DERECHOS HUMANOS Y DERECHOS DIVINOS
DIGNIDAD
DE LA PERSONA HUMANA
Cuando
hablamos de los derechos humanos, solemos pensar que nos estamos refiriendo a
los derechos naturales; otros estiman que están hablando de los derechos
fundamentales; otros precisan que se trata de derechos innatos; otros, en fin,
se refieren únicamente a ciertas listas que circulan por el mundo, algunas
aprobadas oficialmente por autoridades de la más variada índole, mientras otras
expresan solamente la opinión de algún opinólogo, que pienso es la profesión
que más cultores tiene en la actualidad.
Sin embargo, si miramos ciertos derechos de lo más pintorescos, como el
derecho a ser feliz[1],
el derecho a vista, al sol y otros aún más extraños, como el derecho a antena,
hemos de confesar que, en este ámbito, reina una sorprendente confusión. Ésta se hace más evidente cuando nos topamos
con los que piensan que la defensa de los derechos humanos es la única conducta
moralmente aceptable y que ella no es más que el reconocimiento de la dignidad
humana. Por ella, pues, se está midiendo
la calidad moral de toda sociedad.
Me temo que
cuando se habla de tal dignidad, casi nadie entiende a qué se refiere.
Si
consultamos el diccionario, éste nos afirma que dignidad significa, como
primera acepción, calidad de digno. Pienso que pocos comprenden tal
definición. En definitiva, nos enseña
que estamos ante un término abstracto cuyo concreto es digno. Es decir, nos referimos a aquello que
hace digno a algo. Cuando llamamos digno
a alguien, queremos subrayar su superioridad, el hecho de que cumple con
ciertos requisitos que no se dan en todos, por lo que merece
reconocimiento. En el lenguaje oficial,
a las autoridades suele llamárselas, simplemente, dignidades; con lo que
expresamos su superioridad. Al hablar,
pues, de la dignidad de la persona humana, proclamamos su excelencia, su
distinción. Si quisiéramos determinar en
qué consiste esa supuesta superioridad, no hallaríamos ningún consenso entre
los juristas o entre los filósofos.
Deberíamos
comenzar por distinguir diferentes tipos de dignidad, las que, por no alargar
indefinidamente la cuestión, podemos reducir a tres.
A menudo la
dignidad que exaltamos en alguien dice relación a su moralidad, a su actividad,
en cuanto perfeccionadora de su humanidad.
En este ámbito reconocemos que no todos son dignos, lo que expresamos
gráficamente cuando le decimos a un amigo: esa actitud no es digna de
ti. Con santo Tomás[2],
nos permitiremos distinguir cuatro grados:
Las personas
moralmente más dignas son aquellas que se mueven a sí mismas a la práctica del
bien porque se han decidido por él sin dar lugar al mal en su actividad. Hemos de reconocer que son muy pocos los que
logran tal grado de dignidad, sobretodo cuando se hallan en una situación
difícil. Cuando tal cosa ocurre, estamos
ante un santo, como solemos llamarlos hoy.
Hay muchas
personas buenas que buscan realizar el bien; sin embargo, en situaciones difíciles,
flaquean y necesitan ser exhortados para mantenerse en su decisión. No es necesario, sin embargo, hacer uso de
coacción alguna para que rechacen el mal y realicen el bien.
Lo más
común, pienso yo, es el grado de aquellos a los que es necesario infundirles
temor para que eviten el mal. Todos los
juristas, y, muy en especial, los penalistas, reconocen que si una ley no
amenaza con penas congruas, es letra muerta.
Y si determina castigos pero
existe la creencia de que no se aplican, tampoco es respetada. Es bien difícil hallar una persona que cumpla
la ley aunque no espere castigo alguno por su acción. Muchos reconocen que, si no se siguiera mal
alguno, si gozaran de completa impunidad, no dudarían en realizar el mal. Estas
personas apenas pueden considerarse moralmente dignas. Se hace necesario el uso de la coacción para
que realicen el bien y eviten el mal.
Nos falta
aún reconocer con el Aquinate que hay quienes no son movidos ni siquiera por el
temor, en especial, en ámbitos en los que no son capaces de dominar sus
pasiones. En este sentido podemos
sostener que la libido dominandi, la pasión política, es la que más daña
la moralidad de las personas. De ahí
que, para muchos, política e inmoralidad parecen ir de la mano
necesariamente. A tales personas no
podemos considerarlas dignas, sino, muy por el contrario, indignas de modo
absoluto.
En la Edad
Media se unió a esta dignidad la social.
Sea éste es segundo tipo. Es asombroso leer las cartas de Carlomagno a
sus duques, por ejemplo, en las que les pregunta por su preocupación por la
situación de las viudas y de los huérfanos en su comarca y qué han hechos por
ellos. De ahí que, hasta hoy, el término
caballero ha pasado a designar, no al que combate a caballo, significado
original del término, sino al de conducta ejemplar. Este detalle semántico nos obliga a reconocer
que efectivamente se unió, en aquella época, la moralidad social con la
moral. En este ámbito incluimos a las
personas a las que les reconocemos superioridad en la sociedad. En primer
lugar, a las autoridades, obviamente.
Sin embargo, es notorio cómo en los pueblos y campos hallamos personas
que son tratadas de don a pesar de su humilde condición social. Como es obvio, tal tipo de dignidad es
independiente de la anterior, como hoy salta a la vista.
En filosofía
reconocemos que una substancia que posee racionalidad es superior a cualquier
otra. Estamos en el plano óntico, en el
de la realidad desnuda. Sea éste el
tercer tipo que hemos decidido distinguir. En virtud de su esencia, proclamamos
que un ente determinado es superior a los demás. En este caso, y sólo en él, la dignidad
humana es idéntica en todos los hombres y se posee desde el instante de su
concepción. Es sorprendente comprobar
cuántos defensores de los derechos humanos y de la dignidad de la persona
aceptan el asesinato de embriones, fetos y de ancianos desvalidos. El aborto y la eutanasia nos hacen comprender
cuán poco, en realidad y de verdad, se respeta la dignidad óntica del ser
humano. Pero hay que advertir también
que esta dignidad se da igual en el santo que en el criminal y que no implica
mérito alguno. Se trata de reconocer,
simplemente, que hay entes más perfectos por su entidad misma.
Permítaseme
ahondar en este aspecto y determinar el origen metafísico de nuestra
dignidad. Está claro que proviene de
nuestra espiritualidad; sin embargo, hemos de reconocer que no somos espíritu
sino que nos limitamos a poseer una cierta espiritualidad. Debido a ella, poseemos intelecto y voluntad
provista de libertad. Suele cargarse el
acento en este último atributo de nuestra débil espiritualidad sin detenerse a
considerar que toda ella proviene de nuestra inteligencia. Es verdad que la libertad radica en la
voluntad y no en el la razón; hay que reconocer, empero, que en ésta última
radica su origen. Quien conoce, es dueño
de su actividad; es decir, es libre. Y lo es porque conoce. Por supuesto que el conocimiento sensible no
es suficiente, es necesario estar provistos de conocimiento intelectual. Porque este tipo de conocimiento es capaz de
captar el fin en cuanto fin y enderezar hacia él los medios necesarios para su
consecución. El fin conocido se
convierte en el motivo que guía nuestra actividad. Mientras los irracionales son
conducidos a su fin por su programación interna que da origen a su conducta
instintiva, los inteleligentes se conducen a sí mismos hacia el fin que los
motiva a la acción. Todo esto es muy
conocido, mas quisiera que reconociéramos en cuán limitada es nuestra
libertad. Lo es tanto como nuestro
conocimiento. ¿Quien se conoce a sí
mismo? Todos, mas ¡cuán
limitadamente! Nos conocemos in actu
exercito en vez de lograrlo in actu signato, como debería ser. Es decir, estamos siempre presentes a
nosotros mismos mientras estamos conociendo el mundo que nos rodea y los actos
por los que lo conocemos. Mas nuestro yo, siempre presente, escapa a este
conocimiento. No dudamos de nuestra
existencia, pero nuestro acto de existir no puede ser conceptualizado por nosotros. El único capaz de ello es el Padre celestial
y el acto en que realiza tal conocimiento se llama Verbo eterno. Es por eso por lo que los teólogos
escolásticos crearon la conocida sentencia: omne individuum ineffabile. Ocurre que todo individuo lo es porque es
un acto de existir que participa del eterno existir divino. Por
ello, tan sólo Dios puede conocerlo a cabalidad. Como nuestra libertad se funda en nuestro
conocimiento, nuestra libertad es limitada.
Al fin y al cabo, no es más que la proyección de un ente intelectual
sobre su actividad[3]. En un ente que apenas se conoce a sí
mismo, su libertad queda reducida a la actividad que logra conocer
adecuadamente. En definitiva, a todo lo
que podemos aspirar es a un cierto dominio de nuestra actividad. En virtud de estas reflexiones comprendemos
que el único ente absolutamente libre es el absolutamente inmóvil[4]. En Él se identifican el acto de conocer con
el acto de ser de modo que nada ignota hay en Él.
Cerremos el
paréntesis y volvamos a nuestro tema.
Desde el
momento en que nos referimos a la necesidad de respetar una determinada
realidad, abandonamos el plano metafísico para introducirnos en el ético en el
que nos introducimos en el ámbito de la virtud; concretamente, por el tema que
estamos desarrollando, en el de la justicia social.
LA JUSTICIA SOCIAL
La justicia
es la voluntad firme y constante de atribuir a cada uno lo que le
corresponde (jus suum)[5]
reza la definición que nos trae el Digesto que, por orden del emperador
Justiniano (527-565), compilaron los juristas bizantinos al alba de lo que hoy
llamamos, tan torpemente, edad media. No
se me oculta que esta definición ha sido traducida de diversas maneras, en
especial, se ha convertido el verbo tribuere en dare; lo que no
es legítimo[6]. Limitémonos a recordar que el Digesto, en
esta materia, depende de Cicerón quien sigue puntualmente a Aristóteles.
El
Estagirita había hecho un hallazgo genial, había distinguido diversos tipos de
justicia y las había encabezado por la que hasta ayer se llamaba justicia
general. El lenguaje tradicional, que se
mantenía fiel al Griego famoso, era claro y no se prestaba a equívocos. La irrupción del término justicia social, en cambio,
ha creado una confusión notable.
De la mano
de Aristóteles, a quien tan bien comprendió santo Tomas, comencemos por
recordar que justicia proviene de justo.
En español tenemos una palabra que expresa muy bien el sentido original
de justicia, ésta es: ajustar. Para usar la palabra mencionada podríamos
expresarnos así: ¿Cómo ajustar la relación entre Pedro y Diego? Al determinar ese ajuste, hemos
hallado lo justo. En definitiva, se
trata de establecer una cierta igualdad que la razón descubre en las relaciones
humanas. Nos enfrentamos, pues, a una relación social. Por ello toda justicia
es social o no es justicia[7].
De modo que hablar de justicia
social, como si ésta fuera un tipo de justicia especial, es impropio. Por desgracia, es el lenguaje habitual hoy
que muestra cuánto ha caído la calidad de la docencia en nuestro medio;
oscurecido, además, por una confusión sorprendente como luego diremos. Los antiguos y medievales desconocieron tal
lenguaje. Ellos se limitaban a
distinguir una justicia general de otra particular.
En primer
lugar, hemos de velar por nuestra relación con la comunidad de la que formamos
parte. A ésta la llamaban justicia
general o legal, porque la ley es el instrumento que nos pone en
buena relación con ella. De ahí que la Biblia llame justo al que se somete
íntegramente a la ley divina. Y a la particular, que nos pone en buena relación
a unos con otros, la subdividían en distributiva y conmutativa. La primera de ellas, que vela porque los
premios y cargas que engendra la vida social se distribuyan en conformidad con
los méritos de cada uno, es la que comúnmente se llama hoy justicia social[8],
con lo que la ambigüedad de la expresión se hace total. Lo mejor sería olvidar tal
expresión y regresar al lenguaje tradicional; por lo menos ganaríamos en
claridad. La justicia general es la justicia del bien común; la que me impera
someterme a ese bien que se expresa en la ley; siempre y cuando la ley humana
sea justa, precisión que no ha de hacerse respecto de la natural, por
supuesto. Corolario de lo expuesto será
la convicción de que la justicia general impera las demás formas de justicia
hasta el extremo de tener la facultad de suprimirlas en determinadas
circunstancias; realidad reconocida por los romanos en su conocida
fórmula: Summum ius, summa injuria[9].
Podemos dar
un paso más y advertir que la justicia general expresa algo común a toda
virtud: su sometimiento a la ley natural.
En efecto, toda virtud implica la idea de rectitud y la justicia procura
introducir esa rectitud en nuestras relaciones mutuas. En este sentido adquiere
la extensión misma de la moralidad. Por
otra parte, como somos fruto de la comunidad y nos debemos enteramente a su
bien común, nuevamente se nos aparece la justicia como abarcadora de todo el
ámbito moral. Es el sentido que ya
hayamos en las SS.EE. y que nos advierte
de la profunda unidad de la vida moral humana.
Todo lo cual nos enseña cuán limitada es nuestra compresión de la
realidad, incluida la que tenemos de nosotros mismos, y de la necesidad en que
nos hayamos de someternos gustosamente a las luces que nos ofrece la Revelación
que acude en auxilio de nuestra debilitada inteligencia.
Lo justo, en
consecuencia, es el objeto de la virtud de la justicia[10]. Mas hoy suele preferirse usar la voz derecho,
que por ser anfibológica, resulta menos clara como veremos.
NOCIÓN DE DERECHO
Es un
misterio para mí el que la palabra derecho, que proviene del latín directus
y que carece de todo sentido jurídico, haya venido a traducir la voz latina
jus, de uso casi exclusivamente jurídico. Mas sea de esto lo que fuere, el derecho o lo
justo, para mantener intacta la raíz latina, por ser una relación, desde el
punto de vista metafísico, supone tres elementos: las dos sustancias que se
ponen en contacto y ese misterioso ad aliquid que las unifica de alguna
manera, en el que consiste propiamente la relación. Por lo que, en el ámbito jurídico, como no
podía ser menos, han de darse tres elementos para que se constituya un
derecho.
Tradicionalmente,
la voz derecho se ha aplicado, aunque no exclusivamente, a designar la
legislación. Por eso se dice que
estudian derecho los que la estudian y a las colecciones de leyes se
suele llamar también derecho: civil, penal, canónico, etc. A partir de la modernidad, se ha preferido
otorgarle otro sentido lo que ha llevado a los autores a distinguir un sentido
objetivo de otro subjetivo para la misma palabra. El primero es el ya señalado[11].
El segundo es el que, a partir de este momento y dada la materia de esta exposición,
usaremos en adelante y que se transparenta en expresiones tales como: yo
tengo derecho a y otras similares.
Este derecho, llamado subjetivo, para distinguirlo del anterior,
expresa una exigencia que proclama su supuesto poseedor y que exige su respeto. Con el P. Urdánoz O.P., definiremos derecho
como una relación o vínculo que liga a ciertas personas con ciertas cosas o
entidades, y, a la vez, relaciona las personas entre sí[12]
Aclarado el
lenguaje, precisemos que el derecho es una relación que funda la virtud de la
justicia y que ha de constar de tres elementos como toda relación.
El primer
elemento ha sido denominado el fundamento del derecho. En este punto, la jurisprudencia clásica,
establecía que éste era lo justo (jus), objeto de la
justicia. En el ámbito concreto, era
labor del juez determinar en qué consistía en cada caso particular eso justo,
atendidas las circunstancias que pueden variar al infinito, como, asimismo, el
otro término de la relación. Lo justo es
aquello donde se ajustan ambos.
Porque, obviamente, no es lo mismo ser padre que ser hijo. Lo justo, pues, ha de establecerse desde
ambos extremos y según las circunstancias.
En abstracto, en cambio, la ley fija lo justo en forma general, a la que
ha de atenerse el juez, salvo que circunstancias extraordinarias lleven a
aplicar la sentencia vista poco ha: summum jus, summa injuria. En consecuencia, la ley se identifica con
lo justo, salvo excepción debida a circunstancias anómalas, como ya se
dijo. En esta concepción, el derecho
depende de dónde ajustan ambas personas o realidades que han entrado en
relación entre sí.
En la actual
doctrina de los derechos humanos, todo ha sido trastocado. En esta nueva óptica, el fundamento es la
persona humana, con lo que el derecho ha dejado de ser una relación para
convertirse en algo absoluto, en una propiedad que emana de la persona en
cuanto tal. Por esta razón, las listas
de derechos se realizan sin consideración alguna a las relaciones
interpersonales ni a las circunstancias.
Toda persona, por ejemplo, tiene derecho a casarse. Como a cada persona
hay que darle aquello a lo que tiene derecho, hay que darle matrimonio.
Observemos que al declarar tal derecho, se hace abstracción de la otra persona
que ha de aceptarla como cónyuge. ¿Y si nadie está dispuesto a ello? Como los derechos humanos son absolutos e
inalienables, ¿Habrá que forzar a alguien para que acepte? Este simple ejemplo nos convence de que
estamos ante algo mal conceptualizado.
Los
jurisconsultos agregan, como segundo elemento, el término material, es decir,
lo que actúa como materia del derecho.
Cualquier cosa puede ser término material de derecho siempre y cuando
sea justificado por una razón que demuestra la correspondencia entre el
sujeto y la cosa. Si bien, en abstracto, pueden hacerse cuantas listas de
derechos se quiera, mientras no las pongamos en relación con el otro término de
la misma y en sus circunstancias, tales listas carecen de todo valor
jurídico. Expresan tan sólo aspiraciones
de una persona, como ese derecho a la felicidad que carece de todo valor
jurídico. Pensemos, en el caso anterior, que esa persona sea portadora de una
grave afección contagiosa por lo que deba mantenerse aislada de todo contacto
humano, y, sobretodo, no engendrar hijos que portarían la misma epidemia. Nos resulta bien difícil, en esas
condiciones, seguir sosteniendo tal derecho en tal persona. De hecho, en la actualidad, cuando el
tribunal eclesiástico declara nulo un matrimonio, en ciertos casos muy
especiales, determina que uno de los cónyuges no es apto para contraerlo, por
lo que no le autoriza a contraer un nuevo matrimonio, con lo que la Iglesia ya
no respeta el derecho casarse proclamado por tantas declaraciones. Pero las
listas de derechos ignoran absolutamente el otro elemento de la relación además
de las circunstancias que, en derecho, no se pueden soslayar, como ya
vimos. Tenemos, entonces, configurada una
relación i-rrelativa, permítanme tan bárbara expresión, es decir, una relación
absoluta, lo que es una contradicción.
El tercer
elemento que se invoca es el término personal, es decir, la persona
portadora del deber correspondiente.
Como lo justo relaciona a dos personas en torno a una cosa, es necesario
tener claro este término para que podamos hablar de derecho. Al llegar a este
punto, hemos de abrir un nuevo paréntesis.
Como la
justicia busca ajustar la relación que se da entre dos o más personas, es obvio
que debe hallar una diferencia entre ellas; de otro modo no hay ajuste
posible. En jurisprudencia se dice que
una porta un deber al que, en la otra, corresponde un derecho y viceversa. Es por esto por lo que, al llevar el caso al
tribunal, el derecho se convierte en un arma de guerra jurídica. Lo normal es que se acuda al juez porque
alguien no ha cumplido su deber, debido a ello su relación con el otro se ha desajustado. Estos aspectos de la relación son
correlativos de modo que cada uno es relativo al otro; de modo que si el otro
no existe, tampoco éste.
En las
listas de derechos humanos que circulan, observamos que el término personal no
existe. Y si éste no existe, tampoco aquél. Nadie duda de que el padre ha de
cuidar a su hijo, pero si no hay padre, ¿forzaremos a alguien para que haga las
veces de? ¿Con qué derecho? Nuevamente notamos que esta doctrina flota en
un nirvana jurídico sumamente extraño.
Pero hay
más. Podemos preguntarnos qué funda a qué: ¿el derecho al deber o el deber al
derecho? Pregunta metafísica de muy
difícil respuesta si nos quedamos anclados en el ámbito jurídico. Para responderla hemos de dar un pequeño
rodeo.
La
metafísica se pregunta el porqué de la existencia de los derechos y halla que
se han de dar tres condiciones para que algo pueda ser sujeto de un derecho.
En primer
lugar, se sostiene que tan solo las personas son sujetos de derechos, no así
las cosas ni los seres vivos irracionales.
Mas semejante aserción implica un saber metafísico del que está
desprovista absolutamente nuestra sociedad actual. Es por ello por lo que se atribuyen derechos
a los animales y a los vegetales y al ambiente en general. A veces parece que el único desprovisto es el
hombre. ¿En virtud de qué sostenemos tan
rotunda tesis?
La metafísica
nos enseña que existimos en total dependencia de nuestro Creador, bien común
trascendente del universo. También nos
enseña que el fin de la creación es la gloria de Dios. Siguiendo a san Ambrosio, santo Tomás define
la gloria como un conocimiento brillante que provoca en nosotros la alabanza[13].
Por lo que dicha gloria consiste en nuestro conocimiento de su bondad. Conocimiento que nos produce la máxima
felicidad. Ahora bien, una criatura
intelectual es inteligente -¡vaya novedad!- y libre. En otras palabras, este
tipo de entes se guía por su conocimiento que determina el motivo y pone a su
disposición los medios adecuados para ello.
De todos los entes que pueblan el universo, en consecuencia, los únicos
que se dirigen libremente al bien común trascendente son las criaturas
intelectuales. Por lo cual tienen el
deber ineludible de dirigirse a ese bien.
Y como, hasta cierto punto, hay muchas otras personas que dependen de mi
colaboración para alcanzarlo, tal deber resulta absoluto: nadie tiene derecho a
eludirlo bajo ninguna circunstancia ya que, si no colabora, está afectando a
toda la comunidad.
Por otra
parte, por ser las criaturas intelectuales las únicas que libre y
conscientemente se dirigen al bien común del universo, son las únicas que, en
cierto sentido, lo alcanzan y lo poseen, con lo que logran su máxima perfección
y su felicidad. Es por esto por lo que
son las únicas que poseen derechos. Los
irracionales no dirigen, estrictamente hablando, su actividad, sino que son
dirigidos por quien los programó así.
Por ello decimos que su actividad viene determinada por cierta conducta
instintiva grabada en su naturaleza desde su inicio.
En semejante
universo, el de las personas libres y responsables, es obvio que todo derecho
brota de este primer deber y no hay derecho alguno a impedir que alguien cumpla
ese deber. Todos los derechos, pues, se
originan, en última instancia, en él.
Por lo mismo, los irracionales, al carecer de dicho deber, por carecer
de inteligencia y libertad, carecen de derechos. Por eso resulta sorprendente que la UNESCO,
en 1978, haya proclamado la Declaración de los Derechos de los Animales en cuyo
artículo 14 establece: Los derechos de los animales deben ser defendidos por
la ley como los derechos de los hombres[14]. Estamos a la espera de que se declaren
los derechos de los vegetales y de los minerales...
Sea ésta, pues,
la segunda condición metafísica de la existencia de un derecho: que quien
pretenda poseerlo, ha de exhibir el deber que le sirve de fundamento y
justificación, sin el cual, carece de dicho derecho.
Hay, sin
embargo, una excepción. El Creador
carece de todo deber, en cambio, posee todo derecho sobre la obra de sus
manos. Por ello, metafísicamente
hablando, en absoluto, el derecho funda el deber. Es necesario reconocer que quien posee un
derecho es superior al que posee el deber correlativo; claro está que su
superioridad se limita al aspecto sobre el que incide el derecho[15]. Pero no hay otro caso semejante a éste,
puesto que toda creatura existe en y por el universo del que es parte. Incluso los ángeles, en la visión del Aquinate,
si bien nuestra ignorancia de tan admirable e inalcanzable universo nos deja a
oscuras sobre el particular. Para el
Angélico, limitado a la astronomía antigua, los ángeles guiaban a las esferas
en sus revoluciones. Nuestra astronomía
carece de tales esferas y explica los movimientos estelares por la inercia sin
necesidad de intervención angélica alguna.
Sea de esto
lo que fuere, todas las criaturas
intelectuales poseen el derecho de poder cumplir con este deber fundante,
absoluto, del que depende la realización del bien común trascendente del
universo. Es obvio que, en un
seminario, ya se estarán preguntando por
la función que, en todo esto, corresponde a la Gracia santificante. Recordemos que estamos en filosofía política,
no en teología. En este aspecto, la
filosofía política ignora absolutamente cómo puede realizarse tal maravilla y
es la Revelación la que nos lo explica.
Por Revelación sabemos que nada de esto es posible sin la Gracia. Sin embargo, aunque, de hecho, sólo gracias a
la ayuda de la Revelación la filosofía ha podido descubrirlo, sin embargo,
conocida ésta, la razón puede determinar con certeza que Dios es el bien común
trascendente del universo al que se dirige todo hombre de alguna manera. Esa manera concreta de realizarse el Reino,
como lo llamó Jesús de Nazaret, escapa a la filosofía política. Tenemos aquí una de las muchas doctrinas en
que la fe hace avanzar a la filosofía en su propia esfera, en la de la
filosofía. Aunque el nuevo saber,
insisto, es filosofía, de hecho, sólo puedo avanzar en él gracias a la
Revelación. Por eso, para nosotros,
pretender cultivar una filosofía pura, que nada le deba a la Revelación,
implica amputarla de las doctrinas más excelsas que el espíritu humano haya
podido comprender. Otro ejemplo de lo
mismo lo hallamos en la doctrina de la creación, la que hizo dar un salto
adelante a la metafísica, por lo que, legítimamente, podríamos dividir su
historia en metafísica antes de Cristo y metafísica después de Cristo. Siendo la primera un mero esbozo y
preparación de la segunda.
Queda claro,
con lo dicho, la tercera condición que hace posible la existencia de un
derecho. Parece que no fuera necesario
advertir que, en definitiva, es la naturaleza social del hombre la fuente tanto
de los derechos como de los deberes. Por
lo cual, para que yo pueda exigir mi derecho ante otra persona, es necesario
que ambas estemos bajo el mismo bien común.
De otra manera no podría establecerse relación alguna entre ambas, y,
como el derecho es una relación, no habría derecho alguno. Tampoco se podrían solucionar los tan
reiterados conflictos de derechos. Mi
vecino tiene derecho a distraerse e invita a sus amigos a pasar una velada musical. Yo tengo derecho a descansar y exijo
silencio. ¿Cómo resolver el conflicto?
Si sometemos ambos reclamos al bien común, se hará luz sobre cual
derecho se mantiene vigente y cuál desaparece.
Siempre será el bien común del que dependen ambos litigantes quien nos
dé la clave que nos permita solucionar el conflicto. Lo que, además, nos hace sospechar que no hay
algo así como derechos absolutos; porque, en cada caso particular, será
el bien común el que determine cuál de los derechos deja de serlo para dejar
libre el campo al derecho contrario. En
consecuencia, no es absoluto ni inalienable como pretende la doctrina liberal.
Tampoco se
toma en cuenta esta condición necesaria para la existencia del derecho en las
tan famosas declaraciones tan alabadas en la actualidad hasta el extremo de que
muchos las consideran como la base ineludible de la moralidad de toda
comunidad. Ya veremos qué hemos de
pensar de tal pretensión.
Cerremos el
rodeo.
Queda claro,
entonces, que en el orden absoluto, el derecho funda al deber; en el orden
humano, en cambio, es el deber el que funda al derecho. Por lo que, la actual doctrina de los
derechos humanos atribuye al hombre una prerrogativa divina de la que carece
absolutamente; en otras palabras, hace del hombre un dios. Porque sólo Dios, como creador, tiene derecho
absoluto e inalienable sobre todas sus criaturas, derecho que brota de su misma
naturaleza creadora. El hombre, en
cambio, sometido al deber de buscar el bien común trascendente del universo, ha
de someter toda su actividad a tal fin, por lo que sólo tendrá derecho a
aquello necesario para la consecución de tal bien y lo que, de alguna manera,
le esté ligado.
Sin embargo,
si queremos conservar la palabra derecho aplicada a este ámbito, como lo hace
todo el mundo en la actualidad, hemos de proceder a una nueva distinción. Suele hablarse de derechos estrictos y de
derechos amplios. Los primeros tienen
valor jurídico y tienen la virtud de poner la fuerza a su servicio, en caso de
ser necesario. Es lo que dictamina el
juez. En cambio, los derechos en sentido
amplio, por carecer del término personal y de las circunstancias, carecen de
valor jurídico y no puede emplearse la fuerza para establecer su vigencia. Por eso les ponía el ejemplo del
matrimonio.
Sabido es
que en las culturas de los pueblos cazadores, de los pueblos guerreros, la ceremonia
matrimonial consistía en el rapto de las muchachas. Es por ello por lo que el rapto de las
sabinas puso fin a su guerra con los romanos.
Mirado desde nuestra perspectiva, ese rapto debió haber originado la
guerra en vez de ponerle fin. Cuando los
bárbaros se refugian en el imperio, como estaban en esa fase cultural, la
historia se repite; pero ahora con un tinte trágico. La Iglesia tuvo que declarar nulo un
matrimonio obtenido por violencia, lo que los bárbaros, por supuesto, no
entendieron. Todavía hoy el sacerdote
hace a los novios esa pregunta, tan obsoleta, para asegurar la validez del
matrimonio. Si fuera verdad que toda
persona tiene derecho a casarse, y se tratase de un derecho estricto, sería legítimo
que usara la fuerza para ello. Una vez
más vemos que todo ha sido mal pensado en la actual doctrina.
Todas estas
consideraciones nos hacen comprender que es absurdo hablar de derechos
subjetivos absolutos e inalienables que pertenecen a la persona en cuanto es
persona. Últimamente, se ha pretendido
justificar tal doctrina con la enseñanza del concilio ecuménico Vaticano
II. En efecto, éste proclama que El
Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre[16].
Semejante
doctrina es analizada por santo Tomás de Aquino, con su habitual solvencia, en
dos artículos de la quaestio cuarta de las tercera parte de su Summa
Theologiae[17]
En el
artículo tercero se había preguntado si la persona divina asumió al hombre. En
el sed contra cita la frase que el Papa Felix introdujo en el concilio
de Efeso en la que se niega que Dios haya asumido a otro hombre que no sea
Jesús de Nazaret. Por eso no es legítimo
sostener que Dios asumió al hombre, porque la naturaleza humana asumida por el
Verbo es la que pertenece a un supuesto, a un individuo que, en este caso, es
el mismo Verbo. Aclarado el punto pasa a
estudiar la doctrina que ha resucitado el concilio.
En el artículo
cuarto se pregunta si el Hijo de Dios debió haber asumido la naturaleza humana
abstracta. Parecería lo más lógico,
asegura el primer argumento presentado a favor de una respuesta afirmativa, ya
que debía redimir a toda la naturaleza humana y, como la naturaleza está
realizada en todos los individuos, los salva a todos al unirse a ella.
Ya san Juan
Damasceno había observado que, en tal caso, no habría encarnación, nos recuerda
el sed contra. Podemos observar
cuan antigua es esta doctrina, como lo son, por lo demás, todos los errores que
se nos presentan como absolutamente novedosos.
Con Aristóteles, nuestro Santo niega la existencia en sí de la
naturaleza abstracta, como pretendían los platónicos. Incluso, si de este modo existiese la
naturaleza, tampoco podría sostenerse tal asunción, porque a dicha naturaleza
no pueden atribuirse operaciones singulares, únicas que pueden ser meritorias o
demeritorias. Además, esa naturaleza no
es sensible sino inteligible, por lo que Jesús no habría sido visto por los
hombres. Agrego yo que, en vez de hablar
de encarnación del Verbo, habría que decir ideación del Verbo.
Más cercana
a la doctrina que sostiene el último concilio es la que desarrolla el artículo
quinto. Ahora se pregunta si el Hijo de
Dios debió haber asumido la naturaleza humana (que se haya) en todos los
hombres. Nos interesa destacar el
segundo argumento en favor de la respuesta afirmativa. En él se establece que tal asunción conviene
a la infinita caridad con que Dios nos ama.
De ese modo su unión a todos los hombres sería mucho más íntima. En el sed contra vuelve a citar
nuestro monje al Damasceno que sostiene que el Hijo de Dios no se unió a todas
las personas humanas.
La primera
razón que esgrime el Santo es contundente. Si el Verbo se uniese a todos los
hombres, no habría personas humanas. La
doctrina católica siempre ha sostenido que en Cristo hay dos naturaleza pero
una sola persona, la del Verbo eterno.
Es por ello que todas sus acciones tienen valor infinito, no importa la
importancia o naturaleza de cada una de ellas.
Veremos más abajo cuán importante es esta razón. La segunda razón no es menor. Si tal fuera el caso, si el Verbo se hubiese
unido a todo hombre, quedaría derogada la dignidad propia del Hijo de Dios
encarnado, primogénito entre muchos hermanos, como enseña san Pablo[18],
quien agrega que, además, es el primogénito de entre todas las creaturas[19]. Termina el Angélico sosteniendo que, en
la hipótesis discutida, todos los hombres poseerían igual dignidad.
Responde, a
continuación, el Santo al segundo argumento que recordamos más arriba. Sostiene que el amor infinito de Dios por sus
creaturas no se manifiesta tan sólo en su encarnación, sino mucho más en sus
padecimientos. Éstos afectaron su
naturaleza humana y tan solo a ella, agrego, porque, como dice Isaías, El solo
pisó el lagar y no hubo nadie que lo acompañase[20]. En seguida apoya su argumentación en san
Pablo quien expresa que su caridad es tal que, a pesar de que éramos sus
enemigos, murió por nosotros[21]. Termina su argumentación con una frase
lapidaria: “No habría lugar para ello (la pasión) si hubiese asumido la
naturaleza humana en todos los hombres”[22].
Esta última
razón nos muestra cuán pernicioso error estamos combatiendo. Toda la pasión sería absolutamente superflua
si aceptamos la tesis conciliar. A mayor
abundamiento, habría que agregar que, en esa perspectiva, hay que declarar que
jamás hombre alguno ha ido al infierno ni irá en el futuro. Todos han sido
redimidos por la mera encarnación ya que todos son cuerpo de Cristo. Todos, en consecuencia, careceríamos de
pecado original, además de carecer de personalidad, en el sentido de no ser
personas humanas, como tampoco lo era Cristo.
Mayor cúmulo de dislates es imposible reunir en una tan corta oración
gramatical. ¿Como explicar que tal
sentencia haya quedado impresa en las actas conciliares? Me parece que hay que subrayar ese quoddanmodo,
ese en cierto modo.
Tenemos dos
modos de explicarnos tal cláusula. La
primera consiste en pensar que se trata de un ejemplo de esa cautela que usan
muchos intelectuales cuando temen ser interrogados sobre el valor de su
tesis. En todos esos casos, los autores
acuden a frases como, hasta cierto punto, en cierto sentido. Ante un texto escrito, es imposible saber qué
sentido tiene tal expresión. Habrá que
preguntarle al autor el alcance de su frase, que determine cuál es ese modo,
punto o sentido, y, mientras esperamos tal aclaración, hemos de reconocer que
no entendemos qué se nos está diciendo.
Es grave que una afirmación tan llena de consecuencias desastrosas para
la doctrina católica aparezca en un concilio sin explicación alguna.
La segunda
explicación es obvia. Esa expresión
tiene un sentido muy preciso que el autor tiene perfectamente clara en su
cabeza. Si tal fuera el caso, sería
obligación suya explicar, a renglón seguido, ese sentido. Por desgracia, en el texto conciliar nos
hallamos ante un punto y no se vuelve a hablar del tema.
En consecuencia,
pienso que la segunda interpretación es la válida y que hemos de reconocer que,
en esta frase, el concilio ha patrocinado una doctrina que destruye
absolutamente el cristianismo tal como históricamente se ha presentado en el
mundo; si bien la mayoría de los Padres Conciliares la desconoció y se quedó,
ingenuamente, en la primera. Por
supuesto que esta es una mera interpretación mía que a nadie obliga.
El uso que
S. S. Juan Pablo II hizo de esta doctrina confirma nuestro aserto. En muchas
ocasiones reprodujo la cita conciliar, muy especialmente en su primera
encíclica: Redemptor Hominis[23],
que Su Santidad comprende como santo Tomás explica en su artículo quinto.
En efecto, dice el Pontífice:
Se trata de cada
hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la
Redención y con cada uno se
ha unido Cristo, para siempre, por medio
de este
misterio[24].
Hemos de reconocer que, hasta donde recuerdo, el Papa siempre expresó
la cláusula restrictiva que nos deja sin comprender el sentido de la sentencia,
salvo el hecho de que está pensando en que esta unión alcanza, en cierto
modo, a todos y cada uno de llos hombres.
Sin embargo, La Comisión Teológica Internacional, en 1985,
publicó un trabajo intitulado: Dignidad y derechos de la persona humana, en
la que expresa, como doctrina de la Iglesia, todo lo que hemos criticado como
erróneo en este trabajo. Tal pareciera
que nunca, en ninguna parte, algún católico hubiese expresado crítica alguna a
tal doctrina, ni siquiera el supremo magisterio de la Iglesia. Al menos Pablo VI expresó cautelas que han
desaparecido en esta Declaración. No
está demás recordar que Pío VI, en su breve Adeo Nota declaró que no se
podía esperar que la Iglesia aceptara la Declaración de Derechos del Hombre y
del Ciudadano, recientemente proclamada en París, dado que ésta ignoraba
absolutamente los derechos de Dios sobre los hombres. Es verdad que Pío XII se pronunció
favorablemente, aunque con cautela, sobre ciertos derechos fundamentales de la persona
que han de ser respetados en favor de la paz[25]. Observemos que la paz es el bien común de
toda sociedad, lo que equivale a subordinar estos derechos al deber que brota
del bien común como ya hemos explicado en otro lugar. En cambio, en la presente declaración ha
desaparecido toda cautela.
No haremos un análisis completo de la Declaración sino que nos
limitaremos a algunas afirmaciones particularmente relevantes.
Resulta sorprende el que la Declaración distinga tres niveles en
materia de derechos humanos: en primer lugar los fundamentales; bajo él hay
otro nivel, aunque tales derechos sean esenciales en su raíz; finalmente, en un
tercer nivel, hay otros que expresan tan solo ciertos ideales para promover la
humanización de los hombres.
Curiosamente, la Declaración asegura que en la promoción de los derechos
menores, sin especificar cuales son si bien podemos pensar que son los del
tercer nivel, se tendrán siempre presentes las exigencias del bien común[26]. Si he entendido bien, queda claro que, en
oos niveles superiores no se mira al bien común. Tenemos, pues, claro, que los derechos
humanos propiamente dichos son superiores al bien común. Idea que, por lo
demás, se repite en más de una ocasión. Los derechos del primer nivel que
menciona la Declaración son: el derecho a la vida, la igualdad fundamental, la
libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; aunque, esta última,
podría considerarse como el fundamento de todo otro derecho nos aclara[27].
Todos ellos emanan de la dignidad de la persona humana, la que es
iluminada por la incorporación de todos los hombres en Jesucristo,
perfecto Dios y perfecto hombre[28]. La Declaración, por su parte, en diversos
pasajes, sostiene esta idea sin limitación alguna:
Gracias a la intervención divina, todos los hombres son
enriquecidos con la dignidad
de hijos adoptivos de Dios y se convierten, al mismo tiempo, en sujetos
y beneficiarios
de la justicia y de la caridad
suprema[29].
Mediante su cruz y su resurrección,Cristo redentor otorga a los
hombres la salvación,
la gracia, el dinamismo de la
caridad, y ofrece, también, acceso más fácil a la
participación de la vida divina[30].
Mediante su encarnación le ha otorgado a la naturaleza humana
una dignidad
sin igual. De esta forma, el Hijo de Dios, en cierto modo, se ha unido
a todo
hombre... su tránsito de la muerte a la resurrección es también un
nuevo
don que se comunica a todos
los hombres[31].
Finalmente, la Declaración con solemnidad presenta su idea central:
El Evangelio otorga un nuevo fundamento religioso, específicamente
cristiano,
a la dignidad y a los derechos
de la persona, y abre nuevas perspectivas para
los hombres, considerándolos como verdaderos hijos adoptivos de Dios
y como
hermanos de Cristo crucificado y resucitado[32].
Ciertamente, los redactores de esta Declaración jamás han leído el
prólogo del evangelio de san Juan que niega absolutamente tal doctrina:
El vino a lo suyo y los suyos no le recibieron. Pero a todos los que lo recibieron,
les dio poder de llegar a ser
hijos de Dios: a los que creen en su nombre.
Los cuales no han nacido de la
sangre, ni del deseo de la carne, ni de voluntad
de varón, sino de Dios(v.
12-13).
Si la tesis, tan reiterada como hemos visto, de la breve Declaración
que estudiamos fuese correcta, el bautismo está absolutamente demás. En esta perspectiva se comprende que esta
misma Declaración establezca que el derecho fundamental de la dignidad
humana debe considerarse como el valor máximo en el orden moral[33].
No necesito decirles que, si tal Declaración hubiese sido escrita bajo
san Pío X habría sido incluida en la condenación de Le Sillon.
LAS DECLARACIONES DE DERECHOS
HUMANOS
Son tantas y
tan variadas, desde que se inició esta moda en el siglo XVIII, que no es
posible referirse a todas ellas.
Prefiero, en esta ocasión, analizar los derechos considerados, la mayor
parte de las veces, como los derechos fundamentales de los cuales dependen todos
los otros. En la Declaración de la
Comisión Teológica internacional se proclaman los siguientes: derecho a la
vida, a la dignidad inherente a la persona humana, a la igualdad fundamental, a
la libertad de pensamiento, conciencia y religión[34].
Comencemos
por el derecho a la vida. Es obvio que
si no se vive no se puede ejercer ningún derecho por lo que es difícil
disputarle su carácter de derecho fundamental, e, incluso, primerísimo.
Pero vamos a
declarar que tal derecho no existe[35]. Así de simple. Y la razón no puede ser más contundente. Desde el momento que somos seres
contingentes, existimos, sí, pero estamos siempre a punto de dejar de
existir. Más radicalmente aún, hemos de
reconocer que nuestra existencia la hemos recibido. Qué digo, en verdad la estamos recibiendo en
todo instante. Al otorgarnos un derecho
a la vida, observemos que nuestra vida es nuestra existencia, el modo más alto
de existir, si prefieren, estamos proclamando que Dios tenía la obligación
estricta de dárnosla. Sentencia que roza
la blasfemia. Nuestra existencia no es
más que nuestra dependencia de nuestro Creador que se mantiene incólume a
través del tiempo, mientras así Él lo disponga.
En vez de proclamar nuestro derecho a la vida, deberíamos reconocer esta
dependencia, agradecer el don que se nos ha hecho y procurar hacernos dignos de
él cumpliendo cabalmente el deber que engendra.
Es por esto por lo que ya san Agustín proclamaba que Dios erá más íntimo
a nosotros mismos que lo que nosotros lo somos a nosotros mismos.
¿Significa
ésto que no tenemos derecho a la legítima defensa? De ninguna manera. Desde el momento que existimos, adquirimos el
deber primero de todos: el de adorar y servir a Dios nuestro Creador. Como todos los derechos dependen de los
deberes, reconocido éste, surge el deber de mantenerse en vida para poder
cumplirlo. Desde el momento que tenemos
tal deber, surge el derecho a mantenernos en vida. Además, como hemos de cumplir nuestra parte
en la realización del bien común, el dejar de vivir es un atentado contra éste,
por lo que no podemos permitir que nos arrebaten la vida injustamente. Y dijo injustamente, porque podría ser justo
el que nos la quitasen debido a nuestro mal comportamiento. Por la mismo razón, nadie tiene derecho a
suicidarse.
Cabe aquí
resaltar una idea que sólo se la he escuchado a mi recordado profesor, el P.
Osvaldo Lira, SS.CC.. En el libro que he
venido citando tan a menudo, insiste machaconamente en la necesidad de comenzar
por reconocer los derechos de Dios. Ésta fue, cabalmente, la razón que llevó a
Pío VI a rechazar la declaración de derechos proclamada en París durante ese
genocidio que se suele llamar revolución francesa, en la que, se dice, nació el
mundo contemporáneo. Será por eso, digo
yo, que los genocidios no han cesado desde entonces hasta hoy. Además, este notable profesor, insistía en
que los derechos humanos se predican según Dios o no se predican en
absoluto. El continuo atropello de los
mismos en el mundo contemporáneo le da la razón. Porque quien comienza con el respeto de los
derechos de Dios advierte, de inmediato, que debe también respetar su
obra. Muy en particular aquella que se
dirige a sí misma hacia el bien común trascendente del universo. De modo que atropellar los derechos de una
creatura implica no respetar la obra de Dios; por eso, en definitiva,
defendemos lo que es de Dios. Buena
prueba de lo que vengo diciendo pueden Vds. comprobarlo en el caso del aborto y
de la eutanasia. Tal parece que somos
los católicos los únicos que respetamos a cabalidad los derechos humanos en el
planeta. Y tiene que ser así, porque
somos los únicos que cumplimos el deber de adorar a Dios tal como Él quiere ser
adorado. En cambio, como bien dice el P.
Osvaldo, la actual hipertrofia de tales derechos tiene algo de demoníaco,
porque se predican contra los derechos de Dios[36].
Quisiera
finalizar esta exposición con el derecho a la libertad religiosa proclamado por
el concilio Vaticano II y que la Declaración que recientemente comentábamos
declara:
Bajo
ciertos aspectos, la libertad religiosa puede puede considerarse como el
fundamento
de todo otro derecho, si bien otras opiniones atribuyen tal prioridad
a la
igualdad de todos los hombres[37].
Esta
libertad no es más que un aspecto de la libertad de pensamiento, de
conciencia. ¿Qué se quiere decir con tan
enigmática expresión? Porque la libertad
es un atributo de la voluntad, no de la inteligencia. Ésta se debe al objeto, por eso todos
procuramos ser objetivos. Los
únicos libre pensadores auténticos, son los locos. Ellos no dependen para nada de los objetos;
viven en un mundo que ellos mismos han forjado que se rige por las leyes que
ellos les imponen. Esto es posible
debido a que la inteligencia, como la imaginación, funciona con especies
expresas. Gracias a ello, pueden
independizarse de la experiencia y crear nuevos objetos de conocimiento. El de los cuerdos, en cambio, se rige por la
experiencia que nos impone sus propias reglas, si es que puede hablarse
así.
En realidad,
esta enigmática expresión quiere indicar lo que todos comprenden: se trata de
una libertad exterior, la libertad de expresar públicamente el pensamiento
propio, sin admitir exigencia de veracidad alguna. Se trata, por tanto, del derecho a
independizarse de la verdad. A
prescindir de ella en sociedad. O, en
otras palabras, tener derecho al error, o si se prefiere, a equivocarse. Por lo demás es hoy común tal expresión, como
lo es la de tener derecho a enfermarse.
Como el derecho exige ser respetado y cada cual exige que se le otorgue
aquello a lo que tiene derecho, concluimos que debemos enseñarle al que así lo
exige, los errores que desee profesar; tal como al que declara su derecho a
enfermarse habrá que inocularle alguna enfermedad: ¿tuberculosis, sida? Como tiene derecho a ella, vamos, digo yo...
¿Será
necesario recordar que el hombre se debe al bien común? De él brotan los diversos deberes que las
leyes expresan. Exigidos por éstas,
aparecen los derechos. Como el hombre
tiene el deber de perfeccionar su inteligencia, la que logra en la verdad -el
error impide todo conocimiento- tiene el derecho a que ésta le sea mostrada y
el error sea combatido. Es por esto por
lo que nadie quiere ser engañado y despreciamos al mentiroso. La maldad de la mentira radica, precisamente,
en que, por naturaleza, se orienta a impedir la transmisión de la verdad que,
de este modo, oculta quien la posee. Por
esto es considerada pecado en toda circunstancia[38].
Como
decíamos, el hombre se debe al bien común.
Supongo que todos tienen claro que el fin último del hombre es el bien
común. La felicidad es declarada bien
común de todos los hombres por santo Tomás[39],
y todo bien común es alcanzado en sociedad, gracias a la mutua ayuda. Es más, no hay otra manera de obtenerlo. Por
Revelación sabemos que el hombre ha sido elevado al orden sobrenatural, por lo
que su felicidad es obtenida gracias a la sociedad sobrenatural que llamamos
Iglesia Católica. De ahí que se haya
declarado dogma de fe la sentencia que sostiene que fuera de la Iglesia no
hay salvación, verdad expresada con vehemencia en el símbolo Quicumque:
Todo el que quiera salvarse , ante todo es menester que mantenga la fe
católica; y el que no la guardare íntegra e inviolada, sin duda perecerá para
siempre. Como la felicidad
sobrenatural no elimina la naturaleza social del hombre, es alcanzada como bien
común con ayuda de esta sociedad sobrenatural.
Las sociedades naturales, por tanto, han de subordinar sus propios
bienes comunes a este último y definitivo bien, comenzando por la familia y
terminando por el Estado, o, si en el futuro se crea un Estado supranacional,
también él ha de subordinar su bien a este definitivo bien común
sobrenatural.
Es obvio,
sin embargo, que ninguna sociedad natural es apta para conducirnos a dicho
bien; lo que no impide que pueda obstaculizarlo o facilitarlo al crear un clima
favorable o desfavorable a la práctica de las virtudes teologales y
cardinales. Lo que se niega hoy debido a
nuestra inmersión en un mundo liberal y materialista, es que el Estado tenga
obligación alguna en este sentido, lo que contradice la doctrina tradicional de
la Iglesia.
Si alguien
pone en duda esta tesis, podemos comenzar citando al Papa Celestino I, quien
recuerda su obligación al emperador Teodosio[40],
continuar por León Magno que hace lo mismo ante el emperador León[41]
y terminar con Gregorio Magno que se dirige en los mismos términos al emperador
Mauricio[42]. Y eso sólo para limitarnos al imperio romano.
En nuestra edad contemporánea, Gregorio XVI lo enseña en la Mirari vos. Si así no actuara la potestad civil, la
ley no ayudaría al hombre a alcanzar su fin, que es, cabalmente, el objeto de
toda autoridad. Por lo que Pío XI, en la
Quanta cura no teme calificar este supuesto derecho de delirio y
de libertad de perdición, y declarar solemnemente que se opone a la
doctrina enseñada por la Sagrada Escritura, la santa Iglesia y los santos
Padres[43].
CONCLUSION
En realidad
y de verdad ignoro si hay una doctrina más inmoral que la que estamos
estudiando. Si a alguien le sorprende el
que una doctrina política sea declarada inmoral, le recuerdo que el pecado más
grave que se puede cometer es el pecado intelectual. Su gravedad fue subrayada de modo muy
especial por Jesús de Nazaret que la caracterizó como pecado o blasfemia contra
el Espíritu Santo, que no tiene perdón ni en este mundo ni en el otro[44]. A quien le extrañe la expresión, me permito
recordarle que la ignorancia, si no es
invencible, ella misma es pecado y causa de pecado[45]. El muy famoso san Vicente de Paul, en una de
sus conferencias, sostiene que los pecados del entendimientos son las faltas
más peligrosas[46],
y se queja de que casi nadie se confiese de este pecado.
Agreguemos a
todo lo que ya hemos dicho que, en la perspectiva individualista en que nacen
los derechos humanos y que se mantiene en la interpretación liberal de los
mismos, el bien privado se sobrepone al bien común. Como en una doctrina sensata, todo bien
privado es bueno tan sólo cuando así lo establece el bien común, invertir los
términos y someter el bien común al
privado es una inversión completa de la moral social. Lo que es sencillamente perverso. Ahora resulta que el bien común es justificado
por el privado. Por eso no nos extraña
que estos derechos hayan reemplazado a los derechos de Dios y los hayan
eliminado. Nos encontramos aquí con la
inversión más radical del cristianismo que se haya hecho jamás. Mientras el cristianismo es la religión del
Dios que se hizo hombre, estos derechos expresan la religión del hombre que se
ha hecho dios. Que representates del
Dios que se hizo hombre acepten sin titubeos esta nueva religión es
sorprendente. Es verdad que podemos
tener la íntima convicción de que ignoran la gravedad de su falta por
ignorancia. Queda por ver si es
invencible o no. Tal juicio está
reservado el Juez de vivos y muertos que publicará su sentencia al fin de los
tiempos. Entretanto, procuremos
comprender toda la malicia que esta doctrina encierra para no caer en ella.
Espero que
nadie crea que, al expresar esta crítica, pensamos que los derechos humanos no
existen. Con el P. Osvaldo Lira les
recuerdo lo que nos inculca en el libro tantas veces citado: los derechos humanos
se predican según Dios o no se predican.
Porque su fundamento no es la persona humana sino el deber que ésta
tiene de adorar a Dios, fuente última de todos los derechos que pueda alegar en
sociedad.
Juan Carlos Ossandón Valdés
BIBLIOGRAFÍA
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VILLEY, Michel: Le Droit
et les Droits de l'Homme. Presses
Universitaire de France. Paris. 1983.
[1]El disidente soviético Boussowski quedó maravillado al saber que los
Americanos proclamaban este derecho. ¿Qué ocurre, preguntó, si la felicidad del
Sr. X radica en matar a su mujer? Citado por M. Villey en Le Droit et les Droits de l´Homme. Pág. 11. R. Dip nos entrega una breve lista
de derechos curiosos en Los Derechos Humanos y el Derecho Natural, pág.
75 a 77.
[2]Et iste est supremus gradus dignitatis in hominibus, ut scilicet non ab
aliis, sed a seipsis inducantur ad bonum. Secundus vero gradus est eorum qui
inducuntur ab alio, sed sine coactione. Tertius autem est eorum qui coactione
indigent ad hoc quod fiant boni. Quartus est eorum qui nec coactione ad bonum
dirigi possunt. Ier. II, 30: frustra percussi filios vestros, disciplinam non receperunt. Ad Romanos L.2, c.3.
[3]O. Lira SS.CC.: Derechos
Humanos. Mito y Realidad. Pág. 188.
Este tema es tratado en el capítulo 2 y en el apéndice 2.
[4]O.c. Pág.195.
[5]Justitia est constans et perpetua voluntas ius suum unicuique tribuens cita correctamente santo Tomás en S. Th. II-II, q. 58, a. 1.
[6]La justificación de esta traducción está bien desarrollada en el libro
de Villey citado en la nota 1.
[7]El maravilloso tratado De Justitia inserto en la segunda parte
de la segunda parte de la Summa Theologiae se inicia en la q. 58 y termina
en la q. 122. Para lo
expuesto arriba basta consultar la q. 58.
[8]En este sentido la usa Juan XXIII en su encíclica Mater et magistra.
[9]Justicia estricta, máxima injusticia.
[10]Aristóteles, en su Etica, L.5, a.1, Bk. 1129a7 enseña que lo
justo es el objeto de la justicia.
[11]No se me oculta que suele llamarse derecho objetivo a lo que
llamaremos más abajo término material del derecho
[12]En el comentario la tratado De Justitia de la Suma de Teología
de santo Tomás editado por la BAC, Madrid, 1956. P. 192.
[13]Gloria est clara notita cum laude, ut Ambrosius dicit. S.Th. I-II, q.2, a.
3c; cfr. II-II, q. 103, a. 1, ad 2; q. 132, a.1c.
[14]R. Dip, obra citada pág. 80.
[15]O. Lira. O.c. Pág. 68.
[16]Ipse enim Filius Dei incarnatione sua
cum omni homo quodammodo se univit. Gaudium et
Spes. N° 22.
[17]III, q. 4, a. 4 y 5.
[18]Rom. 8,9
[19]Col. 1,15.
[20]He pisado yo solo el lagar, sin que nadie de los pueblos me ayudase. Isaías, 63,3. (Tr. Straubinger)
[21]Commendat autem Deus suam caritatem in nobis, quia, cum inimici
essemus, Christus pro nobis mortuus est. Rom. 5,8.
[22]Quod locum non haberet si in omnibus hominibus naturam humana
assumpsisset.
[23]N° 13.
[24]Ibíd.
[25]Radiomensaje de navidad de 1942
[26]Introducción N| 2.
[27]Ibíd.
[28]Ibíd. N° 3.
[29]A. c. 1 N° 2.
[30]A. c. 2 N° 3.
[31]Ibíd.
[32]Ibíd.
[33]B. c. II N° 2.
[34]O.c. Introd. 2.
[35]O. Lira, O.c. Apéndice 1
pp.161-180.
[36]O.c. Pág. 15.
[37]O.c pág. 7.
[38]Cfr. S. Th. II-II, q. 110, a.3.
[39]Felicitas igitur est quoddam commune bonum possibile provenire omnibus
homnibus. S. C. G. L. 3°, c. 39, ad ea enim.
[40]Maior vobis fidei causa debet esse, quam regni; ampliusque pro pace
acclesiarum clementia vestra debet esse sollicita, quam pro omnium securitate
terrarum. Subsequentur enim omni
prospera, si primitus Deo sunt cariora serventur. Cit.
En editorial de Le Sel de la Terre. N°
65, pág. 3.
[41]Debes incunctanter advertere regiam potestatem tibi non solum ad mundi
regimen, sed maxime ad Ecclesiae presidium esse collatam: ut ausus nefarios
comprimendo, et quae bene sunt statuta defendas, et veram pacenm his quae sunt
turbata restituas. Ibíd.
[42]Ad hoc potestas super omnes homines dominorum nostrorum pietati
caelitus data est, ut qui bona appetunt adiuventur, ut caelorum via largius
pateat, ut trerrestre regnum caelesti regno famuletur. Ibíd.
[43]Dens. N° 1689.
[44]Mt. 12, 31-32.
[45]Cfr. mi artículo:El Pecado Intelectual, Sapientia. 1999.
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