martes, 28 de junio de 2016

LAS LEYES DE LA NATURALEZA


LAS LEYES DE LA NATURALEZA

 

 

I.- STATUS QUAESTIONIS

 

         Con sorpresa leí en el De Trinitate de san Agustín:

"Y no sólo los ángeles malos, sino incluso los hombres perversos, como vimos en el ejemplo tomado de la agri­cultura, pueden aplicar al exterior causas accidenta­les, las que, aunque se digan naturales, se utilizan siempre conforme a las leyes de la naturaleza ..."[1]

         En verdad, tenía entendido que el concepto "leyes de la naturaleza" había nacido con la revolución científica moderna, por lo que me resultó asaz extraño encontrarlo en un autor del siglo V. Me bastó consultar el texto latino para solucionar la duda. Donde el traductor lee: "se utilizan siempre conforme a las leyes de la naturaleza", el santo de  Hipona escribió: "tamen secundum naturam adhibentur". No hay, pues, alusión alguna a "leyes" las que entraron subrepticiamente en la traducción.

         Según parece, el concepto moderno se ha incorporado total­mente a nuestra cultura filosófica e, incluso, teológica, con total independencia de su origen histórico. Así, por ejem­plo, con casi la misma sorpresa leí en una obra de Philippe Delhaye:

"Diremos que, de acuerdo a las leyes de la natura­leza, un cuerpo no puede atravesar una puerta de made­ra"[2].

         Respecto de este segundo texto, solo diré que el autor está tratando de explicar la diferencia entre un hecho natural y otro sobrenatural - ejemplificada por la aparición de Jesús resucitado en el Cenáculo - la que se descubre porque el segundo no se somete a las "leyes de la naturaleza". No está demás recordar que la teología tradicional explicaba este hecho en virtud de la propie­dad de "sutileza" propia de los cuerpos resucitados. En todo caso, el libro está dedica­do a la ley natural o moral y nada tiene que ver con la cosmolo­gía.

         Mayor asombro me produjo hallar la misma expresión en el Magisterio Pontificio:

"Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no "desde fuera", mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino "desde dentro", mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación"[3].

         La encíclica agrega una nota que envía a la Summa Theologiae I-II, q. 90, a 4. ad 1m.

         Pienso que se trata de un párrafo no bien meditado que se escapó en virtud del contagio que producen las ideas general­mente admitidas. La encíclica está dedicada a la moral y es eso lo que quiere enseñar. Aquí estamos ante una mera acotación marginal, a vía de ejemplo, por desgracia, inadecuado. Permítase­nos agregar un par de reflexiones para que veamos el defecto incluido en la aparentemente anodina expresión.

         Comencemos con la cita de santo Tomás. Este no se refiere para nada a las supuestas "leyes", se limita a asegurar que la ley moral es conocida internamente por el ser humano; mucho menos establece que los cuerpos sean movidos "desde fuera", expresión que contradice toda su cosmología. Además, el declarar­las "inmutables" contradice la radical contingencia de todo este mundo. Hay, por supuesto, necesidad formal; pero, en la existen­cia, todo queda afectado por la contingencia. En verdad, la afirmación en cuestión es plenamente carte­sia­na, muy alejada del pensamiento tomista. Allí los cuerpos son "inertes", movidos desde el exterior y no en virtud de sus formas, y estos movimien­tos obedecen a leyes matemáticas, es decir, puramente formales, que, por lo mismo, son inmutables. ¿Pretende, pues, esta encícli­ca que nos convirtamos al cartesia­nismo? De ninguna manera. Como dijimos, su enseñanza es moral y nada tiene que ver con la cosmología. Pienso que se trata de una observación circunstancial no bien meditada de la que solo cabe lamentar el que haya sido escrita tan desaprensiva­mente.

         Fue justamente la lectura de este último ejemplo el que me motivó a iniciar la brevísima investigación que paso a poner en manos de mis colegas a fin de que sea criticada y perfecciona­da.

 

II.- LAS LEYES DE LA NATURALEZA EN SANTO TOMAS

 

         Es extremadamente difícil demostrar que algo no existe. Si bien jamás he hallado en el Angélico tal expresión, no por eso puedo negar que al menos el concepto podría hallarse en su obra. A pesar de lo cual me atrevo a sostener que nada parecido hay en su pensamiento; porque, si bien acepta extender la palabra "lex" a los irracionales, lo tolera sólo "per similitudinem", ya que este concepto implica una naturaleza racional la que no se da en las demás creaturas[4].

         Como escolio de lo dicho puedo ofrecer el capítulo 78 del libro tercero de la Contra Gentes que se refiere al gobierno de las creaturas irracionales encomendado por Dios a las intelec­tuales. Ya antes, en el capítulo setenta del libro segundo, había recorda­do nuestro teólogo que, según Aristóteles, el cielo tenía alma[5]. A pesar de no aceptar tal teoría, santo Tomás considera que los cuerpos infe­riores son regidos por los superiores y éstos por las inteli­gen­cias angélicas.

         De los seis argumentos expuestos - en este capítulo 78 - sólo me referiré a tres. En el primero de ellos aparece un importante "opor­tet" que nos indica que no se trata de demostra­ciones apodícti­cas sino mera­mente probables. En el segundo señala que los seres carentes de conocimiento se limitan a ejecutar el orden que desconocen, por lo que son regidos por los que lo conocen, los que, por ello mismo, participan mejor de la fuerza (virtus) del agente principal al conocer la disposición del orden creado. El cuarto señala que aquéllos actúan movidos únicamente por la fuerza operativa que emana de la propia forma del operan­te[6], la que, por carecer de universalidad conviene (oportet) que sea regida por la del ángel que posee formas universales gracias al conocimiento.

         Establecida esta doctrina "cosmológica", santo Tomás, siguiendo al Pseudo-Dionisio, nos aclara que se trata de las "virtudes", cuarto coro angélico, que tienen a su cargo regir el movimiento de los cuerpos celestes. Estas mismas "virtudes" están encargadas de los milagros, es decir, de aquellas operacio­nes que se realizan "praeter ordinem naturae"[7].

         Toda esta argumentación ha sido abandonada desde que Newton logra explicar el orden astral por el cumplimiento de las inmutables "leyes de la naturaleza". Me parece, pues, obvio que, dado que santo Tomás conside­ra que la operación de los astros brota de su propia forma individual interior y que, por ello mismo, es incapaz de justificar su inserción en un orden univer­sal, podemos asegurar que carece de dicha noción: por ello, en vez de atri­buirlo a las "leyes", lo encomienda a los ánge­les.

 

III. LAS LEYES DE LA NATURALEZA EN LA CIENCIA MODERNA.

 

         Investigando el origen de este concepto me he visto obligado a retroceder hasta ¡el siglo XIII!

         A.C. Crombie muestra cómo el neo-platonismo, al cambiar la noción de sustancia aristotélica, llevó a la matematización de la realidad corporal. Sabido es que, para el Estagirita, la materia es pura potencia­lidad y es lo que hace posible el cambio sustancial. A través de san Agustín y de Escoto Eriúgena, los medievales van a recibir esta noción ligeramente cambiada. Para los neo-platónicos lo que permanece en un cambio es la extensión actual; es decir, la pura potencialidad artistotélica ha quedado enriquecida con las tres dimensiones espaciales que los árabes pasarán a denominar "corpo­reidad común"[8]. Tal vez el primero en sufrir su in­fluen­cia fue Grosse­teste, quien identificó la corpo­reidad con la luz y llegó a sostener que la creación consistió en producir un único punto de luz que se difundió en todas direccio­nes y dio así origen a la extensión. De este modo las leyes geométricas de la óptica son el fundamento de la realidad y las matemáticas pasan a ser esenciales para la comprensión de la naturaleza[9]. Además, la única ciencia que prueba lo que sostiene es la matemá­tica[10], mientras en las demás nos halla­mos ante una "minor certitudo", porque, dado que diferen­tes causas pueden producir el mismo efecto, nunca habrá certeza[11]. Con todo, y a diferencia de Descar­tes, sostuvo que si bien la matemática es necesaria, es insufi­ciente en física.

         Con Roger Bacon se da un paso más pues intentó matema­tizar todo lo posible la ciencia física y, por lo mismo, reempla­zó la forma por las "leyes de la natura­leza" como fuente explica­tiva de los fenómenos[12]. Sin embargo, está consciente de que la física no es la última de las ciencias y que debe someter­se a la metafísica; por lo que aún falta mucho para llegar a la concep­ción moderna.

         El siglo XIV se caracterizó por ensayar todas las hipótesis, no contentarse con ninguna y sembrar el escepticismo. El renacimiento vuelca los mejores espíritus en otra dirección y habrá que esperar al XVIº para que, junto con la reedición de libros de ciencia de los siglos XIII y XIV, recomience el estudio de la naturaleza. Durante esa época la ciencia no dejó de avan­zar, lentamente, por cierto, hacia el matematicismo y mecanicis­mo, es decir, hacia la consideración de la materia como mera exten­sión sometida a las "leyes de la natura­leza"[13].

         La razón por la que Aristóteles había alejado a las matemáticas de la física radicaba en que ésta era incapaz de conocer la naturaleza esencial de las cosas. Pero a partir del éxito alcanzado por el "artista-ingeniero" Leonardo da Vinci (1452-1519) al aplicarlas a la mecáni­ca, dicha postura será abandonada. Con Galileo (1564-1642) tenemos ya la consciente renuncia a buscar esas esencias inencontrables para limitarse a lo único posible de conocer: ciertas regularidades y sus causas próxi­mas[14]. Además, insiste en la necesidad de efec­tuar medicio­nes que hagan posible expresar tales regularidades matemáticamen­te. De este modo procura reducir la experiencia a sus relaciones cuantitativas las que podrán ser expresadas mediante conceptos abstractos no observables pero de los que se puede deducir el fenómeno estudiado. Llega al convencimiento de que la naturaleza es matemática, a pesar de que ello contradiga el testimonio de los sentidos[15]. La naturaleza es, pues, geomé­trica y su compor­ta­miento depende de esa estructura geométrica: lo que no es matema­tizable es subjetivo:

"(el libro de la naturaleza) está escrito en lenguaje matemático y las letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas"[16].

Con él, la hipótesis com­probada expresa el orden natural y el fenómeno observado es considerado consecuencia de una "ley de la naturale­za" que es el fin de toda la investigación científica.

         Muy parecida es la contribución de su contemporáneo Francis Bacon (1561-1626) en el tema que nos ocupa. Bacon aún habla de forma, mas está enten­diendo con esta palabra lo que Galileo llamaba "ley" y también incorpora la concep­ción geométri­ca de la reali­dad, heredada del neo-plato­nismo, y que Descartes impondrá a la moder­nidad. Con otras palabras, pues su lenguaje es más tradi­cional que el de Galileo, expresa mejor el mecani­cismo.

         Sus discí­pulos geometrizarán completamente la realidad. Pierre Gassendi (1592-1655), continuador de Galileo, identificará el espacio real con el de Euclides abandonando por completo la concepción aristotélica y Robert Boyle (1627-1691), el continua­dor de Bacon que impregna­rá con estas ideas la Royal Society y tendrá notable influencia en Newton, se sintió forzado a alzar el empirismo baconiano frente al racionalismo de Descartes por lo que fue calificado, en su misma época, de "restaurador de la filosofía mecanicista en Inglaterra"[17], y se convenció de que la doctrina aristotélica sobre las "naturalezas" era inútil, por lo que intentó explicar todas las propiedades de los cuerpos por la materia y el movimiento: por el tamaño, forma y movimiento de las partículas que lo componen. Ciertamente, abrazó el mecanicismo tan dogmáticamente que jamás discutió su veracidad.

         En este sentido Descartes (1596-1650) no aporta nada nuevo. Su mérito radica en establecer al mecanicismo como única filosofía posible en un mundo completamente geometrizado y sometido a las "leyes de la naturaleza", del cual han desapare­cido las formas, las causas eficientes, las esencias, las cuali­dades secundarias: es decir, todo lo que los sentidos corpóreos y el "sentido común" muestran como real. Si bien es verdad que su física será reempla­zada por la de Newton, su filosofía se manten­drá incólume.

 

IV.- CONSECUENCIAS INESPERADAS

 

         Como todos sabemos, Descartes creía que su método alejaría para siempre al escepticismo de la filosofía y, además, afirmaría la verdad de la religión católica ante los "liberti­nos". Cornelio Fabro ha demostrado fehacientemente el origen cartesiano del ateísmo contemporáneo[18]. Gilson y Crombie demues­tran que el materialismo proviene íntegramente del método inven­tado por el "soñador" - como lo llamaría Lokhe - francés[19].

         Conviene que nos detengamos un momento en este punto dado que fue este pensador uno de los que impuso al mundo el determinis­mo basado en esta concepción y, tal vez, su influjo, al menos en el aspecto filosófico, fue el preponderante.

         Uno de los que mejor y más brevemente ha estudiado este aspecto es E. Gilson. Este crítico nos llama la atención sobre el primer propósito del famoso autor moderno: la "matemática univer­sal". Se trataba de un saber universal, o mejor aún, un método universal que abriría las puertas de la ciencia a la humanidad. La metafísica, considerada hasta entonces como la reina, pasaría a ser un mero capítulo de aquélla. La primera consecuencia de tan original punto de partida parece intrascendente: así como la matemática trabaja con ideas y nada más que con ideas, así también lo ha de hacer la filosofía y toda la ciencia. Por eso, la definición es la cosa misma; afirmación obvia en matemáticas, peligrosísima en filosofía y fundadora de esa actitud que hoy llamamos idealismo. Advertamos, para comprender mejor el peligro, que las ideas son exclusivas y excluyentes.

         El primer fruto de su método será el "cogito". Así descubro que soy una cosa que piensa; es decir, que duda, entien­de, concibe, afirma, niega, quiere, rehúsa, imagina, siente. Permítasenos sorprendernos ante la mescolanza de actos - espiri­tuales unos, sensibles otros; intelectuales unos, volitivos otros - incluidos en este concepto que, además, se pretende "claro y distinto". Justamente esta última nota nos recuerda que debemos excluir del cogito todo lo que no le pertenece: cuerpo, nutri­ción, movimiento, sensación, etc.. Llegamos a la conclusión de que el alma es puro pensamiento, mientras el cuerpo es pura exten­sión. De este modo la metafísica se convierte en una suerte de espiritualismo puro, mientras que la física sería puro mecani­cis­mo.

         Entendida así la realidad y la filosofía y la física, algo queda claro y Descartes tuvo la suerte de convencer de ello a los más ilustres de sus contemporáneos: la visión escolástica era falsa. Porque los escolásticos partían de la experiencia hasta para tratar las cuestiones propias de la metafísica; entendían al alma como forma de un cuerpo; y hasta en la física buscaban dichas formas. Cometían la locura increíble de querer alzarse hasta Dios partiendo de las creaturas conocidas gracias a la experiencia sensible. Eso, de ninguna manera; Descartes enseña que sólo por ideas innatas se prueba la existencia de Dios.

         El desastre comienza cuando J. Locke demuestra que no existen ideas innatas; de aquí su calificativo de "soñador" con que bautiza al ilustre pensador francés.

         Estamos ya en condiciones de comprender por qué Gilson acusa a Descartes de ser padre del materialismo. Su demostración podríamos reducirla a cuatro puntos:

1.- En vez de alma prefiere hablar de mente, ya que no dice relación a cuerpo alguno, al menos en su concepto. Por ello sólo puede ser demostrada matemáticamente. El alma o mente es espíritu a lo cual se llega exclusivamente en base a las ideas innatas.

2.- Con lo cual el alma, al menos en su concepto, queda "desin­cor­porada"; es decir, ya no es la forma del cuerpo tal como la entendían los escolásticos. Es verdad que Descartes reconocerá que se une al cuerpo sustancialmente, pero tal afirmación parece más un resto de su primera formación escolástica que una conse­cuencia de sus principios.

3.- Consecuencia de todo lo anterior, el cuerpo es tan sólo una máquina, cuyo funcionamiento no requiere de forma alguna como suponían falsamente los escolásticos.

4.- De este modo el hombre queda separado en dos, al menos en su concepción intelectual: mente y cuerpo. Recordemos que las ideas claras y distintas son exclusivas y excluyentes por lo cual lo que pertenece al alma no puede hallarse en el cuerpo y viceversa.        Concluye Gilson: al caer las ideas innatas bajo la acertada crítica de Locke, cae la "mente", justamente porque ya no es alma. Y si nos parece que esta conclusión es forzada ¿por qué no consultar el testimonio de los primeros materialistas?

"Es verdad que este filósofo (Descartes) se equivocó mucho y nadie dice lo contrario. Pero comprendió, al fin, la naturaleza animal y fue el primero que demostró que los animales eran meras máquinas. Ahora bien, después de un descubrimiento de tal importancia y que supone tanta sagacidad, ¿cómo no disculpar, sin ser ingratos, todos sus errores? Todos ellos quedan repara­dos, a mi parecer, por aquella gran declaración. Pues, al fin, diga lo que dijere sobre la distinción de las dos substancias, es evidente que no se trata sino de una estratagema, de una argucia del lenguaje para hacer tragar a los teólogos un veneno escondido a la sombra de una analogía que llama la atención de todo el mundo y que sólo aquéllos no ven"[20].

         Así se expresa De La Mettrie en su famoso "El hombre máquina". No compartimos, obviamente, la malévola insinuación con que termina la cita, mas es importante señalar que este juicio es compartido por otros materialistas, incluido el mismo C. Marx.

         Mas es hora ya de que cerremos este paréntesis y volvamos al tema central.

         Aunque no se ha hecho una historia de la concep­ción de las "leyes de la naturaleza", me atrevo a conjeturar que son respon­sa­bles - en no escasa medida - del desprestigio total del cris­tianismo entre los filósofos del s. XVIII. Uno de los prime­ros deístas y gran defensor de la tolerancia religiosa si bien su actitud personal era probablemente la de una total indiferencia, Lord Shaftesbury (1671-1713), lo expresó con clari­dad. A su juicio, los cristianos no deberían insistir en los milagros, porque más bien conducen al ateísmo, pues suponen que Dios corrige su obra[21]. ¿De dónde brota semejante juicio? Recor­demos que Descartes ha aceptado únicamente lo que emana necesa­riamente del cogito: como de la noción de triángulo el que tenga tres ángulos. ¿Puede Dios hacer que tenga cuatro? Obviamente no. Así, pues, en un universo matemá­tico, provisto de necesidad geométri­ca, el milagro no tiene cabida, pues contradice "las leyes de la naturaleza". De aquí surge espontánea la calificación liberal del cristianismo: "superstición".

         Un buen testimonio del concepto racionalista de ley lo tenemos en una autor completamente alejado de la ciencia como lo era el barón de Montesquieu (1689-1755). De todas sus obras la que le granjeó mayor fama fue "L'Esprit des lois" que, aunque dedicada a la política y, si se quiere, a la sociología mezclada con la historia, nos da una perfecta idea de qué se entendía por ley en aquella época. Su exposición comienza con una disertación muy amplia sobre qué deba entenderse por ley. Se trata, simple­mente, de relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas. Ciertamente su alusión a la naturaleza no era del gusto de los naturalistas, pero el calificarlas de "relaciones necesarias" nos da la clave del concepto que el racionalismo había impuesto en toda Europa. Por esto todos los seres, incluido Dios, están sometidos a leyes y, por lo mismo, no existe el azar.[22]

         Pero las leyes pronto demostraron dar lugar a muchas excepciones. Entonces, un hombre inteligente, de esos que creen que todos los demás son tontos, inventó una frase sublime: "la excepción confirma la regla". Pero como no todos lo son - al menos no tanto - algunos advirtieron que, en un mundo provisto de necesidad geométrica, la excepción la destruye en vez de confir­marla. En el siglo XIX parece que un notable número de científi­cos se dedicó a poner en duda el determinismo científico. Y así ya Emile Boutroux, en 1876, escribía su famosa tesis "Sobre la contingen­cia de las leyes de la naturaleza", al que siguió toda la obra de Bergson consagrada a destruir el determinismo de Spencer. Para no eternizar la lista de los que siguieron esta senda, terminemos este brevísimo recuento con la figura de uno de los mejores matemáticos de comienzos de nuestro siglo: H. Poinca­ré quien llegará a la conclusión de que las leyes tienen tan sólo un carácter convencional. Desde entonces la ciencia no ha dejado de abandonar la concepción racionalista que las justi­ficaba. Imagino la incredulidad de Descartes si pudiera leer, como nosotros, los (des-)propósitos de Bertrand Russell:

"las matemáticas pueden ser definidas como aquel tema en el cual ni sabemos nunca lo que decimos ni si lo que decimos es verdadero"[23].

Reacción a todas luces excesiva ante la exagerada geometrización que dio origen al concepto "leyes de la naturaleza". El golpe de gracia a la visión moderna de la ciencia parece que lo está propor­cionando la teoría cuántica y el indeterminismo de Heisem­berg.

         Tanto preocupa la nueva orientación que parece estar tomando la ciencia que se multiplican los simposios y los libros dedicados a temas relacionados con lo que venimos exponiendo. El azar ha sido objeto de nuevos estudios, ya sea en sí mismo, ya en relación con una determinada teoría científica[24], así como el valor del determinismo en la ciencia. No hay duda, estamos ante una crisis provocada por la caída de la metafísica racionalista y su concepto determinista de las leyes de la naturaleza.

 

V.- CONCLUSION

 

         Para los que gustamos leer los textos tradicionales de la filosofía, especialmente los de Aristóteles y de santo Tomás de Aquino, el desmoronamiento del racionalismo determinista no nos conmueve. Lo que nos importa es la pérdida de la confianza en la ciencia que le ha seguido y, peor aun, en la filosofía; en una palabra, en la cultura occidental. El escep­ticismo es siempre una enferme­dad que paraliza la razón y, por lo mismo, jamás produce buenos frutos. Como tan bien lo demostrara Gilson, cada vez que los hombres comprenden que han entrado en un camino equivocado, caen en él hasta que un nuevo pensador hace renacer la con­fianza en la inteligencia e inicia un nuevo ciclo filosó­fico[25].

         La convicción de que no hay tales "leyes de la natura­leza" o de que éstas son poquísimas y, a lo más, tienen un mero carácter negativo[26], no ha de afectar a las convicciones metafí­sicas que nada tienen que ver con ellas. En particular no hay que confundir la noción de causa y el principio de causalidad, cuya verdad es evidente por sí misma, con esas concepciones producto del racionalismo matematizante del siglo XVII.

         Porque es bastante común escuchar ahora que el determi­nismo puede definirse con una proposición como la siguiente: "iguales causas producen iguales efectos"[27]. Dicha caracteriza­ción po­dría conve­nir al determinismo antiguo - aristotélico o, mejor aún, estoi­co -, pero no al actual.  Los antiguos griegos creían que la serie de las causas - "rationes necessariae" en el lengua­je estoico - producía las constantes que fácilmente obser­va­ban, como las estaciones anuales, e, incluso, el gran año. Este determinis­mo es reproducido en la edad media por un Averroes, por ejemplo. En Aristóteles, a pesar de lo dicho, queda un lugar, aunque mínimo, a la contingencia.

         A partir de Bacon, Galileo y Descartes asistimos al obscurecimiento y posterior desaparición de la noción de causa con lo que no podemos definir de tal manera al determinismo moderno. Ya no estamos ante causas necesarias sino ante leyes provistas de necesidad meramente formal como ya hemos explicado. Newton tuvo clara conciencia de este hecho y, por ello, distin­guió rigurosamente ley de causa[28].

         Los científicos actuales están conscientes de que, en todo ello, la ciencia ha hecho trampa. Galileo, por ejemplo, no considera lo que individualiza - y hace real - su experimento para conservar tan sólo lo que es expresable matemá­ticamente: es decir, el movimiento y la extensión; lo que lo llevó a la distin­ción de cualidades primarias y secundarias con la consiguiente negación de la realidad objetiva de estas últi­mas. En otras palabras: sus experimentos son sencillos y aisla­dos; lo que los hace irreales, pues tales condiciones no se hallan en la natura­le­za.

         La más consciente de las ciencias actuales - si se puede hablar así - de la equivocación primordial de la ciencia moderna es la biología donde el individuo es tan notorio. Como lo es por ser distinto, no es posible hallar las famosas "causas iguales", ni tampoco las "leyes" de los modernos. De hecho, en el mismo siglo XVII, fueron los biólogos los que resistieron al mecanicismo y al determinismo triunfantes.

         Recordemos que hay cuatro tipos de causas, pero que sólo existen los individuos. Por lo que, si bien cada causa actúa específicamente de la misma manera, su individualización real implica diferencias notorias en la realidad. Por ello santo Tomás suele usar la expresión "in pluribus" que podríamos traducir (lo que ocurre) "la mayoría de las veces". Porque, en la realidad, la causa individual puede fallar y obtener un resultado completamen­te opuesto a lo que pretendía o no obtener resultado alguno. Por aquí es fácil comprender que todo, en la realidad, es contingen­te. Lo que no niega la existencia de las causas sino que alude a las diferencias y fallas individuales necesariamente presentes en ellas. De modo que el sueño de Laplace no es comprensible en la filosofía tomista. La contingencia que afecta a las causas reales impide que, conocido un instante del universo baste para conocer­lo desde su origen hasta su fin. Este pensamiento es comprensible en el determinismo moderno, pero no en la filosofía tradicional porque está enteramente apoyado en la concepción de las "inmuta­bles leyes de la naturaleza", las que no son afectadas por los seres reales.

         La caída del determinismo y de la concepción basada en las leyes, que parece estar a punto de consumarse en la ciencia actual, no debe sorprendernos ni convertirnos en los últimos defensores de tal sistema olvidando el grave daño que hizo a la metafísica y al cristianismo. Es perfectamente claro que no debe afectar a la metafísi­ca tradicional y, sobre todo, a la doctrina de la causalidad. Tampoco tiene relación alguna con la libertad humana. Esperamos, pues, tranquilos la nueva visión del mundo -que pronto dejará su lugar a otra - y mantenemos nuestra metafí­si­ca independiente de toda hipótesis científica. Lo que, por cierto no significa que no nos interesen las ciencias de la naturaleza. Muy por el contrario, nuestra atención debe dirigirse a ellas pero debe procurar distinguir cuidadosamente el hecho demostrado de la mera hipótesis. Sobre el primero es legítimo fundar una metafísica, sobre la segunda, no. Justamente, la concepción que hoy parece estar siendo abandonada, no se basaba tanto en los hechos cuanto en una interpretación de los mismos, fundada, a su vez, en conceptos filosóficos, o mejor aún, en tesis metafísicas falsas. De su desaparición la verdadera metafí­sica, la tradicional, no puede recibir daño alguno sino, más bien, saldrá fortalecida y depurada.

 

 

 

 

 

                  JUAN CARLOS OSSANDON VALDES


 

                  LAS LEYES DE LA NATURALEZA

 

         Parece aceptado por todos los tomistas el concepto moderno de leyes de la naturaleza. Mas la expresión no se halla en los textos del Aquinate ni tampoco el concepto. De hecho, las leyes que hoy explican el orden planetario solar reemplazan a las Virtudes angélicas, que según santo Tomás, tenían esa función.

         Por desgracia este concepto responde a la concepción mecanicista y matematizante de la física, heredada de los neopla­tónicos e impuesta en los tiempos modernos por Descartes y Newton. Consecuencias de esta concepción han sido el materia­lismo, el ateísmo y el desprestigio del cristianismo.

         La ciencia moderna inició, en el pasado siglo un movimiento emancipador. Ya casi nadie cree en ellas a nivel de física y, en el mejor de los casos, se les reconoce un valor de promedio estadístico. A los tomistas tal "revolución" científica no debe sorprendernos, y, lo peor que podríamos hacer es, si­guiendo el ejemplo de nuestros antepasados del s. XVII aferrar­nos a una formulación científica obsoleta.

 

                       CURRICULUM VITAE

 

         Profesor de Filosofía, Universidad Católica de Chile. Licenciado y Doctor en Filosofía y Letras, Universidad Compluten­se de Madrid. Se ha desempeñado como profesor en la Catho­lic Univer­sity of Puerto Rico (1967-72), en la Universidad Católica de Chile y en la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educa­ción, Santiago, Chile. Actualmente trabaja en la Universidad Católica de Valparaíso, en la Universidad Adolfo Ibáñez, ambas en Valparaíso y en la Universidad Gabriela Mistral, Santiago, Chile.

         Ha publicado: "Aprendiendo a pensar" (U.M.C.E. 1987) y

varios libros en colaboración con otros autores. Colabora habi­tualmente en revistas de Filosofía y de cultura general.



    [1]  L.III c. 9 Nº 16.
    [2]  Permanence du droit naturel, 2ª ed. Nauwelaerts, Louvain, 1960 pág. 15.
    [3]  Veritatis Splendor Nº 43.
    [4]  Cfr. S.Th. I-II q. 91 a 2c y ad 3m; q. 93 a 5c y 6c.
    [5]  "Hoc autem quod dictum est de animatione caeli, non diximus quasi asserendo secundum fidei doctrinam, ad quam nihil pertinet sive sic sive aliter dicatur. Unde Augustinus, in libro Enchiridion dicit: nec illum quidem certo habeo, utrum ad eandem societatem, scil. angelorum, perti­neant sol et luna et cuncta sidera: quamvis nonnullis lucide esse corpora, non cum sensu vel intelligentia videantur". Si la frase en negrita (destacada por mí) hubiese sido mejor comprendida, no habría habido juicio a Galileo.
    [6] "... omnis autem virtus operativa tantum est ex aliqua forma propria operantis" L.c. ad Virtutes particulares natae sunt.
    [7] o.c. L. 3 c. 80 ad secundo autem.
    [8]  Historia de la ciencia: de san Agustín a Galileo, vol.1, trad. J. Bernia, 5ª reimpr., 1987, Págs. 75-76.
    [9] Ibíd.
    [10]  O.c. vol. 2, Pág. 24.
    [11]  Basado en esta importante tesis lógica, san Roberto Cardenal Bellarmino procuró, en vano, convencer a Galileo de que debía presentar sus ideas heliocéntricas como meras hipótesis. Si bien la ciencia daría, mucho después, razón, en parte, a Galileo, desde el punto de vista lógico, Belarmino ganó la discusión. El pobre Galileo intentó demostrar su tesis en base a ... ¡las mareas! Naturalmente, no logró convencer a nadie. Cfr. Crombie o.c. vol. 2, págs. 188-192.
    [12]  O.c. Págs. 30-31
    [13] Cfr. G. Fraile O.P. Historia de la Filosofía. T. III. Del humanismo a la ilustración. BAC. Madrid. 1966. pág. 292.
    [14]  A.C. Crombie o.c. vol. 2, pág. 126.
    [15]  Ibíd. pág. 130.
    [16] Il Saggiatore q. 6 cit. por A.C. Crombie o.c. vol 2, pág. 131.
    [17]  O.C. vol. 2, pág. 262.
    [18]  Génesis del ateísmo contemporáneo. en "El ateísmo con­temporáneo" VV.AA. Ed. Cristiandad. Madrid. En particular, pág. 41.; si bien todo el artículo debe ser leído. Cfr. así mismo, el fracaso del cogito, pág. 64. Garrigou Lagrange O.P. es del mismo parecer: "La filosofía moderna y la sociedad moderna, en su escuela, han perdido la noción de Dios". "El sentido común". Trad. O. N. Derisi. Ed. Palabra. Madrid. 1980 págs. 183-4.
    [19]  Crombie, o.c. pág. 276; Gilson: "La unidad de la expe­riencia filosófica" Trad. C. Baliñas, Rialp. Madrid. 1960. c. VI págs. 183-208
    [20]  La Mettrie "El hombre máquina". Eudeba. Trad. A. Cappe­lletti. 2ª ed. Buenos Aires. 1962. Pág. 93-94.
    [21]  Cfr. Fraile o.c. pág. 809.
    [22]  L'Esprit des Lois I,1 citado por Fraile "Historia de la filosofía" t. III BAC Madrid. 1966 págs. 877-878.
    [23]  Cit. por Gilson o.c. pág. 340
    [24]  Así el premio Nobel Jacques Monod ha creído poder justi­ficar la teoría de la evolución biológica en base al azar ("el azar y la necesidad") siendo refutado por G. Salet ("Azar y certeza"). También se ha pronunciado, entre otros, F. Hoyle ("El universo inteligente") negando toda posibilidad de originar la vida en virtud del azar. La fundación Dalí reunió a notables científicos europeos para hacer un verdadero "Proceso al azar" (Tusquets ed. Barcelona 1986).
    [25] Es la enseñanza que brota de todos los capítulos de "La unidad de la experiencia filosófica". Libro apasionante que enseña a filosofar y no dejarse engañar por espejismos.
    [26] "Proceso al azar" pág. 126.
    [27]  Proceso al azar. Opinión de J. Wagensberg p. 94.
    [28] A.C. Crombie o.c. pág. 286.

1 comentario:

  1. Comentario sobre la cuestión:
    Respecto al análisis del profesor Ossandón en cuanto a su negación sobre el concepto de Ley de La Naturaleza debo decir lo siguiente, a saber :
    Es importante precisar más en detalle qué se entiende por ley, concepto utilizado desde la antigüedad en el ámbito de la moral y el derecho.
    Si entendemos por ley una norma que rige o gobierna los cuerpos, tal como nos lo presenta la física por ejemplo, tendremos que analizar si es posible que dicha norma se aplique de modo universal a los cuerpos.
    ¿Existe la universalidad de la norma que regula los cuerpos?, vayamos a la realidad a fin de constatar tal situación. Situémonos en el peso de los cuerpos, veamos el caso del elefante, supuestamente por lo que conocemos por los datos que nos llegan de los astronautas y las imágenes televisivas del espacio un elefante que estuviera en la superficie de la luna podría flotar o dar saltos sin un mayor esfuerzo.
    En la tierra dicho elefante apenas se movería. ¿Cuál es la explicación desde el punto de vista de la filosofía escolástica ?. Si la esencia del ente elefante es la misma, qué hace que cambie su peso en el espacio. Respuesta, el cambio de los accidentes, las propiedades accidentales del elefantes cambiaron de la tierra hacia el espacio. Pero si eso es así. ¿Qué hizo que esas propiedades cambiaran?. Respuesta, otras causas accidentales que interactuaron con el ente elefante otorgándole liviandad y no pesadez como ocurre en el caso de la tierra.
    Por consiguiente, desde este punto de vista existe una cadena causal que opera de un modo en la tierra y de otro modo en el espacio, sin que por ello, puedan haber normas generales que gobiernen universalmente los cuerpos, de allí, su diferencia empírica en el espacio exterior respecto a la atmósfera terrestre.
    Que diría la ciencia moderna, a saber :
    La ley de gravedad que ejerce la tierra sobre los objetos incluyendo la atmósfera terrestre hace que los objetos de mayor masa sean arrastrados con mayor fuerza hacia la superficie que aquellos con menor masa como sería el caso de una pluma.
    Todo esto en virtud del campo magnético de la tierra que es producido por la fusión del núcleo que permanece al interior en el centro de la misma más allá del magma y que genera un calor superior a los 10.000 grados celcius según piensan algunos, en esto , no hay concenso.
    ¿Cuál será la verdad del problema?. ¿Existen las leyes universales de los cuerpos físicos? o ¿existen relaciones causales, causas, efectos, accidentes y sustancias?.
    ¿El universo es isotrópico o no lo es ?. Si no lo es, desaparece la física teórica. Si lo es , es posible medir con instrumentos todos los fenómenos que se puedan visualizar por medio de telescópicos ultra sofisticados.
    ¿Nos encontramos en una aporía entre esencias y leyes universales?. Ya que ambas no podrían dar cuenta de la totalidad de la realidad física y de los fenómenos que ocurren en el espacio sideral.
    En mi opinión, al menos , en los fenómenos terrestres- de los espaciales paso- existen patrones de conductas de los objetos. Entendiendo que cada objeto tiene una realidad entitativa distinta, no absolutamente distinta, lo que hace que comparta ciertas similitudes con los demás objetos o entes, para lo cual se pueden aplicar causas o efectos generales encontrándose efectos generales no absolutamente iguales pero sí relativamente.
    Si no existiera esa relativa similitud el mundo no podría ser conocido ni dominado por el hombre. A sabiendas, que es muchísimo más lo que no conocemos de la realidad, que aquello que conocemos de la misma.



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