sábado, 18 de marzo de 2017

¿El cisma de Lefebvre?. Defensa de la misa de siempre.


LAS RAZONES DE MONSEÑOR


 

PRIMERA PARTE


 

Hace casi tres lustros la opinión pública pareció estremecerse. Los periódicos aseguraron que, después del cisma de los “católicos viejos” - ocurrido hace ya más de un siglo - se volvía a repetir lo increíble: ¡cisma en la Iglesia Católica!

Como de costumbre la prensa todo lo tergiversaba; no hubo tal estremecimiento - o si lo hubo pronto fue olvidado -; tampoco se trataría del primer cisma en tal período. En efecto, la historia eclesiástica del presente contiene una larga cadena: en Brasil, en China, en España, etc. Pero tan poco nos interesa la historia de nuestra Iglesia, o tanto nos “desinforman” los que la cultivan, que todos ignoran - o fingen ignorar - las numerosas rupturas que nos han sacudido.

El más notorio fue el de China, producido mediante la tortura y el asesinato de los obispos fieles hasta obtener de la flaqueza humana, a mediados de los años cincuenta, la “Iglesia Católica Patriota China”. Pío XII respondió excomulgando al obispo que procedía a separarse de Roma y a consagrar nuevos obispos sin su consentimiento. Este es el antecedente del canon 1382 invocado para declarar cismática la decisión de Mons. Lefebvre. Monseñor ha negado con vehemencia la acusación: ante la proximidad de su muerte, contaba ya más de 80 años, y ante la negativa del Vaticano de escuchar la voz de la Tradición, sacrificando su tranquilidad espiritual, procede a ordenar obispos fieles a ésta para que no se pierda la Santa Tradición amenazada desde todos los rincones de la iglesia y - para pasmo de los siglos - principalmente desde el mismo Vaticano.

 

RECORDEMOS LA HISTORIA


 

Casi todos los que han hablado sobre el particular se han atenido a las informaciones que procedían del Vaticano. Pero éste es parte interesada en el pleito y la justicia y el sentido común exigen escuchar también a la otra parte. He leído ambas versiones y con el paso del tiempo me he ido construyendo una visión de lo que ocurrió que creo conveniente dar a conocer, si bien con seguridad también adolecerá de alguna laguna  o incorrección.

Hay un signo de parcialidad que he encontrado repetido con rara uniformidad: Roma hizo enormes concesiones a Monseñor, pero éste se encerró, orgullosamente, en un taimado: “no cedo”. Por desgracia no he hallado, en tales relatos, una pormenorizada enumeración de las supuestas “concesiones” tan graciosamente concedidas. Si la versión que Ud., estimado lector, leyó incluía tal apreciación, ya sabe cuál es la fuente de donde procede. Al menos este relato le podrá ayudar a juzgar cuán objetiva era.

¿Desde dónde habría que comenzar a narrar los hechos? Para no irnos demasiado atrás, lo iniciaremos con el anuncio de Mons. Lefebvre en virtud del cual comunica al Santo Padre que, en vista de la infructuosidad de sus esfuerzos para conseguir que las autoridades permitan “experimentar al Tradición” - notemos cuán humilde y plena de sentido pastoral es su petición -, como su hora se aproxima, procederá a consagrar obispos entre los miembros de su propia Fraternidad. Tan sorprendente anuncio fue hecho en Junio de 1987 y fijaba como fecha del grave suceso la olvidada fiesta de Cristo Rey, último domingo de octubre.

El Cardenal Ratzinger se interesó de inmediato en este feo asunto y rogó a Mons. Lefebvre suspender la consagración y le visitara en Roma; pues, de alguna manera, se hallaría modo de solucionar el conflicto sin llegar a medida tan extrema. Obediente, como de costumbre, S. E. procedió a postergar la consagración y fijó una nueva fecha: el último domingo del año. Había, pues, seis meses para llegar a un acuerdo y proceder sin producir escándalo ni sufrimiento al pueblo de Dios. Acudió a Roma y sostuvo el diálogo que el Cardenal le había solicitado. Llama la atención la benevolencia del Cardenal ante el Arzobispo hasta hacía tan poco tratado como el rebelde, el suspendido “a Divinis”, y, en el decir de los que nada entienden pero opinan de todo, el excomulgado.

El Cardenal quería proceder ordenadamente y de acuerdo a la tradición ceremoniosa y lenta del Vaticano. Lo primero sería realizar una visita apostólica a la Fraternidad supuestamente rebelde; el “visitador” elevaría a Su Santidad un informe y, finalmente, el Santo Padre resolvería sobre el particular. Se determinó que la visita se realizaría en noviembre próximo. Sin embargo, Mons. Lefebvre dudaba, ¿quién sería el visitador del que todo dependía? El Cardenal le invitó a que él mismo designara una terna y le aseguró que Su Santidad designaría a quien diese garantías a ambas partes. Aunque parezca increíble, el Santo Padre designó al primero de la terna.

Por razones que ignoro, la visita se fue retrasando y retrasando. Tan sólo a fines de noviembre Edouard Cardenal Gagnon se presentó en Econe para examinar la obra tan maltratada. Demás está decir cuánto se esmeraron en atenderle, se le rogó que visitara también otras casas de la Fraternidad, al menos las europeas, de modo que su informe fuese lo más completo posible. En realidad era imposible que las visitara todas porque, a pesar de hallar, en todo el mundo, la más decidida oposición de los obispos, la Fraternidad se había ya extendido a todos los continentes; contaba con cuatro seminarios - dos en Europa, uno en Argentina y el otro en USA - muchos prioratos y conventos de monjas, amen de monasterios de diversas órdenes y congregaciones que conservaban la Tradición y estaban un muy buenas relaciones con ella.

Muchos creen que la Fraternidad se ha quedado sola en la Iglesia, mas no es así. Sor María Gabriela Lefebvre, por ejemplo, carmelita descalza y hermana de Monseñor, se negó a que su convento se “aggiornara”, como entonces se decía, y pidió guía espiritual a sus hermano. Tal fue se éxito que, mientras otros monasterios se vaciaban, el de ella se llenó a tal extremo que hubo que fundar otro y luego otro. A su muerte eran ya cinco los monasterios de carmelitas que seguían su tradición de rigurosa clausura y penitencia y se guiaban siguiendo las directrices de la Fraternidad.

La visita también se alargó más de lo esperado. El Cardenal Gagnon conversó con todos y cada uno de los sacerdotes y seminaristas que vivían en Econe. Llegó así el 8 de diciembre, fiesta que se celebra con gran solemnidad en la Fraternidad, el Cardenal y sus secretarios decidieron asistir a todas la ceremonias en el rito tradicional allí conservado. Es más, durante toda su visita, Su Eminencia evitó el nuevo rito y celebró la santa Misa en el rito tradicional latino, tal como lo hacía el mismo Monseñor Lefebvre. Todo, pues, hacía pensar que, por fin, Roma estaba dispuesta a escuchar la voz de la Tradición que se negaba a morir e iba a autorizar a sus más connotados defensores a continuar en paz su intento de “experimentar la Tradición”.

Pero había un grave problema. La fecha elegida era la última domínica de Diciembre y la visita no había concluido el ocho. Faltaría tiempo para redactar el informe, someterlo a la consideración de Su Santidad y resolver el caso. En vista de lo cual se acordó, una vez más, postergar la ceremonia. Se eligió la segunda domínica de Pascua que, en 1988, caería a mediados de abril. Se cumpliría, pues, un año desde el primer anuncio: se habían realizado dos postergaciones, terminado la visita y se dejaba aún un tiempo prudente para lograr la anhelada paz.

Mas seguía pasando el tiempo y de Roma no salía el más leve murmullo. ¿Qué había pasado con el informe? Había, tal vez, objeciones que lo invalidaran? ¿Sería preciso que Econe modificara ciertas prácticas? Absoluto silencio. La verdad es que del dichoso informe nunca más se supo. ¿Sirvió de algo? ¿Hubo siquiera interés en leerlo o fue un mero pretexto para ganar tiempo? Son preguntas sin respuesta posible a menos que sus autores decidan confesar la verdadera intención con que todo fue hecho. Cansado de esperar en vano -  sospechando que se estaba dejando pasar el tiempo debido a su avanzada edad - Monseñor decidió cortar por lo sano. Declaró que daba como última fecha el 30 de Junio y que procedería a consagrar cuatro obispos, con o sin autorización del Vaticano.

Al fin se comprendió que el anciano arzobispo había llegado al límite de su paciencia y que ahora sí que no podrían seguir dando largas al asunto. Ratzinger se apresuró a citarlo nuevamente a su despacho en Roma a tratar el problema. Una vez más, el obediente, pero no sumiso, arzobispo tomó el camino de la Ciudad Eterna. Acompañado por sus asesores enfrentó al equipo del Cardenal y - ahora sí - comenzaron las negociaciones. Es necesario reconocer que se iniciaron con un año de atraso si contamos desde el primer anuncio de las consagraciones  y con diez si lo hacemos desde el comienzo del pontificado de Juan Pablo II, quien bien pudo haber autorizado hacer el “experimento pastoral de la Tradición” en medio de tantas ruinas.

Lo que parecía imposible se logró: hubo acuerdo. El 5 de Mayo, Mons. Lefebvre y el Cardenal Ratzinger firmaban un documento que, al parecer, terminaba el pleito definitivamente. Para que comprendamos mejor lo que sigue, leamos con atención su texto y fijémonos en lo que queda indeterminado por un curioso condicional que en nada compromete. Después decida Ud., estimado lector, quien cedió todo lo que pudo y quien no cedió en nada. A decir verdad, cada párrafo debería ser comentado minuciosamente, mas, por razones de brevedad, limitémonos a su lectura.

“Yo, Marcel Lefebvre, arzobispo-obispo emérito de Tulle, y los miembros de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, por mí fundada:

1.- Prometemos ser siempre fieles a la Iglesia Católica y al Romano Pontífice, su Pastor supremo, Vicario de Cristo, sucesor del bienaventurado Pedro en su primacía y jefe del cuerpo de los obispos,

2.- Declaramos aceptar la doctrina contenida en el número 25 de la constitución dogmática Lumen Gentium del concilio Vaticano II sobre el magisterio eclesiástico y la adhesión que le es debida,

3.- Con respecto a algunos puntos enseñados por el concilio Vaticano II o concernientes a las reformas posteriores de la liturgia y del derecho, y que parecen difícilmente conciliables con la Tradición, nos comprometemos a tener una actitud positiva de estudio y comunicación con la Sede Apostólica, evitando toda polémica.

4.- Declaramos que reconocemos la validez del sacrificio de la Misa y de los sacramentos celebrados con la intención de hacer lo que hace la Iglesia y según los ritos indicados en las ediciones típicas del misal y de  los rituales de los sacramentos promulgados por los Papas Pablo VI y Juan Pablo II.

5.- Finalmente prometemos respetar la disciplina común de la Iglesia y las leyes eclesiásticas, especialmente las contenidas en el código de derecho canónico promulgado por el Papa Juan Pablo II, quedando a salvo la disciplina especial concedida a la Fraternidad por una ley particular”.

               

Hasta aquí la “declaración doctrinal” que la Santa Sede exigía de Mons. Lefebvre. En seguida venían las “cuestiones jurídicas” donde el lenguaje cambia por completo. Contiene cinco puntos que nada afirman derechamente. Dada su extensión, limitémonos a destacar sus aspectos principales.

En primer lugar se señala que convertir a la Fraternidad en una “sociedad de vida apostólica” “es una solución canónicamente posible”. En el segundo punto la Santa Sede se compromete a crear una comisión para atender los posibles litigios que podrían advenir en el futuro: “esta comisión estará compuesta por un presidente, un vicepresidente y cinco miembros, de los cuales dos pertenecerán a la Fraternidad. En buenas cuentas, siempre en minoría, nunca podrá ganar pleito alguno. El tercero establece que esta comisión resolverá, en primer lugar, el delicado problema de las órdenes religiosas y de los sacerdotes seculares más o menos ligados a la obra de Mons. Lefebvre y el de los laicos que quieran recibir los sacramentos de manos de los sacerdotes de la Fraternidad. Pero, ¿es que quedaba problema alguno si se estaba autorizando el experimentar la Tradición? Además, los supuestos problemas serían vistos por una comisión con mayoría absoluta de miembros nombrados por el Vaticano y donde los representantes de la Fraternidad sólo harían acto de presencia. ¿Está claro?  El cuarto punto aborda el tema que originó todo este feo asunto: las consagraciones. En lo inmediato “Mons. Lefebvre sería autorizado a ordenar sacerdotes” - recordemos que estaba suspendido a divinis -. Posteriormente tendría que solicitar un obispo para que procediera a ellas. Es decir, muerto Monseñor, será necesario disponer de otro obispo ¿exterior a la Fraternidad? parece la interpretación más lógica. El quinto señala que “por razones psicológicas y prácticas, parece útil la consagración episcopal de un miembro de la Fraternidad ... por ello sugerimos al Santo Padre que nombre un obispo escogido en la Fraternidad, presentado por Mons. Lefebvre”. Además dispone que el nuevo obispo no será el entonces superior de la Fraternidad, pero, sería aconsejable que fuera miembro de la comisión romana. Finalmente se prevé el alzamiento de la “suspensio a divinis” y una amnistía (?) para los prioratos e iglesias de la Fraternidad.

Solucionado, pues, ¿o no?, el conflicto, no restaba más que proceder a la ordenación del sucesor de Monseñor, quien, con sus 82 años a cuestas, necesitaba con urgencia asegurar que su obra continuaría. Observemos que se supone - pues una “sugerencia” a nada obliga - que se procedería a consagrar a un solo obispo y que éste no sería el superior designado para reemplazar al anciano fundador que, de hecho, se había retirado a sus cuarteles de invierno.

 

EL SUPUESTO CISMA


 

Monseñor le recordó al Cardenal que la fecha fijada era el 30 de junio, es decir, dentro de casi 60 días; en vistas de lo cual era urgente proceder con rapidez para designar a su sucesor. Mas éste consideró que el plazo era absolutamente insuficiente para decisión tan grave; había que esperar a que Su Santidad dignase abocarse al asunto y, por lo mismo, no se le podía exigir tal premura. Ante tales condiciones, el Arzobispo, que sabía de más que el tiempo no era precisamente lo que faltaba en Roma, propuso el 15 de Agosto y dejarlo todo al amparo de la Sma. Virgen. Nuevamente fue rechazada su sugerencia. ¿Y antes de que finalice el año? Pero Ratzinger se negó a comprometerse. ¡Todo en el Vaticano es tan impredecible!

Diversas fuentes han dado a conocer, después de los hechos que pronto relataré, que algunas conferencias episcopales europeas alzaron el grito en cuanto supieron del arreglo alcanzado entre las partes en litigio. Hicieron saber al Santo Padre que, pastoralmente hablando, dicha solución implicaba la destrucción toda su obra. ¡Ni más ni menos! En otras palabras: o Lefebvre o nosotros. Por otra parte, parece que no sólo Su Santidad era presionado. Sospecho que dentro de la Fraternidad, al menos eso destaca el Vaticano en su relación y es perfectamente creíble, también se alzaron voces de protesta. Realmente era difícil explicar a los fieles de la Tradición una “sumisión” a Roma en la que ésta en nada cedía y seguía impertérrita su camino equivocado. Pero este aspecto del problema, que es el realmente crucial, lo dejamos para la segunda parte.

Entretanto Ratzinger dio a conocer la necesidad de proceder a cumplir con una formalidad sin importancia: Mons. Lefebvre debía pedir perdón a Su Santidad por su actitud durante los últimos lustros, desde su suspensión. Incluso se le hizo llegar un modelo de carta que debía devolver firmada. Hemos llegado ya a junio y nada se sabía respecto de si toda la negociación había contado con el beneplácito del Papa, si el informe de la visita había tenido alguna repercusión, si se había autorizado la consagración de un obispo, etc.

El anciano Monseñor montó en cólera. ¿En qué quedaba la negociación? Expresamente se había aceptado, al menos, la posibilidad de errores en el Concilio y ahora se pretendía hacer aparecer a Monseñor aceptando todo lo afirmado en sus aulas y las reformas que le siguieron y ¡colmo de los colmos! pidiendo perdón por su cerrada oposición a aquél y a éstas. Al Arzobispo le pareció que le habían tomado el pelo, como se dice vulgarmente. Era obvio que se había intentado ganar tiempo, que es justamente lo que un hombre de 82 años no tiene, y, finalmente, se intentaba que desautorizara toda su misión por un asunto de formalidades palaciegas. Quien mejor me ha revelado el estado de ánimo de Monseñor ha sido el propio cardenal Ratzinger cuando afirmó, poco después de las consagraciones durante su visita a Santiago de Chile, que lo que le faltó al arzobispo fue “confianza en Su Santidad”.

Después de leer la narración de los hechos - según la versión de una como de la otra parte - he llegado a la misma conclusión. El Arzobispo no pudo seguir confiando en quien en casi diez años de pontificado nada había hecho para arreglar uno de los conflictos más graves de los originados por las novedades del Concilio y las reformas que le siguieron, que ahora no hacía más que darle largas al asunto, y que, para colmo, pretendía que pidiera perdón y ¡aquí no ha pasado nada! Posiblemente un político, acostumbrado a los compromisos y a las concesiones, habría firmada la carta protocolar; mas no le fue posible al anciano arzobispo. Sintiéndose engañado en su buena fe, acuciado por su conciencia y su deber de “no dejar huérfanos” a sus seminaristas, sacrificó su paz eclesial y procedió a correr el riesgo de ser considerado un excomulgado - por lo demás ya lo era, como ya dijimos - por el mero hecho de haber desconocido el canon 1382.

Es necesario referir, para no faltar a la verdad y hacer más completa esta relación de los hechos, que antes de la ruptura hubo un intercambio de cartas muy interesante entre Ratzinger y Lefebvre. Veamos algunos de los puntos más dignos de ser destacados.

El Arzobispo insiste en la premura de la consagración y en la necesidad de aumentar el número de miembros de la Fraternidad en la comisión romana. En verdad no confiaba en una comisión nombrada casi exclusivamente por Juan Pablo II. El Cardenal responde que para proceder a la ordenación el 15 de agosto sería necesario que se dijese la Misa con el nuevo “ordo” en la sede de la Fraternidad, cosa que nunca había ocurrido por la razones que veremos en la segunda parte de nuestro estudio, y que pidiese perdón, como ya recordamos; respecto de la composición de la comisión , Roma no acepta cambio alguno. Como el Arzobispo había pedido la consagración de tres obispos, le recuerda la imposibilidad de acceder a tal deseo. Lo único que le concede es la fecha 15 de agosto: “el Santo Padre está dispuesto a acelerar el proceso habitual de nombramiento de modo que la consagración pueda tener lugar para la clausura del Año Mariano el 15 de agosto próximo” (carta del 30 de mayo); supuesto el cumplimiento de esas dos condiciones que cambiaban completamente el sentido a toda la negociación y de las que, por supuesto, durante la misma nada se había dicho.

Hablando claro: se trataba de una trampa; se intentaba introducirlo subrepticiamente en la nueva disciplina, la del Vaticano II, con todas las ideas que Monseñor consideraba opuestas a la Tradición y, por lo mismo, imposibles de aceptar, incluidos el nuevo derecho canónico y la reforma litúrgica transidos de liberalismo y protestantismo. Era más de lo que podía tolerar. Era obvio que el diálogo y la colaboración no eran más que un pretexto para inocular el virus modernista en su Fraternidad, considerada como la oveja perdida que volvía al redil. El sentido de su vida quedaba traicionado. Lo que había buscado con tanto ahínco era que Roma reconociera la legitimidad de la práctica de la Tradición como siempre lo había hecho la Iglesia y dejar al Espíritu Santo la última palabra. En otras palabras, estamos ante un diálogo de sordos en que, para hacerse oír se necesitaba de un largo tiempo ya imposible debido a la avanzada edad de los protagonistas. En consecuencia Monseñor decide “procurarse por sí mismo los medios para proseguir la obra que la Providencia nos ha confiado”.

Todo el mundo, comenzando por el Papa, se ha apresurado en acusar a los nuevos obispos de cismáticos. El cisma es un pecado grave contrario a la caridad que los hermanos de la misma fe deben conservar entre sí. Lo curioso del caso estriba en que, hace algún tiempo, el cardenal Casaroli cumplió una extraña misión en China. El cisma chino no puede ser negado por nadie porque ellos mismos se encargan de sostener que no aceptan un papa extranjero, que en China la iglesia tiene que ser China por lo que han cortado los lazos con Occidente. Pues bien Casaroli les llevaba una gran noticia: Juan Pablo II les había levantado la excomunión, como a tantos otros por lo demás, y, por ello, el cisma había cesado. Se trataba, por cierto, de una mera ficción legal porque, en la realidad, la situación continuaba igual. ¿Me explico? Si Ud. no lo entiende, yo tampoco. Ningún obispo Chino ha sido consagrado con permiso del Papa, no aceptan ninguna injerencia de Occidente, han recibido un perdón que no han pedido ni les interesa, han sido reincorporados (?) a una unidad que no desean, y ... ¡todo sigue igual! ¿Está claro? Puede ser una buena jugada política, pero, ciertamente, la fe está ausente.

Entretanto Mons. Lefebvre niega ser cismático. Lo curioso es que Mons. Ratzinger parece darle razón al afirmar, durante su visita a Chile ya mencionada, que había una amenaza de cisma. Como las consagraciones y las supuestas excomuniones eran un hecho anterior a sus declaraciones, me pareció evidente que reconocía que aún no había cisma. Entonces ¿qué?

Es obvio que no basta una desobediencia para hablar de cisma. Por otra parte, Monseñor ha dejado claro que no quiere el cisma. No ordenó al P. Schmidberger porque expresamente se lo pidió el cardenal Ratzinger de parte del Papa. No le ha dado jurisdicción alguna a sus obispos, que es cabalmente lo que produciría el cisma. Porque obispos “nulllius” - de ninguna parte - no interfieren con la administración de la Iglesia.

Bueno, si esto es así, ¿para qué los ordenó? Únicamente para perpetuar la Santa Tradición. Pablo VI cambió el modo de celebrar todos y cada uno de los sacramentos de la Iglesia - lo que ha juicio de los teólogos era indicio claro de cisma pontifical por oponerse a la Tradición - lo que fue resistido abiertamente por únicamente dos obispos católicos unidos al pontificado: Lefebvre y Castro, ambos supuestamente excomulgados por ello. Los obispos chinos, por el contrario, que siguen fieles a la liturgia Tradicional, ordenados sin permiso de Roma, que nada han aceptado del Vaticano II - que, por lo demás, maldito lo que les importa - están en perfecta paz y armonía con Roma. Esto a juicio de las actuales autoridades eclesiásticas, claro está; porque los chinos no dan señales de importarles nada todo el asunto. De modo que hoy viajan a esa nación sacerdotes católicos occidentales  a someterse a los obispos chinos consagrados con absoluta prescindencia de Roma que niegan toda dependencia del Sumo Pontífice.

 

EL CANON 1382


 

Conviene que nos detengamos en el canon que ha permitido la excomunión de los disidentes. Es triste que ahora que las autoridades apoyan la democracia liberal en todos los rincones del planeta den el lastimoso espectáculo de expulsar de la comunidad eclesial - enviándolos al exilio espiritual - a los que no piensan como ellos en materias perfectamente contingentes como son los ritos sacramentales.

Este famoso canon reza así:

“El obispo que confiere a alguien la consagración episcopal sin mandato pontificio, así como el que recibe de él la consagración, incurren en excomunión “latae sententiae” reservada la Sede Apostólica”.

“Latae sententiae” significa “ipso facto”, es decir, “automática”; el obispo incurre en ella por el mero hecho de proceder a realizar el acto penado, sin juicio, sin defensa, sin permitirle expresar las razones por las que se vio forzado a hacerlo ni con qué intención lo hizo.

Este canon inventado en la última edición del código de Derecho Canónico ha sido aceptado por el mismo Pontífice que ha proclamado la inmoralidad de la pena del exilio político; ¿acaso no es lo mismo? La excomunión implica, en el plano espiritual, por cierto, la expulsión de la Iglesia tal como el exilio es la expulsión del país. Es decir, si se trata de su propia autoridad usa una vara, si se trata de la ajena, otra.

Se supone, pues, que la mera consagración de un obispo es signo de cisma al faltar el asentimiento de Roma. Nos permitimos disentir de tal interpretación. Curiosa osadía: que un simple fiel se atreva a tener una opinión opuesta al Santo Padre. Pero ocurre que toda la historia de la Iglesia contradice tal suposición.

Cualquiera que estudie un poquito nuestra historia, sabrá que durante siglos los obispos fueron ordenados sin consulta alguna al Romano Pontífice. Los obispos eran elegidos por los simples fieles, en algunas ocasiones después de verdaderas batallas campales, o de campañas “electolares” en las que no estaban ausentes las más groseras calumnias - como nos revela la historia de san Agustín de Hipona - o de asaltos a mano armada. Con todo, decidido quien sería el obispo, venía un obispo vecino y procedía a la consagración. Posteriormente se comunicaba a Roma. Si es verdad que consagrar un obispo sin consentimiento de Roma es cismático, la Iglesia vivió en cisma durante más de 1.000 años.

Se podrá alegar que la constitución eclesiástica de entonces - por llamarla de alguna manera - toleraba lo que hoy no tolera; por lo que, lo que no era cismático en ese contexto, sí lo es ahora.

Como antecedentes del canon que comentamos se citan dos casos: el cisma chino y la consagración de Clemente de Sevilla, ambos seguidos por la excomunión de sus fautores. El primero fue enfrentado por Pío XII, el segundo por Pablo VI. Veamos más de cerca ambos delitos.

Pío XII demostró primero que hubo cisma y luego excomulgó. Su carácter de tal es evidente: Mao torturó y asesinó a los obispos fieles a Roma; inventó una iglesia patriótica - cismática, por lo tanto - y procedió a llenar las vacantes dejadas por los asesinados mediante la consagración de nuevos obispos a partir de uno que no resistió las torturas y se plegó a su voluntad. Todo esto, por supuesto, iba acompañado de una violenta xenofobia muy del gusto oriental. A pesar de lo dicho, quedaron sepultados en los campos de concentración obispos fieles a Roma que continuaron su labor subterránea en una de las más gloriosas “Iglesias del silencio” del siglo actual. Es fácil comprender que la condenación pontificia iba más dirigida al cisma que a las consagraciones, si bien eran éstas las que lo afianzaron.

El caso de Clemente es mucho menos conocido entre nosotros. Hace algunos lustros surgió en Sevilla un vidente que, además de las visiones de rigor, mostraba en su cuerpo raras heridas. El caso hacía pensar más en la histeria que en auténticas visiones celestiales. Pronto se le unió una comunidad de “visionarios” y Clemente obtuvo - quien sabe por qué medios - la ordenación sacerdotal y la consagración episcopal de un arzobispo vietnamita. Pablo VI reaccionó excomulgándolos a ambos. El arzobispo pidió perdón y lo obtuvo; Clemente, en cambio, desconoció al Santo Padre y procedió a ordenar sacerdotes y consagrar obispos a cuanto seguidor se le ocurrió. Hoy tiene casi tantos obispos como seguidores. Algunos han pasado de laicos a obispos en un solo día. Cabe, pues, la duda: ¿fue excomulgado el arzobispo por proceder a una consagración sin autorización o por consagrar a un histérico que se cree en contacto directo con N. S. Jesucristo? Es sabido que los tales crean cismas y herejías, porque, si tiene tal contacto, ¿para qué quieren un obispo? Porque es bueno saber que cuando sucedieron tales desaguisados no existía el canon que comentamos y que el tal Clemente había escrito a muchas autoridades religiosas comunicándoles lo que debían hacer por orden del mismo Salvador. En otras palabras, creía tener más autoridad que el Papa.

Por lo cual concluyo que los antecedentes nada prueban sino más bien lo contrario: jamás se ha considerado, en la historia de la Iglesia, cisma una consagración episcopal no autorizada; tan sólo han tenido tal carácter las que han finalizado un proceso de cisma y le han puesto el broche de oro, por decirlo de alguna manera.

Pero hay antecedentes históricos que abogan en favor de la tesis contraria, es decir, la nuestra. Porque es obvio que sin tales antecedentes, jamás me habría atrevido a opinar contra el Sumo Pontífice.

San Atanasio, obispo de Alejandría, excomulgado por el papa Liberio, procedió a consagrar obispos en virtud de su leal querer y entender. ¿Cómo así?

Estamos en pleno siglo IV de nuestra era en lo más álgido de la crisis arriana. En aquel entonces los obispos eran elegidos por el pueblo fiel, como ya aclaramos; a menudo por petición del anciano obispo que veía su muerte cercana. Después del concilio de Nicea (325), Arrio, en vez de someterse, se dedica a organizar a los obispos que le son adictos y logra reunir concilios locales que lo reivindican y terminan siempre con la excomunión de Atanasio, su archi-enemigo. Cuando se unifica, a mediados de ese siglo, el Imperio en la persona del emperador Constancio, arriano, éste presiona al pontífice Liberio hasta hacerlo aceptar, al menos oficialmente, el arrianismo; lo que incluía, naturalmente, abominar de Atanasio. La victoria de la herejía parecía total hasta el extremo de ser organizados algunos concilios ecuménicos con la finalidad de imponer un nuevo Credo, distinto del de Nicea, a la Iglesia entera.

En estas circunstancias, todo el oriente aparece adscrito a la causa de Arrio y olvidado de la Tradición. San Eusebio de Samosata, viendo la situación desesperada, violando la costumbre ancestral y sin autoridad, salió a recorrer el mundo. En cada lugar que visitaba, buscaba las pequeñas comunidades de tradicionalistas - así las llamamos nosotros, por supuesto - y si había una persona apta para presidir como pastor, ahí mismo lo ordenaba. Además, donde había un obispo arriano, es decir, en casi todas partes, instalaba uno ortodoxo; de modo que aparecían dos obispos disputándose la misma sede: el “legítimo”, en comunión con Liberio, arriano, y el nuevo, “cismático”, ortodoxo, sin “comunión” con Liberio. Aquí el cisma era claro, ya que se trataba de obispos con jurisdicción y con la misión de expulsar al que estaba en plena comunión con Roma, como dijimos. A pesar de todo lo anómalo del caso, la Iglesia lo considera santo; como también a san Atanasio, que se deshace en improperios contra el “traidor” Liberio, obispo de Roma, y que también se ha dedicado a consagrar obispos sin autorización de nadie. Si consagrar obispos contra la autoridad y reglamentación habitual de la Iglesia constituyese de suyo cisma y fuese siempre digno de excomunión, ¿cómo es posible que quienes lo hicieron sean hoy venerados como santos? Peor aún si se atribuyeron autoridad para entronizarlos y concederles jurisdicción.

La otra razón histórica que puedo esgrimir en favor de mi tesis radica en que jamás se había visto un canon parecido. Este es una novedad post-conciliar, la que se caracterizaba por su repugnancia a toda excomunión - considerada reminiscencia medieval - por lo que de hecho se suprimieron casi todas. Sin embargo, contra toda las tendencias que entonces dominaban, se creó una nueva: ésta. Nos atrevemos a decir que este canon tiene nombre y apellido: Marcel Lefebvre.

Pero hay más. Estamos en el siglo menos oportuno para crear una ley como ésta. Porque hay bastantes católicos perseguidos en los regímenes comunistas y los liberales se aprestan para hacer lo mismo. No nos olvidemos cómo fue perseguida la Iglesia en los siglos en que triunfó esta tendencia; cómo le robaron sus tierras, conventos y hasta sus iglesias; cómo fueron muertos miles de sacerdotes y religiosos, o bien fueron expulsados del país. ¿Volverán los campos de concentración en el siglo que se anuncia? Tal vez la única forma de consagrar obispos vuelva a ser la secreta, sin autorización de autoridad alguna, como lo fue en el remoto pasado. Porque no hay que olvidar que el imperio romano era completamente liberal en materia religiosa. No puede ser más inoportuna la nueva legislación.

Por todo lo cual juzgo, pues, atendible el alegato de los sancionados que niegan el cisma. Lo menos que podría hacerse es abrir el debate. Pero al mundo le interesa tan poco lo que ocurre en el campo religioso y hay tal unanimidad en condenar al aguafiestas que se opone al espíritu del mundo, a los signos de los tiempos, que es preferible no ver ni oír y atenerse a la versión oficial.

 

Conclusión


 

Hace años vi una película intitulada: “El mundo está loco, loco, loco”. Creo que hoy podemos decir lo mismo de nuestra santa madre Iglesia. En efecto, hemos visto a un arzobispo que prefirió que su Fraternidad fuese disuelta y el mismo suspendido “a divinis” antes que tolerar algo tan inofensivo como permitir que sea oficiada la nueva liturgia en su iglesia una sola vez. Por otra parte, Pablo VI inventó una nueva liturgia que impuso contra viento y marea, actitud nunca antes vista en la Iglesia; autorizó toda suerte de nuevas liturgias, extrañas asambleas carismáticas y neocatecumenales, para nombrar sólo las más conocidas; vemos a los sacerdotes inventar lo que les da la gana en materia litúrgica, a pesar de la estricta prohibición contenida en la “Mediator Dei” de Pío XII, etc., etc. Pero hay algo que no se puede tolerar: la liturgia ancestral, la que siempre fue defendida por la Iglesia, la que santificó a todos los santos canonizados, al menos desde el siglo VI. Pues la liturgia latina tradicional, que se remonta, en cierto sentido, al siglo I, fue codificada por san Gregorio I, a fines del s. VI, y, desde entonces, ha sufrido mínimas innovaciones. Finalmente, el Arzobispo, apoyado por un obispo brasileño, aceptó una supuesta excomunión antes que oficiar la nueva liturgia. Ante tal rebelión, Juan Pablo II se vio forzado a reconocer la legitimidad de la liturgia tradicional, pero tan a regañadientes que se impone tal cúmulo de condiciones a los devotos de la misma que resultan prácticamente imposibles de cumplir. En definitiva, sólo el terror al avance de la Fraternidad san Pío X hace posible que los obispos autoricen la Misa tradicional.

Todo lo cual nos hace comprender que el verdadero “quid” del asunto está en otra parte. Si queremos comprender qué está en juego, será necesario que entremos en las razones por las que se explican los acontecimientos y las conductas que tan brevemente hemos reseñado.

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