LA
RESPONSABILIDAD INTELECTUAL
1.- SENTIDO DEL TEMA
Bajo el título:
“El pecado Intelectual” envié una ponencia a la Semana Tomista realizada en
Buenos Aires en Septiembre pasado. En ese trabajo usaba, sobre todo, la Summa
como expresión del pensamiento del
ilustre teólogo medieval. Ahora quiero ampliar y profundizar el tema
consultando el resto de su obra; lo que, además, nos permitirá observar el
progreso de su pensamiento.
Demás está decir
que, ni la expresión usada en aquella ocasión ni la que empleo ahora pertenecen
al Santo, por lo que, una vez más, le vamos a pedir que responda a un tema que
no trató directamente. En consecuencia
es necesario tener cautela y saber distinguir lo que él claramente expuso y lo
que nosotros comprendemos con su ayuda.
Estamos en un
mundo que exime de toda responsabilidad al intelectual. Desde el momento que
consideramos que toda idea es buena y, por lo mismo, respetable, el pensador
puede opinar libremente sin temor a que se le pida cuenta de su pensamiento.
Por ello consideramos que la censura es un delito. Hasta nuestra Jerarquía
Eclesiástica, que en el pasado próximo condenó sin atenuaciones este modo de
pensar[1],
se halla completamente contaminada por esta actitud. ¿Cómo debemos juzgar los
tomistas semejante vuelco en el clima espiritual en el que nos movemos? Tal es
la inquietud que me lleva a consultar nuevamente al Ángel de las escuelas.
Y, sin más
preámbulo, entremos en materia
2.- ¿Puede la voluntad
discrepar de la inteligencia y ser buena?
Nos enfrentamos al
conocido problema de si la conciencia errónea obliga y que el fraile medieval
trata en numerosos lugares. Para no repetirnos, extractaremos su doctrina
comenzando por su primera obra: el comentario a las Sentencias de Pedro
Lombardo[2].
Allí nos revela
que la conciencia, es decir, nuestra propia inteligencia juzgando un acto
concreto, obliga al presentar un objeto a la voluntad. Lo importante es que lo
presenta como bueno o malo. Eso es lo que sigue la voluntad por lo que, si no
acata dicha estimación, su acto es desordenado. Por lo que resulta evidente
que, sea errónea o correcta, la conciencia debe ser siempre seguida por la
voluntad. Pero hay que distinguir: la correcta obliga per se et simpliciter,
mientras que la errónea secundum quid y per accidens. Términos técnicos que no
nos explica en este lugar. Concluye el
“corpus” sentenciando que, en el segundo caso,
la voluntad peca siempre. Ante tan extraña conclusión, la quinta
objeción destaca que estaríamos ante un caso de “perplejidad”[3],
por lo cual cesaría la obligatoriedad; a lo que responde el Santo que no sería
“simpliciter” perplejidad, porque el aquejado por ella puede deponerla, salir
de ella, y evitar así el pecado.
Más importante es
el desarrollo de la cuestión en el De Veritate[4]
porque se pregunta el autor: ¿cómo obliga la conciencia?. Nos sorprende al
afirmar que quien no la sigue incurre en pecado, pero no basta seguirla para
actuar correctamente; si tal fuera el caso, ejemplifica, todo consejo sería
obligatorio. En otras palabras: no se trata de que si acepta el juicio
positivo, el acto es bueno; sino de que, si no acepta el juicio condenatorio,
es malo. Ahora bien, nuevamente hay que distinguir la conciencia verdadera de
la errónea. La primera obliga per se et simpliciter, mientras la segunda lo
hace per accidens et secundum quid. Ahora sí se detiene a explicarnos el
lenguaje técnico que ha empleado: Simpliciter, es decir, absolute et in omne
eventum. Traduzcamos: la conciencia verdadera obliga siempre y sin excepción.
Además, per se, es decir, en virtud de sí misma. Por ello, quien la abandona
cuando prohibe, peca. La errónea, en cambio, secundum quid et sub conditione:
mientras se mantenga vigente solamente y en virtud no de lo que dice sino de
que es creída verdadera; por lo que, quien la sigue, cree estar siguiendo la
correcta. Por ello su obligación es per accidens, ya que obliga en tanto en
cuanto se la cree verdadera, a pesar de ser errónea. Por lo mismo puede ser
abandonada sin pecado. En la respuesta a la quinta objeción, santo Tomás añade
una nueva distinción muy aclaratoria. Si el error se refiere a un hecho
concreto, - de facto -, la conciencia errónea excusa; en cambio si se refiere a
la ley misma - de iure - no; porque nadie puede alegar ignorancia de la ley.
Si consultamos
las quaestiones quodlibetales podremos aclarar algo más tan delicado problema.
El Quodlibetum octavo[5]
distingue: se puede pecar contra la ley o bien contra la conciencia, aunque el
acto no contradiga la ley. En el primer caso el acto es siempre malo y quien lo
ejecuta no puede ser excusado por su conciencia; en el segundo, también lo es,
porque presenta la ley. Pero el noveno quodlibetum[6]
introduce una novedad: si bien mantiene que la conciencia no excusa, agrega: “a
toto, licet forte a tanto”: no excusa totalmente, aunque, tal vez, en mucho.
La quaestio 19 de
la prima secundae de la Summa[7],
en su artículo quinto, precisa que la voluntad que discrepa de la razón
equivocada es mala; es decir, por muy equivocada que esté, la conciencia
siempre obliga. Dado que la Summa está dedicada a principiantes, su autor se
detiene en revisar la opinión más vigente en su época. Era normal sostener que
si el error versaba sobre materia indiferente, la voluntad podía seguirlo sin
ser mala; en cambio tal tesis no se aceptaba si se erraba sobre lo que es por
sí mismo malo o en lo bueno y necesario para la salvación. Pero esta
restricción es absurda - irrationabiliter dicitur - nos dice el Angélico,
apelando a uno de los calificativos más fuertes que, en su humildad, se
permitía usar. Porque lo que en definitiva la voluntad sigue es lo que la
inteligencia le presenta como bueno; no la calidad del objeto según su
naturaleza que, por diversas circunstancias, podría resultar desconocida. Por
muy accidental que sea el error, es posible, y, en ese caso, la voluntad no puede remediarlo. Por la misma
razón, si quiere el mal, aunque no haya tal sino sólo un error de la
inteligencia que lo presenta así, es mala.
¿Síguese
de esto que la voluntad que secunda a la inteligencia equivocada es buena?
Santo Tomás lo niega de plano en el artículo sexto de la misma quaestio. Prescindiendo
de algunos detalles, el punto central es que, lo más que se puede aceptar, es
que no es mala. Porque “malum ex quolibet defectu, bonum ex intrega causa” (ad
primum). Por ello no basta que la voluntad siga a la razón para ser calificada
como tal, sino que es preciso que haga realmente el bien.
El quodlibetum
tercero[8]
precisa aún más la doctrina de la Summa. El acto es especificado por su objeto,
pero no por el objeto material sino por el formal que está constituido “per
rationem obiecti” que podemos traducir: por el concepto del objeto. En otras
palabras, el objeto de la voluntad es el objeto aprehendido, no la cosa real.
Por eso, ir contra la conciencia errónea es ir formalmente contra la ley de
Dios que es presentada por la conciencia. Ante la segunda objeción hace una aclaración
inédita: cuando se da ignorancia “de iure”, excusa totalmente la ignorancia
invencible, como la que hallamos en locos y dementes. Santo Tomás, pues, aunque
el ejemplo no sea muy feliz, ha logrado sobrepasar a los teólogos de su siglo
al advertir que la responsabilidad humana descansa primera y principalmente en
su saber y sólo materialmente en la realidad, aspecto que ya había sido visto
por Abelardo en el siglo anterior.
En el comentario
a la epístola a los Romanos[9]
nos hace una buena exposición del tema a propósito de los escrúpulos de los
primeros cristianos respecto de las carnes sacrificadas a los ídolos. A lo ya
visto agrega que, si un hombre cambia su juicio de conciencia después de
realizado el acto, este cambio no afecta su calidad; ya que ésta se juzga por
el estado previo al mismo y no por el que le sigue. Se le presenta aquí una
nueva objeción a su doctrina: la ley de Dios es superior a la conciencia, por
lo que prevalece; a lo que responde: la conciencia se presenta como la que la
aplica la ley de Dios a nuestros actos concretos, por lo que la objeción no
concluye adecuadamente.
Si regresamos al
quodlibetum VIII nos encontramos con la respuesta definitiva al problema
planteado como título de este apartado[10]:
el error excusa si procede de la ignorancia siempre y cuando esa persona no
pueda remediarla o no esté obligada a ello; pero no cuando ésta afecta a lo que
debe y puede saber. Eso que todos deben y pueden saber es: la ley
moral, las obligaciones propias del estado y , agrega el teólogo, lo necesario
para la salvación.
En la Summa[11]
responde directamente a la pregunta tal como la hemos planteado como título de
este apartado. Su doctrina coincide con lo ya visto, si bien agrega una cita
interesante. A la pregunta de si la voluntad que sigue a la conciencia errada
es buena, responde , como ya vimos, con un categórico no. Lo fundamenta en el
Evangelio de san Juan:
“Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os
excluirán de las sinagogas; y aún vendrá tiempo en que cualquiera que os quite
la vida, creerá hacer un obsequio a Dios. Y os harán esto, porque no han
conocida al Padre, ni a Mí”[12].
A pesar de lo cual mantiene que la ignorancia que causa un acto
involuntario suprime su carácter de bueno o malo . Sin embargo, no se atreve a
declararla buena, porque: “bonum ex integra causa, malum ex quolibet defectu”;
por lo que, ya sea por naturaleza, ya sea por aprehensión, si el objeto es
malo, el acto es malo. Notemos que concluye que el “acto” es malo, no que la
voluntad lo sea; pero mantiene su prohibición de declararla buena. Parece,
pues, que algo falta al pensamiento del Angélico en este punto.
3.- ¿Puede la razón ser sujeto
del pecado?
Parece obvio que,
como el pecado reside en la voluntad, no pueda darse un pecado intelectual, ya
que éste tendría como sujeto propio a la razón.
En su juvenil
comentario a las sentencias[13],
santo Tomás aborda directamente esta cuestión y se decide por la afirmativa.
Como de costumbre, hay que comenzar por distinguir. Si nos referimos a la razón
“secundum se”, es decir, a lo que la constituye esencialmente, su pecado
consiste en el error; pero también puede pecar al ser impulsada por la voluntad
cuando sigue a una elección perversa. Sócrates y tantos otros no admiten el
primer modo de pecar puesto que la razón es lo más divino que hay en el hombre.
Aristóteles[14], en cambio, establece que la
ciencia universal puede permanecer mientras la particular, ligada por la
pasión, daña la menor del silogismo
moral que conlleva una conclusión viciada que determina una mala elección.
Santo Tomás, por su parte, añade que no sólo la “ratio inferior” puede ser
afectada, sino también la “superior”. En su respuesta a la primera objeción
añade una tesis de enorme importancia: como la razón dirige a la voluntad, el
pecado en ésta supone siempre el de aquella que le presenta como bueno lo que,
en realidad, es malo. Ante la postura de Sócrates “et alii”, acota que sólo la
“recta ratio” merece ser llamada propiamente razón, y, en ese sentido, pero
solamente en él, acepta su juicio. En su respuesta a la cuarta objeción añade
que la pasión puede corromper incluso a la misma “ratio superior”, y a la
quinta le aclara que a la syndéresis no; pero ésta es sólo el principio que
ilumina a la “ratio superior” y no se confunde con ella.
En la quaestio 74
de la prima secundae, santo Tomás sostiene que toda potencia imperada por la
voluntad es sujeto de pecado ya que es movida por ésta[15].
En el artículo 5º examina directamente el tema que nos ocupa. Comienza
distinguiendo una doble actividad en la razón: a) la que ya vimos y cuyo pecado
era el error, y b) su función de directora de las demás potencias. En esta
segunda actividad puede pecar cuando no impera o no impide los actos
desordenados de dichas potencias. Claro está, añade, que si no puede conocer,
no peca[16].
A
mayor abundamiento, santo Tomás se pregunta si en la razón superior puede darse
un pecado de consentimiento y responde por la afirmativa. El consentimiento se
origina en el juicio de la razón, el que puede ser especulativo o práctico, y
termina en la voluntad; por lo que debe ser atribuido a ambas facultades[17].
Nótese que la segunda actividad de la inteligencia recientemente vista consiste
en “imperar”, verbo que solemos predicar del acto voluntario. Tal parece que se
nos olvida que el alma es simple y que
inteligencia y voluntad, sin confundirse, actúan indisolublemente unidas. Mas
volvamos a nuestro tema. Incluso el pecado puede darse en el acto propio de la
razón, como ocurre en el de infidelidad a la fe[18]
y ser mortal. Obviamente radica en la razón, como en su sujeto próximo, aunque
en la voluntad como en su motor primero[19].
Conviene
distinguir dos tipos de infidelidad: una meramente negativa propia del que
nunca tuvo fe; es la que afecta a los que comúnmente llamamos infieles; en tal
caso no es pecado sino pena heredada del pecado original. Se le aplica lo ya
visto: ignorancia invencible que no ha sido provocada por pasión, negligencia o
mala voluntad. La segunda es la que se opone a la fe o la desprecia y siempre
es pecado. Por ello, los que padecen del primer tipo de infidelidad no son
condenados por ella, sino por otros pecados que sin la fe no pueden ser remitidos[20].
Mas profundizar tan apasionante tema nos llevaría muy lejos, por lo que
regresamos a nuestro tema.
4.- La ignorancia
Tal vez éste sea
el tema más desarrollado por nuestro autor y el más conocido en la actualidad.
Por ello nos excusamos por limitarnos a una brevísima exposición. Incluimos
este apartado porque el error no es más que la forma más grave de ignorancia;
porque, en definitiva, el equivocado no sabe lo que cree saber. La mayor
gravedad radica en su “creer saber” que hace más difícil salir de él que de la simple
ignorancia. También se diferencian en que la ignorancia es más una omisión que
un acto, mientras el error es siempre un acto. Pero ya sabemos que, desde el
punto de vista moral, tan pecaminoso puede ser la una como el otro. Debemos,
pues, observar qué nos enseña santo Tomás sobre ésta y aplicárselo a aquél.
Según parece la
ignorancia excusa de pecado; al menos así se entiende comúnmente ya que
confundimos la simple “nescientia” con la ignorancia. La diferencia entre ambas
radica en el “deber” de saber que implica la ignorancia, deber que está ausente del simple hecho de no
saber. Es imposible saberlo todo, pero no hay derecho a no saber lo que se debe
saber. Dejemos de lado la “nescientia” por carecer de contenido moral. Respecto
de la otra, si bien es verdad que puede excusar, la tesis fundamental del Aquinate
sostiene que, en sí misma, es pecado[21],
tal como lo es el error. Probablemente nos llame la atención semejante tesis
por lo que requiere que sigamos su pensamiento con más cuidado. Como ya examiné
la doctrina de la Summa en el trabajo al que aludí al comenzar esta exposición,
quisiera referirme a una de las exposiciones más completa que nos haya legado:
la que hallamos en la cuestión tercera del
“De Malo”[22].
El artículo sexto
declara que la ignorancia es causa de pecados “removens prohibens”. Para evitar
un delito, lo primero es reconocerlo como tal, y eso hace la ciencia moral. Al
suprimirla, la ignorancia se convierte en causa del pecado tal como la ausencia
de gramática nos lleva a cometer faltas en nuestros escritos. Por ello su modo
de actuar no es moviendo ”per se” sino “per accidens”, puesto que se limita a
quitar el impedimento que lo habría evitado. Pero hay una doble ciencia
práctica: la universal, cuya ausencia es siempre delito, y la particular que
aplica la anterior al caso concreto y guía la acción. Es más frecuente que la
ignorancia afecte a esta última ciencia que a la anterior y, además, podría
excusar.
En la repuesta a
la sexta objeción, el Santo reconoce que la ignorancia puede suprimir o
disminuir lo voluntario y, en esa misma medida, será causa de misericordia o,
incluso, de inocencia.
El artículo
séptimo desarrolla las distinciones que ya hicimos entre neciencia, error e
ignorancia, por lo que podemos saltarlo. Agreguemos que en la respuesta a la
séptima objeción, el Aquinate reconoce, con san Agustín[23],
que si la ignorancia es totalmente involuntaria, no es pecado, siempre que no
haya desorden alguno en la voluntad.
El difícil tema
de si la ignorancia excusa o, al menos, disminuye la responsabilidad es
abordado en el artículo octavo. Como ya nos hemos referido al tema, limitémonos
a aclarar que si la ignorancia suprime lo voluntario en el acto que le sigue,
no lo suprime del que la precede. Por otra parte, el que la ignorancia no excuse
totalmente se debe a que es voluntaria, ya sea directamente, cuando se quiere
ignorar para gozar de mayor “libertad” de acción; o bien porque es producto de
negligencia en aprender. Añadamos - por cuenta nuestra, esta vez - que de la primera
se puede tener conciencia, difícilmente de la segunda; por lo que la tan socorrida
afirmación: “mi conciencia de nada me acusa” ha de ser respondida con un
categórico: “quien lo autorizó a tener semejante conciencia”.
En la quaestio 76
de la prima secundae cuyo primer artículo se pregunta si la ignorancia puede
ser causa de pecado, responde con la doctrina ya vista. Tan sólo hallamos la
aclaración de cual es la ciencia que no se puede ignorar, en la que no es
lícito el error, a saber: el contenido de la fe, al menos en común; los
preceptos universales del derecho natural, y los deberes de estado.
En el comentario
a la primera epístola a los romanos, el Angélico agrega una consideración
importante. La ignorancia es pecado como privación de ciencia, aunque en sí
misma tenga más razón de pena que de culpa; en verdad su culpabilidad le viene
por su causa: la negligencia en aprender[24];
el error, en cambio, lo es como acto , como ya observamos, al aprobar lo falso
como verdadero[25].
Ya vimos que
aquélla quitaba el acto voluntario por lo que excusaba. Mas hay que, una vez
más, aguzar el entendimiento. Porque, si bien puede quitar lo voluntario en el
acto que le sigue, no lo puede quitar del anterior, y si allí había
negligencia, hay culpabilidad[26].
Santo Tomás precisa las causas de su aparición. A las ya vistas podemos
agregar: si se quiere, directa o indirectamente, algo de lo que se sigue la
ignorancia, además de la intemperancia y la ebriedad.
Podemos llegar a
tal estado que caigamos en lo que se llama la “ceguera de la mente” que
consiste en la privación de aquello que es principio del conocimiento intelectual[27]. Santo Tomás reconoce tres principios: a) la
luz natural de la razón; b) los hábitos congnoscitivos naturales de que gozaba
Adán, pero que nosotros perdimos como pena del pecado; y c) el conocimiento
previo adquirido en nuestra vida y que, acumulado en nuestra memoria, nos
permite avanzar. Tan sólo en este tercer caso se da pecado y de dos maneras: o
bien porque espontáneamente la voluntad
se niega a considerar dichos conocimientos, o bien porque prefiere fijar la
atención en otros pensamientos que más le agradan. Según san Gregorio Magno, la
lujuria es el vicio que más perjudica a nuestra inteligencia al inclinarla a lo
sensible y quitarnos el gusto por lo espiritual[28].
Pero si el error se debe a causas naturales, excusa; mas si se debe a la pasión
o negligencia, no. Menos grave, pero también nefasto es el vicio de la
curiosidad que es el desordenado apetito de aprender. Este vicio, tan propio de
los intelectuales, puede producirse de cuatro modos: cuando por estudiar lo
menos útil se aparta de lo que le era necesario saber; o bien, cuando se dedica
a estudiar algo cuyo conocimiento es ilícito, como la adivinación, por ejemplo;
además cuando no se refiere a Dios lo que se sabe de las criaturas, pecado en
que está inmersa la ciencia contemporánea - digo la contemporánea, no la
moderna, porque los autores modernos, sobre todo un Isaac Newton[29],
supieron hallar a Dios gracias a su ciencia - y, finalmente, cuanto se intenta
conocer lo que supera nuestra capacidad intelectual, de lo que se seguirá caer
en el error[30]. Por otra parte, al deseo de
estudiar, sano en sí mismo, se le puede unir el apetito de sobresalir, ser
estimado o cualquier otro que, per accidens, lo haga malo.
Muy parecido al
anterior es el vicio denominado “hebetudo sensus”, es decir: embotamiento de
los sentidos; si bien, en este contexto, no son los sentidos corpóreos sino la
inteligencia la afectada. Consiste en la debilidad en aprehender los bienes espirituales[31],
aunque no nos prive totalmente, como la ceguera. En particular, este vicio nos
quita la capacidad de gozar con los bienes del espíritu y se relaciona estrechamente
con el vicio de la gula que nos hace desdeñar tales goces.
5.- El asentimiento
Creo que la clave
para comprender doctrina tan ajena a nuestro actual modo de sentir radica en
nuestra incomprensión de la causa y naturaleza del asentimiento. El liberalismo
es fruto del racionalismo moderno europeo que, a partir de Descartes, ha ido “angelizando”
a los seres humanos. Buen ejemplo de ello es la moral kantiana que desconoce
absolutamente el valor moral de los sentimientos, incluso de los más nobles, como
el maternal[32]. En efecto, Descartes queda
deslumbrado con la certeza demostrativa de las matemáticas, tal como se las
enseñaba el sabio jesuita P. Clavius[33],
por lo que desea comunicar dicha cualidad a todas la ciencias. A partir de ese
momento la ciencia de los números aparece como el paradigma científico y su
modo propio de lograr el asentimiento como el ideal a alcanzar. Con lo que el
hombre pretende ser ángel. En este ambiente intelectual la experiencia sensible
se lleva la peor parte y se olvida completamente la importancia del aspecto
afectivo, vital a la hora de obtener el asentimiento y la certeza.
Sobre este punto
el Angélico desarrolla la doctrina de Aristóteles y la expone desde sus
primeras obras asignando una triple causa al asentimiento. En el comentario a
las Sentencias[34] inicia su explicación con un
símil muy decidor: así como la materia es determinada por la forma y el sentido
por el sensible, el intelecto lo es por el inteligible. Mas como la verdad se
da en el juicio y no en la simple aprehensión, no se refiere a la forma
inteligible sino a los primeros principios que son su equivalente en el ámbito
de la segunda función del intelecto. Por eso, a este nivel, se suele llamar
visión a la operación intelectual; a la que sigue el asentimiento y la certeza,
por ende, espontáneamente. La segunda causa radica en el trabajo de la razón
que “resuelve”[35] sus conclusiones en dichos
primeros principios. Si tal cosa logra, el asentimiento es forzado por el mismo
raciocinio. Como muy pocas veces se da esta posibilidad que es el ideal de la
ciencia , siendo la matemática la que con mayor facilidad lo realiza, el
asentimiento se dará si la voluntad interviene inclinando a la inteligencia.
Pero ocurre que, a veces, la voluntad no logra convencerse de la bondad del
objeto y, por lo mismo, no la fuerza suficientemente. En ese caso, no se da
certeza por lo que nos hallamos ante una mera opinión. Todo lo cual presupone
el amor de la voluntad por el objeto que impone a la inteligencia[36].
En el comentario
al De Trinitate de Boecio[37],
distingue dos tipos de razón: la demostrativa que fuerza el asentimiento y la
persuasiva que es incapaz de ello al no resolver las conclusiones en dichos
primeros principios. Conviene recordar que un primer principio es un juicio
“per se notum”[38], es decir, evidente por sí
mismo. Tan sólo aquellos en los que el predicado pertenece al concepto que
actúa como sujeto (de ratione subjecti) pueden ser calificados de tales. En
estos juicios, no se puede pensar el sujeto sin que aparezca inherido el
predicado. Claro está que se supone que conocemos el concepto que actúa como
sujeto, por lo que podemos comprender que ciertos principios son conocidos por
los sabios únicamente. En esto santo Tomás es sumamente estricto: si la razón
no logra mostrar que su conclusión está incluida en un primer principio, no
produce ciencia sino mera opinión.
Concluye, pues,
el Santo algo que hemos comprobado mil veces en la historia de la ciencia: el
libre albedrío puede otorgar el asentimiento a lo verdadero como a lo falso[39].
Surge así la gran pregunta ¿Cómo asegurarnos de que nuestro asentimiento vaya
siempre a lo verdadero?
Al llegar a este
punto abandonamos la ciencia e ingresamos en la moral; dejamos el ámbito del
intelecto especulativo para acceder al práctico y comprobar que su verdad
depende de un apetito recto. Como su estudio nos llevaría muy lejos,
limitémonos a aconsejar que se vuelva a abrir la clásica “Ética a Nicómaco” y
se relea todo lo que el Estagirita enseña sobre la templanza y la continencia,
el intemperante y el incontinente. Esta ética fue magistralmente comentada por
el Angélico, amén de referirse al tema en sus Sumas y en otros lugares.
En suma, podemos
recordar que la templanza es la que impone al apetito una inclinación a seguir
siempre a la razón[40];
mas si bien esta virtud se refiere a los apetitos básicos y más violentos, unidos
a la necesidad de conservación individual y específica, podemos nosotros, para
el objeto que ahora nos interesa, extrapolar lo dicho sobre ella a toda pasión,
sea la de vanagloria , por ejemplo, o la “libido dominandi”, posiblemente la
más destructiva de la moralidad del sujeto que la padece.
En lo que
respecta al objeto de nuestro estudio hay que tener presente que el hombre
templado - como el acero de Toledo - tiene su apetito perfectamente ordenado
hasta el extremo de no deleitarse jamás en lo que es contrario al orden
racional; no así el intemperado o el incontinente. Pero entre ellos hay una
diferencia: el incontinente conserva aún su razón, por lo que, pasado el embate
de la pasión, la recupera y se entristece del mal que ha hecho. El intemperado,
en cambio, la ha dañado hasta el extremo de no reconocer el bien sino que
considera bueno lo que deleita sus pasiones; por lo que su salud moral es caso
desesperado[41].
6.- Conclusión
Parece
que el hombre antiguo no se hacía problemas con la responsabilidad y sus
limitaciones. Simplemente quien hacía el mal recibía su castigo de parte de los
dioses y punto. Me parece que la historia de Abraham y Sara, cuando entra en el
territorio del rey Abimelec, y, en el mismo sentido pero mucho más cerca de
nosotros en el tiempo, la tragedia de Edipo rey nos ilustran suficientemente
acerca de esta manera de entender la responsabilidad moral. Muchas veces el
pecador desconocía absolutamente en qué había faltado; pero, al sentirse castigado,
se consideraba culpable. Bien podía ser que el mal hecho escapara totalmente a
su capacidad de conocer; mas eso no importaba: había pecado y merecía el castigo
y él mismo así lo reconocía.
El libro de Job nos muestra una reacción
contra este modo de comprender la moral que podríamos calificar de
absolutamente objetiva. En vano Job intenta convencer a sus contertulios de que
no ha pecado; éstos replican que, como ha sido castigado, es obvio que, a pesar
de sentirse inocente, no lo es a los ojos de Dios. El libro termina sin dar una
solución definitiva al terrible problema refugiándose en el misterio de los
juicios de Dios que ninguna criatura puede alcanzar.
Por
ello constituye un inmenso avance el descubrimiento de la conciencia y su rol a
la hora de determinar la
responsabilidad moral. No es el momento de hacer una historia del problema,
sino de detenernos en un verdadero hito de importancia singular.
Si se nos permite
calificar de: “objetividad moral absoluta” a esta antiquísima versión de la
reflexión moral del hombre, podríamos llamar “subjetividad moral” a la nueva
actitud que nace con Abelardo en plena Edad Media. Y notemos que este nuevo
modo de acercarse a la responsabilidad individual será tan absoluto como el
anterior. En efecto, para el notable lógico, lo único que importa es la
intención. Los buenos y los malos hacen lo mismo, por lo que lo hecho nada interesa;
lo que varía es la intención con que lo hacen[42].
Por ello Eloísa dirá que si Abelardo fuera Cristo, ella sería la mujer más
santa del mundo; pero como no lo es, toda su vida nada vale ante Dios[43].
En vano se esforzará su marido en convencerla de la justicia divina y de la
necesidad de que acepte su Santa Voluntad. Eloísa no dará su brazo a torcer, al
menos en lo que hoy podemos conocer de tan angustioso drama moral. Y la razón
es clara: dada la absoluta subjetividad de la responsabilidad, ella no tiene
merecimiento alguno ante Jesús de Nazaret, ya que todos sus sacrificios los
hace por amor de Abelardo y por sumisión a su voluntad. “Mutatis mutandi” - y
habría mucho que mutar en honor del doctor medieval - los liberales - y con
ellos la totalidad del mundo “bienpensante” actual - han seguido las huellas
del notable lógico Parisino a la que han agregado la completa supresión de la
responsabilidad intelectual; en virtud de la cual sabemos que no se ha de dar jamás
el asentimiento movido por una voluntad que se aparte del bien supremo del
hombre.
Entre estos dos
extremos absolutos se halla el reconocimiento conjunto de ambos factores, como
lo hace el Angélico. Santo Tomás da la primacía al subjetivo, ya que la
voluntad sigue al bien aprehendido, pero no elimina al objetivo; muy por el
contrario, como lo propio de la inteligencia es someterse al objeto, no crearlo:
hallar la verdad, en consecuencia, es moralmente obligatorio. Hay, pues, un
pecado de ignorancia, si bien ésta tiene más carácter de pena que de falta,
como también uno de error, que podríamos calificar de “pecados intelectuales”;
por lo que no sirve de excusa escudarse en ellos. Dada la debilidad de nuestra
inteligencia, por ello es calificada de pena, es muy comprensible caer en esta
falta; pero hay saberes cuya ausencia es, por sí misma, pecaminosa. Sin duda
sería interesantísimo procurar delimitar con mayor precisión cuáles son esos
saberes y los atenuantes que nuestra condición de almas caídas nos depara; pero
creo que el tiempo que generosamente se nos otorga se ha agotado por lo que
debemos dejar ése y otros aspectos de la cuestión para otra ocasión.
JUAN CARLOS OSSANDÓN VALDÉS
[1] El liberalismo, doctrina a la que me refiero, fue condenada
reiteradamente por el Magisterio Pontificio, realidad histórica que hoy se
pretende ocultar. Como ejemplo, entre muchos otros, destacamos las encíclicas:
“Quanta Cura”, acompañada del “Syllabus” de Pío IX; León XIII preferirá
explicar la doctrina católica a condenar la opuesta; S. Pío X lo considera el inspirador del modernismo;
Pío XI tendrá juicios muy duros en al “Quadragessimo anno”; etc., etc.
[2] In Sent. 2, d. 39, q.3, a.3. Escrito entre 1253-55. Procuraré seguir la evolución del
pensamiento del autor en conformidad con la fecha probable de sus escritos.
[3] Conciencia perpleja es aquella que juzga pecaminosas todas las
alternativas, de modo de serle imposble evitar la falta. En teoría moral se
sostiene que siempre hay una alternativa correcta, aunque sea la de elegir el
mal menor. Demás está decir que la conciencia perpleja no obliga.
[4] Q. 17, a 4. Escrita entre 1256-59.
[5] a.6, a 3. Escrito entre 1265-7.
[6] q.7, a2. Escrito en la misma época que el anterior.
[7] Escrita entre 1269-70.
[8] Q. 12, a 2. Escrito entre 1269-72.
[9] C.14, l. 2. Escrito entre 1269-73.
[10] Q.6, a 5.
[11] I-II, q. 19, a 5 y 6.
[12] XVI, 1-3.
[13] In 2 Sent. Ds. 24, q. 3 a 3.
[14] Ética l. 7. Los primeros 11 capítulos tratan de la intemperancia
y, entre otras cosas, tratan de su efecto en la ciencia (4 y 5) y en la
prudencia (11). Es notable el estudio de la diferencia entre el intemperante y
el incontinente en relación al funcionamiento del intelecto. Santo Tomás lo
comenta en los Nº. 1338 a 1352 principalmente.
[15]
a. 2 c y ad 1m.
[16]
ad 1m.
[17]
I-II q. 74 a 8 c. y ad 1m.
[18] Ibíd. A 10 c.
[19] II-II q. 10 a 2 c.
[21]
I-II q. 76 a 2. Lugares paralelos: q. 74 a.1 ad 2; a.5; II-II q. 53 a.2
ad 2; Sent. 2 d.22 q.2 a.1; d.42 q.2 qª.3 ad 3; 4 d.9 a.3 qª.2 ad 1; Ethic. 3 lect. 11; De Malo q.3; Quodl. 1 q.9 a.3.
[22] Q. 3, a. 6,7 y 8. Escrito entre 1269-72
[23] De Libero Arbitrio L. III, c. 19.
[24] De Malo q.3 a 7 ad 11.
[25] o.c. 14, 38, comentando el texto: “si él ignora, será ignorado”.
[26] De Malo q. 3 a 7c.
[27] II-II q.15 a 1c.
[28] Ibíd. a 3
[29] “Philosophiae naturalis id revera
principium est, et officium, et finis, ut ex phaenomenis, sine fictis hypotesibus,
arguamus, et ab effectis ratiocinatione progrediamur ad causas, donec ad ipsam
demum primam causam, quae sine dubio mechanica non est, pervaniamus”. Optices, III, q. 28. Citado por Fraile “Historia de la Filosofía”
Tomo 3º, pág. 790.
[30] II-II q.167 a.1.
[31] II-II q. 15, a 2.
[32] .en su doctrina, los sentimientos sólo pueden aspirar a la
legalidad, coincidencia material con los preceptos de la ley, mas no a la
moralidad. Cf. KRP. L. I, c. 3; L. II, c. 2, Nº 3; L. II, c. 2, Nº 9.
[33] Cf. Los penetrantes análisis de E. Gilson en su “La unidad de la
experiencia filosófica” II parte, capítulo V.
[35] Resolver es término técnico de la lógica medieval y significa, en
general, conectar el efecto con su causa, el singular con su universal. En
lógica, pues, será mostrar cómo la conclusión emana necesariamente de un primer principio
[36] Ibíd. Ad 5.
[38] De Veritate q. 10 a 12 c.
[39] Quodl. VI a.u.
[40] II-II q. 141 a1 c
[41] La mayor parte de esta doctrina se halla en “In Ethicorum
Commetaria” libro VII. Cf. Más arriba la nota 14, pág. 6.
[42] Ética c. 3.
[43] “Cartas de Abelardo y Heloísa” Trad. C. Peri-Rossi. Hesperus.
Barcelona. Págs. 120-124.
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