martes, 28 de junio de 2016

LA RESPONSABILIDAD INTELECTUAL

LA RESPONSABILIDAD INTELECTUAL


1.- SENTIDO DEL TEMA

           
            Bajo el título: “El pecado Intelectual” envié una ponencia a la Semana Tomista realizada en Buenos Aires en Septiembre pasado. En ese trabajo usaba, sobre todo, la Summa como  expresión del pensamiento del ilustre teólogo medieval. Ahora quiero ampliar y profundizar el tema consultando el resto de su obra; lo que, además, nos permitirá observar el progreso de su pensamiento.
            Demás está decir que, ni la expresión usada en aquella ocasión ni la que empleo ahora pertenecen al Santo, por lo que, una vez más, le vamos a pedir que responda a un tema que no  trató directamente. En consecuencia es necesario tener cautela y saber distinguir lo que él claramente expuso y lo que nosotros comprendemos con su ayuda.
            Estamos en un mundo que exime de toda responsabilidad al intelectual. Desde el momento que consideramos que toda idea es buena y, por lo mismo, respetable, el pensador puede opinar libremente sin temor a que se le pida cuenta de su pensamiento. Por ello consideramos que la censura es un delito. Hasta nuestra Jerarquía Eclesiástica, que en el pasado próximo condenó sin atenuaciones este modo de pensar[1], se halla completamente contaminada por esta actitud. ¿Cómo debemos juzgar los tomistas semejante vuelco en el clima espiritual en el que nos movemos? Tal es la inquietud que me lleva a consultar nuevamente al Ángel de las escuelas.
            Y, sin más preámbulo, entremos en materia

2.- ¿Puede la voluntad discrepar de la inteligencia y ser buena?


            Nos enfrentamos al conocido problema de si la conciencia errónea obliga y que el fraile medieval trata en numerosos lugares. Para no repetirnos, extractaremos su doctrina comenzando por su primera obra: el comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo[2].
            Allí nos revela que la conciencia, es decir, nuestra propia inteligencia juzgando un acto concreto, obliga al presentar un objeto a la voluntad. Lo importante es que lo presenta como bueno o malo. Eso es lo que sigue la voluntad por lo que, si no acata dicha estimación, su acto es desordenado. Por lo que resulta evidente que, sea errónea o correcta, la conciencia debe ser siempre seguida por la voluntad. Pero hay que distinguir: la correcta obliga per se et simpliciter, mientras que la errónea secundum quid y per accidens. Términos técnicos que no nos explica en este  lugar. Concluye el “corpus” sentenciando que, en el segundo caso,  la voluntad peca siempre. Ante tan extraña conclusión, la quinta objeción destaca que estaríamos ante un caso de “perplejidad”[3], por lo cual cesaría la obligatoriedad; a lo que responde el Santo que no sería “simpliciter” perplejidad, porque el aquejado por ella puede deponerla, salir de ella, y evitar así el pecado.
            Más importante es el desarrollo de la cuestión en el De Veritate[4] porque se pregunta el autor: ¿cómo obliga la conciencia?. Nos sorprende al afirmar que quien no la sigue incurre en pecado, pero no basta seguirla para actuar correctamente; si tal fuera el caso, ejemplifica, todo consejo sería obligatorio. En otras palabras: no se trata de que si acepta el juicio positivo, el acto es bueno; sino de que, si no acepta el juicio condenatorio, es malo. Ahora bien, nuevamente hay que distinguir la conciencia verdadera de la errónea. La primera obliga per se et simpliciter, mientras la segunda lo hace per accidens et secundum quid. Ahora sí se detiene a explicarnos el lenguaje técnico que ha empleado: Simpliciter, es decir, absolute et in omne eventum. Traduzcamos: la conciencia verdadera obliga siempre y sin excepción. Además, per se, es decir, en virtud de sí misma. Por ello, quien la abandona cuando prohibe, peca. La errónea, en cambio, secundum quid et sub conditione: mientras se mantenga vigente solamente y en virtud no de lo que dice sino de que es creída verdadera; por lo que, quien la sigue, cree estar siguiendo la correcta. Por ello su obligación es per accidens, ya que obliga en tanto en cuanto se la cree verdadera, a pesar de ser errónea. Por lo mismo puede ser abandonada sin pecado. En la respuesta a la quinta objeción, santo Tomás añade una nueva distinción muy aclaratoria. Si el error se refiere a un hecho concreto, - de facto -, la conciencia errónea excusa; en cambio si se refiere a la ley misma - de iure - no; porque nadie puede alegar ignorancia de la ley.
            Si consultamos las quaestiones quodlibetales podremos aclarar algo más tan delicado problema. El Quodlibetum octavo[5] distingue: se puede pecar contra la ley o bien contra la conciencia, aunque el acto no contradiga la ley. En el primer caso el acto es siempre malo y quien lo ejecuta no puede ser excusado por su conciencia; en el segundo, también lo es, porque presenta la ley. Pero el noveno quodlibetum[6] introduce una novedad: si bien mantiene que la conciencia no excusa, agrega: “a toto, licet forte a tanto”: no excusa totalmente, aunque, tal vez, en mucho.
            La quaestio 19 de la prima secundae de la Summa[7], en su artículo quinto, precisa que la voluntad que discrepa de la razón equivocada es mala; es decir, por muy equivocada que esté, la conciencia siempre obliga. Dado que la Summa está dedicada a principiantes, su autor se detiene en revisar la opinión más vigente en su época. Era normal sostener que si el error versaba sobre materia indiferente, la voluntad podía seguirlo sin ser mala; en cambio tal tesis no se aceptaba si se erraba sobre lo que es por sí mismo malo o en lo bueno y necesario para la salvación. Pero esta restricción es absurda - irrationabiliter dicitur - nos dice el Angélico, apelando a uno de los calificativos más fuertes que, en su humildad, se permitía usar. Porque lo que en definitiva la voluntad sigue es lo que la inteligencia le presenta como bueno; no la calidad del objeto según su naturaleza que, por diversas circunstancias, podría resultar desconocida. Por muy accidental que sea el error, es posible, y, en ese caso,  la voluntad no puede remediarlo. Por la misma razón, si quiere el mal, aunque no haya tal sino sólo un error de la inteligencia que lo presenta así, es mala.
                        ¿Síguese de esto que la voluntad que secunda a la inteligencia equivocada es buena? Santo Tomás lo niega de plano en el artículo sexto de la misma quaestio. Prescindiendo de algunos detalles, el punto central es que, lo más que se puede aceptar, es que no es mala. Porque “malum ex quolibet defectu, bonum ex intrega causa” (ad primum). Por ello no basta que la voluntad siga a la razón para ser calificada como tal, sino que es preciso que haga realmente el bien.
            El quodlibetum tercero[8] precisa aún más la doctrina de la Summa. El acto es especificado por su objeto, pero no por el objeto material sino por el formal que está constituido “per rationem obiecti” que podemos traducir: por el concepto del objeto. En otras palabras, el objeto de la voluntad es el objeto aprehendido, no la cosa real. Por eso, ir contra la conciencia errónea es ir formalmente contra la ley de Dios que es presentada por la conciencia. Ante la segunda objeción hace una aclaración inédita: cuando se da ignorancia “de iure”, excusa totalmente la ignorancia invencible, como la que hallamos en locos y dementes. Santo Tomás, pues, aunque el ejemplo no sea muy feliz, ha logrado sobrepasar a los teólogos de su siglo al advertir que la responsabilidad humana descansa primera y principalmente en su saber y sólo materialmente en la realidad, aspecto que ya había sido visto por Abelardo en el siglo anterior.
            En el comentario a la epístola a los Romanos[9] nos hace una buena exposición del tema a propósito de los escrúpulos de los primeros cristianos respecto de las carnes sacrificadas a los ídolos. A lo ya visto agrega que, si un hombre cambia su juicio de conciencia después de realizado el acto, este cambio no afecta su calidad; ya que ésta se juzga por el estado previo al mismo y no por el que le sigue. Se le presenta aquí una nueva objeción a su doctrina: la ley de Dios es superior a la conciencia, por lo que prevalece; a lo que responde: la conciencia se presenta como la que la aplica la ley de Dios a nuestros actos concretos, por lo que la objeción no concluye adecuadamente.
            Si regresamos al quodlibetum VIII nos encontramos con la respuesta definitiva al problema planteado como título de este apartado[10]: el error excusa si procede de la ignorancia siempre y cuando esa persona no pueda remediarla o no esté obligada a ello; pero no cuando ésta afecta a lo que debe y puede  saber.  Eso que todos deben y pueden saber es: la ley moral, las obligaciones propias del estado y , agrega el teólogo, lo necesario para la salvación.
            En la Summa[11] responde directamente a la pregunta tal como la hemos planteado como título de este apartado. Su doctrina coincide con lo ya visto, si bien agrega una cita interesante. A la pregunta de si la voluntad que sigue a la conciencia errada es buena, responde , como ya vimos, con un categórico no. Lo fundamenta en el Evangelio de san Juan:
“Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os excluirán de las sinagogas; y aún vendrá tiempo en que cualquiera que os quite la vida, creerá hacer un obsequio a Dios. Y os harán esto, porque no han conocida al Padre, ni a Mí”[12].
A pesar de lo cual mantiene que la ignorancia que causa un acto involuntario suprime su carácter de bueno o malo . Sin embargo, no se atreve a declararla buena, porque: “bonum ex integra causa, malum ex quolibet defectu”; por lo que, ya sea por naturaleza, ya sea por aprehensión, si el objeto es malo, el acto es malo. Notemos que concluye que el “acto” es malo, no que la voluntad lo sea; pero mantiene su prohibición de declararla buena. Parece, pues, que algo falta al pensamiento del Angélico en este punto.

3.- ¿Puede la razón ser sujeto del pecado?

            Parece obvio que, como el pecado reside en la voluntad, no pueda darse un pecado intelectual, ya que éste tendría como sujeto propio a la razón.
            En su juvenil comentario a las sentencias[13], santo Tomás aborda directamente esta cuestión y se decide por la afirmativa. Como de costumbre, hay que comenzar por distinguir. Si nos referimos a la razón “secundum se”, es decir, a lo que la constituye esencialmente, su pecado consiste en el error; pero también puede pecar al ser impulsada por la voluntad cuando sigue a una elección perversa. Sócrates y tantos otros no admiten el primer modo de pecar puesto que la razón es lo más divino que hay en el hombre. Aristóteles[14], en cambio, establece que la ciencia universal puede permanecer mientras la particular, ligada por la pasión, daña  la menor del silogismo moral que conlleva una conclusión viciada que determina una mala elección. Santo Tomás, por su parte, añade que no sólo la “ratio inferior” puede ser afectada, sino también la “superior”. En su respuesta a la primera objeción añade una tesis de enorme importancia: como la razón dirige a la voluntad, el pecado en ésta supone siempre el de aquella que le presenta como bueno lo que, en realidad, es malo. Ante la postura de Sócrates “et alii”, acota que sólo la “recta ratio” merece ser llamada propiamente razón, y, en ese sentido, pero solamente en él, acepta su juicio. En su respuesta a la cuarta objeción añade que la pasión puede corromper incluso a la misma “ratio superior”, y a la quinta le aclara que a la syndéresis no; pero ésta es sólo el principio que ilumina a la “ratio superior” y no se confunde con ella.
            En la quaestio 74 de la prima secundae, santo Tomás sostiene que toda potencia imperada por la voluntad es sujeto de pecado ya que es movida por ésta[15]. En el artículo 5º examina directamente el tema que nos ocupa. Comienza distinguiendo una doble actividad en la razón: a) la que ya vimos y cuyo pecado era el error, y b) su función de directora de las demás potencias. En esta segunda actividad puede pecar cuando no impera o no impide los actos desordenados de dichas potencias. Claro está, añade, que si no puede conocer, no peca[16].
                        A mayor abundamiento, santo Tomás se pregunta si en la razón superior puede darse un pecado de consentimiento y responde por la afirmativa. El consentimiento se origina en el juicio de la razón, el que puede ser especulativo o práctico, y termina en la voluntad; por lo que debe ser atribuido a ambas facultades[17]. Nótese que la segunda actividad de la inteligencia recientemente vista consiste en “imperar”, verbo que solemos predicar del acto voluntario. Tal parece que se nos olvida que el alma  es simple y que inteligencia y voluntad, sin confundirse, actúan indisolublemente unidas. Mas volvamos a nuestro tema. Incluso el pecado puede darse en el acto propio de la razón, como ocurre en el de infidelidad a la fe[18] y ser mortal. Obviamente radica en la razón, como en su sujeto próximo, aunque en la voluntad como en su motor primero[19].
                        Conviene distinguir dos tipos de infidelidad: una meramente negativa propia del que nunca tuvo fe; es la que afecta a los que comúnmente llamamos infieles; en tal caso no es pecado sino pena heredada del pecado original. Se le aplica lo ya visto: ignorancia invencible que no ha sido provocada por pasión, negligencia o mala voluntad. La segunda es la que se opone a la fe o la desprecia y siempre es pecado. Por ello, los que padecen del primer tipo de infidelidad no son condenados por ella, sino por otros pecados que sin la fe no pueden ser remitidos[20]. Mas profundizar tan apasionante tema nos llevaría muy lejos, por lo que regresamos a nuestro tema.

4.- La ignorancia

            Tal vez éste sea el tema más desarrollado por nuestro autor y el más conocido en la actualidad. Por ello nos excusamos por limitarnos a una brevísima exposición. Incluimos este apartado porque el error no es más que la forma más grave de ignorancia; porque, en definitiva, el equivocado no sabe lo que cree saber. La mayor gravedad radica en su “creer saber” que hace más difícil salir de él que de la simple ignorancia. También se diferencian en que la ignorancia es más una omisión que un acto, mientras el error es siempre un acto. Pero ya sabemos que, desde el punto de vista moral, tan pecaminoso puede ser la una como el otro. Debemos, pues, observar qué nos enseña santo Tomás sobre ésta y aplicárselo a aquél.
            Según parece la ignorancia excusa de pecado; al menos así se entiende comúnmente ya que confundimos la simple “nescientia” con la ignorancia. La diferencia entre ambas radica en el “deber” de saber que implica la ignorancia, deber  que está ausente del simple hecho de no saber. Es imposible saberlo todo, pero no hay derecho a no saber lo que se debe saber. Dejemos de lado la “nescientia” por carecer de contenido moral. Respecto de la otra, si bien es verdad que puede excusar, la tesis fundamental del Aquinate sostiene que, en sí misma, es pecado[21], tal como lo es el error. Probablemente nos llame la atención semejante tesis por lo que requiere que sigamos su pensamiento con más cuidado. Como ya examiné la doctrina de la Summa en el trabajo al que aludí al comenzar esta exposición, quisiera referirme a una de las exposiciones más completa que nos haya legado: la que hallamos en la cuestión tercera del  “De Malo”[22].
            El artículo sexto declara que la ignorancia es causa de pecados “removens prohibens”. Para evitar un delito, lo primero es reconocerlo como tal, y eso hace la ciencia moral. Al suprimirla, la ignorancia se convierte en causa del pecado tal como la ausencia de gramática nos lleva a cometer faltas en nuestros escritos. Por ello su modo de actuar no es moviendo ”per se” sino “per accidens”, puesto que se limita a quitar el impedimento que lo habría evitado. Pero hay una doble ciencia práctica: la universal, cuya ausencia es siempre delito, y la particular que aplica la anterior al caso concreto y guía la acción. Es más frecuente que la ignorancia afecte a esta última ciencia que a la anterior y, además, podría excusar.
            En la repuesta a la sexta objeción, el Santo reconoce que la ignorancia puede suprimir o disminuir lo voluntario y, en esa misma medida, será causa de misericordia o, incluso, de inocencia.
            El artículo séptimo desarrolla las distinciones que ya hicimos entre neciencia, error e ignorancia, por lo que podemos saltarlo. Agreguemos que en la respuesta a la séptima objeción, el Aquinate reconoce, con san Agustín[23], que si la ignorancia es totalmente involuntaria, no es pecado, siempre que no haya desorden alguno en la voluntad.
            El difícil tema de si la ignorancia excusa o, al menos, disminuye la responsabilidad es abordado en el artículo octavo. Como ya nos hemos referido al tema, limitémonos a aclarar que si la ignorancia suprime lo voluntario en el acto que le sigue, no lo suprime del que la precede. Por otra parte, el que la ignorancia no excuse totalmente se debe a que es voluntaria, ya sea directamente, cuando se quiere ignorar para gozar de mayor “libertad” de acción; o bien porque es producto de negligencia en aprender. Añadamos - por cuenta nuestra, esta vez - que de la primera se puede tener conciencia, difícilmente de la segunda; por lo que la tan socorrida afirmación: “mi conciencia de nada me acusa” ha de ser respondida con un categórico: “quien lo autorizó a tener semejante conciencia”.
            En la quaestio 76 de la prima secundae cuyo primer artículo se pregunta si la ignorancia puede ser causa de pecado, responde con la doctrina ya vista. Tan sólo hallamos la aclaración de cual es la ciencia que no se puede ignorar, en la que no es lícito el error, a saber: el contenido de la fe, al menos en común; los preceptos universales del derecho natural, y los deberes de estado.
            En el comentario a la primera epístola a los romanos, el Angélico agrega una consideración importante. La ignorancia es pecado como privación de ciencia, aunque en sí misma tenga más razón de pena que de culpa; en verdad su culpabilidad le viene por su causa: la negligencia en aprender[24]; el error, en cambio, lo es como acto , como ya observamos, al aprobar lo falso como verdadero[25].
            Ya vimos que aquélla quitaba el acto voluntario por lo que excusaba. Mas hay que, una vez más, aguzar el entendimiento. Porque, si bien puede quitar lo voluntario en el acto que le sigue, no lo puede quitar del anterior, y si allí había negligencia, hay culpabilidad[26]. Santo Tomás precisa las causas de su aparición. A las ya vistas podemos agregar: si se quiere, directa o indirectamente, algo de lo que se sigue la ignorancia, además de la intemperancia y la ebriedad.
            Podemos llegar a tal estado que caigamos en lo que se llama la “ceguera de la mente” que consiste en la privación de aquello que es principio del conocimiento intelectual[27].  Santo Tomás reconoce tres principios: a) la luz natural de la razón; b) los hábitos congnoscitivos naturales de que gozaba Adán, pero que nosotros perdimos como pena del pecado; y c) el conocimiento previo adquirido en nuestra vida y que, acumulado en nuestra memoria, nos permite avanzar. Tan sólo en este tercer caso se da pecado y de dos maneras: o bien porque  espontáneamente la voluntad se niega a considerar dichos conocimientos, o bien porque prefiere fijar la atención en otros pensamientos que más le agradan. Según san Gregorio Magno, la lujuria es el vicio que más perjudica a nuestra inteligencia al inclinarla a lo sensible y quitarnos el gusto por lo espiritual[28]. Pero si el error se debe a causas naturales, excusa; mas si se debe a la pasión o negligencia, no. Menos grave, pero también nefasto es el vicio de la curiosidad que es el desordenado apetito de aprender. Este vicio, tan propio de los intelectuales, puede producirse de cuatro modos: cuando por estudiar lo menos útil se aparta de lo que le era necesario saber; o bien, cuando se dedica a estudiar algo cuyo conocimiento es ilícito, como la adivinación, por ejemplo; además cuando no se refiere a Dios lo que se sabe de las criaturas, pecado en que está inmersa la ciencia contemporánea - digo la contemporánea, no la moderna, porque los autores modernos, sobre todo un Isaac Newton[29], supieron hallar a Dios gracias a su ciencia - y, finalmente, cuanto se intenta conocer lo que supera nuestra capacidad intelectual, de lo que se seguirá caer en el error[30]. Por otra parte, al deseo de estudiar, sano en sí mismo, se le puede unir el apetito de sobresalir, ser estimado o cualquier otro que, per accidens, lo haga malo.
            Muy parecido al anterior es el vicio denominado “hebetudo sensus”, es decir: embotamiento de los sentidos; si bien, en este contexto, no son los sentidos corpóreos sino la inteligencia la afectada. Consiste en la debilidad en aprehender los bienes espirituales[31], aunque no nos prive totalmente, como la ceguera. En particular, este vicio nos quita la capacidad de gozar con los bienes del espíritu y se relaciona estrechamente con el vicio de la gula que nos hace desdeñar tales goces.

5.- El asentimiento


            Creo que la clave para comprender doctrina tan ajena a nuestro actual modo de sentir radica en nuestra incomprensión de la causa y naturaleza del asentimiento. El liberalismo es fruto del racionalismo moderno europeo que, a partir de Descartes, ha ido “angelizando” a los seres humanos. Buen ejemplo de ello es la moral kantiana que desconoce absolutamente el valor moral de los sentimientos, incluso de los más nobles, como el maternal[32]. En efecto, Descartes queda deslumbrado con la certeza demostrativa de las matemáticas, tal como se las enseñaba el sabio jesuita P. Clavius[33], por lo que desea comunicar dicha cualidad a todas la ciencias. A partir de ese momento la ciencia de los números aparece como el paradigma científico y su modo propio de lograr el asentimiento como el ideal a alcanzar. Con lo que el hombre pretende ser ángel. En este ambiente intelectual la experiencia sensible se lleva la peor parte y se olvida completamente la importancia del aspecto afectivo, vital a la hora de obtener el asentimiento y la certeza.
            Sobre este punto el Angélico desarrolla la doctrina de Aristóteles y la expone desde sus primeras obras asignando una triple causa al asentimiento. En el comentario a las Sentencias[34] inicia su explicación con un símil muy decidor: así como la materia es determinada por la forma y el sentido por el sensible, el intelecto lo es por el inteligible. Mas como la verdad se da en el juicio y no en la simple aprehensión, no se refiere a la forma inteligible sino a los primeros principios que son su equivalente en el ámbito de la segunda función del intelecto. Por eso, a este nivel, se suele llamar visión a la operación intelectual; a la que sigue el asentimiento y la certeza, por ende, espontáneamente. La segunda causa radica en el trabajo de la razón que “resuelve”[35] sus conclusiones en dichos primeros principios. Si tal cosa logra, el asentimiento es forzado por el mismo raciocinio. Como muy pocas veces se da esta posibilidad que es el ideal de la ciencia , siendo la matemática la que con mayor facilidad lo realiza, el asentimiento se dará si la voluntad interviene inclinando a la inteligencia. Pero ocurre que, a veces, la voluntad no logra convencerse de la bondad del objeto y, por lo mismo, no la fuerza suficientemente. En ese caso, no se da certeza por lo que nos hallamos ante una mera opinión. Todo lo cual presupone el amor de la voluntad por el objeto que impone a la inteligencia[36].
            En el comentario al De Trinitate de Boecio[37], distingue dos tipos de razón: la demostrativa que fuerza el asentimiento y la persuasiva que es incapaz de ello al no resolver las conclusiones en dichos primeros principios. Conviene recordar que un primer principio es un juicio “per se notum”[38], es decir, evidente por sí mismo. Tan sólo aquellos en los que el predicado pertenece al concepto que actúa como sujeto (de ratione subjecti) pueden ser calificados de tales. En estos juicios, no se puede pensar el sujeto sin que aparezca inherido el predicado. Claro está que se supone que conocemos el concepto que actúa como sujeto, por lo que podemos comprender que ciertos principios son conocidos por los sabios únicamente. En esto santo Tomás es sumamente estricto: si la razón no logra mostrar que su conclusión está incluida en un primer principio, no produce ciencia sino mera opinión.
            Concluye, pues, el Santo algo que hemos comprobado mil veces en la historia de la ciencia: el libre albedrío puede otorgar el asentimiento a lo verdadero como a lo falso[39]. Surge así la gran pregunta ¿Cómo asegurarnos de que nuestro asentimiento vaya siempre a lo verdadero?
            Al llegar a este punto abandonamos la ciencia e ingresamos en la moral; dejamos el ámbito del intelecto especulativo para acceder al práctico y comprobar que su verdad depende de un apetito recto. Como su estudio nos llevaría muy lejos, limitémonos a aconsejar que se vuelva a abrir la clásica “Ética a Nicómaco” y se relea todo lo que el Estagirita enseña sobre la templanza y la continencia, el intemperante y el incontinente. Esta ética fue magistralmente comentada por el Angélico, amén de referirse al tema en sus Sumas y en otros lugares.
            En suma, podemos recordar que la templanza es la que impone al apetito una inclinación a seguir siempre a la razón[40]; mas si bien esta virtud se refiere a los apetitos básicos y más violentos, unidos a la necesidad de conservación individual y específica, podemos nosotros, para el objeto que ahora nos interesa, extrapolar lo dicho sobre ella a toda pasión, sea la de vanagloria , por ejemplo, o la “libido dominandi”, posiblemente la más destructiva de la moralidad del sujeto que la padece.
            En lo que respecta al objeto de nuestro estudio hay que tener presente que el hombre templado - como el acero de Toledo - tiene su apetito perfectamente ordenado hasta el extremo de no deleitarse jamás en lo que es contrario al orden racional; no así el intemperado o el incontinente. Pero entre ellos hay una diferencia: el incontinente conserva aún su razón, por lo que, pasado el embate de la pasión, la recupera y se entristece del mal que ha hecho. El intemperado, en cambio, la ha dañado hasta el extremo de no reconocer el bien sino que considera bueno lo que deleita sus pasiones; por lo que su salud moral es caso desesperado[41].

6.- Conclusión

                        Parece que el hombre antiguo no se hacía problemas con la responsabilidad y sus limitaciones. Simplemente quien hacía el mal recibía su castigo de parte de los dioses y punto. Me parece que la historia de Abraham y Sara, cuando entra en el territorio del rey Abimelec, y, en el mismo sentido pero mucho más cerca de nosotros en el tiempo, la tragedia de Edipo rey nos ilustran suficientemente acerca de esta manera de entender la responsabilidad moral. Muchas veces el pecador desconocía absolutamente en qué había faltado; pero, al sentirse castigado, se consideraba culpable. Bien podía ser que el mal hecho escapara totalmente a su capacidad de conocer; mas eso no importaba: había pecado y merecía el castigo y él mismo así lo reconocía.
                         El libro de Job nos muestra una reacción contra este modo de comprender la moral que podríamos calificar de absolutamente objetiva. En vano Job intenta convencer a sus contertulios de que no ha pecado; éstos replican que, como ha sido castigado, es obvio que, a pesar de sentirse inocente, no lo es a los ojos de Dios. El libro termina sin dar una solución definitiva al terrible problema refugiándose en el misterio de los juicios de Dios que ninguna criatura puede alcanzar.
                        Por ello constituye un inmenso avance el descubrimiento de la conciencia y su rol a la hora de determinar          la responsabilidad moral. No es el momento de hacer una historia del problema, sino de detenernos en un verdadero hito de importancia singular.
            Si se nos permite calificar de: “objetividad moral absoluta” a esta antiquísima versión de la reflexión moral del hombre, podríamos llamar “subjetividad moral” a la nueva actitud que nace con Abelardo en plena Edad Media. Y notemos que este nuevo modo de acercarse a la responsabilidad individual será tan absoluto como el anterior. En efecto, para el notable lógico, lo único que importa es la intención. Los buenos y los malos hacen lo mismo, por lo que lo hecho nada interesa; lo que varía es la intención con que lo hacen[42]. Por ello Eloísa dirá que si Abelardo fuera Cristo, ella sería la mujer más santa del mundo; pero como no lo es, toda su vida nada vale ante Dios[43]. En vano se esforzará su marido en convencerla de la justicia divina y de la necesidad de que acepte su Santa Voluntad. Eloísa no dará su brazo a torcer, al menos en lo que hoy podemos conocer de tan angustioso drama moral. Y la razón es clara: dada la absoluta subjetividad de la responsabilidad, ella no tiene merecimiento alguno ante Jesús de Nazaret, ya que todos sus sacrificios los hace por amor de Abelardo y por sumisión a su voluntad. “Mutatis mutandi” - y habría mucho que mutar en honor del doctor medieval - los liberales - y con ellos la totalidad del mundo “bienpensante” actual - han seguido las huellas del notable lógico Parisino a la que han agregado la completa supresión de la responsabilidad intelectual; en virtud de la cual sabemos que no se ha de dar jamás el asentimiento movido por una voluntad que se aparte del bien supremo del hombre.
            Entre estos dos extremos absolutos se halla el reconocimiento conjunto de ambos factores, como lo hace el Angélico. Santo Tomás da la primacía al subjetivo, ya que la voluntad sigue al bien aprehendido, pero no elimina al objetivo; muy por el contrario, como lo propio de la inteligencia es someterse al objeto, no crearlo: hallar la verdad, en consecuencia, es moralmente obligatorio. Hay, pues, un pecado de ignorancia, si bien ésta tiene más carácter de pena que de falta, como también uno de error, que podríamos calificar de “pecados intelectuales”; por lo que no sirve de excusa escudarse en ellos. Dada la debilidad de nuestra inteligencia, por ello es calificada de pena, es muy comprensible caer en esta falta; pero hay saberes cuya ausencia es, por sí misma, pecaminosa. Sin duda sería interesantísimo procurar delimitar con mayor precisión cuáles son esos saberes y los atenuantes que nuestra condición de almas caídas nos depara; pero creo que el tiempo que generosamente se nos otorga se ha agotado por lo que debemos dejar ése y otros aspectos de la cuestión para otra ocasión.




JUAN CARLOS OSSANDÓN VALDÉS




[1] El liberalismo, doctrina a la que me refiero, fue condenada reiteradamente por el Magisterio Pontificio, realidad histórica que hoy se pretende ocultar. Como ejemplo, entre muchos otros, destacamos las encíclicas: “Quanta Cura”, acompañada del “Syllabus” de Pío IX; León XIII preferirá explicar la doctrina católica a condenar la opuesta;  S. Pío X lo considera el inspirador del modernismo; Pío XI tendrá juicios muy duros en al “Quadragessimo anno”; etc., etc.
[2] In Sent. 2, d. 39, q.3, a.3. Escrito entre 1253-55. Procuraré seguir la evolución del pensamiento del autor en conformidad con la fecha probable de sus escritos.
[3] Conciencia perpleja es aquella que juzga pecaminosas todas las alternativas, de modo de serle imposble evitar la falta. En teoría moral se sostiene que siempre hay una alternativa correcta, aunque sea la de elegir el mal menor. Demás está decir que la conciencia perpleja no obliga.
[4] Q. 17, a 4. Escrita entre 1256-59.
[5] a.6, a 3. Escrito entre 1265-7.
[6] q.7, a2. Escrito en la misma época que el anterior.
[7] Escrita entre 1269-70.
[8] Q. 12, a 2. Escrito entre 1269-72.
[9] C.14, l. 2. Escrito entre 1269-73.
[10] Q.6, a 5.
[11] I-II, q. 19, a 5 y 6.
[12] XVI, 1-3.
[13] In 2 Sent. Ds. 24, q. 3 a 3.
[14] Ética l. 7. Los primeros 11 capítulos tratan de la intemperancia y, entre otras cosas, tratan de su efecto en la ciencia (4 y 5) y en la prudencia (11). Es notable el estudio de la diferencia entre el intemperante y el incontinente en relación al funcionamiento del intelecto. Santo Tomás lo comenta en los Nº. 1338 a 1352 principalmente.
[15]  a. 2 c y ad 1m.
[16]  ad 1m.
[17]  I-II q. 74  a 8 c. y ad 1m.
[18]  Ibíd. A 10 c.
[19]  II-II q. 10 a 2 c.
[20]  Ibíd. A 1 c.
[21]  I-II q. 76 a 2. Lugares paralelos: q. 74 a.1 ad 2; a.5; II-II q. 53 a.2 ad 2; Sent. 2 d.22 q.2 a.1; d.42 q.2 qª.3 ad 3; 4 d.9 a.3 qª.2 ad 1; Ethic. 3 lect. 11; De Malo q.3; Quodl. 1 q.9 a.3.
[22] Q. 3, a. 6,7 y 8. Escrito entre 1269-72
[23] De Libero Arbitrio L. III, c. 19.
[24] De Malo q.3 a 7 ad 11.
[25] o.c. 14, 38, comentando el texto: “si él ignora, será ignorado”.
[26]  De Malo q. 3 a 7c.
[27]  II-II q.15 a 1c.
[28] Ibíd. a 3
[29] “Philosophiae naturalis id revera principium est, et officium, et finis, ut ex phaenomenis, sine fictis hypotesibus, arguamus, et ab effectis ratiocinatione progrediamur ad causas, donec ad ipsam demum primam causam, quae sine dubio mechanica non est, pervaniamus”. Optices, III, q. 28. Citado por Fraile “Historia de la Filosofía” Tomo 3º, pág. 790.
[30] II-II q.167 a.1.
[31] II-II q. 15, a 2.
[32] .en su doctrina, los sentimientos sólo pueden aspirar a la legalidad, coincidencia material con los preceptos de la ley, mas no a la moralidad. Cf. KRP. L. I, c. 3; L. II, c. 2, Nº 3; L. II, c. 2, Nº 9.
[33] Cf. Los penetrantes análisis de E. Gilson en su “La unidad de la experiencia filosófica” II parte, capítulo V.
[34] In II Sent. Ds. 23, q. 2 a 2c. Cf. II-II, q. 1 a 4 c.; De Veritate q. 14 a 1.
[35] Resolver es término técnico de la lógica medieval y significa, en general, conectar el efecto con su causa, el singular con su universal. En lógica, pues, será mostrar cómo la conclusión emana  necesariamente de un primer principio
[36] Ibíd. Ad 5.
[37] Ps. 1 q. 2 a 1 ad 5.. Escrito hacia 1257-1258.
[38] De Veritate q. 10 a 12 c.
[39] Quodl. VI a.u.
[40] II-II q. 141 a1 c
[41] La mayor parte de esta doctrina se halla en “In Ethicorum Commetaria” libro VII. Cf. Más arriba la nota 14, pág. 6.
[42] Ética c. 3.
[43] “Cartas de Abelardo y Heloísa” Trad. C. Peri-Rossi. Hesperus. Barcelona. Págs. 120-124.

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