miércoles, 11 de junio de 2014

El Concilio de Jerusalén Ilumina al Vaticano II.


El Concilio de Jerusalén
Ilumina al Vaticano II

 

                La lectura del relato de la reunión que hubo en Jerusalén entre el año 48 y 50, según los historiadores, y que hoy conocemos como concilio de Jerusalén, primer concilio ecuménico, me han inspirado algunas reflexiones que podrían ayudarnos a comprender al último concilio e intentar hallar así una posición que acerque las distintas visiones de la magna asamblea que hoy nos dividen. Como no soy teólogo ni historiador, someto estas ideas al juicio más experto de quien las lea y agradezco de antemano sus correcciones. Y, sin más, entremos en materia.

                El problema que suscitó la convocación del primer concilio ecuménico, para usar el lenguaje de hoy, era gravísimo. Algunos cristianos de origen judío y, muy especialmente, del grupo de los fariseos, se habían presentado en Antioquía y revolucionado a toda la comunidad al establecer la obligatoriedad de la circuncisión y de la observancia de toda la ley mosaica. “Se produjo una agitación y disputa no pequeña” comenta el libro de los  Hechos (15,2). Conocido el carácter benevolente y optimista  del libro, casi podríamos calificarlo de poema épico, hemos de valorar esas palabras y comprender que la discordia promovida por estos visitantes fue muy grave; tanto, que hubo que enviar a san Pablo y a san Bernabé a Jerusalén a plantear el disenso ante los mismos Apóstoles. Parece que, a la sazón, en esa ciudad sólo estaban san Pedro, san Juan y Santiago el menor, a quienes san Pablo calificará de “columnas de la Iglesia”.

                El problema era dogmático. La salvación, que nos trajo Jesús, ¿depende de Moisés o sólo de Él? ¿Es necesario comenzar por ser hijo de Abraham y luego cristiano? Estos judíos sostenían que el que no se circuncidaba, “conforme a la ley de Moisés”,  no podía salvarse. La circuncisión, pues, parecía ser más importante que el mismo bautismo. Es de notar que, en aquella época, la “ley de  Moisés” había sido recargada con mil prescripciones y detalles insoportables, a juicio de san Pedro (He. 15,10); prescripciones que, por supuesto, no están en la Biblia canónica.

                No les faltaban razones a los judaizantes, como los llamamos hoy. El pacto de Dios con Abrahán no podía ser abolido; Jesús fue circuncidado y él mismo había declarado que no había venido a abrogar la ley sino a cumplirla (Mt. 5,17-18); etc.

                Con su tono tan mesurado, san Lucas sólo nos advierte que hubo “una larga discusión” en Jerusalén (He. 15,7). Podemos conjeturar que el revuelo no fue menor que el de Antioquía. La comunidad se dividió en dos bandos y no pudo llegar a conclusión alguna, según interpreta Josef Holzner[1], de modo que los enviados de Antioquía hubieron de reunirse con los Apóstoles y los presbíteros en sesión menos tumultuosa; si bien otros prefieren pensar que hubo una sola reunión pública a la que asistieron también simples fieles.

                El dogma va a ser aclarado por san Pedro con el apoyo de Santiago. El primer sumo pontífice de nuestra historia recuerda que el Espíritu Santo descendió sobre Cornelio y su familia, paganos incircuncisos, incluso antes de su bautismo, en virtud de su mera fe en Jesús[2]. Parece evidente que no se les puede exigir pasar por el judaísmo a quienes ya recibieron el Espíritu de Cristo. En definitiva “por la Gracia del señor Jesucristo creemos ser salvos nosotros, lo mismo que ellos” (v.11). En consecuencia, de ahora en adelante, la ley mosaica cumplida por Jesús, ya no obliga a los cristianos; salvo, claro está, agregamos por nuestra parte, lo que esa ley contiene de moral natural que es la misma para todos los hombres en todos los tiempos. Y, en esto, no hay diferencia entre judíos y gentiles. En la nueva Iglesia, todos son igualmente hijos de Dios, como puntualizará san Pablo en sus epístolas y san Juan en el prólogo de su evangelio. Lo que nos salva es la fe en el Mesías, en el Hijo de Dios, y no la circuncisión.

                Con esto quedaba resuelto el aspecto dogmático del problema. Pero el partido judaizante quedaba herido y Santiago creyó oportuno, en bien de la paz, hacerles una concesión. Al menos así lo interpreta Holzner en la obra ya citada. En primer lugar apoya a san Pedro citando la Biblia, a Amós (9,11-12) concretamente, que había profetizado la conversión de los gentiles[3]. En segundo lugar, pide que los gentiles “se abstengan de las contaminaciones de los ídolos, de la fornicación, de lo ahogado y de la sangre” (v. 20), que era lo que se les exigía a los prosélitos, es decir, a los paganos, antes de ser circuncidados e incorporados a Israel.

El concilio, en consecuencia, remite una carta a los fieles de Antioquía en la que los libera de las exigencias judaizantes, pero les impone “que os abstengáis de los idolotitos, de sangre y de lo ahogado y de la fornicación, de lo cual haréis bien en guardaros” (v.29). Este decreto, como lo calificaríamos hoy, le creó a la Iglesia primitiva tantos problemas como tinta se ha gastado en tratar de explicarlo. Nos limitaremos a una breve exposición de los hechos que nos permiten, me parece,  iluminar nuestra actual situación.

La expresión “contaminaciones de los ídolos” prohíbe a los cristianos participar en las comidas que seguían a los sacrificios paganos. Los idolotitos son la carne sacrificada a los dioses que luego es comida en el banquete que solía seguir a estos sacrificios. La “fornicación” no se limita a lo que hoy entendemos por ella sino que incluye a las simples uniones de hecho, bastante comunes en esa época, a los matrimonios entre parientes cercanos, y, posiblemente, a la homosexualidad y pederastia, y, finalmente, “lo ahogado y la sangre” alude a la antigua idea judía de que en la sangre habita el alma por lo que había prohibición absoluta de beberla; incluso era necesario sangrar adecuadamente a todo animal que iba a ser destinado al consumo humano[4]. Parece que estas disposiciones no habían de hallar oposición alguna. Nada más lejos de la realidad. La última era fácil de cumplir en Judea, imposible en el resto del Imperio. Por la sencilla razón de que, en el mercado (macellum), no era posible distinguir la carne sobrante de los sacrificios, idolotitos, de la otra carne. Porque los sacerdotes vendían a los carniceros la carne que no consumían[5]. Por ello san Pablo enseñará que no hay que hacer caso de tal prohibición, si bien, por especial atención a los flacos en la fe, hay que abstenerse en su presencia[6]. Digámoslo con más violencia: san Pablo enseña a desobedecer a un concilio. Pero no todos hicieron caso a la observación de san Pablo. Muchas comunidades se sintieron obligadas y hasta san Bonifacio, en el siglo noveno, tendrá sus escrúpulos, nos recuerda Holzner.

En otras palabras, la decisión dogmática del concilio fue impecable, la pastoral, desastrosa. En efecto, fuera de Judea, los cristianos quedaban obligados a practicar el sistema vegetariano, como lo llamamos hoy. Lo cual era harto molesto. Hubo comunidades que se sentían obligadas por este decreto conciliar y otras no; situación que perduró por siglos. Como vemos, la pastoral se adecúa a las circunstancias espacio-temporales, por lo que es muy difícil establecer una práctica pastoral universal que se adecúe igualmente a todos los lugares y a todas las épocas.

Josef Holzner, cuidando su lenguaje, critica al concilio de Jerusalén. Establece que no aclaró suficientemente el problema, se limitó a dar una solución a medias al introducir esa medida que hemos calificado de pastoral. ¿Sólo los judíos de Jerusalén han de mantenerse fieles a la ley de Moisés? Si se extiende también a los de la diáspora, la Iglesia quedaba dividida en dos categorías: judío-cristianos y pagano-cristianos. En otras palabras, la decisión pastoral contaminaba a la dogmática. Implicaba crear dos clases de cristianos. Era fácil de ahí pasar a considerar a unos perfectos, mientras los otros serían impuros o imperfectos[7]. Esto explica el lío de Antioquía que enfrentó a san Pablo con san Pedro, relatado en la epístola a los Gálatas[8] y silenciado en los Hechos. Todavía se lo llama, eufemísticamente, “incidente de Antioquía”.

Si los Apóstoles, al incluir una disciplina pastoral en su primer concilio, sin tomar en consideración las diferencias de lugares tan alejados de Judea en sus costumbres, provocaron tantos entuertos, imagínense qué podía esperarse de un concilio pastoral que intentaba ser aplicado en toda la faz de la tierra. Las diferencias culturales actuales son harto mayores que las que había en los estrechos límites del imperio romano del siglo primero. De ahí el despropósito de llamar a un concilio únicamente pastoral, como fue el último.

El cardenal Pacelli no dudó en pedir y conseguir la traducción del libro de Holzner al italiano, a pesar de que se había dado el lujo de criticar el mismísimo concilio de Jerusalén, en que estaban reunidas “las columnas de la Iglesia” y san Pablo, ¿Por qué tanto revuelo porque algunos critican al Vaticano II? La crítica de Holzner se limita a la poco feliz decisión pastoral de ese primer concilio, es verdad; el actual, como se declaró pastoral en su totalidad, es criticable en la misma medida, si mantenemos el mismo criterio. Y con la aprobación del cardenal Pacelli, si viviera hoy, podemos conjeturar. Y con la de Pío XI, a nombre del cual el card. Pacelli agradece al autor el envío del libro y lo felicita por estudiar la figura y obra del Apóstol de las Gentes.

En vez de rasgar vestiduras, me parece que es más sensato acercarse a los textos del concilio y separar la espiga de la cizaña, como viene pidiéndolo la Fraternidad san Pío X y tantos otros, en vano, hasta el día de hoy.  ¿Estamos próximos a que esta actitud cerrada y farisaica llegue a su término y comencemos a estudiar esos textos sin prejuicio, a la luz de la santa Tradición, como debe ser? Benedicto XVI ha dado el primer paso.

Sin embargo, el daño que produjo la decisión pastoral del concilio de Jerusalén no terminó allí. Años después, san Pablo decide regresar, por quinta vez después de su conversión, a las ciudad santa. En Tiro, algunos cristianos “movidos por el Espíritu, decían a Pablo que no subiese a Jerusalén”[9]. San Pablo no hizo caso y siguió su viaje. Dejo a los teólogos la explicación de tan inusitada actitud del apóstol de las gentes.  Para nosotros, pobres laicos, es un consuelo saber que hasta los más grandes santos se equivocan y que Dios perdona tales errores. La subida en cuestión le significó a san Pablo un cautiverio de unos cuatro años que interrumpieron su labor apostólica. Mejor habría sido que no hubiera subido, pero incluso peor fueron, si cabe, los efectos de esa subida.

Santiago, a la cabeza de esa comunidad, le pedirá a san Pablo que judaíce[10]. En esa iglesia, según él, todos los judíos creyentes en Cristo, que son miles, siguen puntualmente la ley de Moisés (He. 15,20). Pero han oído decir que san Pablo enseña a los judíos de la dispersión que no circunciden a sus hijos ni sigan las costumbres mosaicas (v. 21). Leemos entre líneas, pues, que en Jerusalén la iglesia está dividida en dos categorías de cristianos: los judíos que siguen la ley de Moisés y los gentiles que están exentos de ella (v. 25). Era justamente lo que san Pablo se esforzaba por evitar. Santiago pide a san Pablo que desautorice el rumor del modo más eficaz: con su ejemplo. Ha de acompañar y presentar en el templo a cuatro varones que han hecho voto al modo judío, por lo que han de purificarse. San Pablo ha de unirse a ellos y así demostrar que sigue cumpliendo cabalmente la ley (v. 24). Dicho con toda claridad, como judío, san Pablo seguía obligado a cumplir cabalmente con la ley de Moisés; al menos, debía aparentarlo. En otros términos, la ley mosaica no obliga a los gentiles, pero sí a los judíos. Y san Pablo se someterá a las exigencias de Santiago. A nadie, al parecer, ni al mismo Apóstol se le había ocurrido que era ilícito continuar judaizando, si se era judío de origen. ¿Creían los cristianos de Jerusalén de dicho origen que tales prácticas eran necesarias para la salvación? Los que fueron a Antioquía y provocaron el problema que obligó a consultar a Jerusalén ciertamente lo creían. Después de la decisión del concilio, podemos pensar que, al menos los más despiertos, no lo creerían. A pesar de lo cual, seguían judaizando. ¿Atavismo? ¡Qué difícil es, para nosotros, separados por casi 2.000años de esa época, comprenderlo!

¿Cómo llegó la Iglesia a prohibir tal actitud? En realidad, parece que jamás lo hizo. Podemos suponer que todos los apóstoles, no sólo subían al templo a orar, sino que cumplían cabalmente la ley de Moisés. Tuvo que intervenir Dios mismo por medio de su elegido Tito. El príncipe romano, sin saberlo, por supuesto, prestó una ayuda invaluable a la Iglesia, como antaño Ciro a los hebreos en Babilonia. Al destruir Jerusalén y demoler el templo, dejando el lugar convertido en cuartel de una legión, resultó imposible seguir cumpliendo las exigencias mosaicas; en especial, las referidas al templo. La comunidad católica abandonó la ciudad antes del desastre y se refugió en la ciudad helenística de Pella[11].

¿Hubo algún pronunciamiento de la Iglesia anulando la disposición pastoral del concilio de Jerusalén. Parece que no. Simplemente se lo dejó caer en el olvido.

Hoy nos divide el concilio Vaticano II tal como entonces el de Jerusalén. Tal vez lo más sabio sea la actitud de la Iglesia antigua: dejarlo caer en el olvido. Hace algunos años, un amigo reflexionaba: la pastoral recoge el esfuerzo de los obispos de adecuarse al tiempo y al lugar presente. Como el concilio se reunió a comienzos de los años sesenta del siglo pasado, se adecuaba a las necesidades temporales de entonces; no a las de ahora. En consecuencia, lo más sensato parece ser dejarlo caer en el olvido y mirar hacia adelante.

Algunos ejemplos históricos nos iluminan esta actitud. Los jesuitas descubrieron la habilidad que tenían los guaraníes y su gusto por el canto y basaron buena parte de su pastoral en la música. Hoy comenzamos a rescatar del olvido una ingente cantidad de himnos religiosos compuestos en esa época con ese fin. Pero los tiempos cambian y, con él, la pastoral en muchos detalles. Nuestra misa dominical tradicional poco tiene que ver con la que se oficiaba en el siglo XVIII, en el centro de Europa, también cantada por todo el pueblo, pero con una orquesta completa en el interior del templo y en medio de nubes de incienso. El sermón podía durar una hora y nadie protestaba. ¿Igual que hoy?

Dejemos a los teólogos de profesión dilucidar las zonas oscuras de tal concilio y continuemos la Tradición sin solución de continuidad.

 

 

 

JUAN CARLOS OSSANDÓN VALDÉS



[1] “San Pablo. Heraldo de Cristo”. Herder. Madrid. 7 ed., 1964. Págs. 146 y ss. Esta obra fue recomendaba calurosamente por S.E. Eugenio card. Pacelli, secretario de Estado, futuro Pío XII.
[2] He. 10, 44,45.
[3] Como en los Hechos sólo tenemos un breve resumen de cada discurso, podemos pensar que Santiago se ha referido también a otros textos que proclaman la universalidad de la nueva iglesia. Cfr.  Is. 42, 49, 55, etc; Ps. 2 y 85; y muchos otros textos.
[4] Holzner, o. c. pág. 150.
[5] Ibíd.
[6] Cfr. 1 Cor. 8,13.
[7] Ibíd. Pág. 152.
[8] 2, 11-14.
[9] He. 21, 4.
[10] Aunque el texto dice: “ellos le dijeron”, como Santiago era el obispo y “hermano del Señor”, suponemos que era él quien llevaba la voz cantante.
[11] Daniels- Rops: “La Iglesia de los Apóstoles y de los Mártires”. Arcaduz. Madrid. 1992. Págs. 60 y ss.

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