea llega a decir:
...”cuando en el siglo XII fue erigido en sacramento el matrimonio, su control
(por parte de la Iglesia) se hizo absoluto...”[2]
A pesar de lo cual llegan a Roma quejas por la frecuencia de la bigamia. Según
parece era frecuente realizar el matrimonio secretamente (matrimonio
clandestino) lo que permitía después negarlo y proceder al siguiente. Es muy
posible que los prejuicios sociales fueren causa de la frecuencia de éstos con
la consecuencia curiosa de facilitar la bigamia al no haber testigos del
primero. Por ello el IV concilio Lateranense (1215) establece la obligación, de
parte del párroco, de dar a conocer los nombres de los que desean contraer
matrimonio en tres días festivos previos y proceder ante testigos a celebrar
las nupcias. Como tales providencias no fueron suficientes, el Concilio de
Trento declara írrito y nulo el matrimonio que no cumpla tales condiciones y
ordena que el párroco tenga un libro donde conste cada matrimonio. Asimismo
exhorta a los cónyuges a confesarse y comulgar antes de la ceremonia. Es obvio
que el ya casado no puede hacerlo tomada la decisión de cometer tal pecado. En
suma, se trata de poner más obstáculos a la bigamia.
Ahora bien, toda ley tiene un
espíritu, fuera del cual puede fácilmente ser tergiversada. Esta disposición
del Concilio tiene como finalidad, como ya vimos, evitar el matrimonio
clandestino que abre las puertas a la bigamia. ¿Qué sucede con el que no sea
clandestino, aunque no cumpla con todas estas disposiciones? La respuesta nos la
da el Santo Oficio citado más arriba: es verdadero sacramento, aunque no sea
realizado ante el párroco o por persona autorizada por él o el Ordinario del
lugar.
Queda claro, pues, que en ningún
caso está en juego la jurisdicción por lo que la decisión de la fraternidad
nada tiene de cismática.
[1] L. Friedländer: “La sociedad romana”. Trad. W. Roces. Fondo
de Cultura Económica. Madrid. 1ª reimpresión. 1982. Pág. 284.
[2] “Historia de la inquisición española”. Citado por A. Levagi: “La
inquisición en Hispanoamérica” Ediciones Ciudad Argentina. Buenos Aires. Pág.
78 nota 26. Es obvio que no estamos de acuerdo con la afirmación de la cita en
cuanto se refiere a que la Iglesia haya erigido el matrimonio en sacramento en
el siglo XII; su insensatez es evidente. En lo que sí acierta es en el hecho de
que la actual legislación proviene de ese siglo.
Pero para juzgar acerca de la nulidad de los matrimonios, sí hará falta jurisdicción.
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