EN TORNO A LOS DERECHOS HUMANOS
INTRODUCCIÓN
El
sacerdote Osvaldo Lira Pérez (Q.E.P.D.) comprendió, como pocos, el pensamiento
de santo Tomás de Aquino y supo transmitir a sus discípulos el intenso amor por
la verdad que el Aquinate le inspiró. Por ello, para leer hoy con provecho la
ingente obra que nos legó, es necesario comprender tres cosas: en primer lugar
su intenso amor por la verdad que lo llevaba a odiar, con igual intensidad, el
error. Quien ama, odia, y la medida del amor la da el odio a lo que le es
contrario. Pues bien, el P. Osvaldo aborrecía al error con la misma pasión
devoradora con que amaba la verdad. Ello no es comprensible en un mundo
escéptico donde triunfa un diletantismo de buen tono, es decir de tono liberal,
donde es necesario aparentar ser neutro. Esta actitud le atrajo tantos
discípulos como enemigos y despertó en todas partes tanta admiración como desprecio.
En este aspecto nos recuerda la figura del Maestro que nos prometió la cruz a
todos los que realmente intentásemos ser discípulos suyos. Esta pasión hace
difícil leer sus libros ya que interrumpe continuamente la exposición para
denostar los dislates que se le oponen; lo que es especialmente verdadero en el
tema que pretendo explicar en esta ocasión y al que dedicó su última obra[1].
En
segundo lugar, como sacerdote católico, apostólico y romano, que vistió con
honor su sotana hasta morir, ilumina todos los temas que aborda con las luces
que brotan de la Divina Revelación. Y esto, por cierto, sin vergüenzas
indebidas ni disimulos ni excusas. Porque no comprendía la debilidad que gustan
lucir los nuevos sacerdotes, siguiendo la Tradición, apostrofaba a los que se
negaban a recibir la fe que el Espíritu Santo a todos ofrece y denunciaba con
vigor las inepcias que suelen oponérsele. En estos tiempos de ecumenismo mal
entendido tampoco es comprendida ni aceptada esta actitud.
En
tercer lugar, como profesor de metafísica, llevaba todos los problemas que
trataba a las alturas de la “scientia rectrix” lo que dificulta la comprensión
de algunos pasajes de sus obras. Especialmente en un tema como el que ahora nos
ocupa, nadie espera que le hablen de la Gracia santificante ni de hipóstasis,
de acto existencial, etc. Pero el P. Osvaldo no puede quedarse en soluciones
intermedias; y como la fuente de todo saber se halla en la metafísica y en la
Revelación, hasta allí nos lleva con mano maestra.
Por
todo lo cual es necesario prepararse para una exposición del tema que tenga muy
poco en común con lo que siempre se dice sobre el particular y esto desde dos
puntos de vista: porque enfoca los problemas desde la metafísica y la sagrada
teología, como porque su meditación es absolutamente inusual. Lo que él dice es
profundamente original, si bien no se aparta jamás de la más perfecta ortodoxia
tomista. Lo que ocurre es que dicha manera de pensar está un tanto olvidada.
PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA
Su
primera afirmación ya nos sorprende: los derechos humanos son tan antiguos como
el hombre. Dios terminó su creación adoptando al hombre como hijo suyo y
dotándolo de los derechos correspondientes a su dignidad. Es verdad, sin
embargo, que en estos últimos siglos se han destacado inusualmente. Ello es
debido a que el hombre moderno ha olvidado a Dios y lo ha reemplazado con tales
derechos. Así, el Dios verdadero, uno y trino, les ha cedido su lugar lo que, a
su juicio, es simplemente demoníaco[2].
Aquí está el nudo del problema: no se trata de negar dichos derechos, sino de
hacer comprender como éstos se han emancipado de todo cuanto pueda referirlos a
Dios. Nuestra civilización liberal no puede tolerar que se hable siquiera de un
mundo sobrenatural que pueda estar por encima de lo meramente humano.
Estamos
ante una tragedia. Porque el hombre sin Gracia deificante no es tanto un hombre
que no tuviese algo, sino que ha sido privado de ello; pero una privación es
cosa muy distinta de una negación. Por ello, sin fe es imposible agradar a
Dios, ya que ella es condición “sine qua non” de la presencia de la Gracia
deificante en los hombres. En la sociedad cristiana se miró a los seres humanos
como hijos de Dios y hermanos de Jesucristo lo que era harto más determinante
que proclamar ciertos derechos teóricos. Y si bien se pecó mucho contra el
hombre, lo trágico es que hoy se peca contra Dios; más que violar los derechos
del hombre, hoy se viola los de Dios[3].
Henos aquí en una situación inédita en la historia de la humanidad: la ausencia
de Dios en la sociedad.
Desaparecido
Dios, los Derechos Humanos, así con mayúscula, se han hecho soberanos, lo que
es un absurdo. Aunque nos parezca una paradoja, la única manera real de
garantizarlos es defendiendo a brazo partido los derechos de Dios. Por ello hoy
se los ha violado como nunca antes en la historia. Y si esto brilla en los
totalitarismos modernos, también sucede en las democracias. A juicio del P.
Osvaldo, ambos regímenes son tiránicos, solo que estas últimas lo son
solapadamente. Y la razón es simple: ninguno de los dos sistemas conduce a los
hombres a su bien común definitivo que es el mismo Dios...
De
este modo en la sociedad, paulatinamente, los valores divinos han sido
sustituidos por los humanos. El proceso ha sido tan pausado que muchos aún no
lo advierten. Tan contagiados estamos que ya los católicos no comprendemos que
poseemos la Verdad absoluta porque somos hermanos de Cristo. Es verdad que la
poseemos al modo humano y limitado, pero eso no nos autoriza a olvidar lo anterior
y a mendigar doctrina donde no hallaremos más que inepcias. Lo que se aplica de
modo muy particular a nuestro tema, ya que toda concepción de dichos derechos
depende de la noción de persona humana que se acepte. Y como los católicos
advertimos valores humanos y divinos en ella, comprenderemos que esta misma
dualidad afectará a aquellos[4].
En definitiva será necesario profundizar en la esencia humana y en su
trascendencia; en sus facultades y en su tendencia hacia la posesión de su fin
último[5].
A desvelar esta verdad dedica el autor el libro que comentamos.
DERECHO Y DERECHOS
Como
la palabra derecho tiene tantas acepciones, el P. Lira nos aclara que se
referirá a los llamados “derechos subjetivos” que son el correlato obligado de
los deberes[6]. En
cuanto tales, los derechos son relaciones, es decir, accidentes que acceden a
sujetos ya plenamente formalizados y existencializados. La existencia la
recibimos de Dios creador y providente y, por lo mismo, recibimos de Él, el
deber de adorarlo por encima de todas las cosas. Sobre este fundamento se alza
todo el andamiaje de derechos y deberes que posee el ser humano[7].
Al
llegar a este punto, el P. Osvaldo abre un paréntesis muy de su agrado. Porque
es obvio que quien posee un derecho es superior al que posee el deber
correlativo; ya que éste se subordina a aquél. De aquí pasa a combatir al
estúpido igualitarismo liberal donde se supone que el que manda y el que
obedece son iguales. Pero no lo sigamos en su anti-democratismo militante y
atengámonos a nuestro tema. En todo caso hay que aceptar que “la conjugación de
derechos y deberes supone de por sí cierto orden jerárquico, que implica de
suyo un Punto de referencia que ha de poseer naturalmente un valor absoluto”[8].
Hacía allá quiere el P. Lira que se dirijan nuestros pensamientos.
¿Es
una torpeza hablar de “derechos humanos”? Como sólo el hombre los posee, parece
que bastaría con decir derechos y basta. Mas nuestro autor aplaude la formulación
habitual porque implica el reconocimiento de los derechos de Dios, aunque ningún
liberal se dé cuenta de ello; derechos que, por supuesto, están por encima de
los nuestros[9]. Mas, el
hecho de olvidarlos lleva al mundo contemporáneo a hipertrofiar a aquellos lo
que favorece su incumplimiento. Es que, en una de esas frases rotundas tan
típicas del P. Lira, “los derechos humanos se predican según Dios o no se
predican”[10]. Ahora
bien, en este mundo, sólo la persona racional es sujeto de derechos. Pero ésta
es comprendida por los católicos como imagen de Dios elevada a la suprema
dignidad de hijos suyos, además de comprender mejor que nadie su naturaleza
espiritual. No somos espíritus sino espirituales; lo que implica que no
poseemos dominio de nuestro ser sino tan sólo de algunos de nuestros actos.
Este dominio brota de la conciencia que tenemos de nuestra actividad, lo que
implica, en buenas cuentas, que somos nosotros mismos su principio; es decir,
somos libres. Somos “dueños de nosotros mismos” en forma parcial y limitada,
tal como lo es nuestro conocimiento. Nos adueñamos de nuestra actividad, mas no
de nuestra entidad. Por lo que es absolutamente necesario reconocer que, mal
que nos pese, poseemos un “modus essendi” que escapa completamente a nuestro control.
Esta
tesis se aclara perfectamente si consideramos cómo llegamos a conocernos. Sólo
lo logramos en la medida que estemos conociendo algo distinto de nosotros mismos,
mediante una “species expressa” del entendimiento. Allí se produce una cierta
reflexión gracias a la cual nos damos cuenta de que soy yo quien piensa. Dicha
reflexión no es perfecta ni adecuada y nuestro yo queda en la penumbra. Mal
podríamos, en estas condiciones, considerarnos absolutamente libres. Así, lo
más íntimo nuestro: el acto de existir, resulta asaz misterioso. Nuestra
condición es la de espectadores de universo, incluido en él nuestro propio ser.
Con
una nueva afirmación vuelve a sorprendernos: “el inteligir constituye el modo
supremo de vivir”[11].
Pero hay más. Si unimos a la aserción anterior la que tantas veces repite santo
Tomás: “vivere in viventibus est esse” podemos concluir: “intelligere in
intelligentibus est vivere”. Por esto el P. Osvaldo cita con satisfacción la
tesis de Juan de Santo Tomás según la cual el constitutivo formal de Dios no es
tanto el existir como el inteligir. Como vemos el P. Lira da saltos constantes
a los más arduos problemas de la metafísica lo que dificulta la comprensión de
sus escritos. Conviene, empero, que volvamos a nuestro tema.
Conocemos
una cosa y, al mismo tiempo, “in actu exercito” conocemos que es nuestro yo el
que conoce; es decir, lo captamos oblicuamente, concomitantemente. Cuando
ejercemos la autorreflexión, lo logramos derechamente, deliberadamente, “in
actu signato”. Pero, dado su origen, se nos escapa la naturaleza del yo, la que
sólo es alcanzada por la filosofía a modo de conclusión. No hay, pues, un
conocimiento adecuado del espíritu en nuestra condición de “viatores”. De este
modo evitaremos sobre valorar nuestra formalidad y no caeremos en las inepcias
liberales.
ASPECTO HUMANO
Para
un metafísico y, con mayor razón, para un cristiano, existe un Dios creador con
poder providente “que ejerce sus derechos soberanos, absolutos, infinitos sobre
todo aquello que haya existido, exista y vaya a existir”[12];
por ello se hace necesario precisar el carácter de “humanos” de los derechos
nuestros. Y lo primero que hay que reconocer es que somos un compuesto de
sujeto existente y configurado al que le advienen determinaciones adjetivas o
accidentales. Este sujeto se caracteriza por ser una persona racional, es
decir, capaz de una intelectualidad mitigada, gracias a la cual puede poseer el
mundo circundante por modo de aprehensión intelectual. Por lo cual el adjetivo
“humano” absolutamente hablando sólo se aplica al sujeto, mientras de los
adjetivos se predica solo relativamente, o sea, por su relación al sujeto en
que radican. Ahora bien, ese sujeto es “una criatura que lleva consigo esa
nostalgia trémula de las palmas de Dios palpando su relieve”[13]
por lo que connaturalmente tiende hacia su Creador. De aquí deriva toda su
dignidad y respetabilidad. Por ello los derechos no se deben a ninguna
convención sino que derivan del orden objetivo tal como lo instituyó el mismo
Dios.
En
consecuencia nuestros derechos no podrán ser soberanos. Porque suponen un
sujeto existente que lo es porque está recibiendo el influjo creador que lo
hace súbdito. De ahí que no seamos dueños de nuestro vivir que no es más que
nuestro modo de existir. Por lo mismo no comenzamos por nuestros derechos sino
por el deber de reconocer a nuestro Creador y su dominio soberano sobre todas
las cosas. Dado este carácter subalterno, los cristianos estamos más
comprometidos que nadie en su defensa; porque, en esas condiciones, su mejor
sostén lo hallaremos si reconocemos lo que es Dios, quien es mucho más nosotros
que nosotros mismos[14];
y como estamos aquí para conocer, amar y servir a Dios, y así alcanzar la vida
eterna, como reza el catecismo, nuestros derechos específicos son inalterables,
pero jamás serán absolutos. Por una parte, si los privamos de su base se convierten
en una arbitraria lista desprovista de razón de ser, y, por otra, tienen que
sufrir las limitaciones del sujeto que les confiere el acto de existir. En consecuencia,
tampoco podemos aspirar a gozar de una libertad ilimitada en su ejercicio,
justamente por ser humanos, es decir, subalternados a los derechos de Dios[15].
Porque es obvio que lo dicho sobre los derechos vale también para la libertad.
Es
bueno advertir que entre las diversas modalidades adjetivas que pueden afectar
a un sujeto se dan muchas y notables diferencias. Porque unas le advienen de modo
connatural y radican directamente en el sujeto mismo: así lo son las
facultades, tanto las espirituales como las orgánicas; otras advienen al sujeto
ya constituido y completo en su entidad. Entre éstas se cuentan las relaciones
predicamentales cuya entidad es por demás misteriosa, como bien saben los
metafísicos. Dado que son accidentes de accidentes, su entidad resulta
debilísima. En efecto, antes de ingresar en sociedad, es preciso ser humanos.
Lo que nos obliga a preguntarnos por los fundamentos metafísicos de la
sociabilidad humana, es decir, por qué resulta más perfecta la vida del hombre
en sociedad. Ocurre que, por ser materiales, ningún hombre puede poseer en
intensidad absoluta e ilimitada la perfección humana, lo que obliga a su
distribución entre muchos individuos que se distinguirán entre sí por la
dosificación de sus perfecciones y, por lo mismo, deberán ayudarse mutuamente.
Por lo mismo, la sociedad no será un todo simultáneo sino un todo sucesivo, por
lo que resulta capital el estudio y vigencia de su tradición a fin de asegurar
su subsistencia. Pero evitemos confundir la tradición con la rutina que
esteriliza y aceptemos su definición: “incorporación, a lo antiguo, de lo nuevo[16].
ASPECTO DIVINO
Tal
vez éste sea el aspecto más interesante de la teoría del P. Lira; porque, como
dice sin tapujos: “es un hecho en que nunca o casi nunca reparamos: la conexión
necesaria que se da entre la negación de la existencia de Dios y la
desaparición de nuestra dignidad connatural”[17].
Ciertamente parece difícil hallar testimonios más elocuentes de la pérdida de
dicha noción que los vividos en este siglo que está finalizando. Es que el dominio
que Dios ejerce sobre sus criaturas es la condición “sine qua non” de la
estimación real de los derechos humanos. Como ya se ha dicho, es la filiación divina
la cima de nuestra dignidad, la que sólo se puede alcanzar por Gracia, por lo
que supone dicho dominio. Para santo Tomás, por ejemplo: “bonum Gratiae unius
maius est bono naturae totius universi”; dado que, en virtud de tal Gracia, el
hombre participa en la propia vida Trinitaria, su bien supera absolutamente a
todo lo que la naturaleza del universo pueda poseer o aspirar[18].
Es verdad que dicha Gracia escapa totalmente a nuestra comprensión. De modo
aproximado los teólogos la han catalogado de hábito entitativo, debido a que
adviene a un ente ya completamente estructurado y existente, mas no infunde un
nuevo modo de operar sino de ser; el P. Osvaldo, empero, prefiere llamarla
“energía existencial”, cuya función propia es deiformar a la criatura que la recibe.
Por ello le gusta denominarla: “Gracia deiformante”. De tal modo que la imagen
de Dios por creación se convierte en el hijo de Dios por adopción. Por todo lo
cual es evidente que la Gracia es algo más que un puro hábito al que no le
queda más que fundarse en la potencia obediencial que posee toda criatura.
Ocurre
que el Angélico ha proclamado otra verdad de consecuencias insospechadas: “vita
in viventibus est esse”, lo que implica que el vivir de los vivientes es su
propio existir; o, dicho con otras palabras, la vida más dice relación con la
existencia que con la esencia de los seres vivos[19].
Vivir, pues, no es ser “algo”, sino existir, a secas; humanamente y no
absolutamente, por cierto. De lo que se sigue que la Gracia es una misteriosísima
participación en el existir mismo de Dios. Todo lo cual nos obliga a reconocer
que los derechos humanos no son solamente humanos sino trascendentes ya que nos
permiten alcanzar la eterna bienaventuranza al ser informados por la Gracia.
Aunque
nos parezca extraña esta concepción de los derechos, nuestro autor la defiende
con simplicidad: porque todo depende de cómo entendamos al sujeto portador, es
decir, al hombre real y concreto. Por eso los católicos hemos de insistir en el
carácter divino del bautizado que afecta a todo su quehacer; mas no sólo a ese
aspecto sino principalmente a su ser. Por ello, y permítasenos aludir a otras
obras suyas, el catolicismo no es una religión sino una nueva creación que
confiere al hombre que ha nacido de nuevo una diferencia radical con el mero
hombre; es decir, con el que aún no ha sido bautizado.
Mientras
leía este libro confieso que echaba de menos una definición de los tan
reiterados derechos. Es que el P. Lira no podía darla sino hasta llegar a este
punto, es decir, hacia el fina. Hela aquí: “la proyección necesaria, sobre la
faz del universo material, de los deberes que nos vinculan indeleblemente a
nuestro Creador”[20]. Por
ello, en esta visión, no es posible exigir derecho alguno si no está en juego
el cumplimiento de un deber hacia Dios, lo que, de paso, nos hace comprender la
imposibilidad de que los liberales compartan nuestro modo de comprenderlos.
Quien cree que existe por sí mismo no puede pensar igual, en esta materia, que
quien reconoce que existe porque se le está infundiendo en forma constante el
acto de existir. Por lo que todo el conjunto de nuestros derechos no son más que la consecuencia de nuestra
obligación de adorar a Dios y reconocer su soberanía absoluta.
No
cabe la menor duda: la concepción que expresa el R.P. Osvaldo Lira SS.CC. es absolutamente original y se aparta
radicalmente de lo que se suele escribir sobre el particular.
APÉNDICE
Aclara
bastante lo que este buen tomista pensaba sobre estas realidades tan efímeras
los ejemplos que trae en el apéndice del libro. En efecto pasa a considerar en
concreto dos temas: el del derecho a la vida y el del derecho a la libertad.
Lo
primero que nos dice nos sorprende: “el individuo racional no tiene derecho a
la vida”[21]. Y por
si queda alguna duda agrega a renglón seguido: “la proposición de que un ente
contingente racional tiene derecho a vivir es de una absoluta y evidente estupidez”.
Para un metafísico es obvio que tal tipo de entes se encuentra, de suyo,
indeterminado a existir o no existir, y que tal indeterminación le adviene
desde que existe y no antes. ¿Pretendemos, acaso, que Dios estaba obligado a
crearnos en virtud de nuestro derecho? Provistos de vida estamos obligados a
conservarla, ya que la hemos recibido en depósito, lo que es algo muy distinto.
Por lo demás, como todo derecho es accidental, es preciso, antes existir … De
modo que, para tener tal derecho, debemos primero existir; pero, por otro lado,
aún no existimos para poder recibir aquello a lo que tenemos derecho.
A
pesar de todo lo dicho es obvio que cuando se proclama el derecho a la vida en
algo se está pensando aunque se exprese mal. Se trata del derecho a conservarla
una vez recibida. ¿Por qué? Porque tenemos el deber de responder ante el Señor
de los talentos que nos ha dado; y el primero y primordial es la vida. En
consecuencia hay una obligación absolutamente primera y es la de administrar
adecuadamente nuestra vida. En este punto el metafísico sale en ayuda del
teólogo, si bien éste no necesita ayuda alguna. Ocurre que el mejor modo de
poseer es conociendo. Mientras las potencias apetitivas desean, las
cognoscitivas poseen. Porque estamos perfectamente incapacitados para comprendernos
a nosotros mismos en la exacta medida en que existimos - y ya sabemos que la
vida, en los vivientes, es el existir - por lo mismo no podemos considerarnos
propietarios de ella. En verdad nos poseemos en una mínima parte, por lo que
hemos de considerarnos administradores y depositarios, y nada más. Se impone,
pues, máximo cuidado y reverencia ya que, de lo contrario nos exponemos a
perder la eterna Bienaventuranza.
Se
trata, en consecuencia, de lograr que nuestros semejantes respeten nuestro
vivir lo que nos lleva de la mano a considerar el tan discutido tema de la
legitimidad de la pena de muerte. Como vivimos en cuanto el Creador nos está
infundiendo el existir, interrumpirlo sería despreciar la infinita majestad de
Dios. De ahí que nuestro Creador sea “el solo y único que puede exigirnos
legítimamente renunciar a la vida terrenal”[22].
Aceptada esta tesis parece que nuestro autor se va a oponer a dicha
legitimidad. Mas no, pues recuerda muy bien el origen divino de la autoridad.
Es que no solo esta pena sino que cualquier derecho de la autoridad es
ilegítimo si no fuera por su origen divino; por ello posee atributos que no
poseen los que no está revestidos de tal categoría. Es evidente que el mandar
es superior al obedecer; pero ningún hombre es, por naturaleza, superior a
otro, por lo que no puede exigir obediencia. El igualitarismo democrático nos
obliga a someternos a un igual … El gobernante, en cambio, en la doctrina
católica, es el representante de Dios y en tal calidad es superior a todos sus
súbditos. De modo que no nos rebajamos ante un igual, sino que rendimos a Dios,
en su representante, el acatamiento adecuado. Por ello él puede decretar la
muerte del delincuente sin despreciar ni menoscabar la omnímoda facultad divina.
No
gusta a nuestro teólogo la manera como se habla hoy de la libertad; da la
impresión de que bastaría su goce para ser felices, como si se tratase del fin
del hombre. Dada su raigambre metafísica comienza por declarar que para ser
libres se necesita ser espirituales, lo cual no implica, por supuesto, que tal
cualidad nos libere de la necesaria orientación connatural hacia el Fin Ultimo[23].
Dado que hay diversos grados de espiritualidad, también los habrá de libertad.
En nuestro caso se limita a otorgarnos el dominio de nuestra propia actividad y
nada más. Por ello resulta imposible concebir una libertad absoluta en el
hombre. Todo lo cual nos enseña que tal concepto se predica en virtud de la analogía
de atribución intrínseca, siendo el analogado principal la libertad absoluta de
Dios. En El se da plena auto posesión, mientras que en nosotros ésta es
rudimentaria y se limita, como ya dijimos, a nuestra actividad.
También
nos sorprende la definición de libertad que nos propone: “la proyección del
existir de un ente intelectual o racional sobre su propia actividad”[24].
Mientras en Dios hallamos identidad entre su existir y su actividad, por lo que
su libertad es absoluta, en nosotros hallamos la dualidad de sujeto
esencialmente limitado y configurado y su actividad accidental. Nosotros, pues,
tan solo gozamos de actos concretos que, en cuanto emanan de un sujeto
espiritual e intelectual, pueden ser calificados de libres. Por ello nuestra
libertad ha de ser considerada una perfección limitada o relativa. De tal modo
que, mientras la libertad divina es existencial y entitativa, la nuestra es de
orden esencial cualitativo, es decir, una mera determinación adjetiva de
nuestra esencia.
Es
conveniente señalar que estas breves reflexiones nos permiten comprender que la
libertad nos permite dominar nuestra actividad pero no nuestra entidad. Para
dominar ésta se requeriría, como vimos más arriba, un conocimiento exhaustivo
de nuestro ser; de lo que estamos muy lejos. Por lo mismo la libertad sólo se
inicia cuando el niño comienza a gozar de razón y en la medida en que goza de
ella. Por eso nuestra libertad no nos da derecho alguno a separarnos de nuestro
Fin, sino que es el modo propio de conducirnos hacia Él, por lo que la
hipertrofia a la que hoy asistimos de esta bella cualidad humana solo conduce a
su disolución y pérdida irreparable.
A MODO DE CONCLUSIÓN
Quisiera
terminar este breve resumen de tan pequeño pero enjundioso libro comentando
cuán inusitado es el análisis metafísico teológico que el P. Osvaldo Lira ha hecho
de los tan cacareados derechos humanos. Creo que se hacía sentir la necesidad
de aclarar el tema y poner coto a la verborrea a que nos tienen habituados los
corifeos del liberalismo que los inspiró. En este sentido me parece que esta
obra es una verdadera aportación, profundamente original, y que nos muestra, a
su vez, cuán fecundo es el tomismo cuando es empleado en iluminar nuevos temas
y reducirlos a su verdadera dimensión.
Tal
vez por lo mismo se echa de menos una discusión más pormenorizada de los
supuestos derechos humanos. El autor da por sentado que “no hay ninguna duda de
que existen los derechos humanos; esos mismos que se están proclamando en
nuestros días de manera exasperada y, a la vez, exasperante”[25].
Creo que si se hubiese detenido a leer la lista de los supuestos derechos
habría revisado su sentencia. Porque, en primer lugar, las listas más
autorizadas que circulan, como la proclamación de las Naciones Unidas y la de
la Revolución Francesa, se limitan a proclamar como supuestos derechos el libre
goce de ciertos bienes privados emancipados de la necesaria tutela del bien
común. ¿Será posible que el ser humano no tenga ningún derecho a ningún bien
común? ¿Será posible que tenga derecho a algún bien privado contrario al bien
común? Como estas declaraciones son hechas por liberales no sospechan que pueda
haber un gravísimo error en tal modo de plantearlos y, estoy seguro, el P.
Osvaldo no estaba de acuerdo con ello. Pero es un hecho que en este libro no
alude al tema
También
nos llama la atención que afirme con tanta seguridad que el hombre existe antes
que la sociedad, dado que ya Aristóteles sostenía, y le sigue santo Tomás, que
el todo es anterior a las partes. Ahora bien, el hombre es siempre parte de una
sociedad. Es verdad que su afirmación está en un determinado contexto - se
refiere expresamente a la sociedad civil, que es muy tardía en la historia de
la humanidad - pero también lo es lo anterior. Por lo demás, el hombre
considerado absolutamente carece de todo derecho, porque, para poseerlos, ha de
ser miembro de un todo. Me parece que nuestro filósofo, al menos en este
trabajo, saca poco partido de una verdad luminosa: Dios es nuestro fin
únicamente en cuanto bien común del universo del que somos parte. No podría
serlo de otra manera, puesto que suprimido el bien común sólo resta el privado,
y pensar que Dios sea bien privado de un hombre es peor que una blasfemia: es
una estolidez. Por ello se da la sociabilidad en el ser humano. Esta nota
propia nuestra es mucho más importante de lo que los sociólogos y psicólogos
sospechan: es la condición “sine qua non” de la eterna bienaventuranza. Dado
que su fin está fuera de su alcance, era necesario crear al hombre como parte
de una sociedad sin la cual no podría ni siquiera aspirar a Él. Por lo mismo,
la pérdida de la Gracia por parte de nuestros primeros padres, como, por lo
demás, lo recalca el P. Osvaldo, se convierte en una auténtica privación al
destruir la sociedad sobrenatural que hacía posible nuestra aspiración
definitiva: la de la bienaventuranza eterna. Por lo mismo, la Redención exigía
la recreación de la sociedad sobrenatural, la Iglesia, que nos permitiera
aspirar nuevamente a alcanzar el fin perdido.
Podríamos,
tal vez, criticar otros detalles y
lamentar otras ausencias, mas preferimos detenernos aquí y volver a insistir en
la oportunidad de la original reflexión llevaba a cabo por tan buen tomista y
en el gran servicio que nos ha prestado con este notable libro.
JUAN CARLOS OSSANDÓN VALDÉS
EN TORNO A LOS DERECHOS HUMANOS
La última obra del R.P.
Osvaldo Lira SS.CC. está dedicada a tratar algunos aspectos de los tan
conocidos derechos. Con su maestría acostumbrada, el metafísico y teólogo
tomista da una visión profundamente original de los mismos, completamente diferente
de aquélla a la que nos tienen acostumbrados los pensadores liberales. No sólo
es sorprendente en sus conclusiones, sino que está magistralmente fundada en la
metafísica y en la Divina Revelación
JUAN CARLOS OSSANDÓN VALDÉS, doctor en filosofía, grado obtenido
en la Complutense, colabora desde hace años con estas Semanas Tomistas.
Actualmente se desempeña como profesor titular en el Instituto de Filosofía de
la Universidad Católica de Valparaíso, Chile, y dicta cursos en las
universidades Adolfo Ibáñez y Gabriela Mistral. Autor de varios libros y muchos
artículos en revistas especializadas, tanto de Chile como del extranjero.
[1] “Derechos humanos: mito y
realidad” Nuevo Extremo. Santiago.
1993.
[2] O.c. pág. 15.
[3]
Id. Pág. 22.
[4]
Id. Pág. 46.
[5]
Id. Pág. 56.
[6] Id. Pág. 54.
[7] Id. Pág. 66.
[8] Id. Pág. 78.
[9] Ibíd.
[10]
Id. Pág. 84.
[11]
Id. Pág. 100.
[12]
Id. Pág. 108.
[13]
Id. Pág. 115.
[14]
Id. pág. 119.
[15] Id. Pág. 120.
[16]
Id. Pág. 132.
[17] Id. Pág. 137.
[18]
Id. Pág. 141.
[19]
Id. Pág. 147.
[20]
Id. Pág. 156.
[21] Id. pág. 162.
[22] Id. pág. 168.
[23] id. Pág.
182.
[24] Id. Pág. 188.
[25] pág. 80-81.
Terrible!!!
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