ABELARDO Y ELOISA:
DRAMA FILOSÓFICO
RESUMEN:
En base a las cartas que se conservan y a la interpretación
de Gilson, Pernoud, y otros escritores contemporáneos, el autor se esfuerza por
hacer comprensible el drama protagonizado por estos famosos amantes del siglo
XII. Mientras el romanticismo se fijó en el aspecto amoroso y trágico, aquí intentamos hacer comprender que,
detrás del drama, hay toda una filosofía y una teología que permiten comprender
las decisiones tomadas por los amantes. El autor, además, procura que el
ejemplo de los famosos amantes nos sirva de guía para comprender la
espiritualidad medieval y hasta qué punto revela cuán cristiana era esa
sociedad, en contraste con la actual que ya casi nada tiene de tal.
1.- Status Quaestionis
Como todos sabemos, el drama protagonizado por Abelardo y Eloisa
ha gozado de buena prensa y es uno de los episodios amorosos mejor conocido, a
pesar de haber ocurrido en tan despreciada época. Todos los siglos se han
volcado sobre él - y lo han deformado según sus gustos - hasta hacerlo tan irreconocible
que su misma autenticidad fue negada. Debemos, entre otros autores, a E. Gilson
su aceptación histórica definitiva y
el más profundo juicio sobre sus fundamentos filosóficos[1].
A decir verdad se trata de un suceso por demás banal y
ordinario. Un profesor famoso es vencido por el demonio del mediodía. Una
muchacha demasiado intelectual es seducida a su vez. En nuestra época a nadie
le habría importado y el affaire habría terminado en matrimonio y divorcio.
Pero estamos en el siglo XII en que todo es diferente, en uno de los más
brillantes y profundos de la historia europea y ante el drama de dos genios, de
dos filósofos de gran envergadura, por lo que un asunto tan ordinario y
repetido adquirirá resonancias insospechadas.
Nos interesa este feo enredo por lo que nos muestra del
siglo en que ocurrió y nos permite, mejor que una lección teórica, conocer en
su intimidad lo que realmente movía a esa sociedad parisina que estaba a punto de producir un invento maravilloso
y que nos toca muy de cerca: la universidad. Por otro lado, nos permitirá
entrar en la intimidad de dos de las personalidades más notables de la historia,
no sólo europea, sino universal.
Propongo que, a modo de comparación, tengamos presente un
drama similar ocurrido en el siglo
pasado y en el mismo país y en la misma ciudad a otra famosa pareja: Jean Paul
Sartre y Simone de Beauvoir. Simone no aceptó la propuesta matrimonial de
Sartre por la razón ya esgrimida por Eloisa: es obligación del filósofo
dedicarse por entero a su misión, la que sería estorbada por un matrimonio.
Pero las diferencias son claras e ilustran bien cuán distintos son sus
ambientes espirituales. Nuestros contemporáneos se glorían de sus adulterios,
mientras los medievales fueron fieles hasta el final; no hay problemas de
conciencia en nuestro siglo y el concubinato terminará con un “Adieu” francamente
bochornoso en el que Simone se vengará
de Jean Paul dando a conocer hasta sus miserias biológicas. Nada parecido
encontramos en aquellos remotos tiempos, como veremos en seguida. Ciertamente,
en esta comparación, sale victorioso el siglo medieval para todo el que
conserve algún resto de decencia en su corazón.
Lo he titulado drama filosófico. Creo que debo explicar los
dos términos. ¿Por qué no llamarlo tragedia? En ese siglo no hay lugar para
hablar de tragedia más que cuando la persona muere en pecado mortal; porque
para todo cristiano - y si hubo un siglo que mereció tal nombre fue el duodécimo
- esta vida es nada más que una peregrinación por tierra extraña - cuyo
príncipe es Satanás - en espera de llegar a la Patria. Si se logra tal fin,
todo está salvado. Filosófico, porque la filosofía es el amor de la sabiduría, nombre divino por excelencia, que solía
aplicarse a los monjes, los filósofos de Dios[2].
Tanto Abelardo como Eloisa no sólo fueron monjes, sino que abades de sus
respectivos monasterios.
Limitaré mi examen a tres puntos: el ideal del siglo
XII, la ética del amor puro, y, finalmente, el drama “filosófico” tal
como se nos aparece en sus cartas.
2.-
El ideal del siglo XII
Como es obvio, en ésta, como en cualquier otra época, había
muchísimos ideales personales que cada cual se esforzaba por vivir; sin
embargo, siempre hay ciertos paradigmas colectivos a los que, mejor o peor,
todos se someten. En el caso presente el testimonio resulta doblemente
decisivo, dado que ni Abelardo ni Eloisa
fueron capaces de vivirlo. De este modo su tributo al ideal no es sospechoso
desde ningún punto de vista.
Nacido el hijo del amor ilegítimo habido entre ambos, el
profesor se siente obligado a hacerse perdonar
por el muy ofendido tío que cuidaba la educación de Eloisa y proponer la
reparación que le debe en justicia. Tenemos ya aquí un dato importante,
típicamente medieval: toda ofensa crea un débito. Abelardo está perfectamente
consciente de ello. A pesar de su destacada posición, o, tal vez, a causa de
ella, no se le ocurre negar su responsabilidad, como se acostumbra a hacer hoy,
sino que la asume íntegra.
Justamente en este punto tenemos la primera gran sorpresa.
Lo que el famoso profesor le propone al tío ultrajado es lo más natural del
mundo: el matrimonio con su sobrina. Lo incomprensible es que exige que sea
secreto. Tanto más que, según su propio testimonio, está convencido de la aceptación
de su propuesta: él es, y lo siente así, el mejor partido en su ambiente. Casi
me atrevería a decir que era el rector de la universidad por nacer. En efecto,
el obispo lo había nombrado “presidente” de los profesores de la ciudad. Fulberto
podía estar satisfecho y ya no tendría que avergonzarse ante el hermano que le
había confiado la educación de su hija. Lo que a nosotros nos intriga es esta
exigencia de secreto.
Se ha propuesto que, ya que Pedro Abelardo era tonsurado,
clérigo y canónico, tal paso le impediría
continuar su carrera de profesor, además de ser irregular o prohibido. Será
necesario que revisemos qué implicaba
en esa época cada uno de estos términos si queremos comprender la situación
creada. En primer lugar, la tonsura. Ésta era símbolo de continencia y estaba
estrictamente vedado otorgarla a un
casado[3];
pero, con permiso del obispo, un tonsurado se podía casar. En segundo lugar
veamos qué era un clérigo. Santo Tomás, con su claridad acostumbrada, nos ilustra:
“La clerecía no es una orden sino una profesión de vida de los que se entregan
al divino ministerio”[4]. Como
los profesores estaban al servicio de la Iglesia, eran clérigos, lo que no les
privaba de su carácter de laicos. Finalmente, ser canónico parece que
significaba solamente vivir en conformidad con cierta regla (canon); en efecto,
desde los tiempos carolingios, los obispos se esforzaban en imponer orden y
santidad entre sus servidores, por lo que procuraban reunirlos en torno a su
morada y reglamentar sus vidas. Tanto Pedro como Fulberto eran canónigos y
clérigos, y, en cuanto al primero, sabemos que no tenía ninguna orden, por lo
que debemos considerarlo un simple
seglar. En consecuencia, no había impedimento legal ni social; entonces, ¿por
qué el secreto?
El testimonio de ambos implicados es formal: el matrimonio
iba en detrimento de su gloria, sería una humillación si llegase a saberse[5]. Pero
muchos historiadores no han podido creerles y se han dado el trabajo de
inventar otros. Aquí aparece con toda
claridad cuán difícil es estar preparado para entender un texto que pertenece a
otro siglo. Es mérito de E. Gilson el habernos demostrado, profundizando en los
antecedentes culturales de los implicados, que ésa era, cabalmente, la única
razón. Además, ambos estaban perfectamente de acuerdo en ello. El punto merece
algunos esclarecimientos.
Según este filósofo historiador, el siglo XII puede ser caracterizado
como un “humanismo religioso”[6]; si
bien el término “humanismo” es de uso bastante peligroso, lo que debemos
entender es que Abelardo, fascinado por la antigüedad, estaba inmerso en la
teología de san Agustín y de san Jerónimo y en la ética de Séneca; lo que no
era, en absoluto, excepcional en su tiempo. Mas ¿qué enseñaron sobre el
matrimonio el mayor, a su juicio, entre los padres de la Iglesia - san Jerónimo
- y el mejor moralista de todos los tiempos - Séneca -?[7] Según
el primero ya Teofrastro aconsejaba al sabio no casarse, mientras el segundo
exaltaba la virtud de la castidad. Pedro
parece creer que éste no se casó ya que la filosofía excluye cualquier otra
ocupación[8]. Pero
hay que agregar el aspecto religioso, el más importante a sus ojos. Pues bien,
tanto Abelardo como Eloisa citan copiosamente a san Pablo interpretándolo del modo
más riguroso, como se acostumbraba en ese siglo y que, por razones de brevedad,
resumiremos así: el matrimonio implica pérdida de libertad personal y menoscabo
en la vida de oración. En otras
palabras, los desdichados amantes se juzgan a sí mismos a la luz de lo que el
cristianismo llama las virtudes heroicas y como son incapaces de practicarlas,
al menos quieren aparentarlo. Por ello Eloisa prefiere ser la amante a ser la
esposa, de tal modo que no sufra merma la fama del filósofo que la deslumbró[9]. En
este punto ella es absolutamente clara y formal presentando con los colores más
vivos la incompatibilidad de la vida familiar con la dedicación que exige la
filosofía[10]. Por primera vez, en su
autobiografía, Abelardo deja hablar libremente a Eloisa lo que parece
mostrarnos cuánto le sorprendió la actitud de la otrora sumisa discípula. El
matrimonio haría perder a Abelardo su libertad ya que daría a Eloisa derechos
sobre su persona y así como los ministros del altar están libres de tales
cadenas, así lo han de estar los filósofos. ¿Qué es un marido, al fin y al cabo,
sino una domesticada bestia de carga?[11] Mas,
como veremos luego, la razón última de su oposición está en algo mucho más
profundo y personal.
En suma, el matrimonio haría imposible la realización del
ideal de vida del siglo XII, que, como vemos, ha sido calcado de la vida
monacal. Abelardo, más realista, advierte
la imposibilidad de apagar la pasión que los consume y propone el secreto como
un modo de salvar las apariencias.
Llama la atención que filósofo tan inteligente propusiera
una salida imposible. Si bien puede contar con la fidelidad de Eloisa, cuyo
amor ha llegado al fanatismo, es decir, está dispuesta a transgredir la ley de
Dios movida por su pasión, Fulberto no podía acceder más que por táctica. En
verdad se le proponía una compensación moral a cambio de una injuria pública
que se agravaría con la posible llegada de nuevos hijos. Tal como ella lo había
previsto, la solución ideada terminaría en catástrofe. Con la muerte en el corazón, aceptó el matrimonio como quien
acepta el martirio exclamando: “Sólo nos queda una cosa por hacer para
perdernos los dos y para que a un amor tan grande le suceda un dolor aún mayor”[12]. El
siglo XII, “creador del amor”[13], no
sólo la perdonó sino que la admiró por la pureza de su entrega total.
Pronto todo París conoce el matrimonio que Abelardo y Eloisa
niegan terminantemente. Indignado, Fulberto golpea a su sobrina y Abelardo la
vuelve a raptar para ponerla a salvo en un convento. Parece que, con ello,
lograba dos propósitos: desembarazarse de la muchacha y poner fin a los rumores.
Según Abelardo, en cambio, lo que buscaba era ponerla a salvo de su tío y
mantener su falsa castidad. La primera interpretación se impuso y Fulberto, u
otro de sus enemigos, tomó la justicia por su cuenta. Desconocidos asaltan de
noche su casa y lo mutilan. Filosóficamente, el profesor comentará: “aquel de
mis miembros que había pecado, expió con su dolor sus goces pecaminosos”[14].
Pero la vergüenza le impide enfrentar la situación, ordena a Eloisa que tome el
velo y se refugia en el monasterio de san Dionisio. La farsa ha terminado.
3.-
La ética del amor puro.
Unos 15 años después de estos oprobiosos acontecimientos,
convertido ya en abad de Saint-Gildas-de-Rhuys, en la lejana Bretaña, Abelardo
escribe su autobiografía en forma de “carta a un amigo” - conocida como
“historia calamitatum” pero que mejor sería llamarla “apologia pro vita sua” -
con el fin de preparar su regreso a París donde confía lograr un éxito similar
al de la vez anterior. Lo único que no esperaba
era el ser atacado por Eloisa y ¡de qué manera! Será un verdadero alarido que
estremecerá al mundo intelectual de entonces el que saldrá del corazón herido
de la esposa “abandonada”. Gracias a ello entraremos en la intimidad de los
amantes y tendremos una visión privilegiada del drama de corte amoroso primero,
para presenciar estupefactos como se convierte, después, en drama, por no decir
tragedia, filosófico, en el sentido que ya explicamos. En este intercambio
epistolar veremos cuán grandes son estos “filósofos de Cristo”.
En respuesta a esa autobiografía, pues, Eloisa, después de
quejarse amargamente porque Pedro dedica su carta a consolar a un amigo
olvidando por completo a su esposa, y a sus otras hijas, las monjas del
monasterio por él fundado, a pesar de estar tan obligado con ellas[15],
pasa a revisar el famoso matrimonio “secreto”. Ella lo realizó llena de
escrúpulos, que aún sufre, mientras el marido fue a él con perfecta serenidad.
¿Cómo así? Como ya vimos, ella no lo aceptaba, mientras a él le bastaba con que
se mantuviera secreto. Solo en una cosa estaban enteramente de acuerdo: la
razón de su actitud estribaba en que ambos deseaban por igual no manchar “la
gloria de Abelardo”[16]. Eloisa
había visto con claridad meridiana que el matrimonio hacía permanente la
pérdida del ideal medieval que él había cumplido tan bien hasta la fecha y no
se resignaba a ver disminuido a su héroe. Mil veces prefiere ser la “meretrix”,
dice con toda franqueza, antes que la esposa[17].
¿Hemos leído bien? ¿La abadesa del monasterio conocido como Le Paraclet, El
Paráclito, que lleva ya unos quince años de vida monástica, prefiere ser
conocida de todos por su pasión amorosa ilegítima? Exactamente, y el objeto de
su libido es nada menos que un abad. ¿Escándalo en París? Nada de eso. Eloisa
fue elogiada en vida y después de muerta como la gran abadesa que llevó una
vida intachable y ejemplar, por lo que su monasterio crecerá, será famoso, y
permanecerá hasta su destrucción durante la revolución francesa. Es que no hay
el menor asomo de puritanismo en este siglo. Pensemos que en los escudos nobles
había, si era necesario, el signo de bastardía; es decir, nadie ocultaba su
condición de tal. El padre reconocía a su hijo ilegítimo y lo educaba junto a
los legítimos lo que a nadie sorprendía. La misma Eloisa, muerto ya su marido,
en una de sus últimas cartas, dirigida a san Pedro el Venerable, Abad de Cluny,
pedirá favores por el fruto de su pasión.
Es que Eloisa está orgullosa de su amor. Podemos, pues, con
Gilson, llamar a esto la “ética del amor puro”[18], o,
si preferimos una expresión más familiar, del amor cortés. Como buen historiador
de a filosofía, nuestro guía nos lleva hasta Cicerón. En efecto, en su notable
diálogo “De amicitia”, el orador insigne hizo un elogio del amor desinteresado
que no podía sino tener profundo eco en siglo tan cristiano; es decir, en una
época en que se privilegia el amor como el cumplimiento de toda la ley[19]. Por
ello fue tan ampliamente difundido en el medioevo que la Biblioteca Nacional
(de Francia) conserva 37 manuscritos, todos de ese siglo. Son numerosos los
autores que escribieron otros tantos tratados basados en el gran orador romano[20], que
mereció ser alabado hasta por san Bernardo de Claraval. Claro está que Cicerón
posiblemente no habría reconocido muchas de las interpretaciones medievales.
Nos interesa destacar, brevemente, algunas de las ideas que
más vienen a nuestro propósito. La amistad es considerada como el mayor de los
bienes, exceptuada la sabiduría[21]. El
anciano orador romano rechaza terminantemente que se origine en la debilidad o
en la utilidad que podríamos obtener gracias a sus buenos oficios[22],
sino que es la misma naturaleza, es decir nuestra esencia humana la que la
promueve por medio del amor[23]. Porque
no es la utilidad sino el amor del amigo lo que deleita[24]. Por
ello no hay amistad más bella ni más natural que la que se busca por ella misma[25]. En
una frase extraordinaria expone su más íntimo pensamiento y que no podía dejar
indiferente a Eloisa: “toda su recompensa está en el mismo amor”[26]. Sin
embargo hay que agregar que Cicerón exige la presencia de la virtud, pues, sin
ella, es imposible la amistad[27]; por
lo que su primera ley establece la absoluta necesidad de pedir únicamente lo
honesto al amigo y evitar todo lo vergonzoso[28]. Por
ello, sentencia el autor, si cesa la virtud, como la amistad se basa en ella,
se extingue[29].
Mas regresemos a la versión de Eloisa que une a lo que haya
podido extraer del romano todo lo que la tradición eclesiástica le
proporcionaba. En suma se trata de un amor totalmente desinteresado, cuyo
premio consiste en amar, en el que nada se espera del objeto amado. De hecho,
lo único que la satisface es su amor. Por ello el matrimonio compromete también
su gloria[30]; pues la hace aparecer,
ante todo el mundo, como habiendo forzado a Abelardo, en vez de entregarse a él
gratuitamente, como era su único deseo. Lo que nunca se perdonará es el haber
cedido y aceptado tan fatal matrimonio. Ahora comprendemos por qué prefiere ser
conocida como “meretriz” antes de serlo como esposa. Con orgullo establece que,
aunque Augusto en toda su gloria le hubiese pedido su mano, ella habría preferido
ser la amante de Abelardo[31].
Porque ella no quiere premio alguno, ventaja alguna, ni siquiera la que su
mismo marido pudiera haberle otorgado: “anhelándote solamente a ti, no a lo
tuyo”[32] dice
altivamente. Por lo mismo, mientras más se degrade, más claro queda que actuó
movida únicamente por el amor. No acepta ser favorecida por su gloria, como lo
hace necesariamente la esposa. Estamos, pues, ante un amor total. Y es aquí - y
únicamente aquí - donde reside, a sus ojos, su grandeza. Termina declarando
enfáticamente: “nada he guardado para mí”[33].
Hemos hablado de ética y debemos explicar por qué, puesto
que, hasta aquí, estaríamos en un ambiente romántico llevado hasta un extremo
difícil de superar, por cierto. Ocurre que Eloisa se siente inocente desde el
punto de vista moral, aunque no ignora que su relación fue pecaminosa; hasta
tal punto está convencida que no teme declarar: “yo he pecado gravemente, tu lo
sabes; sin embargo de manera inocente”[34]. En
este aspecto del problema aparece la perfecta discípula de su marido.
En su tratado de ética
“Scito teipsum”[35], Conócete
a ti mismo, Abelardo enseña que sólo hay pecado cuando hay consentimiento, el
que se da únicamente en el espíritu[36]. La ejecución nada añade al pecado mismo que
consiste en despreciar a Dios; por lo que es perfectamente posible que buenos y
malos hagan lo mismo, pero no con el mismo espíritu[37]. Por ello, Dios tan sólo atiende al espíritu
con que actúa el hombre. De este modo podemos sostener que no hay obra buena ni
mala en sí, ya que sólo el alma peca, sino que hay una intención buena y otra
mala[38].
En el “Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano”,
escrito después de haber sido condenado
en el concilio de Sens, Abelardo extraerá nuevas consecuencias de su ética de
amor puro. En efecto, establece que basta el amor para alcanzar la beatitud,
proposición que logra total acuerdo entre todos los personajes del diálogo[39]. De
la misma manera, todos están concordes en que la ley se reduce al amor de Dios
y del prójimo, incluido el enemigo[40]. Por
lo mismo, para purificar el alma basta el arrepentimiento y solo él es
necesario para tal propósito[41]; lo
que lo llevará a una muy extraña concepción de la confesión[42].
Pertrechados con este brevísimo resumen de las ideas
pertinentes, rescatadas de dos obras de Abelardo, y si las unimos a las
ciceronianas, tendremos el ambiente espiritual en el que razona Eloisa y comprenderemos mejor su actitud.
Nos falta únicamente dar algunas de las características de lo que se ha llamado
el “amor cortés” tan venerado en épocas pasadas. Se trata de un amor gratuito,
por cierto, que no busca recompensa alguna; no sólo no la busca sino que, si la
obtuviera, moriría. Por ello es un amor que trasciende todo goce, toda
delectación; gracias a lo cual podemos decir que la persona se supera sí misma.
¿Acaso no se ha visto en ambientes galantes al poeta dedicar sus versos a una
mujer ignota de la que, por lo mismo, no espera nada? Ni ella sabía que era
objeto de la veneración del poeta, dado que era un amor imposible. Pero,
justamente, en esa misma imposibilidad
radicaba su grandeza[43].
Eloisa, pues, se justifica a sí misma: ella no ha pecado
contra Dios, sino contra Abelardo. Y no pecó al tener relaciones ilegítimas con
él, sino al aceptar el matrimonio. Termina nuestra abadesa sus sorprendentes
revelaciones acusando a su marido de no haberla amado jamás. Mientras él
buscaba su placer; ella, en cambio,
procuraba el de Abelardo, no el suyo[44]. Con
semejante dardo pretendía forzar una respuesta, y la obtuvo, pero en un plano
absolutamente diferente del que deseaba ardientemente.
4.-
El drama filosófico
Si los esposos se hubiesen detenido en las dos primeras
cartas ya analizadas, ciertamente no habrían
pasado a la historia con la gloria que los aureola. Pero Pedro no podía negarse
a responder a su esposa que clamaba por un mínimo de atención, ni tenía el
menor deseo de eludir su responsabilidad. A partir de su respuesta comenzaremos
a atisbar la profundidad del drama y la verdadera grandeza de los involucrados. Para comprenderlo mejor
es necesario recordar que estamos ante dos monjes, es decir, en el lenguaje de
la época, ante dos “filósofos de Dios”. Porque el drama humano al que hemos
asistido cambiará rápidamente de
escenario involucrando al Dios al que ambos habían dedicado sus vidas.
Gilson nos invita a reconocer que, ocurrida la tragedia,
Abelardo tenía varias alternativas, pues pudo haber continuado sus clases, ya que su
reputación como filósofo y teólogo apenas había sido manchada; mas prefirió refugiarse en el
monasterio más famoso de París, el de San Dionisio. Como se hizo insoportable a
los monjes al intentar reformarlos, inició un nuevo peregrinaje que no terminó
hasta su regreso a París, preparado por su “carta a un amigo”.
Cuando escribe su respuesta a Eloisa, hemos de reconocer
que es otro hombre: su conversión ha sido completa y el abad de Saint-Gildas-de-Rhuys
hará honor a su profesión y a su ilustre cargo. Pedro había aceptado
inmediatamente su castigo y había iniciado su expiación. Pronto será un sacerdote
que tendrá a Orígenes como modelo a emular. En cambio, para consternación suya,
Eloisa sigue siendo la misma muchacha que se vio forzado a abandonar hace ya
cerca de quince años. Tras la solemne apariencia de la abadesa del monasterio
se esconde y sufre la apasionada “meretrix” del famoso profesor. A partir de
este momento dedicará lo mejor de sí a la conversión de su esposa. A juicio de Gilson,
si el profesor de lógica es limitado y el teólogo cae en graves herejías, el
director espiritual que revela esta carta, en la que responde a su desesperada
esposa, es verdaderamente sublime[45].
Podemos resumirla diciendo que será un llamado apremiante a
alzar la mirada y a ponerla en Dios. ¿Me amas tanto que sufres con mis
desgracias? Eleva tu oración al Todopoderoso. En seguida le encarece cuán
eficaz es la oración de la mujer, especialmente de la esposa, que siempre es escuchada
por el Señor. ¡Hasta obtiene la resurrección de muertos! Termina ordenándole
discretamente un cambio total del corazón: “vivid, pero, os lo ruego, acordaos
de mí en Cristo”. En otros términos, su misión ya no es la de esposa, sino la de
abadesa. Está bien que le siga amando y recordando, pero en Cristo, como
corresponde a su actual condición[46].
Verdaderamente, si no cabe la menor duda de que el amor
humano de Eloisa es muy superior al correspondiente de su esposo, el de éste
por Cristo es el verdadero modelo que ahora ella debe seguir. Pero Eloisa se
rebela. Su respuesta debió helarle la sangre al abad de Saint-Gildas-de-Rhuys.
Es que la joven tiene muchas y muy concretas quejas contra
Dios. El la hizo la más feliz de las
mujeres junto a su amante sólo para quitárselo[47].
Peor aún, mientras vivieron en fornicación, los respetó; mas en cuanto
justificaron y purificaron su amor con el sacramento, sobrevino el terrible
castigo. Y, lo que sobrepasa toda comprensión humana, ¿por qué sólo Pedro fue
castigado y ella dejada intacta?[48] Comprendemos
que de su corazón salga un grito que no pudo reprimir: ¡qué infeliz soy! Han
pasado los años y la abadesa lleva una doble vida, como ya insinuamos, terrible
vida en verdad. Con toda razón escribe: “¡Qué vida infortunada me ha tocado...
cumpliendo un sacrificio sin valor y sin esperanza de recompensa futura!”[49]. En
una frase resume todo su pensamiento: ¡Cuán cruel ha sido Dios en todo conmigo![50]
Comprendemos que su más íntimo deseo sea ser liberada de este cuerpo de muerte.
Su suerte ha sido la propia de la mujer, empezando por Eva: ser causa de la
perdición del hombre; tal como lo proclaman los Proverbios y el Eclesiastés y
lo comprueban fehacientemente Dalila y tantas otras[51].
Por lo demás, ¿de qué le sirve llevar la falsa vida de
piedad y sacrificio que lleva? Abelardo es el dueño de su cuerpo y de su alma[52].
Antes de cumplir los veinte años ingresó al monasterio por amor y obediencia a
su esposo, no a Dios. No ha pecado contra Dios, sino contra Pedro al aceptar el
fatídico matrimonio que inició la catástrofe[53]. En
consecuencia no espera ninguna recompensa de quien no le debe nada. Como sólo
la intención vale, si Abelardo fuera Dios, ella sería la más santa de las
mujeres; mas como no lo es, su sacrificio
nada vale. No necesita a Dios, necesita a su marido. Si él se lo hubiera
pedido, no habría dudado en acompañarlo al infierno. Más aún, en vez de llorar
por los actos cometidos, suspira por haberlos perdido[54]. En
semejante locura de amor, no nos sorprende verla llegar a blasfemas
confesiones: Abelardo puede todo, menos hacerla amar a Dios más que a él. Por
otra parte ¿no le era suficiente expiación el que Abelardo se hubiese casado
con ella, con todo lo que eso significaba de humillante para él? Mas no, en ese
mismo momento advino el castigo[55].
Con tales convicciones es obvio que Eloisa no puede ser
penitente; podríamos decir que hace penitencia en expiación por el pecado
cometido contra Abelardo al haber aceptado el matrimonio, mas no ante Dios y su
justicia.
Enfrentado a tales quejas, que aplican cabalmente su propia
doctrina, ¿qué puede responder el filósofo
de Dios? Intentemos resumir su alegato en busca de la conversión del corazón de
su esposa, donde el director espiritual
vuelve a superarse a sí mismo.
Con sobriedad le llamará la atención por sus blasfemias, a
las que no tiene derecho. El hombre no puede juzgar a Dios. Por lo demás, ya
casados, violaron la pureza del monasterio que la acogió y ni siquiera respetaron la Semana Santa[56]. Por
esta confesión sospechamos que, en aquella época, los esposos se abstenían del
uso de su matrimonio en dicha semana. Dios es justo en todo lo que hace y no
nos incumbe quejarnos. Por lo tanto impone silencio a su esposa, la que lo
cumplirá heroicamente: no volverá a expresar sus cuitas en ninguna otra carta.
Por lo demás el castigo ha sido salvador: han salido del pecado y se han
convertido en verdaderos siervos de Dios. Mejor aún: ella ha sido elevada a la
categoría de esposa de Cristo, por lo que ahora la llama y reconoce como su
“señora”[57].
¿Busca el amor desinteresado? Que lo busque en Cristo
quien, muriendo por ella, le dio el ejemplo más puro que se pueda imaginar[58].
¿Acusa a Abelardo de no amarla? Nada más cierto. Pero Cristo la ama tanto que
ha permitido tan feroz castigo para hacerla su esposa. En suma, Pedro ha tomado
todas sus quejas y las ha elevado a fin de que pueda refugiarse en el amor
eterno que la llama desde la cruz. La descripción que hace del amor del
crucificado es emocionante; nadie puede dudar, después de leerla, de la
sinceridad de su conversión[59].
Con genial agudeza le propone que le demuestre su amor
eficazmente. En virtud de su mutilación, él ya no puede merecer. ¿Que gracia
tiene su vida si no hay combate? En consecuencia, ella, que se conserva
intacta, debe combatir por los dos. Su única esperanza, insiste, radica en ella
y sus hijas[60]. Su sacrificio y sus
oraciones los reunirán en el Cielo. Es verdad, como se queja Eloisa, que a ella
le ha tocado cumplir el papel de Eva, mas él la invita a alzar la vista y mirar
a María; porque, si bien muchas mujeres han sido Evas, y ella lo fue para su
desgracia, muchas otras han sido Marías y han llevado la salvación al hombre
que amaban[61]. Por lo cual termina
solicitándole que rece con sus hijas una oración que el mismo ha compuesto y
que no es posible no citarla, al menos parcialmente, aquí:
“Oh Dios, que desde el comienzo de la creación, haciendo a
la mujer de una costilla del hombre, instituiste el gran sacramento del
matrimonio; y luego la elevaste a una dignidad admirable encarnándote en el seno de
una mujer casada e inaugurado tus milagros por el de las bodas de Caná; Tu que,
a la fragilidad de mi incontinencia, en otros tiempos te plugo conceder este
remedio, no rechaces las oraciones que tu pequeña sierva pone humildemente a
los pies de tu Divina Majestad por sus pecados y los de su amado. Perdona, oh
Dios de bondad, ¿qué digo? Oh Dios que eres la misma bondad, perdona nuestros
grandes pecados, y que la inmensidad de tu inefable misericordia se iguale a la
multitud de nuestras faltas. Castiga, te lo ruego, en este mundo a los
culpables a fin de salvarlos en el otro. Castígalos en el tiempo, a fin de no
castigarlos en la eternidad. Empuña contra tus servidores la vara de la corrección,
no la espada de la cólera. Aflige la carne para conservar las almas. Muéstrate
pacificador, no vengador; misericordioso antes que justo; padre bienhechor y no
maestro severo...
“Pruébanos, Señor, y tiéntanos, como el profeta pide para
sí mismo, cuando te suplica en estos términos: “comienza por examinar nuestras
fuerzas y mide según ellas el fardo de las tentaciones”. Es lo que san Pablo
promete a tus fieles cuando, a su vez, escribe: Dios todopoderoso no permitirá que
seáis tentados más allá de vuestras fuerzas, antes las acrecentará al mismo
tiempo que la tentación, a fin de que podáis soportarlas.
“Tu nos uniste, Señor, y nos separaste cuándo y cómo te
pareció bien. Lo que tu misericordia,
Señor, empezó de tal modo, acábalo ahora con más misericordia que entonces. A
los que separaste por un día en este mundo, únelos a Ti por la eternidad en el
Cielo. Tu, nuestra esperanza,
nuestra ilusión, nuestro consuelo, Señor bendito por todos los siglos.
Amen”[62].
5.- Epílogo
Eloisa obedeció una vez más a su marido y guardó silencio.
Como él la había autorizado para consultarle sobre teología y disciplina
monástica, todavía tenemos otra carta que se refiere exclusivamente a ello. Sin
embargo tiene un sobrescrito maravilloso. En verdad todas ellas lo tienen. La
primera que ella le dirige, en respuesta a su “Historia”, es una obra maestra
en la que, en una línea, con crueldad, le recuerda toda su relación, aquélla
que parecía querer olvidar: “A su señor, más bien su padre; a su esposo, más
bien su hermano; de su esclava, más bien su hija; de su esposa, más bien su
hermana”.
Por el matrimonio Pedro fue su señor y su esposo; en virtud
de su mutilación se transformó en su hermano y por la fundación de El Paráclito
en su padre. Es imposible definir en menos términos sus respectivas posiciones pasadas y presentes[63].
Abelardo le responderá con un sobrescrito que es un verdadero programa: “A Eloisa su
queridísima hermana en Cristo, Abelardo su hermano en El mismo”.
Mientras ella se expresaba como esposa y quería llevarlo a
ese plano, él le responde como monje y la obliga, al mismo tiempo, a mirar al
único que puede sanar sus heridas: Jesús, el Salvador.
En esta nueva carta, en la que sólo pedirá aclaraciones y
consejos, el sobrescrito reza: “Domino specialiter, singulariter tua”.
Eloisa obedece, pero le indica a su profesor de lógica que
no ha cambiado nada en ella. Por su función de abadesa, está dedicada al Señor
(Domino specialiter); pero ella, la mujer que en ella vive y muere, está
dedicada solamente a él (singulariter tua).
Los amantes callan y ya no tenemos más testimonios de su
atormentado amor. Las siguientes cartas,
como decíamos, se refieren únicamente a su misión religiosa y revelan en Eloisa
una actitud que se repetirá durante la crisis renacentista[64], mas
callan absolutamente el drama del que hemos sido testigos.
Algunos años después, luego de ser condenado en el concilio
de Sens y haber apelado a Roma, Abelardo hallará descanso y consuelo junto a
san Pedro el Venerable en la abadía de Cluny. Allí se reconciliará con san Bernardo y vivirá sus
últimos años de modo ejemplar. El testimonio de san Pedro es claro al respecto.
Luego de su muerte, el santo abad envía sus despojos mortales a Eloisa a fin de
que los sepulte en El Paráclito, en cumplimiento del deseo que había expresado
en una de sus cartas. Veinte años le sobrevivirá su esposa dedicada de modo
ejemplar a cumplir sus obligaciones de abadesa. ¿Con qué espíritu? ¿Logró la
conversión del corazón que no podía obtener y que su esposo le suplicaba? No
podemos saberlo. Tan sólo sabemos que su muerte fue tan llorada o más que la de
su marido y mereció un glorioso sepelio presidido por su obispo.
Prof. Dr.
Juan Carlos Ossandón Valdés
BIBLIOGRAFÍA
Textos:
Migne, J.P. “Abaelardus, Petrus”, opera omnia. P.L. T. 178
“Cartas de Abelardo y Heloisa” trad. C. Peri-Rossi. Hesperus. 2ª Edición. Barcelona.
1989.
“Ética” (de Abelardo) Trad. Angel Cappelletti. Aguilar.
Buenos Aires. 1971.
“Oeuvres Choisies d’Abélard” (contiene la logica
ingredientibus, la ética y el diálogo entre un filósofo, un judío y un
cristiano) Trad. M de Gandillac. Aubier, Paris, 1945.
“Du Bien Suprême” Trad. J. Jolivet. J. Vrin. Paris. 1978.
“I Planctus”, Introducción de notas de G. Vecchi. Contiene
los himnos litúrgicos, los amorosos, las dos cartas de Eloísa y las dos
oraciones de Abelardo.
“Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano”. Ed.
Bilingüe. Trad. Y notas: Sylvia Magnavaca. Losada. Buenos Aires. 2003.
Obras generales sobre Abelardo y Eloisa:
(Sólo citaremos obras recientes o reeditadas)
Duby, Georges, “Mujeres del siglo XX”. Trad. M. Armiño. A. Bello.
Santiago. Chile. 1997. (Obra en tres volúmenes. En el primero trata la figura
de Eloisa).
Charrier, Ch. “Héloïse dans l’histoire et la légende”
Reimpresión. Ginebra, Slatkine, 1977.
Gilson, E. “Héloïse et Abélard”. Paris.
J. Vrin, 3ª edición revisada 1964.
Gilson, E. “La unidad de la experiencia filosófica” cuyo
capítulo primero explica en profundidad la teoría de los universales de Abelardo.
C. Baliñas. Rialp. Madrid. 1960.
Gómez, Mª del C., “Petrus Abelardus compositor”. Libros
legendarios. José J. Olañeta Editor. Barcelona-Palma de Mallorca. 1982.
Jouandeau, M. “Introduction à lettres d’Héloïse et
d’Abélard". Paris. Librairie Armand Colin. 1959.
Lazar, M. “L’Idéologie et la casuistique de l’amour
courtois”. Paris. 1957.
Pernoud, R. “Eloisa y Abelardo”. Trad. G. Alonso. Espasa
Calpe. Madrid. 1973.
En todas las historias de la filosofía dedicadas al período
medieval está tratada la imponente figura del trágico profesor.
[1] Héloïse et Abélard. J. Vrin. Paris. 1948. Ignoro si hay traducción
castellana. Citaré por la edición en inglés: Trad. L.K. Shook. Ann Arbor.
Michigan Press. 3ª ed.
1968.
[2] R. Pernoud: "Eloísa y
Abelardo". Trad. G. Alonso. Espasa Calpe. Madrid. 1973. Pág. 92. Tal vez
la más simpática narración de la historia, si bien carece de la profundidad de
Gilson.
[3] Gilson o.c. pág. 10. Su fuente es Ives
de Chartres.
[4]
De articulis fidei. Opuscula III,17. Citado por Gilson. O.c. pág. 170.
[5] Algunas de las cartas intercambiadas
por los amantes han sido publicadas en traducción castellana: “Cartas de
Abelardo y Eloísa”. Trad. C. Peri-Rossi.
Hesperus. Barcelona. 2ª edición. 1989. Incluye la Historia Calamitatum, las dos
primeras cartas de Eloísa y las respuestas de Abelardo. Citamos por ella si
bien hemos retocado algunas de sus traducciones. Cfr. Págs. 54 y 55.
[6] “La Filosofía de la Edad Media”. Trad.
Pacios y Caballero. Gredós Madrid 1958. Pág. 425. Gilson explica: “realmente,
interesa destacar hasta qué punto el espíritu del siglo XII se encuentra más
próximo al espíritu de los siglos XV y XVI que al del siglo XIII... es preciso
añadir que, con respecto a las bellezas de la civilización grecolatina, los
contemporáneos de Juan de Salisbury fueron, por lo general, más sensibles que
los contemporáneos de santo Tomás” (pág. 422).
[7] Abelardo Ep. VIII, PL. 178; 310C
(Gilson: Héloïse et Abélard pág. 22) y Ep. XII. PL. 178;297B (Gilson: o.c. pág.
25).
[8] Cfr.: San Jerónimo: “De viris illustribus”;
Cfr. Séneca: “Ad Lucillium, Ep. LXXII”. Eloisa agrega el testimonio de san
Agustín: “Antes se llamaba sabios a los que en alguna manera parecían aventajar
a los demás en vida loable” (De Civitate Dei VIII, 2). Eloisa da por supuesto
que esa “vida loable” aludía al celibato.
[9] R. Pernoud o.c. pág. 69.
[10] “Cartas ...” págs. 56 a 58.
[11]
Abelardus, Sermo XXXIII, citado por Gilson o.c. pág. 31.
[12] Cartas ... pág. 58.
[13] R. Pernoud o.c. pág. 98. La idea
pertenece a Seignobos.
[14] “Cartas ...” pág. 142.
[15]
Ibídem. págs. 93-94.
[16]
Ibídem. Págs. 54-55.
[17] Gilson nos advierte que, en ese siglo,
el término “meretrix” es técnico y significa “quae multorum libidini patet”.
(O.c. pág. 179) “Aquella cuya pasión es patente a todos”. De modo que prefiere
llenarse de vergüenza antes de manchar definitivamente a su hombre. ¡Con razón
se la ha llamado la primera de las románticas!
[18] O.c. es el título de su cuarto
capítulo.
[19] ¿Acaso no había resumido toda la ley
el mismo Salvador en el precepto del amor (Mc. XII, 28-31); y lo había
proclamado como su mandamiento, el nuevo (Jn. XIII, 34-35)?
[20] Entre otros, y para limitarnos al s.
XII: Pedro de Blois: “De amicitia christiana”; Aelred: “De spirituale amicitia”.
[21] De Amicitia VI. Cito por la ed.
Bilingüe de L. Laurand. 6ª ed. Les Belles Lettres. Paris. 1968.
[22] Ibid. VII.
[23] Ibid. VIII.
[24] Ibid. XIV.
[25] Ibid. XXI.
[26] “Omnis eius
fructus in ipso amore inest”. Ibid. IX
[27] Ibid. XXI. Esta idea es como un leitmotiv del
diálogo. Se encuentra en: V, VI, VIII, IX, XI, XVIII, XXVI, XXVII. Pero esto
fue justamente lo que faltó en la relación entre Abelardo y Eloisa.
[28]
Ibídem. XII.
[29]
Ibídem. XI.
[30]
“Cartas ...” pág. 96.
[31]
Ibídem.
[32]
“te pure, non tua, concupiscens” (Ibídem. Pág. 95).
[33]
“Nihil mihi reservari” (Ibídem. Pág. 99)
[34]
Ibídem. Pág. 97
[35] Cito por la versión española de
Aguilar, trad. A. Cappelletti. Buenos Aires. 1971.
[36] O.c. pág. 116.
[37] O.c. pág. 132-134
[38] O.c. pág. 150
[39]
O.c. Trad. De Gandillac. Aubier. Paris. 1945. Pág. 240.
[40]
O.c. pág. 238-239.
[41]
O.c. pág. 250.
[42]
“Pero yo no comprendo para qué ha de servir confesarse a Dios que todo
lo sabe o qué perdón ha de obtenernos nuestra lengua”. En seguida da varias
razones de conveniencia: humillación, recibir una penitencia, ser auxiliado por
las oraciones del confesor, etc. Scito teipsum pág. 202-204.
[43]
Cfr. R. Pernoud O.C. Págs. 71-74
[44]
“Cartas ...” Págs. 95 y 97.
[45]
Ibídem. Pág. 72.
[46]
Ibídem. Págs. 105-111. La frase entre comillas corresponde a la última
de la carta.
[47]
Ibídem. Pág. 120.
[48] Ibídem. Pág. 121.
[49]
Ibídem. Pág. 124.
[50]
O si fas sit dici crudelem mihi per omnia Deum! Pág. 119.
[51]
Ibídem. Pág. 121.
[52] Ibídem. Pág. 95
[53]
Ibídem. Pág. 124.
[54]
quae cum ingemiscere debeam de commisis, suspiro potius de amisis Pág.
123.
[55]
Ibídem. Pág. 120
[56]
Ibídem. Págs. 140 y 142.
[57] Ibídem. Pág. 132.
[58]
Ibídem. Pág. 147.
[59]
Ibídem. Págs. 145-146.
[60]
Ibídem. Págs. 148-149.
[61]
Ibídem. Pág. 144-145.
[62]
Ibídem. Pág. 150.
[63]
Pernoud o.c. pág. 169.
[64]
Cfr. Gilson o.c. págs. 135-139.
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