ETICA Y
TECNOLOGIA MEDICA
I. Sentido de
la reflexión
Hace muchos siglos, Aurelio Agustín justificaba sus
difíciles elucubraciones con esta sentencia: "por la esperanza que tenemos
de ser felices"[1]. Esta aspiración es la que
movió a los antiguos a pensar cuidadosamente acerca del modo más conveniente
de vivir. Porque la experiencia enseña que no todos los modos logran colmarla.
Y así nació la ética.
Estamos tan acostumbrados a la manera cómo la
filosofía racionalista trató el tema que, tal vez, este modo de justificarla
nos sorprenda. Nadie busca ya la felicidad ni la cree posible; además de que no
parece haber relación alguna entre ambas, sino más bien todo lo contrario. El
hombre moralmente superior nos parece cualquier cosa menos feliz.
Sin embargo debo confesar que los pocos hombres superiores
por su virtud que he conocido, me han convencido de lo que la antigua filosofía
había hallado: eran realmente felices. Y los que algo conocemos de la cosas
sacras, sabemos que cuando en Roma se intenta canonizar a una persona - es
decir, declarar que logró la virtud máxima - lo primero que se averigua es si
el candidato era feliz. En caso de no haberlo demostrado en vida, se cierra el
proceso.
Pero es fácil comprender que así debe ser. Puesto que
el acto virtuoso es el acto bien hecho y ¿hay algo más satisfactorio que hacer
las cosas bien?, debe engendrar felicidad. En consecuencia, la vida virtuosa
tiene que ser, por ello mismo, la vida feliz.
Tal vez lo que nos molesta a estas alturas sea qué
ha de entenderse por felicidad. Los medievales gustaban distinguir y precisar
los conceptos hasta lograr la máxima exactitud. Así distinguieron la felicidad
de la delectación, si bien nunca las separaron[2]. Comencemos por esta
última. La noción más simple que he hallado reza así: "el descanso en el
bien poseído"[3]. Nos
afanamos buscando lo que nos parece bueno y, cuando lo hallamos, descansamos.
Pero notemos que el descanso no se puede buscar directamente, sino que se logra
una vez obtenido el bien. ¿Cuál bien? Además hay que poseerlo. ¿Cómo? He aquí
la clave de toda la ciencia moral.
La respuesta a ambas preguntas depende de una
interrogante previa: ¿en qué consiste ser hombre? No se puede construir una
ética si no se ha estudiado previamente una antropología. Pero ésta depende de
la metafísica y como hoy esa ciencia no está de moda, nos resulta muy difícil
entender qué sea lo humano. Tal vez por ello cada cual se siente autorizado
para tener su propio criterio ético sin haber estudiado ni poco ni mucho el
tema: simplemente sin haber estudiado nada.
Estas simples y elementales consideraciones tienen
por fin, únicamente, hacernos más humildes y comprender que estamos ante temas
demasiado serios para ser tratados a tontas y a locas. De nada sirve asegurar que
la conciencia no nos acusa, porque primero tenemos que alimentar esa conciencia
con las nociones convenientes y sólo después podremos confiar en ella. Pero hoy
confiamos en ella antes de ilustrarla. Así jamás nos acusará de nada[4].
Aludíamos al racionalismo filosófico que nos hizo
perder de vista el objetivo de la meditación ética de los antiguos. Agreguemos
que dicho racionalismo interpretó a su manera al mismo cristianismo y logró
desviarlo de su primera inspiración. En el campo protestante dio origen al
puritanismo y movimientos afines que tanto marcaron la Europa de los pasados
siglos; en el católico, inspiró al jansenismo con el mismo efecto. De este
modo, el más grande pensador racionalista, Manuel Kant, declarará inmoral la
búsqueda de la felicidad[5] y lo más opuesto a la moralidad
cristiana que queda reducida al estricto cumplimiento del deber expresado por
su justamente célebre imperativo categórico[6].
Además de esta perniciosa consecuencia tenemos otra:
la pérdida de la noción de bien común y del carácter social de la persona
humana. Por ello la perfección humana adquirió un marcado tinte individualista
completamente ajeno a la tradición ancestral. Recordemos, a vía de ejemplo,
que, para un teólogo medieval, "dado que todo hombre es parte de la ciudad
es imposible que un hombre sea bueno si no está perfectamente proporcionado
al bien común"[7].
Y si a alguno le molesta que cite a un monje
medieval, permítaseme recordar a Aurelio Agustín, el padre de la civilización
occidental, al decir de Henry cardenal Newman:
"En cuanto a las
acciones que deshonran las costumbres humanas, se han de evitar según la
diversidad de las costumbres... Pues es indecente toda parte que no se acomode
a su todo"[8].
Dado que esta introducción se nos ha alargado
demasiado, permítaseme tan solo recordar estos dos temas básicos.
Sea el primero la determinación de la felicidad. ¿En
qué consiste? La respuesta ya está en Aristóteles: en el ejercicio de la más
alta facultad humana, a saber, la inteligencia[9]. Pero no hemos de entender
esta clásica sentencia al modo racionalista que separa la inteligencia de las
demás funciones humanas. Porque el hombre es un sólo todo, nuestras
distinciones son siempre peligrosas. De modo que no se trata únicamente de la
inteligencia, sino de proclamar su prioridad. Confirmémoslo con un ejemplo.
Piense cada uno qué le proporciona mayor delectación, o bien qué instante de su
vida cree ha sido el más pleno. Y verá que una condición indispensable será la
presencia de la inteligencia en él. Porque será absolutamente necesario que
sepamos qué estamos haciendo para ser felices. Ese objeto o ese momento elegido
no lo sería si no lo "supiésemos".
Muchos piensan que la felicidad está en el amor. Y
tienen razón. Pero ¿qué es amar? y ¿amando qué somos felices? Es fácil advertir
que sin la presencia de la inteligencia no hay amor y que mientras más noble se
presente el objeto, mayor amor despierta en nosotros. El adolescente enamorado,
con su ilusa descripción de su amada, nos muestra fácticamente el modo propio
de operar de la inteligencia. Es la perfección, real o supuesta, del objeto
amado lo que la sacia. Para los que sabemos que el Creador y Padre de todas las
cosas vela por sus criaturas predilectas, no cabe duda alguna sobre el sentido
de estos hechos.
Más difícil resulta comprender la naturaleza del
bien común y como éste es el único fin propio de la persona humana. Siglos de
racionalismo y liberalismo nos lo ocultan. Sin embargo es fácil comprender, al
menos, la absoluta necesidad en que estamos de vivir en comunidad. Si no fuera
por la comunidad biológica de nuestros padres no habríamos nacido, y si no
fuera por la comunidad psicológica que hemos de formar con ellos jamás
llegaríamos a hablar ni, en consecuencia, a pensar. En otras palabras, no hay
vida humana fuera de la comunidad. Mas toda comunidad nace al calor del bien
común. En consecuencia, es el bien común el primer bien al que aspira toda
persona.
Lo difícil es llegar a comprender la naturaleza de
dicho bien. Porque unos lo entienden como el bien del todo que prescinde de los
individuos y otros como el bien de todos, mera suma de bienes individuales.
Ambos conceptos son verdaderos en lo que afirman y falsos en lo que niegan. Es
el bien del todo, porque su efecto inmediato es crear un todo. El mejor ejemplo
que les puedo proporcionar es el de la salud corporal. Es el cuerpo como un
todo el que está sano o enfermo: ése es su bien común. Y la mano no duda en
sacrificarse por defender la cabeza. En efecto, por lamentable que sea su
pérdida, el todo puede sobrevivir; en cambio no puede sobrevivir a la pérdida
de la cabeza. Sin embargo no se trata de prescindir de las partes, ni siquiera
de las menos interesantes: la salud implica el buen trabajo del organismo como
un todo que incluye el de las partes, por supuesto. Pero el organismo no es la
mera suma de células u órganos. Por encima del detalle está el todo al que
pertenecen y del que son partes. Y es ese todo el que hay que cuidar. Por ello
no se trata de producir siempre más, sino lo justo según el todo. Justo que, en
diversas circunstancias, varía para enfrentarlas en mejores condiciones.
Podemos ya concluir que el principio supremo que
ilumina toda la reflexión moral es la "felicidad común". A esto, que
es únicamente filosofía, en la civilización occidental no hay que perder de
vista lo que enseña la religión que la acunó. El cristianismo agrega, a lo ya
visto, la realidad de una vida sobrenatural que hay que conseguir y un juicio
absolutamente sorprendente: el valor redentor del sufrimiento. Ninguna de
estas nociones está al alcance de la filosofía pero sin su presencia no es
posible entender la civilización en la que hemos nacido. En virtud de ellas se
han desarrollado ciertas consecuencias que inciden directamente en el tema que
nos reúne esta semana: el de la tecnología médica.
La primera es la estricta prohibición de manipular
al ser humano porque está destinado a ser hijo de Dios mediante esa vida
sobrenatural; por lo que se lo ha de tratar con infinito respeto. La segunda es
el valor redentor del sufrimiento por lo que no puede ser considerado de forma
meramente negativa, ya que es el camino que más directamente conduce a la
felicidad de la que hemos hablado recientemente.
Con estas nociones básicas me propongo abordar
ciertos temas de bioética con el fin de poner a vuestra disposición algunos
juicios éticos que puedan ayudarles en tan difícil tarea.
II. La
vida y la muerte.
Toda la ciencia médica
se halla abocada, tarde o temprano, a lidiar prácticamente con estos términos.
Importa, pues, sobremanera tenerlos claros. Si no sabemos qué es la vida ¿cómo
sabremos qué es la muerte? Y, en tal caso, no sabremos cuándo nuestro paciente
ha dejado de vivir.
Por desgracia he de reconocer que la filosofía no
sabe qué es la vida y, por ende, tampoco sabe qué es la muerte. Más bien somos
nosotros quienes tenemos que ser ilustrados sobre el particular. A pesar de lo
dicho, es importante reconocer que no lo sabemos. En otras palabras, todo lo
que podemos apreciar sobre la vida son aspectos exteriores, síntomas que nos
permiten discernir con cierta precisión si hay aún vida en el paciente o no.
Pero ¡atención! se trata tan sólo de síntomas exteriores y nada más.
Desde Aristóteles se reconoce al ser vivo por el
movimiento; lo que, por supuesto, es insuficiente. Porque prácticamente todo
está en movimiento respecto de algo. Con más precisión aclaremos que se trata
de un movimiento inmanente, es decir, que permanece en el interior del ser vivo
y que procura perfeccionarlo o mantenerlo en su ser natural. Los demás
movimientos son transeúntes, es decir, nos llevan a otro, lo son respecto de
otro más que de sí mismos. Los ejemplos más claros de movimiento inmanente son
el pensar, el elegir, el sentir, etc. Lo malo del asunto radica en que muchos
de estos movimientos pueden darse sin ninguna manifestación exterior.
Por eso muchas civilizaciones antiguas prohibían el
entierro antes del tercer o quinto día. No bastaban las señales superficiales
de la muerte, se exigía que comenzara la descomposición. Lo que nos lleva a
concluir que la experiencia milenaria de la humanidad sólo acepta la muerte
cuando se ha producido el cese definitivo e irreversible de toda actividad
vital.
El criterio comúnmente aceptado ha sido el del cese
de la función cardiorrespiratoria. La reanimación hoy posible de tantos
pacientes en tales condiciones nos ha demostrado que este criterio no basta. Se
ha agregado el del cese de la función de la corteza cerebral. Mas la
sobrevivencia en estado puramente vegetativo nos hace sospechar que tampoco es
suficiente. ¿será necesario regresar al criterio arcaico? Tal vez no sea
preciso esperar tanto, sobre todo si estamos ante un enfermo terminal del que
esperamos el deceso de un momento a otro. Con todo quisiera dejar claro que
tiene que haber seguridad del cese permanente e irreversible del organismo como
un todo para poder declarar con absoluta certeza la muerte de una persona[10].
Esta convicción no gustará a los que esperan
difuntos para proceder a transplantar órganos y los desean lo más recientes
posible, por lo que quieren apresurar el veredicto. Mucho me temo que comience
una comercialización de cadáveres realmente degradante de la dignidad humana.
Reconoscámoslo: no somos creadores de la vida y su misterio aún no ha sido
desvelado. Recordemos cuán mal le fue al aprendiz de brujo y exageremos la
cautela en tan difícil asunto. No quisiera que nuestra civilización occidental
siga los pasos de Adolfo Hitler que se permitió experiencias que en ese
entonces escandalizaron a todos pero que hoy estamos a punto de reiniciar en
gran escala. El respeto al hombre nos obliga a tener la certeza antes de
proceder en consecuencia y mientras más cautela exijamos, mejor será.
III. Los
medios ordinarios y extraordinarios.
El segundo tema que
quisiera tratar hoy es el del modo cómo ha de cuidarse al enfermo. Por supuesto
que, como no soy médico, no me refiero a la tecnología, sino a su uso ético.
Porque hoy ocurre que la técnica nos permite mantener viva a una persona por
tiempo indefinido. ¿Es moralmente obligatorio hacerlo? O bien, puestos en el
extremo opuesto, ¿es siempre lícito? Como son medios que no existían hace tan
sólo algunos lustros, la discusión ética está recién comenzando. A pesar de lo
cual creo que una antigua distinción, posiblemente debida al teólogo dominico
del siglo XVI, Domingo Bañez podrá ayudarnos[11].
Conviene, antes de ello, precisar que la vida
biológica o corporal no es el fin último del hombre y, por lo mismo, ha de ser
amada como un simple medio. Si así no fuese, todo acto de heroísmo sería
inmoral ya que expondríamos el bien mayor por lograr un bien menor. Tal vez
nadie mejor que santo Tomás de Aquino lo expresó:
"Naturalmente
grabado en cada cual está el amor a la propia vida y todo lo que se ordena a
ella; sin embargo con la debida moderación. Porque no han de ser amados como si
en ellos estuviera el último fin, sino en cuanto han de ser usados para
alcanzarlo. Por ello, el que alguno carezca del debido amor a los mismos es
contrario a la inclinación natural y, en consecuencia, es pecado"[12].
Es claro, pues, que nadie puede suicidarse y que ha
de hacer lo que esté a su alcance para cuidar y proteger su vida. Es aquí donde
se plantea el problema: ¿con qué medios? ¿Hasta dónde llega la obligación de
conservar la vida? Dado que ésta es un medio para un fin más alto, no es un fin
en sí misma y, por lo mismo, la obligación de conservarla no es absoluta:
"con la debida moderación", como señalaba el texto; es decir, habrá
un justo medio en el uso de dichos medios que es preciso señalar. La doctrina
que queremos recordar intenta ayudarnos a determinar ese justo medio.
"Nadie está obligado a lo imposible",
principio absolutamente obvio que ilumina toda esta difícil cuestión. El
problema está en determinar qué sea lo imposible a fin de no entender como una
simpleza tan importante principio moral. Porque es evidente que no estamos
pensando en lo absolutamente imposible sino en lo "moralmente" tal.
Uno de los que mejor ha explicado la cuestión es
Francisco de Vitoria O.P. (1492-1546)[13]. Según su criterio, hasta
la alimentación, si no hay esperanzas de recuperación y resulta muy penosa, no
es estricta obligación. Lo mismo puede decirse de las drogas que prescriben los
médicos. Vitoria distingue claramente, eso sí, entre la destrucción de una
vida y el abstenerse de buscar su prolongación si no hay dichas esperanzas. Es,
pues, decisivo en tal materia, mensurar las consecuencias de nuestros esfuerzos
por conservarla: porque "nadie está obligado a lo imposible".
Evitemos un escollo. La ética de situación, que cada
vez se difunde más en Occidente, está comprometida en una campaña en favor de
la eutanasia. ¡Qué palabra tan bella y tan mal usada! El tener una "buena
muerte" - eu-thanatos, en griego - es una aspiración de todos; mas hoy,
con este vocablo, se alude al asesinato del paciente terminal, justificado con
el pretexto de acortar sus sufrimientos, o bien, cosa que ocurre con
frecuencia, los sufrimientos de los familiares o de quien sea. Porque tales
enfermos molestan y así se alivia una situación tensa[14].
Esta novedosa interpretación de la ética hace incapié
en el concepto que ya vimos señalado por Vitoria: las consecuencias que
seguirán a nuestra intervención. Pero mientras el teólogo español pensaba en la
posibilidad de recuperación de la salud, los actuales situacionistas piensan en
la "calidad de vida". Cada uno varía en las características que se
han de apreciar para determinar si vale la pena vivirla, pero, en general,
insisten en la dignidad de la persona humana prácticamente identificada con su
libertad. A esto hay que añadirle la necesaria presencia del placer de vivir y
obtenemos un criterio válido, a su juicio, para determinar la sentencia de
muerte de todo aquél que quedará gravemente afectado en su libertad y en su
alegría de vivir en virtud del tratamiento médico que se le ha impuesto. Se
trata pura y simplemente de la justificación de un acto que procura directa y
deliberadamente la muerte del paciente.
Esta actitud me trae a la memoria una reflexión que
hiciera, a su paso por Santiago, el Dr. Josef Seifert. Según él, ya no es fácil
distinguir la magia de la medicina. Porque los que cumplen su juramento
hipocrático que los compromete con la salud y con la vida son verdaderos
médicos. Los magos o brujos, en cambio, ponen su "ciencia" al
servicio de la salud o de la enfermedad, de la vida o de la muerte, a petición
del cliente. Si la medicina, pues, faculta a los médicos a practicar el aborto
y la eutanasia, ya no será fácil distinguirla de aquélla.
Sólo un juez podrá, allí donde la ley lo faculte,
dictar la pena de muerte del criminal después de debido proceso. En ningún caso
daremos tal facultad al médico, ni al paciente, ni a sus familiares. Eutanasia
y aborto son asesinatos y nada más. Llama la atención que tanto se hable del "derecho
a la vida", en virtud del cual se suprime de la legislación la pena de
muerte, y, al mismo tiempo, se autorice a todos a imponerla a los hombres en
estado inicial o terminal. ¿Es acaso un delito no haber nacido o estar
gravemente enfermo? Si no es, en su opinión, lícito matar al criminal ¿por qué
autorizan el asesinato de quien es completamente inocente?
Pero regresemos ya al tema que nos ocupa y
enfrentemos las distinciones que quedaron pendientes. Eran dos: absoluta y
moralmente imposible, por una parte, y medios ordinarios y extraordinarios por
la otra. Si bien son completamente independientes, las he unidos porque se
iluminan mutuamente. Comencemos por la primera.
Es evidente que lo que puede un atleta entrenado no
lo puede cualquier mortal. Eso es absolutamente posible, ya que un atleta lo
puede, pero no lo es para el que no tiene entrenamiento. Para este último, es
"moralmente" imposible hacerlo. Con este ejemplo queda claro que
llamamos "moralmente imposible" a todo aquello que no puede llevar a
cabo tal persona en tal determinada situación. Pero hay más. Los hombres no nos
atrevemos a exigirle a nadie que sea héroe. Las legislaciones de las naciones
civilizadas contemplan algunas excepciones basadas en este principio. Así, por
ejemplo, nadie arresta a la madre que ha ocultado a su hijo y la acusa de
complicidad. Aceptamos la fuerza del amor materno y, ante la aflicción del
hijo, damos por descontado que lo ocultará. Respetamos su dolor y no la citamos
ante el juez. Para la madre, se dice, es "moralmente imposible"
entregar su hijo a la justicia si está en juego su vida. Este último ejemplo
revela que los moralistas buscan comprender el corazón humano y no exigirle
demasiado; todo lo contrario de lo que, en virtud de la interpretación puritana
y jansenista, se nos ha estado inculcando en los últimos tiempos.
Naturalmente, también este principio reconoce una excepción: cuando está en
juego el fin último del hombre nadie puede excusar su cobardía con un
"moralmente imposible". A pesar de lo cual no somos nosotros los
llamados a juzgar situaciones extremas.
Con estas nociones más claras podemos comprender
fácilmente la distinción entre medios ordinarios y extraordinarios. Los
primeros son los usuales en tales casos, medios que están al alcance del
paciente, del hospital y del médico que lo atiende. Los extraordinarios son
aquellos que requieren de un esfuerzo especial, de un equipamiento hospitalario
o especialización médica que sale de lo común. Como puede verse, esta distinción
depende mucho del avance técnico. Ciertos modos de reanimación que eran
imposibles hace tan sólo algunas décadas, hoy son medios ordinarios en
cualquier hospital.
Conviene precisar el juicio moral que acompaña a
esta distinción. El uso de los medios ordinarios es siempre obligatorio. En
eso consiste la medicina habitual. Tan sólo pueden suspenderse y reemplazarse
por un "cuidado" del enfermo en caso de enfrentar un proceso
irreversible que escapa totalmente a la capacidad de la medicina actual. El
"cuidado" consiste en la atención del enfermo que, ante la
imposibilidad de devolverle la salud, busca atenuar su dolor, su desamparo y
le ayuda a enfrentar con dignidad la inevitable y próxima muerte. El uso de
medios extraordinarios no es obligatorio y, si es demasiado oneroso o
peligroso, puede llegar a ser ilícito. Hay que evitar a toda costa el convertir
a una persona en conejillo de indias con consecuencias imprevisibles para su
equilibrio psíquico y moral.
Por eso, como no podemos obligar a nadie a ser
héroe, habrá que fijarse de modo muy especial en el paciente y en su familia.
Porque habrá que tener mucho cuidado antes de ponerlo en tal condición que lo
lleve a la desesperación. Hay sobrevidas atroces, insoportables. En tales casos
no puede hacerse uso del tratamiento. También hay que fijarse en el sacrificio
económico que puede estar involucrado, en el sufrimiento de la familia que
quedará por meses esperando una muerte que puede producirse en cualquier
momento, momento que es atrasado más y más, pero nunca alejado, por las
técnicas de conservación hoy día disponibles. En esas circunstancias la
familia sufre una suerte de tortura psicológica, sumamente estresante, que nos
obliga a hacer todo lo posible por evitarla.
Muchos autores, al tratar estos problemas, dejan
prácticamente todo en manos del paciente, o de sus familiares o del doctor.
Creo que se ha olvidado uno de los axiomas más antiguos de la justicia:
"Nemo iudex in causa sua". Nadie ha de juzgar su causa. Tampoco ha de
juzgar, en definitiva, en tan terribles circunstancias lo que se habrá de
hacer. Paciente y familiares son víctimas de una tan intensa emoción que no
pueden decidir con la cabeza fría, racionalmente; pero es obligatorio, en
toda decisión ética, seguir a la razón. El mismo médico también está involucrado,
a veces, más de lo que quiere reconocer. Como habrá que tomar una decisión
gravísima antes de entrar a usar de estos medios extraordinarios o a
abstenerse de ellos, juzgo que todo hospital debería tener a alguien o a alguna
comisión encargada de examinar tales casos y decidir qué es moralmente lícito,
qué es moralmente obligatorio y qué es ilícito. Porque se trata de una
determinación prudencial que sólo puede tomarse estudiando cuidadosamente las
circunstancias particulares. Si bien ha de tomarse en cuenta la opinión del
paciente, la familia y el médico implicado, la decisión no puede dejarse
únicamente en sus manos, porque la presión emocional que dificulta un juicio
sereno les impide decidir adecuadamente.
Hay que tener en cuenta que esta materia es objeto
de un juicio prudencial. La virtud de la prudencia es una de las más difíciles
de obtener. Requiere de la experiencia que dan los años, del dominio de las
pasiones que da la templanza y de la justicia que nos hace buscar en todo lo
que conviene al prójimo. Pero, por encima de todo, requiere de la sabiduría que
dan años de estudios y justeza en el juicio. Se comprende así que no se puede
dar solución en abstracto a este tipo de decisiones y que se requiere que se
seleccione personal idóneo para que enfrente tan graves problemas.
IV.
Conclusión
Quisiera terminar estas
brevísimas palabras con una sencilla meditación del sentido del dolor en la
civilización occidental al que ya aludimos. Como todos sabemos, esta civilización
nace en el crisol medieval que funde la herencia grecorromana con la judeocristiana.
En esta tradición, el dolor tiene un doble carácter:
en primer lugar un aspecto negativo: es el justo castigo del pecado; en segundo
lugar un aspecto positivo: es el acto Redentor.
¿Por qué es precisamente el dolor el instrumento redentor por excelencia?
Porque el pecado es la rebelión del hombre que no quiso someterse a la voluntad
del Creador, sino que, por el contrario, pretendió alzar su propia dignidad por
encima de toda otra consideración. El dominio del Creador fue rechazado para
proclamar la libertad del hombre[15]. En consecuencia, la
Redención provendrá del acto contrario: del acatamiento de su Voluntad y del
abatimiento de la soberbia humana. Ambos aspectos se realizan en el dolor y,
por encima de todo, en la muerte. Al aceptar, pues, resignadamente la muerte,
el hombre realiza el acto más meritorio que está a su alcance y se une, así, a
la muerte redentora de Jesús. Por ello san Pablo nos enseñó:
"Ahora me alegro
en mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las
tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia"[16].
Lo que le permite otorgar a todos los fieles una
función sacerdotal:
"Os ruego,
hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como
hostia viva, santa, agradable a Dios, éste es vuestro culto racional"[17].
En este contexto cultural, la misión del médico y
sus auxiliares adquiere una dimensión trascendente. Por ello ha de esforzarse
en usar toda la tecnología moderna para facilitar al enfermo terminal su acto
más perfecto y meritorio: el gozar de una "buena muerte", plenamente
consciente y consentida, mediante la cual pueda restablecer, en la medida de
sus posibilidades, el orden primigenio de la Creación.
JUAN
CARLOS OSSANDON VALDES
[1] “Y allí disputemos según nuestras fuerzas, no de la gloria, que es
cosa leve y pueril, sino de la vida misma y de la esperanza que tenemos de ser
felices” S. Agustín de Hipona. “Contra Academicos” L3, c.9, pág. 181. B.A.C. Madrid,
1951
[2] Cfr. S. Tomás de Aquino, “Summa Theologiae” I-II, q.2, a.6c; y q.3,
a4.
[3] Id. I-II, q.43, a.1 y 2; q.11, a.1,ad3; etc.
[4] Cfr. Juan Pablo II: “Veritatis Splendor” Nº62 a 64.
[5] “Crítica de la razón práctica: observación 2ª al IV teorema del c. 1
del libro 1º de la primera parte.
[6] Id. Párrafo 7º del capítulo 1º del libro1º de la primera parte.
[7] Santo Tomás I-II, q.92, a.1, ad3.
[8] Confesiones, L. 3º, c.8.
[9] Ética a Nicómaco, L.1º, en especial el c. VI.
[10] Ya en 1988, el Consejo Ético Danés, como nos lo recordara Josef
Seifert en su reciente visita, rechazó la identificación de la “muerte
cerebral” con la muerte del hombre.
[11] Cfr. Pablo Aguilera: “En la frontera de la vida/muerte”. Ed. Universitaria, Santiago, Chile. 1991.
págs. 101-127.
[12] O.c. II-II, q.126, a.1c.
[13] Cfr. “Relecciones de Teología” IX, 1y9; X,35. Resumido por P.
Aguilera, o.c. págs. 103-105.
[14] P. Aguilera cita a Flechter, Kohl, Maguirre y Mc Kormick. O.c. págs.
174-184.
[15] Esta idea no sólo está expresada en la Sagrada Escritura (Gen. 3),
sino, hasta cierto punto, en el mito de Prometeo. Tal vez el filósofo que la
expresa con más virulencia sea el joven Carlos Marx: “La filosofía no lo oculta. La profesión de
fe de Prometo: en una palabra odio a todos los dioses… es su propia profesión.
Este es el discurso que dirá siempre contra todos los dioses del cielo y de la
tierra que no reconocen la conciencia humana como la más alta divinidad. Esta
divinidad no tolera rivales… (la filosofía) repite lo que había dicho Prometeo
a Hermes, servidor de los dioses: “No cambiaré jamás, puedes estar seguro de
ello, mi suerte miserable por tu servidumbre. Prefiero estar encadenado a la
roca que ser el criado fiel, el mensajero del padre Zeus”. Propósitos
diabólicos más que humanos, por cierto. (Morceaux Choisies”. Ed. N.R.F. pág.
37. Cit. Por C. de Koninck en “De la Primacía del Bien Común contra los
personalistas”. Cultura Hispánica. Trad. J. Artigas. 1952. Pág. 170).
[16] Col. 1,24.
[17] Rom. 12,1.
Lo felicito y le agradezco por publicar estos trabajos Ossandon, un gran iusfilósofo.
ResponderEliminarSaludos.