DIFICULTADES ACTUALES DE LA LEY NATURAL
1.- STATUS QUAESTIONIS
Aunque el título resulta
demasiado ambicioso, deseo llamar la atención sobre la enorme dificultad que
enfrenta hoy la teoría tomista que funda su comprensión ética en la existencia
de una ley natural estrictamente obligatoria y la misma para todos los hombres.
Tal pretensión es rechazada por muchos de nuestros contemporáneos, incluso por teólogos
de la Iglesia.
Quisiera comenzar por puntualizar
tres aspectos:
No es posible abarcar toda la
producción filosófica actual. Me limitaré, pues, a una dificultad procedente de
la ciencia moderna y contemporánea que estimo ampliamente difundida entre
nuestros colegas.
Antes de abordarla, hemos de
tomar en cuenta que santo Tomás no es un filósofo sino un teólogo. Su “ciencia”
le exige explicar algunos conceptos que
ha de tomar del saber natural, porque son necesarios para mejor comprender la
Revelación. De hecho, dedica sólo algunos opúsculos a temas filosóficos
propiamente dichos. De tal modo que nos hallamos en la obligación de entresacar
su filosofía de en medio de su obra teológica, con lo cual le hacemos un flaco
favor. Lo que tenía un valor meramente instrumental, pasa a ser un cuerpo
doctrinal con valor propio e independiente. Por ello es fácil caer en la
tentación de exigirle explicaciones que, en teología, no vienen al caso.
Después ya podemos acusarlo de dejar muchos cabos sueltos.
Pero hay más. Algunos dicen
que nuestro teólogo es víctima de dos enemigos:
Sus opositores, que consideran
que su talento se pierde en una época pre-científica,
llena de disparates y supersticiones, por lo que
no están dispuestos a perder su tiempo leyéndolo.
Sus discípulos, que leen su
obra como si fuese sagrada, por lo que se niegan a someterlo a una lectura
crítica, como corresponde en filosofía[1].
Es conveniente, pues, que los
tomistas no sólo defendamos lo adecuado de su pensamiento para comprender mejor
nuestro ser y el universo que nos rodea y nos habla de su Creador, sino que no
temamos reconocer sus deficiencias y podamos mostrar cuánto ha progresado la
Escuela desde su formulación medieval hasta nuestros días. Con ello no
menoscabamos su autoridad, que en filosofía es de ínfimo valor, como enseña el
mismo Tomás, sino que podremos dimensionar mejor el enorme progreso que permite
su filosofar. Porque, digámoslo con orgullo, nuestra escuela es la más antigua
filosofía que se mantiene viva y que, además, ha inspirado notables adelantos en
todos los siglos.
Porque, como dice Gilson: “El
espíritu crítico lo critica todo, excepto a sí mismo, mientras que el realista,
porque no es un espíritu crítico, no cesa de criticarse”[2].
Así, pues, como santo Tomás
era un realista y también lo somos nosotros, hemos de criticarlo a él como lo
hacemos hasta con nuestras más seguras convicciones. Tal acción ensalzará aún
más los aciertos del medieval al depurarlo de ciertas gangas propias de su
época y hará más fácil su lectura a nuestros contemporáneos[3].
Con todo, es tan espesa la muralla de prejuicios que se alza en contra de nuestro
maestro, que dudo mucho que logremos derribarla en un futuro previsible.
Finalmente, hemos de advertir
que la visión del mundo de la ciencia actual es completamente diferente de la
medieval, lo que afecta sensiblemente a nuestro concepto de naturaleza. Nuestro
universo es inerte, compuesto por enormes masas que viajan por un espacio
inmenso y vacío, sin orden ni concierto alguno. El medieval era activo,
ordenado y bello: un cosmos. La noción de inercia estaba aún muy lejos de
inspirar una nueva cosmovisión. Los movimientos se explicaban por la actividad
de las formas interiores a los cuerpos, de los que casi podía decirse que
estaban vivos. Hoy, por ejemplo, pensamos que los cuerpos caen en virtud de la
ley de gravitación universal. Ellos explicaban el mismo hecho por la forma de
cada cuerpo en busca de su lugar natural. Por eso, en la actualidad, la ley se
impone desde fuera; en aquel ya lejano cosmos, desde dentro. Se trata, en la visión
moderna, de una necesidad externa o coacción, la que empuja a un astro sobre
otro o lo mantiene en órbita elíptica; en la medieval, era una necesidad
interna que lo mantenía en su lugar natural o lo impulsaba a él.
¿Explicamos mejor nosotros al
universo real? Somos tan soberbios que no nos cabe ninguna duda y por ello
tenemos una confianza ciega en la ciencia. Ignoramos que Newton declaró que él
no sabía por qué los cuerpos “caen”, que no explicaba para nada el fenómeno;
sino que se limitaba a medir su velocidad. El que esta caída sea idéntica, no
importa de qué cuerpo se trate y cuanto pese, es un misterio inexplicable;
quitada, eso sí, la resistencia del aire, como demostró Galileo. No hay, pues,
ninguna ley de gravitación universal, sino la simple medición de una velocidad
que es uniformemente acelerada. Es sabido que se puede explicar el mismo
fenómeno suponiendo que se producen curvaturas en el espacio en torno a los
astros. Con lo que desaparece la tan publicitada “ley”.
Ignoro si más temprano o tarde
surgirá otra visión de nuestro universo que deje la nuestra tan obsoleta como
la medieval. Lo que si sé, es que no hay certeza alguna sobre la veracidad de
nuestra visión actual. De hecho, en el espacio, nada cae; porque para que algo
caiga, se necesita un arriba y un abajo... ¿Por qué se mueven, entonces, los
astros? Se supone que todo se inició con una explosión; pero hay objeciones
serias a la nueva teoría. En materia de astronomía, nuestra ignorancia es casi
tan grande como la de los medievales; solo hemos agrandado nuestros ojos y
hemos visto más estrellas y planetas.
En este mismo orden de cosas,
llama la atención que hoy se privilegie la física y el lugar de la hipótesis
científica. Parece que nadie se da cuenta de que esta ciencia trata de los
entes ínfimos en el universo. Respecto de la hipótesis ha de decirse que no
tiene lugar en la ciencia, tan solo en la investigación. De tal modo que si
bien algunas hipótesis ayudan a crear ciencia, otras lo impiden. Recordemos,
por ejemplo, que la hipótesis evolucionista impidió, por más de medio siglo,
que los científicos aceptaran los trabajos de Mendel sobre la herencia por la
muy simple razón de que echaba por tierra su hipótesis.
Y sin más, entremos en
materia.
2.- NATURALEZA Y CIENCIA
Si negamos la validez de este
antiguo concepto, se hace imposible sostener la existencia de una ley natural.
Como la naturaleza es la consideración dinámica de la esencia, el ataque actual
se refiere más bien a esta última. Negada la existencia de esencias, a
fortiori, queda negada la existencia de naturalezas[4].
Comúnmente se alega que el progreso
científico realizado en los últimos siglos ha dejado obsoleto dicho concepto;
simplemente no correspondería a nada real. La ciencia avanza por tanteos, como
un ciego, elaborando hipótesis que, a la postre, tiene que ir dejando en el
camino. Si conociésemos, desde el mismo comienzo, las esencias de los objetos
que investigamos, ¿qué necesidad tendríamos de las hipótesis?[5]
Hay, pues, dos negaciones:
primero se niega que las conozcamos y luego se establece su inexistencia.
Pienso que deberíamos comenzar
por determinar cómo llegamos a su conocimiento.
Todos los tomistas afirmamos
que ésta es la obra del intelecto agente, mediante un proceso que llamamos
abstracción. Pero pocos se atreven a confesar que tal nombre es una mera
metáfora, como lo es el llamarla iluminación[6].
Por eso muchas veces les he propuesto a mis alumnos que mejor sería llamarla
comprensión o profundización; ya que, mediante ella, profundizamos y
comprendemos lo que los sentidos nos muestran.
Queda en pié, sin embargo, que
la enseñanza del monje medieval es formal: mediante la “iluminación” del
intelecto agente, “abstraemos” la esencia – o forma - a partir de los datos de
los sentidos[7]. Sin
embargo no es menos formal su negación de tal conocimiento: “Las esencias de
las cosas nos son desconocidas”[8].
Tenemos, pues, que, con la
misma seguridad, el Santo afirma y niega lo mismo. ¿Será que hubo una
“evolución” en su pensamiento - para usar una palabra que tanto éxito tiene en
la actualidad - que lo llevó a rectificar un juicio juvenil? Por desgracia, no
podemos aludir a tal evolución porque los textos que afirman ambas doctrinas
están, a menudo, en la misma obra. Hemos de recurrir, pues, a nuestro ingenio y
tratar de comprender cuál es la verdadera doctrina del Santo, lamentando que no
hubiese escrito un tratado de gnoseología y que se haya expresado con tanta
libertad. No he hallado nunca una explicación en sus obras de tal
contradicción, lo que parece indicar que no la había, o bien no tenía
conciencia de ella.
Como la segunda tesis del
Santo es menos conocida, comencemos por un texto escrito en Viterbo, en plena
madurez:
“Por sí mismas, las formas substanciales nos son desconocidas; pero se nos
dan a conocer por sus propios accidentes”[9].
Comprendemos, así, que nuestro
conocimiento de las esencias o naturalezas es indirecto. Por los sentidos
recibimos los accidentes exteriores de los cuerpos; gracias a ellos, y a la
investigación científica diríamos hoy, descubrimos las propiedades y,
finalmente, adquirimos algún conocimiento de las formas esenciales.
¿De dónde he sacado ese
“algún” que no figura en la cita? Ocurre que, en otros lugares, se da a
entender la precariedad de la presencia de esa esencia en nuestro conocimiento.
Y si no me creen, leamos atentamente la siguiente afirmación:
“Debe sostenerse que, porque las diferencias substanciales nos son
desconocidas, a veces, al definir, hacemos uso de los accidentes”[10].
Constantemente expresa nuestro
monje que la quididad o esencia de una cosa es expresada por la definición; mas
ahora reconoce que recurrimos a meros accidentes e, incluso, a causas
extrínsecas “que no señalan la sustancia de la cosa”[11],
como dice en otro lugar. De tal modo que, cuando definimos una cosa, muchas veces
hemos de contentarnos con aducir un mero accidente o, lo que es peor, algo
exterior a la misma cosa. Pero el Santo no niega que podamos definir así; a
falta de pan, buenas son las tartas, dice el refrán popular.
Podemos concluir, pues, que
nuestro conocimiento de las esencias o formas es muy difícil,
por lo que necesitamos de la investigación
científica. Lo que es peor, nunca será un conocimiento directo ni completo,
sino que indirecto y limitado a lo que los accidentes exteriores dejan entrever
de ellas. Porque, contra la visión racionalista que sostiene que las sustancia
es un no sé qué, que se oculta tras los accidentes, para los realistas, los
accidentes la muestran. De tal modo que cuando conozco un accidente, algo sé de
la esencia, ya que ese ente tiene tal accidente porque su esencia se
perfecciona por él.
¿No habría sido mejor que el
Santo se hubiese expresado con más propiedad para no dar pié a tantas críticas
como hoy se le hacen? Sin duda. Mas es preciso no olvidar que es un teólogo
que, además, no pertenece a nuestra época; en consecuencia hemos de comprender
que es movido por otras preocupaciones. Podrá añadirse, en su defensa, que
tales expresiones no hacen más que repetir las de Aristóteles; las que no son
abandonadas por el discípulo por la veneración que siente por el maestro. Mas prefiero
acudir a otra razón, sin negar cuánto de verdad puede haber en aquellas, e
indagar en el objeto formal de nuestro intelecto.
Conocida es la doctrina del
Santo sobre el particular: la esencia abstracta de los entes sensibles[12].
Como todos los objetos conocidos por una potencia lo son desde su objeto
formal, todo lo que nuestro intelecto capta, lo capta como esencia. Como lo
primero que se le presenta es un accidente, su primera impresión será que tal
accidente es la esencia de la cosa. Porque por la abstracción se aparta de la
experiencia y considera el estímulo a la luz de su propio objeto formal. Esto
no es del todo ilegítimo, ya que los accidentes muestran la esencia.
Desde hace ya tiempo, la
Escuela ha profundizado la distinción que divide a la abstracción; siendo la
primera propia del intelecto agente y la otra del paciente[13].
Solemos llamar total a la primera y formal a la segunda[14].
Veamos cómo presenta la doctrina un teólogo tomista del siglo XX, el R.P.
Santiago María Ramírez O.P.[15],
limitándonos a aquellos aspectos que suelen no aparecer en los manuales; por lo
que temo que su doctrina pueda sorprender y llamar la atención.
Como la abstracción,
psicológicamente considerada, es un conocimiento, se da formalmente en el
intelecto posible, como ya lo advirtiera el Cardenal Lorenzini; y como es una
separación, su fundamento ha de ser una composición, es decir, un ente
concreto. Como una composición puede establecerse entre materia y forma, como
también entre el todo y la parte, hay una doble abstracción: total y formal,
como lo señalara Cayetano. La primera está fundada en la composición de todo y
parte; la segunda, en la de materia y forma.
¿Desconocía santo Tomás esta
doble abstracción? El inicio de la doctrina es suyo, sin duda, aunque pocas
veces es señalada en sus obras:
“El intelecto realiza una doble abstracción. La primera, en cuanto abstrae
el universal del particular… la otra, en cuanto la forma es abstraída de la
materia”[16].
Tenemos, pues, que Ramírez,
gracias a la labor de sus antecesores, ha profundizado en la doctrina. Por lo
cual establece que la abstracción es una realidad analógica, provista de la
analogía de atribución intrínseca y que ha de atribuirse propiamente al
intelecto posible. Por lo cual define así la abstracción:
“Acción del intelecto posible que aprehende una
cosa sin aprehender otra, o que juzga
que una cosa no es otra, fundada en la doble composición de las cosas, a saber:
del todo con sus partes y de la forma con la materia o del acto con la
potencia, por lo cual lo entendido es llamado abstracto lógica o realmente,
negativa o positivamente, total o formalmente”[17]
Permítasenos saltarnos algunos
detalles que no nos interesan en nuestro estudio. Baste decir que la exposición
del teólogo español es harto más compleja que lo que hemos dicho aquí.
Conviene precisar que la
abstracción total pertenece a ambos intelectos: al agente, en cuanto estimula y
hace posible el acto de conocimiento; al posible, en cuanto efectivamente
conoce. Es también importante señalar que las nociones tomadas de los entes
sensibles pertenecen a la total; los primeros principios de la razón, en
cambio, son construidos gracias a la formal. La unión de ambas abstracciones
hará posible la ciencia.
El P. Fraile O.P. agrega, por
su cuenta, ciertas observaciones muy interesantes. La abstracción del intelecto
agente es negativa, pre-científica, común a todas las ciencias. Se limita a
preparar el “material” para el conocimiento del intelecto paciente. La del
entendimiento posible, en cambio, es positiva y propiamente científica,
distinguiendo a la materia de la forma[18].
Sólo en este último acto, logramos esos conceptos que usan las ciencias y que
gozan de tanta precisión, especialmente en matemáticas.
Resulta, pues, que llegar a la
naturaleza de una cosa es tarea ardua. Hemos de llegar a la abstracción formal
para determinar con claridad qué es una cosa. Mas ya hemos visto que, a menudo,
usamos tan solo una propiedad o un accidente. Aunque santo Tomás no lo diga, es
obvio que esto ocurre porque no hemos podido hacer la abstracción formal definitiva.
Ésta es, justamente, la que nos da a conocer las “differentiae essentiales” de
las cosas, que nuestro maestro nos señala desconocer. Sin embargo, como observé,
siempre queda comprometida la esencia, por ser la raíz de los accidentes y
perfeccionarse en ellos. Por tenue e imperfecto que sea, ya es un conocimiento
de la verdadera esencia de la cosa en cuanto principio de tal accidente. Porque
es obvio que si tal accidente repugnara a la esencia, no podría hallarse en la
cosa.
De modo que siempre nuestro conocimiento
versa sobre esencias, por imperfecto que sea. Ése es su objeto formal, lo que
atestigua el hecho de que, de inmediato preguntemos: ¿qué es eso? Quid sit? De
ahí que a la esencia la llamemos quididad.
Nos falta considerar otro
aspecto de la cuestión, que hemos dejado para el final, no por ser menos
importante, sino por ser teológico y escapar así de la filosofía. Ya advertimos
que nuestro autor era un teólogo que explicaba nociones filosóficas en tanto en
cuanto su teología se lo exigía.
Me refiero a la doctrina del
pecado original. Me interesan sus efectos en la naturaleza que hemos heredado
de nuestros primeros padres. Santo Tomás explica que ésta ha quedado herida por
cuatro llagas, una de las cuales afecta a la inteligencia en su ordenación a la
verdad: la ignorancia[19].
En la Biblia hallamos un
pasaje en que aparece en acción una inteligencia que carece de la herencia del
pecado original. Su sabiduría es tal que nos deja asombrados. Como enseña
nuestra fe, la única persona humana que gozó de este privilegio, después de
nuestros primeros padres, fue la Sma. Virgen María. Pues bien, cuando ella
tenía unos quince años, se le presenta el ángel que le viene a anunciar el plan
de Dios. Pues bien, la doncella no se asusta ante el personaje celestial, como
lo hiciera Sacarías[20],
si bien le turba la extraña salutación que le dirige. Conocido su propósito,
pregunta: “¿Cómo será eso pues no conozco varón?”[21].
Y nosotros quedamos estupefactos.
La inteligencia de María, no
afectada por el pecado, comprendió de inmediato que tal mensaje no podía venir
de Dios. La virginidad consagrada por voto es superior al matrimonio; pero Dios
siempre exige más, jamás rebaja a los que van por el camino de la perfección. Mas
como Dios lo puede todo, esta adolescente no rechaza al ángel sino que se
limita a preguntar “inocentemente” por su posibilidad; sin menoscabo de su
virginidad, se entiende. El ángel se apresura a asegurarle que tal cosa no
ocurrirá y ella acepta de inmediato. ¿Qué chica de quince años es capaz de
hablar así con un ángel? ¿Cuánta teología se necesita estudiar para comprender
lo que ella sabía a tan temprana edad y antes de la revelación evangélica de la
superioridad de la virginidad? La
pregunta que con toda malicia califiqué de inocente, era una trampa muy bien
urdida. Sorprende la rapidez con que María comprendió e inventó la pregunta
clave. Si el supuesto ángel caía en ella, quedaba demostrado que no venía de
Dios. Como vimos, éste dio una respuesta perfectamente convincente. Ahí tenemos
una muestra de lo que es capaz la inteligencia no afectada por el pecado
original.
De modo que no es raro que hoy
nos cueste enormemente conocer lo que sin esa tara podríamos haber conocido con
mucha mayor facilidad. Como la naturaleza no queda afectada en su constitución esencial,
sigue nuestra inteligencia funcionando con el mismo objetivo, pero con menos
agudeza, con más dificultad. Así comprendemos que todo lo que conocemos, lo
conocemos, al menos “ad instar essentiae”, como si fuese la esencia, aunque sea
un mero accidente o, incluso, algo exterior a la cosa.
Tal error es fácil de observar
en los niños para los cuales toda mujer que aparece en un libro es “mamá” y
todo varón “papá”. Posiblemente, el largo de los cabellos actúa como la
“esencia” del padre y de la madre. Sin embargo, de modo sorprendente, pronto
aparece clara una abstracción formal. Lo comprobamos cuando comienzan a hablar
conjugando todos los verbos como si fueran regulares. Hemos de enseñarles las
excepciones y “echarles a perder” la pureza de su español. ¿Cómo aprenden las
conjugaciones si nadie se las enseña y cómo las aplican de modo ejemplar a
todos los verbos? Han hecho una abstracción formal y han descubierto la esencia
de la conjugación verbal. En el primer ejemplo aducido, veo un claro caso de una
abstracción total en el que se toma como esencia un elemento integral del ser
humano de carácter más bien accidental; en el segundo, una abstracción formal
en regla in actu exercito. Cuando el niño estudie la gramática podrá hacerla in
actu signato.
Creo, pues, que no nos
alejamos de su pensamiento sino que lo liberamos de cierta ganga aristotélica
si corregimos las expresiones del Santo que dan por sentado que por la
abstracción conocemos la forma de la cosa. Propongo, pues, que en vez de decir
que el intelecto paciente capta la esencia de la cosa, hemos de decir que eso
es lo que busca, por lo que, lo que capta, lo considera la esencia de la cosa.
Tendrá toda su vida para criticarse, como buen realista, e ir aguzando su
ingenio hasta lograrlo, aunque, en verdad le ha de tomar siglos de
investigación científica.
El profesor O’Oconnor, por
ejemplo, al negar que exista una esencia o naturaleza humana que pueda
justificar la ley natural, afirma, como si fuese un hecho, que un hombre se
hace tal por la educación y las influencias del ambiente[22].
Si tal es el caso, que se dedique a educar chimpancés, tal vez logre
“humanizar” a alguno. Parece que ignora las experiencias del profesor Piaget,
definitivas en este sentido[23].
3.- NATURALEZA Y EVOLUCIÓN
El 19 de enero del 2.004, se
realizó un diálogo entre el filósofo Jürgen Habermas, tan próximo la marxismo y
al freudismo, y Joseph cardenal Ratzinger. Nos interesa el pensamiento de este
último en lo referente a la ley natural.
Comienza el príncipe de la Iglesia presentando la teoría
del derecho natural como obra de Grotius y Pufendorf. Reconoce, en seguida, que
tal idea ha sido muy usada por la Iglesia en sus diálogos con la sociedad civil
y con las demás religiones. Por desgracia, “este instrumento se ha embotado”[24],
nos asegura. Justifica su aserto con las siguientes reflexiones:
“La idea de derecho natural presuponía un concepto de la naturaleza donde
la naturaleza y la razón se compenetraban, donde la misma naturaleza era
racional. Esta visión de la naturaleza se vino abajo cuando triunfó la teoría
de la evolución. La naturaleza, en cuanto tal, no sería racional, aunque en
ella hay comportamientos racionales. Este es el diagnóstico que, desde ese
momento, nos presentan y que parece, hoy día, imposible de contradecir”[25].
Es obvio que el Cardenal no es
experto en biología. Si lo fuese, sabría que la teoría de la evolución está en
retirada en todo el mundo[26],
excepto en América, donde la ley la impone. Contradicen esta concepción la
física cuántica y la ley de la entropía. El cálculo de probabilidades ha
demostrado la imposibilidad de aceptar matemáticamente la idea básica de
Darwin: el origen de las especies por pequeños cambios debidos al azar. Para
colmo de males, la bioquímica ha demostrado que la complejidad de la célula
también hace imposible, ahora biológicamente, esa idea central del darwinismo[27].
Tan fuerte es el ataque que hoy
se realiza contra esta teoría, que el premio Nóbel de física, sir Fred Hoyle la acusa de carecer de toda base científica[28];
a decir verdad, añade, Darwin ha escrito la Biblia de la biología, es decir, un
libro lleno de supersticiones donde no hay ciencia[29].
A su juicio, sólo una inteligencia puede originar la vida a partir de elementos
no vivos. Su aserto se basa en el cálculo de probabilidades que declara
imposible su origen azaroso. Ejemplifica su tesis haciendo ver que hallamos
200.000 tipos de proteínas en los seres vivos; pero la formación de una sola
por casualidad tiene una probabilidad uno en cincuenta elevado a diez y ocho;
en otras palabras, ninguna[30].
Como no soy matemático, confieso que no puedo leer una cifra con 18 ceros, ¿Estamos
hablando de trillones? Soy incapaz de imaginar tal número.
¿Para qué seguir? El profesor
Fondi nos da una larga lista de notables biólogos que han escrito en el siglo
veinte contra una teoría que, a su juicio, es increíble que haya sido tomada en
serio[31]
y M. Ruse nos muestra cómo se impuso en Inglaterra gracias a la astucia de unos
pocos hábiles intrigantes[32];
tal vez porque justificaba el “laissez-faire” liberal y el ateísmo, agrego yo, como
hoy se mantiene en USA, posiblemente por las mismas razones.
Como a los filósofos nos gusta
argumentar, expongamos, al menos, una de las múltiples objeciones que enfrenta
esta teoría, de las que simplemente no hablan sus defensores, como si no
existieran.
Todos sabemos que los
evolucionistas suelen dar como causa del proceso lo que ellos llaman la
selección natural. Ocultan, eso sí, que el mismo Darwin, ante los ataques que
recibió su concepto, reconoció que se trataba tan sólo de una metáfora. Pues
bien, muchos investigadores han llegado a la conclusión de que la selección
natural es conservadora. Porque es sabido que tal idea expresa que el organismo
que se quedó atrás en el proceso es eliminado en la lucha por la existencia,
entendida al modo liberal, claro está, que es la mejor manera de no entenderla.
Ahora bien, el primer ser vivo eliminado en el seno de su madre es el que se
aleja de la perfección de su especie; en otras palabras, el que “evoluciona”.
De modo que habría que eliminarla para que permitiera funcionar a la evolución.
Mas nadie sabe cómo. Por lo demás no es ocioso recordar que en 1867, F. Jenkin
demostró que la selección artificial, base empírica de toda la teoría, tenía
límites que, a su juicio, demostraban la incapacidad de la selección natural
para originar nuevas especies. Darwin simplemente se negó a aceptar tal
limitación[33].
4.- EL CONEPTO DE NATURALEZA
Después de muchas lecturas de
libros escritos por biólogos convencidos de la verdad de lo sostenido en la
teoría evolucionista, fijándome sobretodo en sus críticas de la teoría fijista
y de las ideas relativas a la Creación, he observado que la falla está en la
mala filosofía que subyace a sus elucubraciones.
Su primer error radica en
pensar que están alegando a favor de la única teoría científica posible en esta
materia. No logran advertir que se han salido de su ciencia y han ingresado en
la filosofía por una puerta falsa. Tal vez por eso jamás se hacen cargo de las
objeciones que se les hace. La primera de ellas es que hablan de algo de lo que
no puede haber experiencia; a saber, del origen de los seres vivos y de las
especies. Pero tal afirmación se hace al interior de una ciencia experimental. Quien
no sienta el absurdo de tal situación, no es apto para la investigación
científica.
De que se trata de una
filosofía y no de biología lo tenemos declarado en el título del libro que, se
supone, expone la teoría. Lástima que la palabra evolución no aparezca ni una
sola vez en todo ese escrito[34].
Helo aquí: “El origen de las especies”.
Los biólogos están acordes en
declarar que la clasificación de los seres vivos es arbitraria[35].
De modo que el libro estudia el origen de una arbitrariedad. Para eso se
escribe un diccionario y no un libro científico. ¿Dónde no es arbitraria la
especie? En filosofía. Pero su realidad es tan misteriosa que dio origen, en la
Edad Media a una discusión sin fin, conocida hoy como el problema de los
universales. Es una lástima que los científicos no lo conozcan, sólo así se
enterarían de qué están hablando.
Las especies son el resultado
de la abstracción, meras cualidades de la inteligencia humana, con fundamento
en la realidad, por supuesto. En parte, responden a la necesidad de nuestra
inteligencia; en parte, son impuestas por la realidad misma. Surge así una
situación curiosa: la ciencia moderna que descansa en la negación de las formas
substanciales, es decir, de las especies; sin embargo las recuerda sin
escrúpulo alguno cada vez que las necesita[36].
Si las especies no existen, Darwin estudia el origen de algo inexistente. Ya
Aristóteles sabía que no existían, sólo existen los individuos; sin embargo, de
algún modo existen. ¡Vaya manera de ser majaderos! Eso es, por otra parte, lo
que se trata de aclarar cuando se aborda “el problema de los universales”. Nos
sigue penando su estudio.
Como sostenemos en filosofía,
la esencia o especie es expresada por la definición. Las definiciones no
evolucionan; son cambiadas cuando descubrimos su falsedad. De ahí a pensar que
las esencias son inalterables hay un paso y el paso lo dio una mala manera de
filosofar: el racionalismo.
Para un racionalista, el
ejemplo supremo de ciencia es la matemática. El intento de matematizar toda la
realidad hizo nacer tal modo de filosofar[37].
Tal objetivo es imposible y sus consecuencias son desastrosas. Por desgracia,
convenció a las más brillantes mentes del siglo XVII y metió la investigación
filosófica en un callejón sin salida: el idealismo absoluto.
Reducida la ciencia al modo de
pensar matemático, las esencias son fijas, imposibles de cambiar; tal como lo
son las definiciones de las figuras geométricas y de los números. Además, en
ellas no hay más que lo que ellas implican necesariamente. De este modo, la
esencia es una cosa y el accidente es otra. Éste no nos deja ver aquella. De
ahí el desprecio de los accidentes que nos impiden ver lo que realmente
interesa y funda una ciencia: lo que no cambia. Por lo mismo, la experiencia debe
ser abandonada si se quiere hacer verdadera ciencia, tal como lo hace la matemática.
Todo esto es mala filosofía.
Cuando los científicos atacan la noción de esencia, atacan esta noción, no la
nuestra que desconocen por completo. Debemos comenzar por insistir en cuán
diversa es nuestra concepción.
Ya dijimos que conocemos las
esencias en tanto en cuanto nos las muestran los accidentes. Su existencia, en
nuestra mente, por tanto, es muy diversa de su existencia física. Se trata de
una definición. ¿Cuántos animales o vegetales podemos definir? En verdad, nos
limitamos a describirlos, porque, como ya vimos, desconocemos las diferencias
esenciales. En cambio podemos definir muy bien ciertos aspectos de ellos
obtenidos por abstracción formal. Las ciencias están llenas de estas
definiciones y de aquellas descripciones. Mas detengámonos en un aspecto
importante.
Animales y vegetales fueron
clasificados por Linneo y, a pesar de los muchos cambios, la clasificación se
mantiene en sus líneas generales. Hoy es declarada arbitraria. Los
evolucionistas, empero, suelen decir que todas las categorías lo son, menos
una: la especie. Claro, si no lo dijeran, se quedarían sin teoría.
Ahora bien, los conceptos
clasificatorios se obtienen por abstracción formal o total. Es obvio que las
especies son producto de la abstracción total, ya que señalan a todo el animal,
en universal: perro, gato, liebre. Lo mismo puede decirse de las razas.
¿Podemos decir lo mismo de las categorías superiores? ¿Puede existir un cordado
que sea solamente eso y nada más? ¿Un mamífero o un vertebrado? ¿Designan estos
conceptos a un animal completo, aunque desde un punto de vista parcial, o se
limitan a una parte de él? Acá nos
movemos en abstracciones formales y no totales. En consecuencia, la
clasificación no es histórica, como pretendía Darwin. Todo ser vivo, desde el primero al último, es
un individuo que perteneció a una raza,
especie, género, familia, etc. Los primeros escalones de la clasificación no
designan a animales primitivos, como sostenía Darwin, sino aspectos básicos que
se hallan en todos los que pertenecen a dicho grupo.
Si bien puede pensarse que un
animal, un ser real, tenga hijos distintos a él; ¿cómo puede suceder lo mismo
con lo que es un mero aspecto suyo aislado por abstracción? Las categorías
superiores de la clasificación no son más que eso, en consecuencia, no pueden
evolucionar en ningún sentido posible.
Pero hay más. Para un
realista, una esencia no es más que un aspecto de un ente. Debido a nuestra
incapacidad de una comprensión cabal de un animal, lo “destrozamos” en
aspectos, los que luego unimos para obtener una comprensión más adecuada. Solo
el idealista Descartes cree que puede captar infaliblemente y de una vez todo
lo real[38].
Los realistas sabemos que comprendemos “aspectos”, formas accidentales, si se
quiere, cuya suma jamás agotará al objeto. De ahí la necesidad de estar siempre
criticando nuestros conocimientos.
Los científicos, pues, creen
que somos cartesianos y que, en una intuición, conocemos las esencias de las
cosas[39].
No hay tal intuición. Entonces, ¿De dónde sacamos su existencia? Es que una esencia
no es una cosa y el accidente otra, cuya suma nos da la cosa completa. Es algo
mucho más simple. Cuando comenzamos a comprender, advertimos que ciertos
aspectos poco dicen de lo que estamos tratando de conocer; que varían al
infinito, sin que el objeto deje de ser lo que es. Se trata de los datos que
los sentidos nos proporcionan. De ahí surge la pregunta ¿Qué es, en definitiva,
esa cosa? Es negra, pero no es color; es dura, pero no es dureza, etc. Es
“algo” que es negro, duro… y que podría presentar otros aspectos a nuestros
sentidos. Poco a poco la cosa misma nos va imponiendo una distinción en los
aspectos que nos entrega y nos obliga a construir los conceptos de esencia,
propiedad, accidente.
La filosofía escolástica ha
llegado a tal perfección, que el P. Paniker, ha distinguido veinte sentidos de
la palabra naturaleza[40]. No pretendo recorrer su estudio, solo señalar
la riqueza de nuestra filosofía. Uno de ellos señala que esta palabra designa
la constitución de un ente. No se puede negar que cada animal o vegetal, alguna
constitución tiene ¿No les parece? Otro sentido designa la naturaleza, o sea,
esa constitución, como principio de operación. En otras palabras, se trata de
la consideración dinámica de un ente. Estos son los conceptos que están a la
base de la ley natural. Cada ente, según su constitución, ha de tener un modo
de realizarse, de actuar, de desarrollarse, o como quiera decírselo. Ésa es su
ley natural. Tan solo en el hombre adquiere carácter moral, porque es libre.
Finalmente advirtamos que,
como decíamos, tan sólo existe la cosa y nosotros la captamos por aspectos. Por
ello decimos que las naturalezas o esencias son plásticas; es decir, admiten
muchos aspectos, a veces contrarios entre sí. Todo hombre tiene color, unos
blanco, otros amarillo, otros negro. ¿Puede haber un hombre sin color? Bajo el
sol, no puede. Pero al variar, sin variar el hombre, comprendemos que ese
aspecto no compromete la esencia; sin embargo, no deja de señalarla, ya que hay
cosas sin color en las mismas condiciones.
No nos imaginemos, pues, la
esencia como una cosa fija, invariable, universal, dentro de la cosa real,
singular y variable. Eso sería volver al realismo exagerado de la alta Edad Media.
Tan sólo se trata de aspectos, reales, por cierto, pero aspectos al fin. Por lo
que podemos decir que no existen: sólo existe el individuo completo, singular; pero
también podemos sostener que existen, como aspectos, no como cosas
sustanciales.
Nos viene bien aquí, recordar
otro avance de la Escuela: la distinción de la esencia física respecto de la
metafísica[41].
Dicho vocabulario no se halla en el monje medieval, aunque sí podemos hallar
esbozada la idea. La primera es la real, individualizada en cada ente; la
segunda es el principio que permite entender de dónde se originan las
propiedades del mismo. Cuando definimos al hombre como animal racional, damos
la definición metafísica del mismo, porque si queremos expresar su esencia real
hemos de incluir “esta carne y estos huesos”; por eso, si pretendemos dar la
esencia física, reconoceremos su complejidad, porque ésta no puede prescindir
de la carne y de los huesos, que conforman su materia, aunque en común, no
singularizados. Mediante esta expresión,
santo Tomás se refería a toda la biología del ser humano que no puede ser
excluida de su esencia.
Podemos, pues, definir la
esencia metafísica de muchas cosas, como el hombre; pero no podemos definir la
esencia física de casi ninguno, al menos, no la del hombre. La física, empero,
es la real, la que se halla en la cosa, como aspecto de ella, como ya dijimos.
5.- CONCLUSIÓN
Nadie puede seriamente
declarar que las esencias o naturalezas no existen, a menos que use el concepto
racionalista y desconozca absolutamente el tomista. Nadie puede negar que las
conocemos de modo indirecto, en cuanto las muestran sus accidentes y, por lo
mismo, se trata de un saber limitado. Limitado, imperfecto, indirecto, pero
saber al fin. En última instancia es un “algo” que… y comenzamos a enumerar sus
accidentes.
La experiencia nos muestra que
los animales pluricelulares evolucionan – ahora sí podemos usar con propiedad
esta palabra - puesto que, a partir de una célula única, crecen y adquieren un
aspecto completamente diverso del original, siguiendo la ley inscrita en esa
primera célula; puesto que, a partir de una célula única, crecen y adquieren un
aspecto completamente diverso del original. En otras palabras, están
finalizados. Entre su primer esbozo y su ser maduro, hay un cambio, idéntico en
toda la especie, que revela que un fin dirige todo el proceso. Ésta es la
fuente del concepto de ley natural que nos señala el camino a recorrer para
alcanzar ese fin. En el caso del hombre, y solo en el suyo, esa ley es moral,
dada su libertad.
No hay ciencia alguna que
pueda discutir estos datos obtenidos directamente de la experiencia común.
Ahora la filosofía ha de pensarlo y descubrir así su último significado. Esa es
la labor de la filosofía y, entre las muchas escuelas presentes en el mundo, la
que mejor lo ha hecho es la tomista.
JUAN CARLOS OSSANDÓN
VALDÉS
[1] D.J. O’Connor: “Aquinas and Natural Law”. Macmillan.
London. 1968. Pág. 1.
[2] “El Realismo Metódico”. Pág. 191. Trad. V.
García Yebra. 3ª ed. Rialp. Madrid. 1963.
[3] En este trabajo sobresalió J. Maritain antes de la desgraciada
condenación de la Acción Francesa que tanto daño le hizo Cfr. R.P. O. Lira
P.:“La vida en Torno” págs. 123- 156. Centro de Estudios Bicentenario Santiago
Chile 2004.
[4] R. Paniker distingue 20 sentidos de la palabra naturaleza. Aquí usamos
el IV: principio intrínseco de actividad, que es el más propio, según santo
Tomás, y que se identifica con el de esencia (sentido VII), ya que todo ha de
partir de ella. “El concepto de naturaleza” Madrid. CSIC. 1951.
[5] “The progress of science is a continual
refutation of the theory of essences”. O.C.
pág. 16.
[6] Cfr. Fraile
O.P.: “Historia de la
Filosofía” T. II. B.A.C. Madrid. 1960. Págs. 1026-1027.
[7] Como las citas
podrían ser infinitas, me limito a recomendar la q. 85 de la primera parte de
la Summa y el segundo libro de la Contra Gentes capítulos 75 y 77.
[8] “Rerum essentiae sunt nobis ignotae”. De
Veritate q. 10, a.1c. Cfr. De Ver. Q. 4, a.1,ad 8.; In de An. Nº 15.
[9] “Formae
substantiales per seipsas sunt nobis ignotae; sed innotescunt nobis per
accidentia propria”. De Spir. Creat. Q. un. A. 11, ad 3. La misma doctrina es
enseñada en muchos lugares: S.Th. I, q. 77 a. 1, ad 7; De Pot. Q. 9, a. 2, ad
5: In Post. Anal. Nº 16…
[10] “Dicendum quod
secundum Philosophum, quia substantiales differentiae sunt nobis ignotae, loco
earum interdum definientes accidentalibus utuntur”. De Ver. Q. 10, a. 1, ad 6.
Cfr. In II Sent. Ds. 3,1,6. Ese “interdum” suele convertirse en un “multoties”.
Cfr. In De Gen. et Corr. Nº 5.
[11] “Dantur enim et quaedam definitiones
per aliqua accidentia, vel per aliquas proprietates, vel etiam per
aliquas causas extrinsecas quae non significant substantiam rei” In Metaph. Nº
1542.
[12] S. Th. I. q.
85, a. 1c.
[13] Cfr. Card. Cayetano: In Primam Partem q.85, a.1 n’3. Citado
por Ramírez O.P.: “De Ipsa Philosophiae
in Universum” C.S.I.C. Madrid 1970. pág. 71.
[14]
Cfr. Juan de Santo Tomás: “Cursus Philosophicus Thomisticus. Ars Logica”. Marietti. Torino. 1948.
Pág. 358a.
[15] De Ipsa Philosophia in Universum.
T.I, págs. 63-77. C.S.I.C.
Madrid. 1970
[16] S. Th. I, q. 40 a.
3c. También aparece algo más explicada en In Boet. De Trin. Q.5 a.3c. No la he
hallado en otros lugares de su obra.
[17] “notio realis
abstractionis = est actio intellectus possibilis aprehendentis unum non
aprehensio alio vel judicantis unum non esse aliud, fundata in duplici
compositione rerum, scil. Totius cum partibus et forma cum materia vel actus
cum potentia, ex qua res intellecta denominatur abstracta logice vel realiter,
negative aut positive, totaliter vel formaliter”. O. C. pág. 76/77.
[18] O.C. pág. 952.
[19] S. Th. I, q. 85, a.
3c.
[20] “Al verle Sacarías se turbó y lo invadió
el temor”. Lc. I,12
[21] Ibíd. 34.
[22] O.c. pág. 30.
[23] Jean Rostand, en “El correo de
un biólogo”, nos informa que Kellog educó de forma idéntica a su hijo y a un
chimpancé, para concluir que un foso los separaba. Trad. I. Ortega. Alianza
Editorial. 2ª edición. 1980. Pág. 74.
[24] Cito el editorial aparecido en la revista de
los dominicos “Le Sel de la Terre” y dedicado a criticar las ideas del
cardenal. Nº 54, pág. 7.
[25] Ibíd. La traducción
es nuestra.
[26] Paul Lemoine, en la Encyclopedie Française declara que esta teoría
está “en vísperas de ser abandonada (...) los que la admiten no pueden explicar
cómo opera ni en qué consiste (...) a pesar de las apariencias, ya nadie cree
en ella (...) La evolución es una especie de dogma en el que no creen ya los
sacerdotes, pero que mantienen para su pueblo.” Citado por Gilson: “De
Aristóteles a Darwin (y vuelta)”. Trad. A. Clavería. 2ª ed. Eunsa. Pamplona.
1980. págs. 203-205.
[27] La Caja Negra de
Darwin. M. Behe. Trad. C. Gardini. Ed. Andrés Bello. Barcelona. 1999.
[28] “El Universo Inteligente”. Trad. J. Chabás. Grijalbo. Barcelona. 1983.
pág. 21-23. Acalremos que Hoyle es muy injusto con Darwin. Es verdad que la
teoría de la evolución – que no es suya -
nada tiene de científica; pero los libros de Darwin están saturados de
ciencia.
[29] O.C.
pág 25.
[30] O.C. págs. 12 a 20.
[31] Sermonti y Fondi:
“Más allá de Darwin”. Pág. 11 Esta sentencia pertenece a Sermonti, genetista.
Fondi, palentólogo, trae esa lista que incluye 44 nombres de científicos, todos
anteriores a 1970. (Pág. 116). Cito por la traducción de N. Valenti. Unsta.
Tucumán. Argentina. 1984.
[32] Michael Ruse: “La
Revolución Darvinista. La ciencia al rojo vivo”. Trad. C. Castrodeza. Alianza
Universitaria. Madrid. 1983.
[33] M. Ruse, O.C.
pág. 257.
[34] Gilson, O.C. pág.
115 y ss. Gilson establece que dicha palabra fue introducida tan sólo en la 6ª
edición, cuando Darwin advierte que coincide con los “evolucionistas” en negar
la creación separada de las especies, punto importante en su teoría.
[35] Clara conciencia de
ello manifiesta ya Bufón en oposición a Linneo . Cfr. Gilson, O.C. pág. 91.
[36] Gilson, O.C. pág.
92.
[37] Gilson: “La Unidad
de la Experiencia Filosófica”. II parte: El experimento cartesiano. Trad. C.
Baliñas. Rialp. Madrid. 1960.
[38] E. Gilson. “El
realismo metódico”. pág. 188
[39] O’Connor explica
que, según santo Tomás conocemos las esencias por “intelectual intuition” (pág.
15) y cita varios pasajes del comentario a la metafísica. No hallé ningún
fundamento en tales textos a su aserto.
[40] “El concepto de
naturaleza. Análisis histórico y metafísico de un concepto”. C.S.I.C. Madrid.
1951.
[41] Los tratadistas sueles explicarla en teodicea.
Cfr. Gredt. “Elementa Philosphiae
Aristotelico-Thomistae. Herder. Barcelona. 1961.
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