El Concilio de Jerusalén
Ilumina al Vaticano II
La
lectura del relato de la reunión que hubo en Jerusalén entre el año 48 y 50,
según los historiadores, y que hoy conocemos como concilio de Jerusalén, primer
concilio ecuménico, me han inspirado algunas reflexiones que podrían ayudarnos
a comprender al último concilio e intentar hallar así una posición que acerque
las distintas visiones de la magna asamblea que hoy nos dividen. Como no soy
teólogo ni historiador, someto estas ideas al juicio más experto de quien las
lea y agradezco de antemano sus correcciones. Y, sin más, entremos en materia.
El
problema que suscitó la convocación del primer concilio ecuménico, para usar el
lenguaje de hoy, era gravísimo. Algunos cristianos de origen judío y, muy
especialmente, del grupo de los fariseos, se habían presentado en Antioquía y
revolucionado a toda la comunidad al establecer la obligatoriedad de la
circuncisión y de la observancia de toda la ley mosaica. “Se produjo una
agitación y disputa no pequeña” comenta el libro de los Hechos (15,2). Conocido el carácter
benevolente y optimista del libro, casi
podríamos calificarlo de poema épico, hemos de valorar esas palabras y
comprender que la discordia promovida por estos visitantes fue muy grave;
tanto, que hubo que enviar a san Pablo y a san Bernabé a Jerusalén a plantear
el disenso ante los mismos Apóstoles. Parece que, a la sazón, en esa ciudad
sólo estaban san Pedro, san Juan y Santiago el menor, a quienes san Pablo
calificará de “columnas de la Iglesia”.
El
problema era dogmático. La salvación, que nos trajo Jesús, ¿depende de Moisés o
sólo de Él? ¿Es necesario comenzar por ser hijo de Abraham y luego cristiano?
Estos judíos sostenían que el que no se circuncidaba, “conforme a la ley de
Moisés”, no podía salvarse. La
circuncisión, pues, parecía ser más importante que el mismo bautismo. Es de
notar que, en aquella época, la “ley de
Moisés” había sido recargada con mil prescripciones y detalles
insoportables, a juicio de san Pedro (He. 15,10); prescripciones que, por
supuesto, no están en la Biblia canónica.
No
les faltaban razones a los judaizantes, como los llamamos hoy. El pacto de Dios
con Abrahán no podía ser abolido; Jesús fue circuncidado y él mismo había
declarado que no había venido a abrogar la ley sino a cumplirla (Mt. 5,17-18);
etc.
Con
su tono tan mesurado, san Lucas sólo nos advierte que hubo “una larga
discusión” en Jerusalén (He. 15,7). Podemos conjeturar que el revuelo no fue
menor que el de Antioquía. La comunidad se dividió en dos bandos y no pudo
llegar a conclusión alguna, según interpreta Josef Holzner[1],
de modo que los enviados de Antioquía hubieron de reunirse con los Apóstoles y
los presbíteros en sesión menos tumultuosa; si bien otros prefieren pensar que
hubo una sola reunión pública a la que asistieron también simples fieles.
El
dogma va a ser aclarado por san Pedro con el apoyo de Santiago. El primer sumo
pontífice de nuestra historia recuerda que el Espíritu Santo descendió sobre
Cornelio y su familia, paganos incircuncisos, incluso antes de su bautismo, en
virtud de su mera fe en Jesús[2].
Parece evidente que no se les puede exigir pasar por el judaísmo a quienes ya
recibieron el Espíritu de Cristo. En definitiva “por la Gracia del señor
Jesucristo creemos ser salvos nosotros, lo mismo que ellos” (v.11). En
consecuencia, de ahora en adelante, la ley mosaica cumplida por Jesús, ya no
obliga a los cristianos; salvo, claro está, agregamos por nuestra parte, lo que
esa ley contiene de moral natural que es la misma para todos los hombres en
todos los tiempos. Y, en esto, no hay diferencia entre judíos y gentiles. En la
nueva Iglesia, todos son igualmente hijos de Dios, como puntualizará san Pablo
en sus epístolas y san Juan en el prólogo de su evangelio. Lo que nos salva es
la fe en el Mesías, en el Hijo de Dios, y no la circuncisión.
Con
esto quedaba resuelto el aspecto dogmático del problema. Pero el partido
judaizante quedaba herido y Santiago creyó oportuno, en bien de la paz,
hacerles una concesión. Al menos así lo interpreta Holzner en la obra ya
citada. En primer lugar apoya a san Pedro citando la Biblia, a Amós (9,11-12)
concretamente, que había profetizado la conversión de los gentiles[3].
En segundo lugar, pide que los gentiles “se abstengan de las contaminaciones de
los ídolos, de la fornicación, de lo ahogado y de la sangre” (v. 20), que era
lo que se les exigía a los prosélitos, es decir, a los paganos, antes de ser
circuncidados e incorporados a Israel.
El concilio, en consecuencia,
remite una carta a los fieles de Antioquía en la que los libera de las
exigencias judaizantes, pero les impone “que os abstengáis de los idolotitos,
de sangre y de lo ahogado y de la fornicación, de lo cual haréis bien en
guardaros” (v.29). Este decreto, como lo calificaríamos hoy, le creó a la
Iglesia primitiva tantos problemas como tinta se ha gastado en tratar de
explicarlo. Nos limitaremos a una breve exposición de los hechos que nos
permiten, me parece, iluminar nuestra
actual situación.
La expresión “contaminaciones de
los ídolos” prohíbe a los cristianos participar en las comidas que seguían a
los sacrificios paganos. Los idolotitos son la carne sacrificada a los dioses
que luego es comida en el banquete que solía seguir a estos sacrificios. La “fornicación”
no se limita a lo que hoy entendemos por ella sino que incluye a las simples
uniones de hecho, bastante comunes en esa época, a los matrimonios entre
parientes cercanos, y, posiblemente, a la homosexualidad y pederastia, y,
finalmente, “lo ahogado y la sangre” alude a la antigua idea judía de que en la
sangre habita el alma por lo que había prohibición absoluta de beberla; incluso
era necesario sangrar adecuadamente a todo animal que iba a ser destinado al
consumo humano[4]. Parece
que estas disposiciones no habían de hallar oposición alguna. Nada más lejos de
la realidad. La última era fácil de cumplir en Judea, imposible en el resto del
Imperio. Por la sencilla razón de que, en el mercado (macellum), no era posible distinguir la carne sobrante de los
sacrificios, idolotitos, de la otra carne. Porque los sacerdotes vendían a los
carniceros la carne que no consumían[5].
Por ello san Pablo enseñará que no hay que hacer caso de tal prohibición, si
bien, por especial atención a los flacos en la fe, hay que abstenerse en su
presencia[6].
Digámoslo con más violencia: san Pablo enseña a desobedecer a un concilio. Pero
no todos hicieron caso a la observación de san Pablo. Muchas comunidades se
sintieron obligadas y hasta san Bonifacio, en el siglo noveno, tendrá sus
escrúpulos, nos recuerda Holzner.
En otras palabras, la decisión
dogmática del concilio fue impecable, la pastoral, desastrosa. En efecto, fuera
de Judea, los cristianos quedaban obligados a practicar el sistema vegetariano,
como lo llamamos hoy. Lo cual era harto molesto. Hubo comunidades que se
sentían obligadas por este decreto conciliar y otras no; situación que perduró
por siglos. Como vemos, la pastoral se adecúa a las circunstancias
espacio-temporales, por lo que es muy difícil establecer una práctica pastoral
universal que se adecúe igualmente a todos los lugares y a todas las épocas.
Josef Holzner, cuidando su
lenguaje, critica al concilio de Jerusalén. Establece que no aclaró
suficientemente el problema, se limitó a dar una solución a medias al
introducir esa medida que hemos calificado de pastoral. ¿Sólo los judíos de
Jerusalén han de mantenerse fieles a la ley de Moisés? Si se extiende también a
los de la diáspora, la Iglesia quedaba dividida en dos categorías:
judío-cristianos y pagano-cristianos. En otras palabras, la decisión pastoral
contaminaba a la dogmática. Implicaba crear dos clases de cristianos. Era fácil
de ahí pasar a considerar a unos perfectos, mientras los otros serían impuros o
imperfectos[7]. Esto
explica el lío de Antioquía que enfrentó a san Pablo con san Pedro, relatado en
la epístola a los Gálatas[8]
y silenciado en los Hechos. Todavía se lo llama, eufemísticamente, “incidente
de Antioquía”.
Si los Apóstoles, al incluir una
disciplina pastoral en su primer concilio, sin tomar en consideración las
diferencias de lugares tan alejados de Judea en sus costumbres, provocaron
tantos entuertos, imagínense qué podía esperarse de un concilio pastoral que
intentaba ser aplicado en toda la faz de la tierra. Las diferencias culturales
actuales son harto mayores que las que había en los estrechos límites del
imperio romano del siglo primero. De ahí el despropósito de llamar a un
concilio únicamente pastoral, como fue el último.
El cardenal Pacelli no dudó en
pedir y conseguir la traducción del libro de Holzner al italiano, a pesar de
que se había dado el lujo de criticar el mismísimo concilio de Jerusalén, en
que estaban reunidas “las columnas de la Iglesia” y san Pablo, ¿Por qué tanto
revuelo porque algunos critican al Vaticano II? La crítica de Holzner se limita
a la poco feliz decisión pastoral de ese primer concilio, es verdad; el actual,
como se declaró pastoral en su totalidad, es criticable en la misma medida, si
mantenemos el mismo criterio. Y con la aprobación del cardenal Pacelli, si
viviera hoy, podemos conjeturar. Y con la de Pío XI, a nombre del cual el card.
Pacelli agradece al autor el envío del libro y lo felicita por estudiar la
figura y obra del Apóstol de las Gentes.
En vez de rasgar vestiduras, me
parece que es más sensato acercarse a los textos del concilio y separar la
espiga de la cizaña, como viene pidiéndolo la Fraternidad san Pío X y tantos
otros, en vano, hasta el día de hoy.
¿Estamos próximos a que esta actitud cerrada y farisaica llegue a su
término y comencemos a estudiar esos textos sin prejuicio, a la luz de la santa
Tradición, como debe ser? Benedicto XVI ha dado el primer paso.
Sin embargo, el daño que produjo
la decisión pastoral del concilio de Jerusalén no terminó allí. Años después,
san Pablo decide regresar, por quinta vez después de su conversión, a las
ciudad santa. En Tiro, algunos cristianos “movidos por el Espíritu, decían a
Pablo que no subiese a Jerusalén”[9].
San Pablo no hizo caso y siguió su viaje. Dejo a los teólogos la explicación de
tan inusitada actitud del apóstol de las gentes. Para nosotros, pobres laicos, es un consuelo
saber que hasta los más grandes santos se equivocan y que Dios perdona tales
errores. La subida en cuestión le significó a san Pablo un cautiverio de unos
cuatro años que interrumpieron su labor apostólica. Mejor habría sido que no
hubiera subido, pero incluso peor fueron, si cabe, los efectos de esa subida.
Santiago, a la cabeza de esa
comunidad, le pedirá a san Pablo que judaíce[10].
En esa iglesia, según él, todos los judíos creyentes en Cristo, que son miles,
siguen puntualmente la ley de Moisés (He. 15,20). Pero han oído decir que san
Pablo enseña a los judíos de la dispersión que no circunciden a sus hijos ni
sigan las costumbres mosaicas (v. 21). Leemos entre líneas, pues, que en
Jerusalén la iglesia está dividida en dos categorías de cristianos: los judíos
que siguen la ley de Moisés y los gentiles que están exentos de ella (v. 25).
Era justamente lo que san Pablo se esforzaba por evitar. Santiago pide a san
Pablo que desautorice el rumor del modo más eficaz: con su ejemplo. Ha de
acompañar y presentar en el templo a cuatro varones que han hecho voto al modo
judío, por lo que han de purificarse. San Pablo ha de unirse a ellos y así
demostrar que sigue cumpliendo cabalmente la ley (v. 24). Dicho con toda
claridad, como judío, san Pablo seguía obligado a cumplir cabalmente con la ley
de Moisés; al menos, debía aparentarlo. En otros términos, la ley mosaica no
obliga a los gentiles, pero sí a los judíos. Y san Pablo se someterá a las
exigencias de Santiago. A nadie, al parecer, ni al mismo Apóstol se le había
ocurrido que era ilícito continuar judaizando, si se era judío de origen.
¿Creían los cristianos de Jerusalén de dicho origen que tales prácticas eran
necesarias para la salvación? Los que fueron a Antioquía y provocaron el
problema que obligó a consultar a Jerusalén ciertamente lo creían. Después de
la decisión del concilio, podemos pensar que, al menos los más despiertos, no
lo creerían. A pesar de lo cual, seguían judaizando. ¿Atavismo? ¡Qué difícil
es, para nosotros, separados por casi 2.000años de esa época, comprenderlo!
¿Cómo llegó la Iglesia a prohibir
tal actitud? En realidad, parece que jamás lo hizo. Podemos suponer que todos
los apóstoles, no sólo subían al templo a orar, sino que cumplían cabalmente la
ley de Moisés. Tuvo que intervenir Dios mismo por medio de su elegido Tito. El príncipe
romano, sin saberlo, por supuesto, prestó una ayuda invaluable a la Iglesia,
como antaño Ciro a los hebreos en Babilonia. Al destruir Jerusalén y demoler el
templo, dejando el lugar convertido en cuartel de una legión, resultó imposible
seguir cumpliendo las exigencias mosaicas; en especial, las referidas al
templo. La comunidad católica abandonó la ciudad antes del desastre y se
refugió en la ciudad helenística de Pella[11].
¿Hubo algún pronunciamiento de la
Iglesia anulando la disposición pastoral del concilio de Jerusalén. Parece que
no. Simplemente se lo dejó caer en el olvido.
Hoy nos divide el concilio
Vaticano II tal como entonces el de Jerusalén. Tal vez lo más sabio sea la
actitud de la Iglesia antigua: dejarlo caer en el olvido. Hace algunos años, un
amigo reflexionaba: la pastoral recoge el esfuerzo de los obispos de adecuarse
al tiempo y al lugar presente. Como el concilio se reunió a comienzos de los
años sesenta del siglo pasado, se adecuaba a las necesidades temporales de
entonces; no a las de ahora. En consecuencia, lo más sensato parece ser dejarlo
caer en el olvido y mirar hacia adelante.
Algunos ejemplos históricos nos
iluminan esta actitud. Los jesuitas descubrieron la habilidad que tenían los
guaraníes y su gusto por el canto y basaron buena parte de su pastoral en la
música. Hoy comenzamos a rescatar del olvido una ingente cantidad de himnos
religiosos compuestos en esa época con ese fin. Pero los tiempos cambian y, con
él, la pastoral en muchos detalles. Nuestra misa dominical tradicional poco
tiene que ver con la que se oficiaba en el siglo XVIII, en el centro de Europa,
también cantada por todo el pueblo, pero con una orquesta completa en el
interior del templo y en medio de nubes de incienso. El sermón podía durar una
hora y nadie protestaba. ¿Igual que hoy?
Dejemos a los teólogos de
profesión dilucidar las zonas oscuras de tal concilio y continuemos la
Tradición sin solución de continuidad.
JUAN CARLOS OSSANDÓN
VALDÉS
[1] “San Pablo. Heraldo de
Cristo”. Herder. Madrid. 7 ed., 1964. Págs. 146 y ss. Esta obra fue recomendaba
calurosamente por S.E. Eugenio card. Pacelli, secretario de Estado, futuro Pío
XII.
[2] He. 10, 44,45.
[3] Como en los Hechos sólo tenemos un breve
resumen de cada discurso, podemos pensar que Santiago se ha referido también a
otros textos que proclaman la universalidad de la nueva iglesia. Cfr. Is. 42, 49, 55, etc; Ps. 2 y 85; y muchos
otros textos.
[4] Holzner, o. c. pág. 150.
[5] Ibíd.
[6] Cfr. 1 Cor. 8,13.
[7] Ibíd. Pág. 152.
[8] 2, 11-14.
[9] He. 21, 4.
[10] Aunque el texto dice: “ellos le dijeron”, como Santiago era el obispo
y “hermano del Señor”, suponemos que era él quien llevaba la voz cantante.
[11] Daniels- Rops: “La
Iglesia de los Apóstoles y de los Mártires”. Arcaduz. Madrid. 1992. Págs. 60 y
ss.
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