viernes, 30 de diciembre de 2016

ABELARDO Y ELOISA:


ABELARDO  Y  ELOISA:


DRAMA  FILOSÓFICO


 

 

RESUMEN:

En base a las cartas que se conservan y a la interpretación de Gilson, Pernoud, y otros escritores contemporáneos, el autor se esfuerza por hacer comprensible el drama protagonizado por estos famosos amantes del siglo XII. Mientras el romanticismo se fijó en el aspecto amoroso y  trágico, aquí intentamos hacer comprender que, detrás del drama, hay toda una filosofía y una teología que permiten comprender las decisiones tomadas por los amantes. El autor, además, procura que el ejemplo de los famosos amantes nos sirva de guía para comprender la espiritualidad medieval y hasta qué punto revela cuán cristiana era esa sociedad, en contraste con la actual que ya casi nada tiene de tal.

 

 

 

1.-  Status Quaestionis


Como todos sabemos, el drama protagonizado por Abelardo y Eloisa ha gozado de buena prensa y es uno de los episodios amorosos mejor conocido, a pesar de haber ocurrido en tan despreciada época. Todos los siglos se han volcado sobre él - y lo han deformado según sus gustos - hasta hacerlo tan irreconocible que su misma autenticidad fue negada. Debemos, entre otros autores, a E. Gilson su      aceptación histórica definitiva y el más profundo juicio sobre sus fundamentos filosóficos[1].

A decir verdad se trata de un suceso por demás banal y ordinario. Un profesor famoso es vencido por el demonio del mediodía. Una muchacha demasiado intelectual es seducida a su vez. En nuestra época a nadie le habría importado y el affaire habría terminado en matrimonio y divorcio. Pero estamos en el siglo XII en que todo es diferente, en uno de los más brillantes y profundos de la historia europea y ante el drama de dos genios, de dos filósofos de gran envergadura, por lo que un asunto tan ordinario y repetido adquirirá resonancias insospechadas.

Nos interesa este feo enredo por lo que nos muestra del siglo en que ocurrió y nos permite, mejor que una lección teórica, conocer en su intimidad lo que realmente movía a esa sociedad parisina que    estaba a punto de producir un invento maravilloso y que nos toca muy de cerca: la universidad. Por otro lado, nos permitirá entrar en la intimidad de dos de las personalidades más notables de la historia, no sólo europea, sino universal.

Propongo que, a modo de comparación, tengamos presente un drama  similar ocurrido en el siglo pasado y en el mismo país y en la misma ciudad a otra famosa pareja: Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Simone no aceptó la propuesta matrimonial de Sartre por la razón ya esgrimida por Eloisa: es obligación del filósofo dedicarse por entero a su misión, la que sería estorbada por un matrimonio. Pero las diferencias son claras e ilustran bien cuán distintos son sus ambientes espirituales. Nuestros contemporáneos se glorían de sus adulterios, mientras los medievales fueron fieles hasta el final; no hay problemas de conciencia en nuestro siglo y el concubinato terminará con un “Adieu” francamente  bochornoso en el que Simone se vengará de Jean Paul dando a conocer hasta sus miserias biológicas. Nada parecido encontramos en aquellos remotos tiempos, como veremos en seguida. Ciertamente, en esta comparación, sale victorioso el siglo medieval para todo el que conserve algún resto de decencia en su corazón.

Lo he titulado drama filosófico. Creo que debo explicar los dos términos. ¿Por qué no llamarlo tragedia? En ese siglo no hay lugar para hablar de tragedia más que cuando la persona muere en pecado mortal; porque para todo cristiano - y si hubo un siglo que mereció tal nombre fue el duodécimo - esta vida es nada más que una peregrinación por tierra extraña - cuyo príncipe es Satanás - en espera de llegar a la Patria. Si se logra tal fin, todo está salvado. Filosófico, porque la filosofía es el amor de la sabiduría,   nombre divino por excelencia, que solía aplicarse a los monjes, los filósofos de Dios[2]. Tanto Abelardo como Eloisa no sólo fueron monjes, sino que abades de sus respectivos monasterios.

Limitaré mi examen a tres puntos: el ideal del siglo XII,  la ética del amor  puro, y, finalmente, el drama “filosófico” tal como se nos aparece en sus cartas.

2.- El ideal del siglo XII


Como es obvio, en ésta, como en cualquier otra época, había muchísimos ideales personales que cada cual se esforzaba por vivir; sin embargo, siempre hay ciertos paradigmas colectivos a los que, mejor o peor, todos se someten. En el caso presente el testimonio resulta doblemente decisivo, dado que ni  Abelardo ni Eloisa fueron capaces de vivirlo. De este modo su tributo al ideal no es sospechoso desde ningún punto de vista.

Nacido el hijo del amor ilegítimo habido entre ambos, el profesor se siente obligado a hacerse   perdonar por el muy ofendido tío que cuidaba la educación de Eloisa y proponer la reparación que le debe en justicia. Tenemos ya aquí un dato importante, típicamente medieval: toda ofensa crea un débito. Abelardo está perfectamente consciente de ello. A pesar de su destacada posición, o, tal vez, a causa de ella, no se le ocurre negar su responsabilidad, como se acostumbra a hacer hoy, sino que la asume íntegra.  

Justamente en este punto tenemos la primera gran sorpresa. Lo que el famoso profesor le propone al tío ultrajado es lo más natural del mundo: el matrimonio con su sobrina. Lo incomprensible es que exige que sea secreto. Tanto más que, según su propio testimonio, está convencido de la aceptación de su propuesta: él es, y lo siente así, el mejor partido en su ambiente. Casi me atrevería a decir que era el rector de la universidad por nacer. En efecto, el obispo lo había nombrado “presidente” de los profesores de la ciudad. Fulberto podía estar satisfecho y ya no tendría que avergonzarse ante el hermano que le había confiado la educación de su hija. Lo que a nosotros nos intriga es esta exigencia de secreto.

Se ha propuesto que, ya que Pedro Abelardo era tonsurado, clérigo y canónico, tal paso le        impediría continuar su carrera de profesor, además de ser irregular o prohibido. Será necesario que     revisemos qué implicaba en esa época cada uno de estos términos si queremos comprender la situación creada. En primer lugar, la tonsura. Ésta era símbolo de continencia y estaba estrictamente vedado      otorgarla a un casado[3]; pero, con permiso del obispo, un tonsurado se podía casar. En segundo lugar veamos qué era un clérigo. Santo Tomás, con su claridad acostumbrada, nos ilustra: “La clerecía no es una orden sino una profesión de vida de los que se entregan al divino ministerio”[4]. Como los profesores estaban al servicio de la Iglesia, eran clérigos, lo que no les privaba de su carácter de laicos. Finalmente, ser canónico parece que significaba solamente vivir en conformidad con cierta regla (canon); en efecto, desde los tiempos carolingios, los obispos se esforzaban en imponer orden y santidad entre sus servidores, por lo que procuraban reunirlos en torno a su morada y reglamentar sus vidas. Tanto Pedro como Fulberto eran canónigos y clérigos, y, en cuanto al primero, sabemos que no tenía ninguna orden, por lo que     debemos considerarlo un simple seglar. En consecuencia, no había impedimento legal ni social; entonces, ¿por qué el secreto?

El testimonio de ambos implicados es formal: el matrimonio iba en detrimento de su gloria, sería una humillación si llegase a saberse[5]. Pero muchos historiadores no han podido creerles y se han dado el trabajo de inventar otros. Aquí  aparece con toda claridad cuán difícil es estar preparado para entender un texto que pertenece a otro siglo. Es mérito de E. Gilson el habernos demostrado, profundizando en los antecedentes culturales de los implicados, que ésa era, cabalmente, la única razón. Además, ambos estaban perfectamente de acuerdo en ello. El punto merece algunos esclarecimientos.

Según este filósofo historiador, el siglo XII puede ser caracterizado como un “humanismo          religioso”[6]; si bien el término “humanismo” es de uso bastante peligroso, lo que debemos entender es que Abelardo, fascinado por la antigüedad, estaba inmerso en la teología de san Agustín y de san Jerónimo y en la ética de Séneca; lo que no era, en absoluto, excepcional en su tiempo. Mas ¿qué enseñaron sobre el matrimonio el mayor, a su juicio, entre los padres de la Iglesia - san Jerónimo - y el mejor moralista de todos los tiempos - Séneca -?[7] Según el primero ya Teofrastro aconsejaba al sabio no casarse, mientras el segundo exaltaba la virtud de la castidad.  Pedro parece creer que éste no se casó ya que la filosofía excluye cualquier otra ocupación[8]. Pero hay que agregar el aspecto religioso, el más importante a sus ojos. Pues bien, tanto Abelardo como Eloisa citan copiosamente a san Pablo interpretándolo del modo más riguroso, como se acostumbraba en ese siglo y que, por razones de brevedad, resumiremos así: el matrimonio implica pérdida de libertad personal y menoscabo en la vida de oración.  En otras palabras, los desdichados amantes se juzgan a sí mismos a la luz de lo que el cristianismo llama las virtudes heroicas y como son incapaces de practicarlas, al menos quieren aparentarlo. Por ello Eloisa prefiere ser la amante a ser la esposa, de tal modo que no sufra merma la fama del filósofo que la deslumbró[9]. En este punto ella es absolutamente clara y formal presentando con los colores más vivos la incompatibilidad de la vida familiar con la dedicación que exige la filosofía[10]. Por primera vez, en su autobiografía, Abelardo deja hablar libremente a Eloisa lo que parece mostrarnos cuánto le sorprendió la actitud de la otrora sumisa discípula. El matrimonio haría perder a Abelardo su libertad ya que daría a Eloisa derechos sobre su persona y así como los ministros del altar están libres de tales cadenas, así lo han de estar los filósofos. ¿Qué es un marido, al fin y al cabo, sino una domesticada bestia de carga?[11] Mas, como veremos luego, la razón última de su oposición está en algo mucho más profundo y personal.

En suma, el matrimonio haría imposible la realización del ideal de vida del siglo XII, que, como vemos, ha sido calcado de la vida monacal. Abelardo, más realista,  advierte la imposibilidad de apagar la pasión que los consume y propone el secreto como un modo de salvar las apariencias.

Llama la atención que filósofo tan inteligente propusiera una salida imposible. Si bien puede contar con la fidelidad de Eloisa, cuyo amor ha llegado al fanatismo, es decir, está dispuesta a transgredir la ley de Dios movida por su pasión, Fulberto no podía acceder más que por táctica. En verdad se le proponía una compensación moral a cambio de una injuria pública que se agravaría con la posible llegada de nuevos hijos. Tal como ella lo había previsto, la solución ideada terminaría en catástrofe. Con la muerte en el  corazón, aceptó el matrimonio como quien acepta el martirio exclamando: “Sólo nos queda una cosa por hacer para perdernos los dos y para que a un amor tan grande le suceda un dolor aún mayor”[12]. El siglo XII, “creador del amor”[13], no sólo la perdonó sino que la admiró por la pureza de su entrega total.

Pronto todo París conoce el matrimonio que Abelardo y Eloisa niegan terminantemente. Indignado, Fulberto golpea a su sobrina y Abelardo la vuelve a raptar para ponerla a salvo en un convento. Parece que, con ello, lograba dos propósitos: desembarazarse de la muchacha y poner fin a los rumores. Según Abelardo, en cambio, lo que buscaba era ponerla a salvo de su tío y mantener su falsa castidad. La primera interpretación se impuso y Fulberto, u otro de sus enemigos, tomó la justicia por su cuenta. Desconocidos asaltan de noche su casa y lo mutilan. Filosóficamente, el profesor comentará: “aquel de mis miembros que había pecado, expió con su dolor sus goces pecaminosos”[14]. Pero la vergüenza le impide enfrentar la situación, ordena a Eloisa que tome el velo y se refugia en el monasterio de san Dionisio. La farsa ha terminado.

3.- La ética del amor puro.


Unos 15 años después de estos oprobiosos acontecimientos, convertido ya en abad de Saint-Gildas-de-Rhuys, en la lejana Bretaña, Abelardo escribe su autobiografía en forma de “carta a un amigo” - conocida como “historia calamitatum” pero que mejor sería llamarla “apologia pro vita sua” - con el fin de preparar su regreso a París donde confía lograr un éxito similar al de la vez anterior. Lo único que no  esperaba era el ser atacado por Eloisa y ¡de qué manera! Será un verdadero alarido que estremecerá al mundo intelectual de entonces el que saldrá del corazón herido de la esposa “abandonada”. Gracias a ello entraremos en la intimidad de los amantes y tendremos una visión privilegiada del drama de corte amoroso primero, para presenciar estupefactos como se convierte, después, en drama, por no decir tragedia, filosófico, en el sentido que ya explicamos. En este intercambio epistolar veremos cuán grandes son estos “filósofos de Cristo”.

En respuesta a esa autobiografía, pues, Eloisa, después de quejarse amargamente porque Pedro dedica su carta a consolar a un amigo olvidando por completo a su esposa, y a sus otras hijas, las monjas del monasterio por él fundado, a pesar de estar tan obligado con ellas[15], pasa a revisar el famoso matrimonio “secreto”. Ella lo realizó llena de escrúpulos, que aún sufre, mientras el marido fue a él con perfecta serenidad. ¿Cómo así? Como ya vimos, ella no lo aceptaba, mientras a él le bastaba con que se mantuviera secreto. Solo en una cosa estaban enteramente de acuerdo: la razón de su actitud estribaba en que ambos deseaban por igual no manchar “la gloria de Abelardo”[16]. Eloisa había visto con claridad meridiana que el matrimonio hacía permanente la pérdida del ideal medieval que él había cumplido tan bien hasta la fecha y no se resignaba a ver disminuido a su héroe. Mil veces prefiere ser la “meretrix”, dice con toda franqueza, antes que la esposa[17]. ¿Hemos leído bien? ¿La abadesa del monasterio conocido como Le Paraclet, El Paráclito, que lleva ya unos quince años de vida monástica, prefiere ser conocida de todos por su pasión amorosa ilegítima? Exactamente, y el objeto de su libido es nada menos que un abad. ¿Escándalo en París? Nada de eso. Eloisa fue elogiada en vida y después de muerta como la gran abadesa que llevó una vida intachable y ejemplar, por lo que su monasterio crecerá, será famoso, y permanecerá hasta su destrucción durante la revolución francesa. Es que no hay el menor asomo de puritanismo en este siglo. Pensemos que en los escudos nobles había, si era necesario, el signo de bastardía; es decir, nadie ocultaba su condición de tal. El padre reconocía a su hijo ilegítimo y lo educaba junto a los legítimos lo que a nadie sorprendía. La misma Eloisa, muerto ya su marido, en una de sus últimas cartas, dirigida a san Pedro el Venerable, Abad de Cluny, pedirá favores por el fruto de su pasión.

Es que Eloisa está orgullosa de su amor. Podemos, pues, con Gilson, llamar a esto la “ética del amor puro”[18], o, si preferimos una expresión más familiar, del amor cortés. Como buen historiador de a filosofía, nuestro guía nos lleva hasta Cicerón. En efecto, en su notable diálogo “De amicitia”, el orador insigne hizo un elogio del amor desinteresado que no podía sino tener profundo eco en siglo tan cristiano; es decir, en una época en que se privilegia el amor como el cumplimiento de toda la ley[19]. Por ello fue tan ampliamente difundido en el medioevo que la Biblioteca Nacional (de Francia) conserva 37 manuscritos, todos de ese siglo. Son numerosos los autores que escribieron otros tantos tratados basados en el gran orador romano[20], que mereció ser alabado hasta por san Bernardo de Claraval. Claro está que Cicerón posiblemente no habría reconocido muchas de las interpretaciones medievales.

Nos interesa destacar, brevemente, algunas de las ideas que más vienen a nuestro propósito. La amistad es considerada como el mayor de los bienes, exceptuada la sabiduría[21]. El anciano orador romano rechaza terminantemente que se origine en la debilidad o en la utilidad que podríamos obtener gracias a sus buenos oficios[22], sino que es la misma naturaleza, es decir nuestra esencia humana la que la promueve por medio del amor[23]. Porque no es la utilidad sino el amor del amigo lo que deleita[24]. Por ello no hay amistad más bella ni más natural que la que se busca por ella misma[25]. En una frase extraordinaria expone su más íntimo pensamiento y que no podía dejar indiferente a Eloisa: “toda su recompensa está en el mismo amor”[26]. Sin embargo hay que agregar que Cicerón exige la presencia de la virtud, pues, sin ella, es        imposible la amistad[27]; por lo que su primera ley establece la absoluta necesidad de pedir únicamente lo honesto al amigo y evitar todo lo vergonzoso[28]. Por ello, sentencia el autor, si cesa la virtud, como la amistad se basa en ella, se extingue[29].

Mas regresemos a la versión de Eloisa que une a lo que haya podido extraer del romano todo lo que la tradición eclesiástica le proporcionaba. En suma se trata de un amor totalmente desinteresado, cuyo premio consiste en amar, en el que nada se espera del objeto amado. De hecho, lo único que la satisface es su amor. Por ello el matrimonio compromete también su gloria[30]; pues la hace aparecer, ante todo el mundo, como habiendo forzado a Abelardo, en vez de entregarse a él gratuitamente, como era su único deseo. Lo que nunca se perdonará es el haber cedido y aceptado tan fatal matrimonio. Ahora comprendemos por qué prefiere ser conocida como “meretriz” antes de serlo como esposa. Con orgullo establece que, aunque Augusto en toda su gloria le hubiese pedido su mano, ella habría preferido ser la amante de Abelardo[31]. Porque ella no quiere premio alguno, ventaja alguna, ni siquiera la que su mismo marido pudiera haberle otorgado: “anhelándote solamente a ti, no a lo tuyo”[32] dice altivamente. Por lo mismo, mientras más se degrade, más claro queda que actuó movida únicamente por el amor. No acepta ser favorecida por su gloria, como lo hace necesariamente la esposa. Estamos, pues, ante un amor total. Y es aquí - y únicamente aquí - donde reside, a sus ojos, su grandeza. Termina declarando enfáticamente: “nada he guardado para mí”[33].

Hemos hablado de ética y debemos explicar por qué, puesto que, hasta aquí, estaríamos en un ambiente romántico llevado hasta un extremo difícil de superar, por cierto. Ocurre que Eloisa se siente inocente desde el punto de vista moral, aunque no ignora que su relación fue pecaminosa; hasta tal punto está convencida que no teme declarar: “yo he pecado gravemente, tu lo sabes; sin embargo de manera inocente”[34]. En este aspecto del problema aparece la perfecta discípula de su marido.

En su tratado de ética  “Scito teipsum”[35], Conócete a ti mismo, Abelardo enseña que sólo hay pecado cuando hay consentimiento, el que se da únicamente en el espíritu[36].  La ejecución nada añade al pecado mismo que consiste en despreciar a Dios; por lo que es perfectamente posible que buenos y malos hagan lo mismo, pero no con el mismo espíritu[37].  Por ello, Dios tan sólo atiende al espíritu con que actúa el hombre. De este modo podemos sostener que no hay obra buena ni mala en sí, ya que sólo el alma peca, sino que hay una intención buena y otra mala[38].

En el “Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano”, escrito después de haber sido            condenado en el concilio de Sens, Abelardo extraerá nuevas consecuencias de su ética de amor puro. En efecto, establece que basta el amor para alcanzar la beatitud, proposición que logra total acuerdo entre todos los personajes del diálogo[39]. De la misma manera, todos están concordes en que la ley se reduce al amor de Dios y del prójimo, incluido el enemigo[40]. Por lo mismo, para purificar el alma basta el arrepentimiento y solo él es necesario para tal propósito[41]; lo que lo llevará a una muy extraña concepción de la confesión[42].

Pertrechados con este brevísimo resumen de las ideas pertinentes, rescatadas de dos obras de Abelardo, y si las unimos a las ciceronianas, tendremos el ambiente espiritual en el que razona Eloisa y               comprenderemos mejor su actitud. Nos falta únicamente dar algunas de las características de lo que se ha llamado el “amor cortés” tan venerado en épocas pasadas. Se trata de un amor gratuito, por cierto, que no busca recompensa alguna; no sólo no la busca sino que, si la obtuviera, moriría. Por ello es un amor que trasciende todo goce, toda delectación; gracias a lo cual podemos decir que la persona se supera sí misma. ¿Acaso no se ha visto en ambientes galantes al poeta dedicar sus versos a una mujer ignota de la que, por lo mismo, no espera nada? Ni ella sabía que era objeto de la veneración del poeta, dado que era un amor imposible. Pero, justamente, en esa misma imposibilidad  radicaba su grandeza[43].

Eloisa, pues, se justifica a sí misma: ella no ha pecado contra Dios, sino contra Abelardo. Y no pecó al tener relaciones ilegítimas con él, sino al aceptar el matrimonio. Termina nuestra abadesa sus sorprendentes revelaciones acusando a su marido de no haberla amado jamás. Mientras él buscaba su  placer; ella, en cambio, procuraba el de Abelardo, no el suyo[44]. Con semejante dardo pretendía forzar una respuesta, y la obtuvo, pero en un plano absolutamente diferente del que deseaba ardientemente.

4.- El drama filosófico


Si los esposos se hubiesen detenido en las dos primeras cartas ya analizadas, ciertamente no  habrían pasado a la historia con la gloria que los aureola. Pero Pedro no podía negarse a responder a su esposa que clamaba por un mínimo de atención, ni tenía el menor deseo de eludir su responsabilidad. A partir de su respuesta comenzaremos a atisbar la profundidad del drama y la verdadera grandeza de los         involucrados. Para comprenderlo mejor es necesario recordar que estamos ante dos monjes, es decir, en el lenguaje de la época, ante dos “filósofos de Dios”. Porque el drama humano al que hemos asistido     cambiará rápidamente de escenario involucrando al Dios al que ambos habían dedicado sus vidas.

Gilson nos invita a reconocer que, ocurrida la tragedia, Abelardo tenía varias alternativas, pues  pudo haber continuado sus clases, ya que su reputación como filósofo y teólogo apenas había sido      manchada; mas prefirió refugiarse en el monasterio más famoso de París, el de San Dionisio. Como se hizo insoportable a los monjes al intentar reformarlos, inició un nuevo peregrinaje que no terminó hasta su regreso a París, preparado por su “carta a un amigo”.

Cuando escribe su respuesta a Eloisa, hemos de reconocer que es otro hombre: su conversión ha sido completa y el abad de Saint-Gildas-de-Rhuys hará honor a su profesión y a su ilustre cargo. Pedro había aceptado inmediatamente su castigo y había iniciado su expiación. Pronto será un sacerdote que tendrá a Orígenes como modelo a emular. En cambio, para consternación suya, Eloisa sigue siendo la misma muchacha que se vio forzado a abandonar hace ya cerca de quince años. Tras la solemne apariencia de la abadesa del monasterio se esconde y sufre la apasionada “meretrix” del famoso profesor. A partir de este momento dedicará lo mejor de sí a la conversión de su esposa. A juicio de Gilson, si el profesor de lógica es limitado y el teólogo cae en graves herejías, el director espiritual que revela esta carta, en la que responde a su desesperada esposa, es verdaderamente sublime[45].

Podemos resumirla diciendo que será un llamado apremiante a alzar la mirada y a ponerla en Dios. ¿Me amas tanto que sufres con mis desgracias? Eleva tu oración al Todopoderoso. En seguida le encarece cuán eficaz es la oración de la mujer, especialmente de la esposa, que siempre es escuchada por el Señor. ¡Hasta obtiene la resurrección de muertos! Termina ordenándole discretamente un cambio total del corazón: “vivid, pero, os lo ruego, acordaos de mí en Cristo”. En otros términos, su misión ya no es la de esposa, sino la de abadesa. Está bien que le siga amando y recordando, pero en Cristo, como corresponde a su actual condición[46].

Verdaderamente, si no cabe la menor duda de que el amor humano de Eloisa es muy superior al correspondiente de su esposo, el de éste por Cristo es el verdadero modelo que ahora ella debe seguir. Pero Eloisa se rebela. Su respuesta debió helarle la sangre al abad de Saint-Gildas-de-Rhuys.

Es que la joven tiene muchas y muy concretas quejas contra Dios.  El la hizo la más feliz de las mujeres junto a su amante sólo para quitárselo[47]. Peor aún, mientras vivieron en fornicación, los respetó; mas en cuanto justificaron y purificaron su amor con el sacramento, sobrevino el terrible castigo. Y, lo que sobrepasa toda comprensión humana, ¿por qué sólo Pedro fue castigado y ella dejada intacta?[48]        Comprendemos que de su corazón salga un grito que no pudo reprimir: ¡qué infeliz soy! Han pasado los años y la abadesa lleva una doble vida, como ya insinuamos, terrible vida en verdad. Con toda razón escribe: “¡Qué vida infortunada me ha tocado... cumpliendo un sacrificio sin valor y sin esperanza de recompensa futura!”[49]. En una frase resume todo su pensamiento: ¡Cuán cruel ha sido Dios en todo conmigo![50] Comprendemos que su más íntimo deseo sea ser liberada de este cuerpo de muerte. Su suerte ha sido la propia de la mujer, empezando por Eva: ser causa de la perdición del hombre; tal como lo proclaman los Proverbios y el Eclesiastés y lo comprueban fehacientemente Dalila y tantas otras[51].

Por lo demás, ¿de qué le sirve llevar la falsa vida de piedad y sacrificio que lleva? Abelardo es el dueño de su cuerpo y de su alma[52]. Antes de cumplir los veinte años ingresó al monasterio por amor y obediencia a su esposo, no a Dios. No ha pecado contra Dios, sino contra Pedro al aceptar el fatídico matrimonio que inició la catástrofe[53]. En consecuencia no espera ninguna recompensa de quien no le debe nada. Como sólo la intención vale, si Abelardo fuera Dios, ella sería la más santa de las mujeres; mas   como no lo es, su sacrificio nada vale. No necesita a Dios, necesita a su marido. Si él se lo hubiera pedido, no habría dudado en acompañarlo al infierno. Más aún, en vez de llorar por los actos cometidos, suspira por haberlos perdido[54]. En semejante locura de amor, no nos sorprende verla llegar a blasfemas confesiones: Abelardo puede todo, menos hacerla amar a Dios más que a él. Por otra parte ¿no le era suficiente expiación el que Abelardo se hubiese casado con ella, con todo lo que eso significaba de humillante para él? Mas no, en ese mismo momento advino el castigo[55].

Con tales convicciones es obvio que Eloisa no puede ser penitente; podríamos decir que hace penitencia en expiación por el pecado cometido contra Abelardo al haber aceptado el matrimonio, mas no ante Dios y su justicia.

Enfrentado a tales quejas, que aplican cabalmente su propia doctrina, ¿qué puede responder el     filósofo de Dios? Intentemos resumir su alegato en busca de la conversión del corazón de su esposa,   donde el director espiritual vuelve a superarse a sí mismo.

Con sobriedad le llamará la atención por sus blasfemias, a las que no tiene derecho. El hombre no puede juzgar a Dios. Por lo demás, ya casados, violaron la pureza del monasterio que la acogió y ni    siquiera respetaron la Semana Santa[56]. Por esta confesión sospechamos que, en aquella época, los esposos se abstenían del uso de su matrimonio en dicha semana. Dios es justo en todo lo que hace y no nos incumbe quejarnos. Por lo tanto impone silencio a su esposa, la que lo cumplirá heroicamente: no volverá a expresar sus cuitas en ninguna otra carta. Por lo demás el castigo ha sido salvador: han salido del pecado y se han convertido en verdaderos siervos de Dios. Mejor aún: ella ha sido elevada a la categoría de esposa de Cristo, por lo que ahora la llama y reconoce como su “señora”[57].

¿Busca el amor desinteresado? Que lo busque en Cristo quien, muriendo por ella, le dio el ejemplo más puro que se pueda imaginar[58]. ¿Acusa a Abelardo de no amarla? Nada más cierto. Pero Cristo la ama tanto que ha permitido tan feroz castigo para hacerla su esposa. En suma, Pedro ha tomado todas sus quejas y las ha elevado a fin de que pueda refugiarse en el amor eterno que la llama desde la cruz. La descripción que hace del amor del crucificado es emocionante; nadie puede dudar, después de leerla, de la sinceridad de su conversión[59].

Con genial agudeza le propone que le demuestre su amor eficazmente. En virtud de su mutilación, él ya no puede merecer. ¿Que gracia tiene su vida si no hay combate? En consecuencia, ella, que se     conserva intacta, debe combatir por los dos. Su única esperanza, insiste, radica en ella y sus hijas[60]. Su sacrificio y sus oraciones los reunirán en el Cielo. Es verdad, como se queja Eloisa, que a ella le ha tocado cumplir el papel de Eva, mas él la invita a alzar la vista y mirar a María; porque, si bien muchas mujeres han sido Evas, y ella lo fue para su desgracia, muchas otras han sido Marías y han llevado la salvación al hombre que amaban[61]. Por lo cual termina solicitándole que rece con sus hijas una oración que el mismo ha compuesto y que no es posible no citarla, al menos parcialmente, aquí:

“Oh Dios, que desde el comienzo de la creación, haciendo a la mujer de una costilla del hombre, instituiste el gran sacramento del matrimonio; y luego la elevaste a una dignidad          admirable encarnándote en el seno de una mujer casada e inaugurado tus milagros por el de las bodas de Caná; Tu que, a la fragilidad de mi incontinencia, en otros tiempos te plugo conceder este remedio, no rechaces las oraciones que tu pequeña sierva pone humildemente a los pies de tu Divina Majestad por sus pecados y los de su amado. Perdona, oh Dios de bondad, ¿qué digo? Oh Dios que eres la misma bondad, perdona nuestros grandes pecados, y que la inmensidad de tu inefable misericordia se iguale a la multitud de nuestras faltas. Castiga, te lo ruego, en este mundo a los culpables a fin de salvarlos en el otro. Castígalos en el tiempo, a fin de no castigarlos en la eternidad. Empuña contra tus servidores la vara de la corrección, no la espada de la cólera. Aflige la carne para conservar las almas. Muéstrate pacificador, no vengador; misericordioso antes que justo; padre bienhechor y no maestro severo...

“Pruébanos, Señor, y tiéntanos, como el profeta pide para sí mismo, cuando te suplica en estos términos: “comienza por examinar nuestras fuerzas y mide según ellas el fardo de las        tentaciones”. Es lo que san Pablo promete a tus fieles cuando, a su vez, escribe: Dios                 todopoderoso no permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas, antes las acrecentará al mismo tiempo que la tentación, a fin de que podáis soportarlas.

“Tu nos uniste, Señor, y nos separaste cuándo y cómo te pareció bien. Lo que tu             misericordia, Señor, empezó de tal modo, acábalo ahora con más misericordia que entonces. A los que separaste por un día en este mundo, únelos a Ti por la eternidad en el Cielo. Tu, nuestra       esperanza, nuestra ilusión, nuestro consuelo, Señor bendito por todos los siglos.

Amen”[62].

5.-  Epílogo


Eloisa obedeció una vez más a su marido y guardó silencio. Como él la había autorizado para consultarle sobre teología y disciplina monástica, todavía tenemos otra carta que se refiere exclusivamente a ello. Sin embargo tiene un sobrescrito maravilloso. En verdad todas ellas lo tienen. La primera que ella le dirige, en respuesta a su “Historia”, es una obra maestra en la que, en una línea, con crueldad, le recuerda toda su relación, aquélla que parecía querer olvidar: “A su señor, más bien su padre; a su esposo, más bien su hermano; de su esclava, más bien su hija; de su esposa, más bien su hermana”.

Por el matrimonio Pedro fue su señor y su esposo; en virtud de su mutilación se transformó en su hermano y por la fundación de El Paráclito en su padre. Es imposible definir en menos términos sus     respectivas posiciones pasadas y presentes[63]. Abelardo le responderá con un sobrescrito que es un       verdadero programa: “A Eloisa su queridísima hermana en Cristo, Abelardo su hermano en El mismo”.

Mientras ella se expresaba como esposa y quería llevarlo a ese plano, él le responde como monje y la obliga, al mismo tiempo, a mirar al único que puede sanar sus heridas: Jesús, el Salvador.

En esta nueva carta, en la que sólo pedirá aclaraciones y consejos, el sobrescrito reza: “Domino specialiter, singulariter tua”.

Eloisa obedece, pero le indica a su profesor de lógica que no ha cambiado nada en ella. Por su función de abadesa, está dedicada al Señor (Domino specialiter); pero ella, la mujer que en ella vive y muere, está dedicada solamente a él (singulariter tua).

Los amantes callan y ya no tenemos más testimonios de su atormentado amor. Las siguientes   cartas, como decíamos, se refieren únicamente a su misión religiosa y revelan en Eloisa una actitud que se repetirá durante la crisis renacentista[64], mas callan absolutamente el drama del que hemos sido testigos.

Algunos años después, luego de ser condenado en el concilio de Sens y haber apelado a Roma, Abelardo hallará descanso y consuelo junto a san Pedro el Venerable en la abadía de Cluny. Allí se      reconciliará con san Bernardo y vivirá sus últimos años de modo ejemplar. El testimonio de san Pedro es claro al respecto. Luego de su muerte, el santo abad envía sus despojos mortales a Eloisa a fin de que los sepulte en El Paráclito, en cumplimiento del deseo que había expresado en una de sus cartas. Veinte años le sobrevivirá su esposa dedicada de modo ejemplar a cumplir sus obligaciones de abadesa. ¿Con qué espíritu? ¿Logró la conversión del corazón que no podía obtener y que su esposo le suplicaba? No podemos saberlo. Tan sólo sabemos que su muerte fue tan llorada o más que la de su marido y mereció un glorioso sepelio presidido por su obispo.

 

 

 

 

Prof. Dr.

Juan Carlos Ossandón Valdés

 


BIBLIOGRAFÍA

Textos:

Migne, J.P. “Abaelardus, Petrus”, opera omnia. P.L. T. 178

“Cartas de Abelardo y Heloisa” trad. C. Peri-Rossi. Hesperus. 2ª Edición. Barcelona. 1989.

“Ética” (de Abelardo) Trad. Angel Cappelletti. Aguilar. Buenos Aires. 1971.

“Oeuvres Choisies d’Abélard” (contiene la logica ingredientibus, la ética y el diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano) Trad. M de Gandillac. Aubier, Paris, 1945.

“Du Bien Suprême” Trad. J. Jolivet. J. Vrin. Paris. 1978.

“I Planctus”, Introducción de notas de G. Vecchi. Contiene los himnos litúrgicos, los amorosos, las dos cartas de Eloísa y las dos oraciones de Abelardo.

“Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano”. Ed. Bilingüe. Trad. Y notas: Sylvia Magnavaca. Losada. Buenos Aires. 2003.

 

Obras generales sobre Abelardo y Eloisa:

(Sólo citaremos obras recientes o reeditadas)

 

Duby, Georges, “Mujeres del siglo XX”. Trad. M. Armiño. A. Bello. Santiago. Chile. 1997. (Obra en tres volúmenes. En el primero trata la figura de Eloisa).

Charrier, Ch. “Héloïse dans l’histoire et la légende” Reimpresión. Ginebra, Slatkine, 1977.

Gilson, E. “Héloïse et Abélard”. Paris. J. Vrin, 3ª edición revisada 1964.

Gilson, E. “La unidad de la experiencia filosófica” cuyo capítulo primero explica en profundidad la teoría de los universales de Abelardo. C. Baliñas. Rialp. Madrid. 1960.

Gómez, Mª del C., “Petrus Abelardus compositor”. Libros legendarios. José J. Olañeta Editor. Barcelona-Palma de Mallorca. 1982.

Jouandeau, M. “Introduction à lettres d’Héloïse et d’Abélard". Paris. Librairie Armand Colin. 1959.

Lazar, M. “L’Idéologie et la casuistique de l’amour courtois”. Paris. 1957.

Pernoud, R. “Eloisa y Abelardo”. Trad. G. Alonso. Espasa Calpe. Madrid. 1973.

 

 

En todas las historias de la filosofía dedicadas al período medieval está tratada la imponente figura del trágico profesor.

 



[1]  Héloïse et Abélard. J. Vrin. Paris. 1948. Ignoro si hay traducción castellana. Citaré por la edición en inglés: Trad. L.K. Shook. Ann Arbor. Michigan Press. 3ª ed. 1968.
[2] R. Pernoud: "Eloísa y Abelardo". Trad. G. Alonso. Espasa Calpe. Madrid. 1973. Pág. 92. Tal vez la más simpática narración de la historia, si bien carece de la profundidad de Gilson.
[3] Gilson o.c. pág. 10. Su fuente es Ives de Chartres.
[4]  De articulis fidei. Opuscula III,17. Citado por Gilson. O.c. pág. 170.
[5] Algunas de las cartas intercambiadas por los amantes han sido publicadas en traducción castellana: “Cartas de Abelardo y Eloísa”.  Trad. C. Peri-Rossi. Hesperus. Barcelona. 2ª edición. 1989. Incluye la Historia Calamitatum, las dos primeras cartas de Eloísa y las respuestas de Abelardo. Citamos por ella si bien hemos retocado algunas de sus traducciones. Cfr. Págs. 54 y 55.
[6] “La Filosofía de la Edad Media”. Trad. Pacios y Caballero. Gredós Madrid 1958. Pág. 425. Gilson explica: “realmente, interesa destacar hasta qué punto el espíritu del siglo XII se encuentra más próximo al espíritu de los siglos XV y XVI que al del siglo XIII... es preciso añadir que, con respecto a las bellezas de la civilización grecolatina, los contemporáneos de Juan de Salisbury fueron, por lo general, más sensibles que los contemporáneos de santo Tomás” (pág. 422).
[7] Abelardo Ep. VIII, PL. 178; 310C (Gilson: Héloïse et Abélard pág. 22) y Ep. XII. PL. 178;297B (Gilson: o.c. pág. 25).
[8] Cfr.: San Jerónimo: “De viris illustribus”; Cfr. Séneca: “Ad Lucillium, Ep. LXXII”. Eloisa agrega el testimonio de san Agustín: “Antes se llamaba sabios a los que en alguna manera parecían aventajar a los demás en vida loable” (De Civitate Dei VIII, 2). Eloisa da por supuesto que esa “vida loable” aludía al celibato.
[9] R. Pernoud o.c. pág. 69.
[10] “Cartas ...” págs. 56 a 58.
[11]  Abelardus, Sermo XXXIII, citado por Gilson o.c. pág. 31.
[12] Cartas ... pág. 58.
[13] R. Pernoud o.c. pág. 98. La idea pertenece a Seignobos.
[14] “Cartas ...” pág. 142.
[15]   Ibídem. págs. 93-94.
[16]  Ibídem. Págs. 54-55.
[17] Gilson nos advierte que, en ese siglo, el término “meretrix” es técnico y significa “quae multorum libidini patet”. (O.c. pág. 179) “Aquella cuya pasión es patente a todos”. De modo que prefiere llenarse de vergüenza antes de manchar definitivamente a su hombre. ¡Con razón se la ha llamado la primera de las románticas!
[18] O.c. es el título de su cuarto capítulo.
[19] ¿Acaso no había resumido toda la ley el mismo Salvador en el precepto del amor (Mc. XII, 28-31); y lo había proclamado como su mandamiento, el nuevo (Jn. XIII, 34-35)?
[20] Entre otros, y para limitarnos al s. XII: Pedro de Blois: “De amicitia christiana”; Aelred: “De spirituale amicitia”.
[21] De Amicitia VI. Cito por la ed. Bilingüe de L. Laurand. 6ª ed. Les Belles Lettres. Paris. 1968.
[22]  Ibid. VII.
[23]  Ibid. VIII.
[24]  Ibid. XIV.
[25]  Ibid. XXI.
[26] “Omnis eius fructus in ipso amore inest”. Ibid. IX
[27] Ibid. XXI. Esta idea es como un leitmotiv del diálogo. Se encuentra en: V, VI, VIII, IX, XI, XVIII, XXVI, XXVII. Pero esto fue justamente lo que faltó en la relación entre Abelardo y Eloisa.
[28]  Ibídem. XII.
[29]  Ibídem. XI.
[30]  “Cartas ...” pág. 96.
[31]  Ibídem.
[32]   “te pure, non tua, concupiscens” (Ibídem. Pág. 95).
[33]   “Nihil mihi reservari” (Ibídem. Pág. 99)
[34]  Ibídem. Pág. 97
[35] Cito por la versión española de Aguilar, trad. A. Cappelletti. Buenos Aires. 1971.
[36] O.c. pág. 116.
[37] O.c. pág. 132-134
[38] O.c. pág. 150
[39]  O.c. Trad. De Gandillac. Aubier. Paris. 1945. Pág. 240.
[40]  O.c. pág. 238-239.
[41]  O.c. pág. 250.
[42]  “Pero yo no comprendo para qué ha de servir confesarse a Dios que todo lo sabe o qué perdón ha de obtenernos nuestra lengua”. En seguida da varias razones de conveniencia: humillación, recibir una penitencia, ser auxiliado por las oraciones del confesor, etc. Scito teipsum pág. 202-204.
[43]  Cfr. R. Pernoud O.C. Págs. 71-74
[44]  “Cartas ...” Págs. 95 y 97.
[45]  Ibídem. Pág. 72.
[46]  Ibídem. Págs. 105-111. La frase entre comillas corresponde a la última de la carta.
[47]  Ibídem. Pág. 120.
[48] Ibídem. Pág. 121.
[49]  Ibídem. Pág. 124.
[50]  O si fas sit dici crudelem mihi per omnia Deum! Pág. 119.
[51]  Ibídem. Pág. 121.
[52]  Ibídem. Pág. 95
[53]  Ibídem. Pág. 124.
[54]  quae cum ingemiscere debeam de commisis, suspiro potius de amisis Pág. 123.
[55]  Ibídem. Pág. 120
[56]  Ibídem. Págs. 140 y 142.
[57]  Ibídem. Pág. 132.
[58]  Ibídem. Pág. 147.
[59]  Ibídem. Págs. 145-146.
[60]  Ibídem. Págs. 148-149.
[61]  Ibídem. Pág. 144-145.
[62]  Ibídem. Pág. 150.
[63]  Pernoud o.c. pág. 169.
[64]  Cfr. Gilson o.c. págs. 135-139.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Solo se publicarán comentarios constructivos y que no contengan groserías y sean mal intencionados.