LAS RAZONES DE MONSEÑOR
PRIMERA PARTE
Hace casi tres lustros la opinión pública pareció estremecerse.
Los periódicos aseguraron que, después del cisma de los “católicos viejos” -
ocurrido hace ya más de un siglo - se volvía a repetir lo increíble: ¡cisma en
la Iglesia Católica!
Como de costumbre la prensa todo lo tergiversaba; no hubo tal
estremecimiento - o si lo hubo pronto fue olvidado -; tampoco se trataría del
primer cisma en tal período. En efecto, la historia eclesiástica del presente
contiene una larga cadena: en Brasil, en China, en España, etc. Pero tan poco
nos interesa la historia de nuestra Iglesia, o tanto nos “desinforman” los que
la cultivan, que todos ignoran - o fingen ignorar - las numerosas rupturas que
nos han sacudido.
El más notorio fue el de China, producido mediante la tortura y el
asesinato de los obispos fieles hasta obtener de la flaqueza humana, a mediados
de los años cincuenta, la “Iglesia Católica Patriota China”. Pío XII respondió
excomulgando al obispo que procedía a separarse de Roma y a consagrar nuevos
obispos sin su consentimiento. Este es el antecedente del canon 1382 invocado
para declarar cismática la decisión de Mons. Lefebvre. Monseñor ha negado con
vehemencia la acusación: ante la proximidad de su muerte, contaba ya más de 80
años, y ante la negativa del Vaticano de escuchar la voz de la Tradición,
sacrificando su tranquilidad espiritual, procede a ordenar obispos fieles a
ésta para que no se pierda la Santa Tradición amenazada desde todos los rincones
de la iglesia y - para pasmo de los siglos - principalmente desde el mismo
Vaticano.
RECORDEMOS LA HISTORIA
Casi todos los que han hablado sobre el particular se
han atenido a las informaciones que procedían del Vaticano. Pero éste es parte
interesada en el pleito y la justicia y el sentido común exigen escuchar
también a la otra parte. He leído ambas versiones y con el paso del tiempo me
he ido construyendo una visión de lo que ocurrió que creo conveniente dar a
conocer, si bien con seguridad también adolecerá de alguna laguna o incorrección.
Hay un signo de parcialidad que he encontrado
repetido con rara uniformidad: Roma hizo enormes concesiones a Monseñor, pero
éste se encerró, orgullosamente, en un taimado: “no cedo”. Por desgracia no he
hallado, en tales relatos, una pormenorizada enumeración de las supuestas
“concesiones” tan graciosamente concedidas. Si la versión que Ud., estimado
lector, leyó incluía tal apreciación, ya sabe cuál es la fuente de donde
procede. Al menos este relato le podrá ayudar a juzgar cuán objetiva era.
¿Desde dónde habría que comenzar a narrar los hechos?
Para no irnos demasiado atrás, lo iniciaremos con el anuncio de Mons. Lefebvre
en virtud del cual comunica al Santo Padre que, en vista de la infructuosidad
de sus esfuerzos para conseguir que las autoridades permitan “experimentar al
Tradición” - notemos cuán humilde y plena de sentido pastoral es su petición -,
como su hora se aproxima, procederá a consagrar obispos entre los miembros de
su propia Fraternidad. Tan sorprendente anuncio fue hecho en Junio de 1987 y
fijaba como fecha del grave suceso la olvidada fiesta de Cristo Rey, último
domingo de octubre.
El Cardenal Ratzinger se interesó de inmediato en
este feo asunto y rogó a Mons. Lefebvre suspender la consagración y le visitara
en Roma; pues, de alguna manera, se hallaría modo de solucionar el conflicto
sin llegar a medida tan extrema. Obediente, como de costumbre, S. E. procedió a
postergar la consagración y fijó una nueva fecha: el último domingo del año.
Había, pues, seis meses para llegar a un acuerdo y proceder sin producir
escándalo ni sufrimiento al pueblo de Dios. Acudió a Roma y sostuvo el diálogo
que el Cardenal le había solicitado. Llama la atención la benevolencia del
Cardenal ante el Arzobispo hasta hacía tan poco tratado como el rebelde, el suspendido
“a Divinis”, y, en el decir de los que nada entienden pero opinan de todo, el
excomulgado.
El Cardenal quería proceder ordenadamente y de
acuerdo a la tradición ceremoniosa y lenta del Vaticano. Lo primero sería
realizar una visita apostólica a la Fraternidad supuestamente rebelde; el
“visitador” elevaría a Su Santidad un informe y, finalmente, el Santo Padre
resolvería sobre el particular. Se determinó que la visita se realizaría en
noviembre próximo. Sin embargo, Mons. Lefebvre dudaba, ¿quién sería el
visitador del que todo dependía? El Cardenal le invitó a que él mismo designara
una terna y le aseguró que Su Santidad designaría a quien diese garantías a
ambas partes. Aunque parezca increíble, el Santo Padre designó al primero de la
terna.
Por razones que ignoro, la visita se fue retrasando y
retrasando. Tan sólo a fines de noviembre Edouard Cardenal Gagnon se presentó
en Econe para examinar la obra tan maltratada. Demás está decir cuánto se
esmeraron en atenderle, se le rogó que visitara también otras casas de la
Fraternidad, al menos las europeas, de modo que su informe fuese lo más
completo posible. En realidad era imposible que las visitara todas porque, a
pesar de hallar, en todo el mundo, la más decidida oposición de los obispos, la
Fraternidad se había ya extendido a todos los continentes; contaba con cuatro
seminarios - dos en Europa, uno en Argentina y el otro en USA - muchos
prioratos y conventos de monjas, amen de monasterios de diversas órdenes y
congregaciones que conservaban la Tradición y estaban un muy buenas relaciones
con ella.
Muchos creen que la Fraternidad se ha quedado sola en
la Iglesia, mas no es así. Sor María Gabriela Lefebvre, por ejemplo, carmelita
descalza y hermana de Monseñor, se negó a que su convento se “aggiornara”, como
entonces se decía, y pidió guía espiritual a sus hermano. Tal fue se éxito que,
mientras otros monasterios se vaciaban, el de ella se llenó a tal extremo que
hubo que fundar otro y luego otro. A su muerte eran ya cinco los monasterios de
carmelitas que seguían su tradición de rigurosa clausura y penitencia y se guiaban
siguiendo las directrices de la Fraternidad.
La visita también se alargó más de lo esperado. El
Cardenal Gagnon conversó con todos y cada uno de los sacerdotes y seminaristas
que vivían en Econe. Llegó así el 8 de diciembre, fiesta que se celebra con
gran solemnidad en la Fraternidad, el Cardenal y sus secretarios decidieron
asistir a todas la ceremonias en el rito tradicional allí conservado. Es más,
durante toda su visita, Su Eminencia evitó el nuevo rito y celebró la santa
Misa en el rito tradicional latino, tal como lo hacía el mismo Monseñor
Lefebvre. Todo, pues, hacía pensar que, por fin, Roma estaba dispuesta a
escuchar la voz de la Tradición que se negaba a morir e iba a autorizar a sus
más connotados defensores a continuar en paz su intento de “experimentar la
Tradición”.
Pero había un grave problema. La fecha elegida era la
última domínica de Diciembre y la visita no había concluido el ocho. Faltaría
tiempo para redactar el informe, someterlo a la consideración de Su Santidad y
resolver el caso. En vista de lo cual se acordó, una vez más, postergar la
ceremonia. Se eligió la segunda domínica de Pascua que, en 1988, caería a
mediados de abril. Se cumpliría, pues, un año desde el primer anuncio: se
habían realizado dos postergaciones, terminado la visita y se dejaba aún un
tiempo prudente para lograr la anhelada paz.
Mas seguía pasando el tiempo y de Roma no salía el
más leve murmullo. ¿Qué había pasado con el informe? Había, tal vez, objeciones
que lo invalidaran? ¿Sería preciso que Econe modificara ciertas prácticas?
Absoluto silencio. La verdad es que del dichoso informe nunca más se supo.
¿Sirvió de algo? ¿Hubo siquiera interés en leerlo o fue un mero pretexto para
ganar tiempo? Son preguntas sin respuesta posible a menos que sus autores
decidan confesar la verdadera intención con que todo fue hecho. Cansado de
esperar en vano - sospechando que se
estaba dejando pasar el tiempo debido a su avanzada edad - Monseñor decidió
cortar por lo sano. Declaró que daba como última fecha el 30 de Junio y que
procedería a consagrar cuatro obispos, con o sin autorización del Vaticano.
Al fin se comprendió que el anciano arzobispo había
llegado al límite de su paciencia y que ahora sí que no podrían seguir dando
largas al asunto. Ratzinger se apresuró a citarlo nuevamente a su despacho en
Roma a tratar el problema. Una vez más, el obediente, pero no sumiso, arzobispo
tomó el camino de la Ciudad Eterna. Acompañado por sus asesores enfrentó al
equipo del Cardenal y - ahora sí - comenzaron las negociaciones. Es necesario
reconocer que se iniciaron con un año de atraso si contamos desde el primer
anuncio de las consagraciones y con diez
si lo hacemos desde el comienzo del pontificado de Juan Pablo II, quien bien
pudo haber autorizado hacer el “experimento pastoral de la Tradición” en medio
de tantas ruinas.
Lo que parecía imposible se logró: hubo acuerdo. El 5
de Mayo, Mons. Lefebvre y el Cardenal Ratzinger firmaban un documento que, al
parecer, terminaba el pleito definitivamente. Para que comprendamos mejor lo
que sigue, leamos con atención su texto y fijémonos en lo que queda
indeterminado por un curioso condicional que en nada compromete. Después decida
Ud., estimado lector, quien cedió todo lo que pudo y quien no cedió en nada. A
decir verdad, cada párrafo debería ser comentado minuciosamente, mas, por
razones de brevedad, limitémonos a su lectura.
“Yo, Marcel Lefebvre, arzobispo-obispo emérito de
Tulle, y los miembros de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, por mí fundada:
1.- Prometemos
ser siempre fieles a la Iglesia Católica y al Romano Pontífice, su Pastor
supremo, Vicario de Cristo, sucesor del bienaventurado Pedro en su primacía y
jefe del cuerpo de los obispos,
2.- Declaramos
aceptar la doctrina contenida en el número 25 de la constitución dogmática
Lumen Gentium del concilio Vaticano II sobre el magisterio eclesiástico y la
adhesión que le es debida,
3.- Con respecto a algunos puntos enseñados por el
concilio Vaticano II o concernientes a las reformas posteriores de la liturgia
y del derecho, y que parecen difícilmente
conciliables con la Tradición, nos comprometemos a tener una actitud positiva
de estudio y comunicación con la Sede Apostólica, evitando toda polémica.
4.- Declaramos que reconocemos la validez del sacrificio de la Misa y de los
sacramentos celebrados con la intención de hacer lo que hace la Iglesia y según
los ritos indicados en las ediciones típicas del misal y de los rituales de los sacramentos promulgados
por los Papas Pablo VI y Juan Pablo II.
5.- Finalmente prometemos
respetar la disciplina común de la Iglesia y las leyes eclesiásticas,
especialmente las contenidas en el código de derecho canónico promulgado por el
Papa Juan Pablo II, quedando a salvo la disciplina especial concedida a la
Fraternidad por una ley particular”.
Hasta aquí la “declaración doctrinal” que la Santa
Sede exigía de Mons. Lefebvre. En seguida venían las “cuestiones jurídicas”
donde el lenguaje cambia por completo. Contiene cinco puntos que nada afirman
derechamente. Dada su extensión, limitémonos a destacar sus aspectos
principales.
En primer lugar se señala que convertir a la
Fraternidad en una “sociedad de vida apostólica” “es una solución canónicamente
posible”. En el segundo punto la
Santa Sede se compromete a crear una comisión para atender los posibles litigios que podrían advenir
en el futuro: “esta comisión estará compuesta por un presidente, un vicepresidente
y cinco miembros, de los cuales dos pertenecerán a la Fraternidad. En buenas
cuentas, siempre en minoría, nunca podrá ganar pleito alguno. El tercero
establece que esta comisión resolverá, en primer lugar, el delicado problema de
las órdenes religiosas y de los sacerdotes seculares más o menos ligados a la
obra de Mons. Lefebvre y el de los laicos que quieran recibir los sacramentos
de manos de los sacerdotes de la Fraternidad. Pero, ¿es que quedaba problema
alguno si se estaba autorizando el experimentar la Tradición? Además, los
supuestos problemas serían vistos por una comisión con mayoría absoluta de
miembros nombrados por el Vaticano y donde los representantes de la Fraternidad
sólo harían acto de presencia. ¿Está claro?
El cuarto punto aborda el tema que originó todo este feo asunto: las
consagraciones. En lo inmediato “Mons. Lefebvre sería autorizado a ordenar sacerdotes” - recordemos que estaba
suspendido a divinis -. Posteriormente tendría
que solicitar un obispo para que procediera a ellas. Es decir, muerto
Monseñor, será necesario disponer de otro obispo ¿exterior a la Fraternidad?
parece la interpretación más lógica. El quinto señala que “por razones
psicológicas y prácticas, parece útil
la consagración episcopal de un miembro de la Fraternidad ... por ello sugerimos al Santo Padre que nombre un
obispo escogido en la Fraternidad, presentado por Mons. Lefebvre”. Además
dispone que el nuevo obispo no será el entonces superior de la Fraternidad,
pero, sería aconsejable que fuera
miembro de la comisión romana. Finalmente se prevé el alzamiento de la “suspensio
a divinis” y una amnistía (?) para los prioratos e iglesias de la Fraternidad.
Solucionado, pues, ¿o no?, el conflicto, no restaba
más que proceder a la ordenación del sucesor de Monseñor, quien, con sus 82
años a cuestas, necesitaba con urgencia asegurar que su obra continuaría.
Observemos que se supone - pues una “sugerencia” a nada obliga - que se
procedería a consagrar a un solo obispo y que éste no sería el superior
designado para reemplazar al anciano fundador que, de hecho, se había retirado
a sus cuarteles de invierno.
EL SUPUESTO CISMA
Monseñor le recordó al Cardenal que la fecha fijada
era el 30 de junio, es decir, dentro de casi 60 días; en vistas de lo cual era
urgente proceder con rapidez para designar a su sucesor. Mas éste consideró que
el plazo era absolutamente insuficiente para decisión tan grave; había que
esperar a que Su Santidad dignase abocarse al asunto y, por lo mismo, no se le
podía exigir tal premura. Ante tales condiciones, el Arzobispo, que sabía de
más que el tiempo no era precisamente lo que faltaba en Roma, propuso el 15 de
Agosto y dejarlo todo al amparo de la Sma. Virgen. Nuevamente fue rechazada su
sugerencia. ¿Y antes de que finalice el año? Pero Ratzinger se negó a
comprometerse. ¡Todo en el Vaticano es tan impredecible!
Diversas fuentes han dado a conocer, después de los
hechos que pronto relataré, que algunas conferencias episcopales europeas
alzaron el grito en cuanto supieron del arreglo alcanzado entre las partes en
litigio. Hicieron saber al Santo Padre que, pastoralmente hablando, dicha
solución implicaba la destrucción toda su obra. ¡Ni más ni menos! En otras
palabras: o Lefebvre o nosotros. Por otra parte, parece que no sólo Su Santidad
era presionado. Sospecho que dentro de la Fraternidad, al menos eso destaca el
Vaticano en su relación y es perfectamente creíble, también se alzaron voces de
protesta. Realmente era difícil explicar a los fieles de la Tradición una
“sumisión” a Roma en la que ésta en nada cedía y seguía impertérrita su camino
equivocado. Pero este aspecto del problema, que es el realmente crucial, lo
dejamos para la segunda parte.
Entretanto Ratzinger dio a conocer la necesidad de
proceder a cumplir con una formalidad sin importancia: Mons. Lefebvre debía
pedir perdón a Su Santidad por su actitud durante los últimos lustros, desde su
suspensión. Incluso se le hizo llegar un modelo de carta que debía devolver
firmada. Hemos llegado ya a junio y nada se sabía respecto de si toda la
negociación había contado con el beneplácito del Papa, si el informe de la
visita había tenido alguna repercusión, si se había autorizado la consagración
de un obispo, etc.
El anciano Monseñor montó en cólera. ¿En qué quedaba
la negociación? Expresamente se había aceptado, al menos, la posibilidad de
errores en el Concilio y ahora se pretendía hacer aparecer a Monseñor aceptando
todo lo afirmado en sus aulas y las reformas que le siguieron y ¡colmo de los
colmos! pidiendo perdón por su cerrada oposición a aquél y a éstas. Al
Arzobispo le pareció que le habían tomado el pelo, como se dice vulgarmente.
Era obvio que se había intentado ganar tiempo, que es justamente lo que un
hombre de 82 años no tiene, y, finalmente, se intentaba que desautorizara toda
su misión por un asunto de formalidades palaciegas. Quien mejor me ha revelado
el estado de ánimo de Monseñor ha sido el propio cardenal Ratzinger cuando
afirmó, poco después de las consagraciones durante su visita a Santiago de
Chile, que lo que le faltó al arzobispo fue “confianza en Su Santidad”.
Después de leer la narración de los hechos - según la
versión de una como de la otra parte - he llegado a la misma conclusión. El
Arzobispo no pudo seguir confiando en quien en casi diez años de pontificado
nada había hecho para arreglar uno de los conflictos más graves de los originados
por las novedades del Concilio y las reformas que le siguieron, que ahora no
hacía más que darle largas al asunto, y que, para colmo, pretendía que pidiera
perdón y ¡aquí no ha pasado nada! Posiblemente un político, acostumbrado a los
compromisos y a las concesiones, habría firmada la carta protocolar; mas no le
fue posible al anciano arzobispo. Sintiéndose engañado en su buena fe, acuciado
por su conciencia y su deber de “no dejar huérfanos” a sus seminaristas,
sacrificó su paz eclesial y procedió a correr el riesgo de ser considerado un
excomulgado - por lo demás ya lo era, como ya dijimos - por el mero hecho de
haber desconocido el canon 1382.
Es necesario referir, para no faltar a la verdad y
hacer más completa esta relación de los hechos, que antes de la ruptura hubo un
intercambio de cartas muy interesante entre Ratzinger y Lefebvre. Veamos
algunos de los puntos más dignos de ser destacados.
El Arzobispo insiste en la premura de la consagración
y en la necesidad de aumentar el número de miembros de la Fraternidad en la
comisión romana. En verdad no confiaba en una comisión nombrada casi
exclusivamente por Juan Pablo II. El Cardenal responde que para proceder a la
ordenación el 15 de agosto sería necesario que se dijese la Misa con el nuevo
“ordo” en la sede de la Fraternidad, cosa que nunca había ocurrido por la
razones que veremos en la segunda parte de nuestro estudio, y que pidiese
perdón, como ya recordamos; respecto de la composición de la comisión , Roma no
acepta cambio alguno. Como el Arzobispo había pedido la consagración de tres
obispos, le recuerda la imposibilidad de acceder a tal deseo. Lo único que le
concede es la fecha 15 de agosto: “el Santo Padre está dispuesto a acelerar el
proceso habitual de nombramiento de modo que la consagración pueda tener lugar
para la clausura del Año Mariano el 15 de agosto próximo” (carta del 30 de
mayo); supuesto el cumplimiento de esas dos condiciones que cambiaban
completamente el sentido a toda la negociación y de las que, por supuesto,
durante la misma nada se había dicho.
Hablando claro: se trataba de una trampa; se
intentaba introducirlo subrepticiamente en la nueva disciplina, la del Vaticano
II, con todas las ideas que Monseñor consideraba opuestas a la Tradición y, por
lo mismo, imposibles de aceptar, incluidos el nuevo derecho canónico y la
reforma litúrgica transidos de liberalismo y protestantismo. Era más de lo que
podía tolerar. Era obvio que el diálogo y la colaboración no eran más que un
pretexto para inocular el virus modernista en su Fraternidad, considerada como
la oveja perdida que volvía al redil. El sentido de su vida quedaba
traicionado. Lo que había buscado con tanto ahínco era que Roma reconociera la
legitimidad de la práctica de la Tradición como siempre lo había hecho la
Iglesia y dejar al Espíritu Santo la última palabra. En otras palabras, estamos
ante un diálogo de sordos en que, para hacerse oír se necesitaba de un largo
tiempo ya imposible debido a la avanzada edad de los protagonistas. En
consecuencia Monseñor decide “procurarse por sí mismo los medios para proseguir
la obra que la Providencia nos ha confiado”.
Todo el mundo, comenzando por el Papa, se ha
apresurado en acusar a los nuevos obispos de cismáticos. El cisma es un pecado
grave contrario a la caridad que los hermanos de la misma fe deben conservar
entre sí. Lo curioso del caso estriba en que, hace algún tiempo, el cardenal
Casaroli cumplió una extraña misión en China. El cisma chino no puede ser
negado por nadie porque ellos mismos se encargan de sostener que no aceptan un
papa extranjero, que en China la iglesia tiene que ser China por lo que han
cortado los lazos con Occidente. Pues bien Casaroli les llevaba una gran
noticia: Juan Pablo II les había levantado la excomunión, como a tantos otros
por lo demás, y, por ello, el cisma había cesado. Se trataba, por cierto, de
una mera ficción legal porque, en la realidad, la situación continuaba igual.
¿Me explico? Si Ud. no lo entiende, yo tampoco. Ningún obispo Chino ha sido
consagrado con permiso del Papa, no aceptan ninguna injerencia de Occidente,
han recibido un perdón que no han pedido ni les interesa, han sido
reincorporados (?) a una unidad que no desean, y ... ¡todo sigue igual! ¿Está
claro? Puede ser una buena jugada política, pero, ciertamente, la fe está
ausente.
Entretanto Mons. Lefebvre niega ser cismático. Lo
curioso es que Mons. Ratzinger parece darle razón al afirmar, durante su visita
a Chile ya mencionada, que había una amenaza de cisma. Como las consagraciones
y las supuestas excomuniones eran un hecho anterior a sus declaraciones, me
pareció evidente que reconocía que aún no había cisma. Entonces ¿qué?
Es obvio que no basta una desobediencia para hablar
de cisma. Por otra parte, Monseñor ha dejado claro que no quiere el cisma. No
ordenó al P. Schmidberger porque expresamente se lo pidió el cardenal Ratzinger
de parte del Papa. No le ha dado jurisdicción alguna a sus obispos, que es
cabalmente lo que produciría el cisma. Porque obispos “nulllius” - de ninguna
parte - no interfieren con la administración de la Iglesia.
Bueno, si esto es así, ¿para qué los ordenó?
Únicamente para perpetuar la Santa Tradición. Pablo VI cambió el modo de
celebrar todos y cada uno de los sacramentos de la Iglesia - lo que ha juicio
de los teólogos era indicio claro de cisma pontifical por oponerse a la
Tradición - lo que fue resistido abiertamente por únicamente dos obispos
católicos unidos al pontificado: Lefebvre y Castro, ambos supuestamente
excomulgados por ello. Los obispos chinos, por el contrario, que siguen fieles
a la liturgia Tradicional, ordenados sin permiso de Roma, que nada han aceptado
del Vaticano II - que, por lo demás, maldito lo que les importa - están en
perfecta paz y armonía con Roma. Esto a juicio de las actuales autoridades
eclesiásticas, claro está; porque los chinos no dan señales de importarles nada
todo el asunto. De modo que hoy viajan a esa nación sacerdotes católicos
occidentales a someterse a los obispos
chinos consagrados con absoluta prescindencia de Roma que niegan toda
dependencia del Sumo Pontífice.
EL CANON 1382
Conviene que nos detengamos en el canon que ha
permitido la excomunión de los disidentes. Es triste que ahora que las
autoridades apoyan la democracia liberal en todos los rincones del planeta den
el lastimoso espectáculo de expulsar de la comunidad eclesial - enviándolos al
exilio espiritual - a los que no piensan como ellos en materias perfectamente
contingentes como son los ritos sacramentales.
Este famoso canon reza así:
“El obispo que confiere a alguien la consagración
episcopal sin mandato pontificio, así como el que recibe de él la consagración,
incurren en excomunión “latae sententiae” reservada la Sede Apostólica”.
“Latae sententiae” significa “ipso facto”, es decir,
“automática”; el obispo incurre en ella por el mero hecho de proceder a
realizar el acto penado, sin juicio, sin defensa, sin permitirle expresar las
razones por las que se vio forzado a hacerlo ni con qué intención lo hizo.
Este canon inventado en la última edición del código
de Derecho Canónico ha sido aceptado por el mismo Pontífice que ha proclamado
la inmoralidad de la pena del exilio político; ¿acaso no es lo mismo? La
excomunión implica, en el plano espiritual, por cierto, la expulsión de la
Iglesia tal como el exilio es la expulsión del país. Es decir, si se trata de
su propia autoridad usa una vara, si se trata de la ajena, otra.
Se supone, pues, que la mera consagración de un
obispo es signo de cisma al faltar el asentimiento de Roma. Nos permitimos
disentir de tal interpretación. Curiosa osadía: que un simple fiel se atreva a
tener una opinión opuesta al Santo Padre. Pero ocurre que toda la historia de
la Iglesia contradice tal suposición.
Cualquiera que estudie un poquito nuestra historia,
sabrá que durante siglos los obispos fueron ordenados sin consulta alguna al
Romano Pontífice. Los obispos eran elegidos por los simples fieles, en algunas
ocasiones después de verdaderas batallas campales, o de campañas “electolares”
en las que no estaban ausentes las más groseras calumnias - como nos revela la
historia de san Agustín de Hipona - o de asaltos a mano armada. Con todo,
decidido quien sería el obispo, venía un obispo vecino y procedía a la
consagración. Posteriormente se comunicaba a Roma. Si es verdad que consagrar
un obispo sin consentimiento de Roma es cismático, la Iglesia vivió en cisma
durante más de 1.000 años.
Se podrá alegar que la constitución eclesiástica de
entonces - por llamarla de alguna manera - toleraba lo que hoy no tolera; por
lo que, lo que no era cismático en ese contexto, sí lo es ahora.
Como antecedentes del canon que comentamos se citan
dos casos: el cisma chino y la consagración de Clemente de Sevilla, ambos
seguidos por la excomunión de sus fautores. El primero fue enfrentado por Pío
XII, el segundo por Pablo VI. Veamos más de cerca ambos delitos.
Pío XII demostró primero que hubo cisma y luego
excomulgó. Su carácter de tal es evidente: Mao torturó y asesinó a los obispos
fieles a Roma; inventó una iglesia patriótica - cismática, por lo tanto - y
procedió a llenar las vacantes dejadas por los asesinados mediante la
consagración de nuevos obispos a partir de uno que no resistió las torturas y
se plegó a su voluntad. Todo esto, por supuesto, iba acompañado de una violenta
xenofobia muy del gusto oriental. A pesar de lo dicho, quedaron sepultados en
los campos de concentración obispos fieles a Roma que continuaron su labor
subterránea en una de las más gloriosas “Iglesias del silencio” del siglo
actual. Es fácil comprender que la condenación pontificia iba más dirigida al
cisma que a las consagraciones, si bien eran éstas las que lo afianzaron.
El caso de Clemente es mucho menos conocido entre
nosotros. Hace algunos lustros surgió en Sevilla un vidente que, además de las
visiones de rigor, mostraba en su cuerpo raras heridas. El caso hacía pensar
más en la histeria que en auténticas visiones celestiales. Pronto se le unió
una comunidad de “visionarios” y Clemente obtuvo - quien sabe por qué medios -
la ordenación sacerdotal y la consagración episcopal de un arzobispo
vietnamita. Pablo VI reaccionó excomulgándolos a ambos. El arzobispo pidió
perdón y lo obtuvo; Clemente, en cambio, desconoció al Santo Padre y procedió a
ordenar sacerdotes y consagrar obispos a cuanto seguidor se le ocurrió. Hoy
tiene casi tantos obispos como seguidores. Algunos han pasado de laicos a
obispos en un solo día. Cabe, pues, la duda: ¿fue excomulgado el arzobispo por
proceder a una consagración sin autorización o por consagrar a un histérico que
se cree en contacto directo con N. S. Jesucristo? Es sabido que los tales crean
cismas y herejías, porque, si tiene tal contacto, ¿para qué quieren un obispo?
Porque es bueno saber que cuando sucedieron tales desaguisados no existía el
canon que comentamos y que el tal Clemente había escrito a muchas autoridades
religiosas comunicándoles lo que debían hacer por orden del mismo Salvador. En
otras palabras, creía tener más autoridad que el Papa.
Por lo cual concluyo que los antecedentes nada
prueban sino más bien lo contrario: jamás se ha considerado, en la historia de
la Iglesia, cisma una consagración episcopal no autorizada; tan sólo han tenido
tal carácter las que han finalizado un proceso de cisma y le han puesto el
broche de oro, por decirlo de alguna manera.
Pero hay antecedentes históricos que abogan en favor
de la tesis contraria, es decir, la nuestra. Porque es obvio que sin tales
antecedentes, jamás me habría atrevido a opinar contra el Sumo Pontífice.
San Atanasio, obispo de Alejandría, excomulgado por
el papa Liberio, procedió a consagrar obispos en virtud de su leal querer y
entender. ¿Cómo así?
Estamos en pleno siglo IV de nuestra era en lo más
álgido de la crisis arriana. En aquel entonces los obispos eran elegidos por el
pueblo fiel, como ya aclaramos; a menudo por petición del anciano obispo que
veía su muerte cercana. Después del concilio de Nicea (325), Arrio, en vez de
someterse, se dedica a organizar a los obispos que le son adictos y logra
reunir concilios locales que lo reivindican y terminan siempre con la
excomunión de Atanasio, su archi-enemigo. Cuando se unifica, a mediados de ese
siglo, el Imperio en la persona del emperador Constancio, arriano, éste
presiona al pontífice Liberio hasta hacerlo aceptar, al menos oficialmente, el
arrianismo; lo que incluía, naturalmente, abominar de Atanasio. La victoria de la
herejía parecía total hasta el extremo de ser organizados algunos concilios
ecuménicos con la finalidad de imponer un nuevo Credo, distinto del de Nicea, a
la Iglesia entera.
En estas circunstancias, todo el oriente aparece
adscrito a la causa de Arrio y olvidado de la Tradición. San Eusebio de
Samosata, viendo la situación desesperada, violando la costumbre ancestral y
sin autoridad, salió a recorrer el mundo. En cada lugar que visitaba, buscaba
las pequeñas comunidades de tradicionalistas - así las llamamos nosotros, por
supuesto - y si había una persona apta para presidir como pastor, ahí mismo lo
ordenaba. Además, donde había un obispo arriano, es decir, en casi todas
partes, instalaba uno ortodoxo; de modo que aparecían dos obispos disputándose
la misma sede: el “legítimo”, en comunión con Liberio, arriano, y el nuevo,
“cismático”, ortodoxo, sin “comunión” con Liberio. Aquí el cisma era claro, ya
que se trataba de obispos con jurisdicción y con la misión de expulsar al que
estaba en plena comunión con Roma, como dijimos. A pesar de todo lo anómalo del
caso, la Iglesia lo considera santo; como también a san Atanasio, que se
deshace en improperios contra el “traidor” Liberio, obispo de Roma, y que
también se ha dedicado a consagrar obispos sin autorización de nadie. Si
consagrar obispos contra la autoridad y reglamentación habitual de la Iglesia
constituyese de suyo cisma y fuese siempre digno de excomunión, ¿cómo es
posible que quienes lo hicieron sean hoy venerados como santos? Peor aún si se
atribuyeron autoridad para entronizarlos y concederles jurisdicción.
La otra razón histórica que puedo esgrimir en favor
de mi tesis radica en que jamás se había visto un canon parecido. Este es una
novedad post-conciliar, la que se caracterizaba por su repugnancia a toda
excomunión - considerada reminiscencia medieval - por lo que de hecho se
suprimieron casi todas. Sin embargo, contra toda las tendencias que entonces
dominaban, se creó una nueva: ésta. Nos atrevemos a decir que este canon tiene
nombre y apellido: Marcel Lefebvre.
Pero hay más. Estamos en el siglo menos oportuno para
crear una ley como ésta. Porque hay bastantes católicos perseguidos en los
regímenes comunistas y los liberales se aprestan para hacer lo mismo. No nos
olvidemos cómo fue perseguida la Iglesia en los siglos en que triunfó esta
tendencia; cómo le robaron sus tierras, conventos y hasta sus iglesias; cómo
fueron muertos miles de sacerdotes y religiosos, o bien fueron expulsados del
país. ¿Volverán los campos de concentración en el siglo que se anuncia? Tal vez
la única forma de consagrar obispos vuelva a ser la secreta, sin autorización
de autoridad alguna, como lo fue en el remoto pasado. Porque no hay que olvidar
que el imperio romano era completamente liberal en materia religiosa. No puede
ser más inoportuna la nueva legislación.
Por todo lo cual juzgo, pues, atendible el alegato de
los sancionados que niegan el cisma. Lo menos que podría hacerse es abrir el
debate. Pero al mundo le interesa tan poco lo que ocurre en el campo religioso
y hay tal unanimidad en condenar al aguafiestas que se opone al espíritu del
mundo, a los signos de los tiempos, que es preferible no ver ni oír y atenerse
a la versión oficial.
Conclusión
Hace años vi una película intitulada: “El mundo está
loco, loco, loco”. Creo que hoy podemos decir lo mismo de nuestra santa madre
Iglesia. En efecto, hemos visto a un arzobispo que prefirió que su Fraternidad
fuese disuelta y el mismo suspendido “a divinis” antes que tolerar algo tan
inofensivo como permitir que sea oficiada la nueva liturgia en su iglesia una
sola vez. Por otra parte, Pablo VI inventó una nueva liturgia que impuso contra
viento y marea, actitud nunca antes vista en la Iglesia; autorizó toda suerte
de nuevas liturgias, extrañas asambleas carismáticas y neocatecumenales, para
nombrar sólo las más conocidas; vemos a los sacerdotes inventar lo que les da
la gana en materia litúrgica, a pesar de la estricta prohibición contenida en
la “Mediator Dei” de Pío XII, etc., etc. Pero hay algo que no se puede tolerar:
la liturgia ancestral, la que siempre fue defendida por la Iglesia, la que
santificó a todos los santos canonizados, al menos desde el siglo VI. Pues la
liturgia latina tradicional, que se remonta, en cierto sentido, al siglo I, fue
codificada por san Gregorio I, a fines del s. VI, y, desde entonces, ha sufrido
mínimas innovaciones. Finalmente, el Arzobispo, apoyado por un obispo
brasileño, aceptó una supuesta excomunión antes que oficiar la nueva liturgia.
Ante tal rebelión, Juan Pablo II se vio forzado a reconocer la legitimidad de
la liturgia tradicional, pero tan a regañadientes que se impone tal cúmulo de
condiciones a los devotos de la misma que resultan prácticamente imposibles de
cumplir. En definitiva, sólo el terror al avance de la Fraternidad san Pío X
hace posible que los obispos autoricen la Misa tradicional.
Todo lo cual nos hace comprender que el verdadero
“quid” del asunto está en otra parte. Si queremos comprender qué está en juego,
será necesario que entremos en las razones por las que se explican los
acontecimientos y las conductas que tan brevemente hemos reseñado.
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