lunes, 31 de diciembre de 2012

LA FUENTE DE LA SABIDURÍA


                     LA FUENTE DE LA SABIDURIA

 

1.-  INTRODUCCION              


 

Desde muy antiguo nuestro oficio ha sido conocido como filosofía, es decir, amor a la sabiduría. Precisamente la filosofía moderna nace cuando el pensador francés R. Descartes decide buscar la fuente de la sabiduría. Sabido es que halló lo que buscaba en su propio interior. Sin embargo, a diferencia de san Agustín que también la encontró en su intimidad[1], Descartes lanzó a todo el pensamiento moderno a una actitud inmanentista, a concentrarse en el sujeto; lo impulsó a cortar amarras y a zafarse de la cadena de la despreciada experiencia. No hizo así el obispo de Hipona que nos aseguró que esa fuente interior no pertenece al hombre sino que le es proporcionada desde lo alto[2].                Sin negar, por supuesto, la profunda verdad de lo enseñado por el obispo africano, quisiéramos indagar en la fuente interna de la sabiduría que es posible adquirir en este mundo, acogiéndonos a la enseñanza del Doctor Común.

2.- LOS PRIMEROS PRINCIPIOS DE LA RAZON


 

La Escuela llama ciencia de simple inteligencia a la cima del saber humano desde el punto de vista lógico que es el que nos interesa aquí. Esta ciencia está constituida por ciertos conocimientos que llamamos primeros principios y que el Aquinate


denominó, más bien, "dignitates"[3].              


Hace algunos años dediqué al tema mi ponencia a la IX Semana de Estudios Tomistas (1983), realizada en Valparaíso, Chile[4].  Para no repetirme, recordaré muy sucintamente la doctrina general de todos conocida y luego profundizaré muy brevemente algunas cuestiones que no traté en aquella ocasión.

Existe en nuestra mente un número indeterminado de conocimientos evidentes por sí mismos que, por ello, sirven para fundar todos los restantes conocimientos. Por eso son llamados principios, y, además, primeros principios, si no hay nada anterior que juzgue su veracidad. Tan verdaderos son y tan en virtud de sí mismos lo son, que santo Tomás declara: "nullius potest opinari contraria eorum"[5]. Tesis que, en otro lugar, corrige precisando que la imaginación podría engañar a alguien incluso a este nivel[6], lo que también podría se efecto de un mal hábito que sería preciso eliminar si se quiere salir del error[7]. En todo caso, si tal error se llegara a producir, sería el más vergonzoso de todos[8].

Ocurre que estos juicios son "per se vera" hasta el extremo de que ningún intelecto podría comprender sus contrarios[9], ni podría creerse a sí mismo si tal cosa expresara. En realidad, como el predicado pertenece a a la noción misma que actúa como sujeto, el errar prácticamente queda excluido a este nivel, con las precisiones ya aludidas[10]. Todo lo dicho es particularmente verdadero si nos referimos al principio de contradicción del que, sin más, el Angélico asegura: "impossibile enim est quod aliquis opinetur hoc principium esse falsum"[11].

Estamos, pues, si usamos del lenguaje kantiano, ante proposiciones analíticas. ¿A priori? No exactamente, porque en santo Tomás el intelecto comienza en la más completa oscuridad e ignorancia, como potencia pasiva que es, de la que va a ser sacado por la actividad del intelecto agente.

3.- ORIGEN DE LOS PRIMEROS PRINCIPIOS              


 

Aunque el asunto es bastante complejo y de difícil solución, vuelvo a remitirme al trabajo al que aludí al comienzo y me limito a concluir que será el intelecto posible la causa eficiente de los primeros principios. Para construirlos le bastará comprender lo expresado por el concepto y ponerlo como predicado de una proposición en la que aquél actúa como sujeto. Lo curioso es que tal procedimiento sea la fuente de todo el saber. Porque tendríamos que lo que juzga todo conocimiento es construido por el propio intelecto a partir de la experiencia. Y ¿quién podría asegurarnos que nuestro débil y tal fácilmente engañado intelecto pueda darnos la seguridad que buscamos?

Quisiera que me permitieran acudir a san Agustín de Hipona una vez más. Cuando se libera del escepticismo académico dedica tres libros a su refutación. El tercer libro de su "Contra Academicos" atrae nuestra atención. En efecto, allí el Santo rechaza todos los argumentos antiguos contrarios al testimonio de los sentidos, destruye también la supuestamente imbatible hipótesis del sueño y nos hace presenciar las graves consecuencias morales que siguen a esta aparentemente elegante duda académica. Pero yo quisiera que nos detuviéramos en un sólo punto entresacado de tan rica y densa argumentación.

En los primeros capítulos del libro, el obispo de Hipona se esfuerza en darnos confianza en nuestra propia facultad de pensar como instrumento apto para alcanzar la verdad. No que sea fácil alcanzarla - de hecho san Agustín no nos impondrá ninguna verdad determinada - sino que procura despertar en nosotros ese íntimo convencimiento, tan necesario para iniciar cualquier búsqueda,: somos capaces de alcanzar la meta. La verdad, pues, es el fruto natural del uso de la inteligencia. Habrá que tomar muchas precauciones, por cierto; pero ello no obsta a que sea natural a nuestra razón arribar a buen puerto. Incluso el ignorante puede percibir cuán bien dispuesta está su inteligencia para lo que se propone, y así, nos advierte:     

"Sin embargo, yo que estoy lejos aún de la vecindad del      sabio, algo sé de las cosas naturales. Tengo, pues, por      cierto que el mundo es uno sólo o no es sólo uno, y si no es      uno, los habrá en número infinito o finito... de este modo he conocido innumerables verdades naturales"[12].

Cualquier estudiante de lógica elemental sabe que la proposición disyuntiva es verdadera si una de sus partes lo es, lo que aseguramos cuando hacemos una perfecta disyunción; puesto que lo que afirmamos es la imposibilidad de la verdad de ambas y, además, la imposibilidad de la falsedad de ambas. En los ejemplos aducidos por este ignorante en "cosas naturales", advertimos la facilidad con que su inteligencia logró saber "innumerables verdades" referidas al tema que supuestamente ignoraba. Así se demuestra la capacidad de verdad de que está adornado nuestro intelecto.

Pero santo Tomás no se propone una demostración de la veracidad de la inteligencia tal y como se la halla en san Agustín. Su silencio es muy revelador, porque no se gasta tiempo y esfuerzo en dar a conocer lo que todos saben. No obstante lo cual, he hallado un texto muy revelador, sobre todo porque cita a Aristóteles y le hace decir lo que el Estagirita expresamente nunca dijo. Claro está que nuestro buen monje viene mediatizado por la oscurísima traducción de Boecio, la que debió interpretar a su modo para hallar "el primero de todos los principios" de la razón, a saber: "De unoquoque est affirmatio vel negatio vera"[13].                 Todos sabemos que el primero de todos los principios es el de contradicción, mas la formulación citada no parece referirse a él. Si nos advierte que habrá una afirmación o negación, pienso que esto se debe a que no siempre podemos afirmar y debemos limitarnos a negaciones; por ej., ante los misterios que superan nuestra razón. Me parece que lo medular de esta curiosa enunciación radica en la función de la voz "vera": la afirmación o negación que se realice será verdadera, y esto es posible respecto de todas las cosas: "de unoquoque". En otras palabras, pienso que el teólogo medieval está proclamando que la inteligencia humana es, precisamente, inteligencia; es decir, una potencia capaz de llegar a ser todas las cosas por modo de representación. Justamente, a la eficacia de esta función debemos el que podamos alcanzar la verdad.

4.- FUNCION DE LA EXPERIENCIA              


 

Para el pensador moderno, transido de idealismo aunque no lo quiera, es un escándalo el que se le imponga la experiencia como la fuente del saber y de todo saber, como está obligado a reconocer todo discípulo de santo Tomás. Sin embargo, algunos tomistas han creído ver en la doctrina de los primeros principios una escapatoria y un punto de encuentro con la filosofía moderna.

Comencemos por distinguir una doble fuente de nuestro conocimiento. Por una parte, tenemos los primeros principios que funcionan como reguladores de todo conocimiento. Es decir, no es necesario formularlos, ni siquiera pensarlos objetivamente; para que cumplan su misión basta su presencia. La mayoría de los hombres jamás ha oído hablar de ellos e, incluso, no comprende su formulación abstracta; pero si les decimos que están viendo y no viendo una silla, nos mirarán con sorpresa e incredulidad. El principio regula su pensamiento aunque jamás hayan pensado en ello.               

Por otra parte, tenemos la experiencia que funciona como principio de adquisición de nuevos conocimientos. Como partimos de una ignorancia completa, aquélla pasa a ser, en el fondo, la fuente de todos los conocimientos[14].               

Es aquí donde se separan irreductiblemente la filosofía tradicional y el inmanentismo moderno. Conviene comprender el punto y nos parece que nadie como E. Gilson nos ha ilustrado sobre el particular. Creo que lo que la Escuela defiende es lo que este pensador francés llama, con notable acierto, una "pre-crítica": la inteligencia es realmente una inteligencia; es decir, una capacidad para convertirse en todas las cosas por modo de representación[15]. Pero el único contacto con las cosas radica en la experiencia; por lo que, si hemos de ser consecuentes, hemos de aceptar que todo conocimiento proviene de ella. Para comprender cabalmente la distancia que separa ambas actitudes filosóficas, es necesario advertir que es muy distinta la concepción tomista de la experiencia, hasta el extremo de que, si no la comprendemos, jamás llegaremos a aceptar su tesis "pre-crítica".               

El conocimiento se inicia cuando la cosa exterior misma se hace presente en el interior del sujeto. Por ello conocer una cosa no es captar una semejanza del objeto, que después deberá ser comparada con ese objeto, sino que es tomar conciencia del hecho más arriba mencionado. Es verdad que mi comprensión del mismo es deficiente, el concepto no es exhaustivo, pero la inteligencia comenzó por ser una con el objeto[16]. Como explica Gilson, la especie inteligible es la misma forma exterior presente en el interior del sujeto cognoscente. La especie no es "lo que" conocemos, sino aquello "por lo que" conocemos. Si fuese "lo que" conocemos, los idealistas tendrían razón y no habría manera alguna de saber qué correspondencia se da entre la especie inteligible o sensible y el objeto exterior. Mas, como no es así, a un tomista el problema simplemente no se le presenta. Si nos parece difícil de comprender, tenemos un ejemplo sencillo de diaria ocurrencia. Los que usamos gafas no vemos nuestra gafas. Las gafas no son "lo que" vemos, sino aquello "por lo que" vemos los objetos exteriores.  Por ello nadie se siente impedido de ver gracias a estos curiosos adminículos, sino que, muy por el contrario, agradece a su inventor la posibilidad de gozar de una adecuada visión de los colores.               

Distinto es el caso del concepto como, así mismo, de la imagen. Estos sí que son un sustituto de la cosa exterior: son lo "concebido" por nuestra mente, "fecundada" por la especie impresa[17]. Por ser el concepto algo diferente de la cosa exterior y dada la debilidad de la inteligencia, su comprensión de ésta será incompleta, deficiente. Sin embargo, lo que comprenda será fruto de la fecundación que la cosa exterior misma ha realizado en ella. Por eso debemos comprender que la inteligencia es infalible y falible a la vez. Por una parte capta siempre un inteligible del que brota un principio regulador del conocimiento, como ya vimos; por otro lado el concepto engendrado por la especie en el intelecto no agota todo lo contenido en ella. Tal como puede escapárseme algún estímulo luminoso que las gafas me hacen presente, sin embargo, los que capto no son invención mía sino fruto de la acción de las gafas iluminadas  en mis ojos.

5.- CONCLUSION              


 

Cuando explico a mis alumnos los tres grados de abstracción formal, suelo decirles que mejor sería llamarlos "grados de profundización de la experiencia". Porque la palabra abstracción conlleva la idea de separarnos o alejarnos de ella, lo que es falso. Cuando pensamos la unidad, bondad o belleza del ente no nos alejamos de la experiencia, sino, muy por el contrario, nos introducimos en la intimidad de la realidad y comprendemos mejor su naturaleza. Porque, en definitiva, todo proviene de la humilde experiencia y a ella debemos retornar siempre que queramos verificar nuestros conocimientos.

Recuerdo que un conocido profesor de Madrid se burlaba de la amplitud extraordinaria de la experiencia de Aristóteles, refiriéndose al sensible per accidens. Yo pienso exactamente lo contrario: ahí está la clave de todo el conocimiento. Porque la experiencia nos entrega la cosa toda entera, por eso de ella brota todo nuestro conocimiento, desde el más pobre hasta el más rico. Quien no comprenda esto, no podrá entender el auténtico realismo filosófico del que nos enorgullecemos.

Juan Carlos Ossandón Valdés



[1] Et ecce intus eras et ego foris, et ibi te quaerebam in ista formosa, quae fecisti,deformis irruebam. Mecum eras, et tecum non eram  (Confesiones X,27,38)
[2] Ubi ego te inveni, ut discerem te? Neque enim iam eras in memoria mea, priusquam te discerem. Ubi ego te inveni, ut discerem te, nisi in te supra me? (id. X,26,37)
[3] Notemos que el nombre nada tiene de aristotélico; porque, para Aristóteles, la ciencia versa sobre las conclusiones demostradas y no sobre principios indemostrables.
[4] Publicada en Philosophica N° 11, 1988.
[5] In Post. Anal. L.1, l.19, N°160.
[6] Cfr. In Anal. Priora L.1, l.27, N°223.
[7] ) Cfr. In Ethic. L.8, l.7, N°1432
[8] Cfr. S.Th. I-II q.94, a 2c.
[9] In Post. Anal. L.1, l.19, N°161.
[10] Cfr. De Ver. q.10, a 12c; In Metph. N°2210; S.Th. I-II q.94, a. 2c.
[11] In Metaph. N°2211.
[12] Contra Academicos III c. 10 N° 23.
[13] In Post. Anal. L.1, l.2, N° 16.
[14] Cfr. Gilson:Le Thomisme J.Vrin Paris 5a ed. 1948 p.328.
[15] Cfr. E. Gilson o.c. p. 330-331.
[16] S.Th. I, 14, 2c.
[17] Cfr. I C. Gentes 53 ad ulterius autem y la explicación de Gilson en o.c. p. 323.

sábado, 29 de diciembre de 2012

LA DEMOSTRACIÓN DE LA EXISTENCIA DE DIOS.

   
 
                  LA DEMOSTRACION DE LA
                   EXISTENCIA DE DIOS 

"A Dios no agrada que la fe nos impida recibir o pregun­tar la razón de lo que creemos, pues ni siquiera podría­mos creer si no tuviéramos almas racionales" (S. Agustín: Carta 120).

"Nada prohibe que las mismas cosas que tratan las disciplinas filosóficas en cuanto son cognoscibles por la luz de la razón natural también las trate otra ciencia según son conocidas por la luz de la revelación divina" (santo Tomás: In Boethium De Trinitate).

"Primero (la razón debe) demostrar los preámbulos de la fe ... como que Dios existe, que es uno y cosas similares que la fe presupone" (santo Tomás: In Boethium De Trinitate).

"La mente humana ... no puede ser decepcionada. Por ello es preciso que, según el proceder natural de la razón, llegue de lo posterior a lo anterior y de las creaturas al Creador ... Pero como la vista fácilmente se equivoca en lo que divisa en lontananza, al ascender de las creaturas a Dios ha caído en múltiples errores ... Por ello Dios proveyó al género humano otra vía segura de conocimiento, influyéndola por la fe en la mente de los hombres" (santo Tomás: In Boethium De Trinitate)

         Ha llegado a mis manos un folleto que circula en nuestra Universidad y que intenta probar que Santo Tomás de Aquino no fue capaz de demostrar la existencia de Dios con sus famosísimos argumentos. Además de lo cual aprovecha la ocasión para incursionar en la teología católica y darle lecciones al mismo santo Tomás y a los tomistas actuales que parecen ignorar nociones elementales tanto de teología como de filosofía.
         Como según mi buen parecer y entender, el folleto de marras adolece de inexactitudes de variada índole y resulta peligroso para la formación religiosa e intelec­tual de nuestros alumnos, he decido hacer algunos alcances a lo que en él se sostiene para que se juzgue hasta qué punto su autor ha comprendido al Santo que critica y a sus discípulos que desprecia.
         Sin pretender ser exhaustivo y con ánimo de ordenar la discusión, procederé a destacar primeramente los aspectos filosófi­cos envueltos en la polémica para después comentar los teológicos. 

                     ASPECTOS FILOSOFICOS

A.- LA EVIDENCIA

         ¿Es evidente la existencia de Dios? Puede darse una evidencia inmediata como una evidencia mediata. Gran cantidad de filósofos, cristianos y paganos, se han pronunciado en favor de la primera; pero santo Tomás no la admite pronunciándose sin reservas por la necesidad de hacer evidente su existencia. Para alcanzar una evidencia que no se da por sí misma - que es lo que la hace mediata - se necesita proceder a construir una demostración propiamente dicha.
         Surge aquí el primer problema. Comencemos por un ejemplo para comprenderlo mejor.
         El Dr. Koch sospecha que la tuberculosis es producida por un micro-organismo. Dirige en ese sentido su investigación y halla al que hoy conocemos como bacilo de Koch (1882). Pudo hallarlo porque lo buscó en el sitio preciso y con la metodología adecuada. Si hubiese pensado de otro modo, habría perdido años y más años sin hallar nada.
         Para demostrar la existencia de Dios debemos saber primero qué es Dios. Si no lo supusiésemos nos sería imposible hallarlo. Porque, lo que hubiese sido encontrado al final de nuestra demostración ¿es Dios?
         El folleto que criticamos pretende hacernos creer que lo único que permite iniciar nuestra investigación es una noción popular, vaga, inadecuada, común a judíos, árabes y cristianos. Craso error. Por ello comencé por el ejemplo del Dr. Koch. Este no conocía para nada al famoso bacilo que lleva su nombre, pero conocía su efecto y sospechaba algo de su naturaleza: debía ser un micro organismo. De modo análogo, nosotros no necesitamos para nada conocer la esencia misma de Dios - si la conociésemos tendríamos la evidencia inmediata que hace superflua y torpe toda demostración -; nos bastará, en su defecto, conocer algo que sea exclusivo de Dios que nos permita identificarlo y reconocer lo que siendo parecido a El, sin embargo no lo es.
         Para ello contamos con los estudios de excelentes metafísicos - comenzando por Platón y Aristóteles, siguiendo por los estoicos y neoplatónicos, para finalizar con la ingente y gloriosa serie de Padres de la Iglesia - que nos han ido bosquejan­do una idea de Dios perfectamente distinguible de cualquier otro ente de modo de evitar confusión.

         Ya Aristóteles nos da una idea popular que, si bien es insuficiente, ha sido como el punto de partida de todas las demás:

"Dios les parece a todos ser una de las causas y cierto principio" (Metafísica 983a5). Habrá, pues, que precisar qué tipo de causa y de qué modo es Dios principio y tendremos el punto de partida anhelado.
         La Sagrada Escritura agrega dos ideas que son más que suficientes para lo que necesitamos: es el creador del cielo y de la tierra y es el santo. Santo significa que no se mancilla con este mundo pecador, que está completamente separado, que es completamente distinto a este mundo nuestro.
         Tenemos, pues, plenamente identificado lo que queremos: buscamos un ser que, siendo completamente diferente a todo lo que se halla en este mundo, es, sin embargo, la causa de todo lo que existe. Por lo mismo hemos de buscarlo partiendo de las cosas que hallamos en nuestra experiencia y, de este modo, lograremos conocer a Dios, no en su esencia trascendente, sino en cuanto está de alguna manera implicado en sus efectos. Exactamente como el Dr. Koch pudo hallar su famoso bacilo del que ignoraba completamente su esencia; pero conocía su efecto y lo reconoció en cuanto halló un bacilo implicado en la enfermedad que estudiaba.
         Por eso me resulta incomprensible lo que afirma el folleto que critico en la página 3:
"Se busca a Dios en las cosas y desde las cosas, sin ir más allá de las cosas (de este mundo sensible)".
         Es verdad que tenemos que partir de las cosas que nos ofrece la experiencia sensible, como Koch partió de los enfermos, porque se trata de conocer la causa de la existencia de este mundo sensible; pero forzosamente se ha de llegar más allá del mismo, de otra manera no respetaría la noción de Dios de la que partimos.
         En este punto hay que detenerse un instante: buscamos la causa primera de toda la realidad. O, dicho con más exactitud metafísica: la causa primera del ente común. En consecuencia, no puede tratarse de una causa segunda, de un ser sensible objeto de experiencia normal. Porque todos los objetos que conocemos son causas segundas; en consecuencia ninguno de ellos puede convenir a lo que hemos definido como Dios.
         Claude Tresmontant ha escrito páginas luminosas sobre nuestro tema. En su libro "Cómo se plantea hoy el problema de la existencia de Dios" (Seuil. París. 1966). En definitiva, hay sólo dos opciones: o este mundo es Dios, o Dios es ajeno a este mundo. El pensamiento humano no conoce una tercera alternativa. Dicho en forma más estrictamente metafísica: ¿Es este mundo el ser tomado absolutamente? En ese caso sería Dios. Como la ciencia moderna ha hecho imposible tal noción, desde el momento que el universo posee una evolución irreversible y una historia, le parece a Tresmontant una salida imposible. Su conclusión es tajante: "Si el universo ha comenzado, el ateísmo es impensable" (p.115). Porque, como bien puntualiza el profesor francés, es el problema de la existencia, metafísicamente considerado, el que interesa. Es un hecho que el mundo existe: ¿Es él la existencia absoluta, sin más, autosuficien­te? Si no lo es, y a pesar de lo cual existe, debe existir aquello que lo hace existir.
         Sin citar a Santo Tomás, limitándose a la ciencia moderna, Tresmontant puede salir del mundo sensible y hallar a Dios. Con todo, fácil sería asimilar su demostración a una de las de santo Tomás.
         Tampoco acepto la curiosa afirmación de que la demostra­ción parte de las cosas pre-concebidas como efectos (pág. 3, in fine). No se trata de ninguna pre-concepción sino de una compren­sión de la realidad sumamente sencilla de hacer. Basta pensar un instante y se conoce con evidencia inmediata la verdad del principio de causalidad: Todo ser compuesto tiene causa". Obvio, si es compuesto está formado por elementos diversos: ¿qué los une? La causa. Ellos, por sí mismos, explican la diversidad, no la unidad. Basta, pues, conocer un ser compuesto - y todos los que la experiencia nos ofrece lo son - para saber que es efecto.
B.- DESARROLLO DE LAS VIAS
         El folleto se detendrá de modo particular en el análisis de la primera de las cinco vías tomistas e irá discutiendo cada paso de la misma. Nuestro desacuerdo es total. Si bien hay algunas notas que comprenden adecuadamente el pensamiento de santo Tomás, la mayoría de las veces la incomprensión del verdadero sentido de lo que el ilustre medieval piensa nos llama la atención. Para no cansar al lector sólo nos detendremos en los errores demás grueso calibre.
         Nos resulta sorprendente que, al enunciar el hecho del que se parte, el folleto nos hable de "18 siglos de filosofía parmenídica". La justificación de tal acusación es perfectamente ilusoria. No hay nada de Parmenídico en la filosofía de Aristóte­les, a menos que se quiera acusar de parmenídico a todo el que piense que lo real es inteligible. En ese caso toda la filosofía -¡hasta la de Heráclito! - lo sería. Es comprensible que, en esta óptica, no aparezca el hallazgo aristotélico que sepultó para siempre al mundo parmenídeo: la analogía del ente. Si Parménides cayó en el error de suponer al ente inmóvil, fue porque desconocía la doctrina de la analogía. Gracias a ella pudo Aristóteles solucionar realmente al gran problema griego: hacer inteligible al movimiento.
         Al finalizar la mera exposición de la vía, que es adecuada, el folleto nos aclara que el concepto en el que ésta termina: "motor inmóvil", es impensable. Craso error. Probémoslo. Motor significa "el que mueve"; inmóvil significa "que no es movido". Mover es una acción y ser movido es una pasión. ¿Puede un ser sufrir una pasión sin ser sujeto de la acción que la hace posible? Es obvio que puede. Así una piedra es movida por la mano que la lanza. Ella es el sujeto de la pasión sin serlo de la acción que la hizo posible. ¿Es posible una acción sin una pasión previa en el mismo sujeto? Intelectualmente no se ve inconveniente alguno. Puede, pues, pensarse. En el caso de la piedra no es posible en virtud de su inercia. Si la piedra mueve a otra (acción) ello ocurre porque, a su vez, esa piedra fue movida (pasión). ¿Podría probarse que todo ha de ser necesariamente inerte?
         Abandonemos el lenguaje físico que es inadecuado para expresar lo que estamos estudiando y ocupemos el metafísico. La pasión supone la presencia de la potencia, mientras que la acción supone la del acto. La piedra es un ser en acto, en cuanto piedra, pero también es un ser en potencia, en cuanto puede desarrollar diversas actividades que aún no está realizando. ¿Es necesario que todo ente sea como la piedra, una mezcla de potencia y de acto? Tampoco se ve impedimento alguno para pensar un ser que sea tan sólo acto, que carezca de potencia. Luego es pensable.
         Pero no todo lo pensable existe. No basta, pues, que lo sea para afirmar su existencia. Las famosas vías nos hacen comprender que ese ser "pensable" no solo lo es sino que es "necesario" que exista. Exactamente, la existencia de cosas que se mueven en el mundo sólo es comprensible si reconocemos un motor inmóvil, un acto puro, el que, obviamente, no pertenece al mundo.
         En seguida el folleto nos ilustra sobre la incomprensión aristotélica de su propio hallazgo y pretende de ella sacar gran provecho. Según él, el Theos de Aristóteles nada tiene que ver con el Dios de santo Tomás. En cierto sentido tiene toda la razón. Aristóteles halló al motor inmóvil pero no lo comprendió. Esto solo indica que la filosofía de santo Tomás es muy superior a la suya; nuestro folleto, empero, empapado en Pascal, va a sacar conclusio­nes sorprendentes. Parte de su error brota de su incomprensión del término teológico: "sobrenatural" y que dejamos para la segunda parte. Limitémonos ahora a la filosofía.
         El folleto parece, en este punto, aceptar que Aristóteles demostró la existencia de un motor inmóvil; ahora nos va a intentar demostrar que ese motor inmóvil nada tiene que ver con Dios. ¿Cómo logrará esta sutil proeza inadvertida para todos los pensadores desde el mismo siglo XIII hasta hoy? Es digno de verse.
         Toda la página octava del folleto está dedicada a informarnos sobre tan notable descubrimiento: santo Tomás jamás demostró la existencia de Dios.
"Sto. Tomás NO DICE que esto (el motor inmóvil) SEA DIOS.
Y no lo dice porque no lo sabe, ni puede saberlo ... Sto. Tomás más bien DICE que a esto (el motor inmóvil) LO LLAMAMOS DIOS".
         Reconoce el folleto que la distinción es muy sutil, pero si no se la entiende, "no se entiende nada de las pruebas de la existencia de Dios de santo Tomás". ¡Como que santo Tomás jamás las entendió! E insiste una líneas más abajo en que habría que probar que el motor inmóvil coincide con el Dios cristiano. Según parece, lo que el Santo demostró es que es probable que el motor inmóvil sea el Dios cristiano y nada más. Por eso concluye solemnemente:
"Pretender que santo Tomás, en fin, demostró la existen­cia de Dios, es atribuirle una imperdonable falta de rigor y una ingenuidad que ciertamente santo Tomás jamás poseyó en estas materias".
         Parece que el autor del folleto leyó muy superficialmente a santo Tomás. ¿Leyó el título de la cuestión? Porque generalmente el título ilustra sobre lo que se pretende saber. Helo aquí:
 
"QAESTIO 2  -  DE DEO, AN DEUS SIT"
     "CUESTION 2  -  ACERCA DE DIOS, ¿EXISTE DIOS?"

         Tampoco parece que leyó con detención como termina cada una  de las cinco vías:

"Y todos entienden que esto es Dios" (primera).

"a lo que todos llaman Dios" (segunda).

"lo que todos sostienen que es Dios" (tercera).

"Y sostenemos que esto es Dios" (cuarta).

"Y sostenemos que esto es Dios" (quinta).
         Tal vez pueda discutirse mi traducción, pero no puede negarse que el verbo latino "dico", en la edad media, no se limita a "decir" o "llamar"; su sentido más propio es el de "afirmar", "sostener". Por otra parte, tal verbo rige una construc­ción especial; por lo que, cuando el Santo dice: "et hoc dicimus Deum" no puede traducirse por "y a esto llamamos Dios" (como pretende el folleto), sino como lo hicimos en la cuarta y quinta vía: "y sostenemos (afirmamos) que esto es Dios".
         Queda, pues, demostrado que santo Tomás quiso y consiguió plenamente lo que quería, a saber, que Dios existe. Lo que perdió a nuestro crítico fue su ignorancia del latín medieval. Pero aunque lo ignore y se base en las deficientes traducciones en boga, debió haber seguido leyendo esa primera parte de la Suma. Así habría descubierto que ese motor inmóvil es el Dios cristiano. No en el sentido que todo lo revelado esté contenido en tal concepto, sino en el de que no hay repugnancia alguna entre ellos. La Revelación nos da a conocer más y más sobre el motor inmóvil, pero nunca contradice lo que la razón halló en él. Es verdad que Aristóteles queda muy atrás, lo que, como ya dijimos, muestra la superioridad del medieval y nada más.
         Insiste nuestro folleto en su idea. Tal parece que en su juventud, cuando escribe la Suma Contra Gentiles, como la llamamos hoy, santo Tomás creía que se podía demostrar la existencia de Dios; pero, acota nuestro crítico sutil, en la Suma de Teología, ya en su plena madurez, no comete tal ingenuidad. Ya vimos la inconsistencia de toda la argumentación fundada en el desconoci­miento del latín medieval. Pero de la casualidad que el Santo escribió muchas otras cosas. Entre ellas su comentario a la Metafísica que es posterior a la primera parte de la Suma, justamente la que trae las famosas vías.

         Y aquí debemos denunciar un nuevo error en que cae el folleto. Sin incidir en la distinción entre naturaleza y sobrenatu­raleza - mal comprendida en él - fijémonos en una frase: "Para Aristóteles la naturaleza incluye en sí al Theos" (pág. 7).

Si lo que se quiere entender con ella es que el Theos tiene su propia naturaleza que puede ser incluía entre los entes, santo Tomás estaría de acuerdo - volveremos sobre el punto cuando veamos la teología del problema -; si se quiere, en cambio, sostener que el motor inmóvil es uno más de los entes de este universo, estamos ante un nuevo error. Porque en el libro lambda de la Metafísica, el Estagirita establece inequívocamente que "La substancia inmóvil ... tiene una realidad enteramente separada" (1069b33).

         Habría que leer todo el comentario de santo Tomás al famoso libro lambda que trata de la naturaleza del motor inmóvil a la que declara exenta de materia, pensamiento que se piensa a sí mismo, etc. A pesar de sus manifiestas deficiencias - perdonables por ser el primero que se adentra en una noción tan difícil - prefiero seguir el ejemplo que nos da J. Tricot, traductor y comentarista de Aristóteles, que ensalza al texto que ha servido de inspirador de las más sublimes páginas de la filosofía occidental. Como santo Tomás, Tricot prefiere perdonar las deficiencias del griego y no ve ningún inconveniente en, mejoradas éstas, aplicar al Dios cristiano lo que Aristóteles dice del motor inmóvil.

C.- EVALUACION DE LAS PRUEBAS

         El folleto hará una crítica cerrada al valor demostrativo de las vías elaboradas por el místico Doctor medieval y concluye negándolo rotundamente. Tan solo prueban, a su juicio, en la existencia de algo que LLAMAMOS Dios. Ya vimos que esta conclusión se apoya en una mala traducción del latín por lo que carece de todo valor. Santo Tomás pretendió y lo consiguió demostrar que existe Dios. Lo más que puede decirse es que su comprensión es muy superior a la que logró Aristóteles. Pero ello no nos autoriza a decir que se están refiriendo a dos seres distintos, a menos que, con conocimiento de causa, Aristóteles hubiese rechazado el Dios de la Biblia. Ante su total desconocimiento de tal idea de Dios, la noción aristotélica queda abierta a recibir una mejor intelección de parte de quien sea capaz de hacerlo. Por mucho que el Griego se halla equivocado sobre cómo ha de entenderse a Dios, sigue siendo verdad que encontró una vía certeza para demostrar a todos su existencia.
         El folleto sólo otorga una evidencia subjetiva a las vías que critica. Con ello quiere decir que son muy convincentes. Como ejemplo de esta evidencia subjetiva nos ofrece dos: "las cosas existen" y "yo existo"; con lo cual nos advierte que el problema está en otra parte. En efecto, estamos ante un "escéptico", una persona que no se atreve a afirmar o negar nada. Se trata de la "enfermedad de la filosofía", la que imposibilita a quien la sufre y lo inhabilita enteramente para filosofar. Podrá realizar con agudeza análisis filosófico - lo que es evidente en algunos aspectos de este folleto - pero no podrá resolver nada. Aconsejamos a su autor que lea los libros de E. Gilson que tal vez le ayuden a curar su delicado problema. Porque, para una persona sana, de sano "sentido común", nada es más fácil que sostener la existencia de sí mismo y del mundo. Como dice santo Tomás, basta pensar para saber que se existe (cfr. De Veritate q.10 a.8 in c. et ad 1 et 2) y, además, ante los que dudan de si se ha de creer al sano antes que al enfermo, al que está despierto antes que al que está dormido, comenta: "tales dudas son estúpidas" (In Metaph. Nº 709).
         Comprendemos por qué el folleto no puede reconocer el valor demostrativo de las vías de santo Tomás: si le es muy difícil comprender que alguien sostenga, en filosofía, su propia existen­cia y la del mundo, ¡cuánto más incomprensible le resultará que afirme la existencia de Dios! Por desgracia - o mejor, felizmente, - no se puede probar lo evidente.
         No nos extraña, entonces, que el folleto sospeche del "sentido común" y que crea que las conclusiones son, "por esencia son siempre probables"(pág. 10). El Contra Academicos de san Agustín ya refutó admirablemente el "probabilismo" académico que vemos resucitar en nuestro Universidad. En verdad, una prueba bien hecha, ya sea en ciencia experimental o en racional, nos lleva a una certeza plena a una evidencia indudable; y eso logran las vías tomistas. El autor del folleto, empero, se niega esa posibilidad por una posición previa: el escepticismo que lo aqueja. Su enfermedad filosófica queda al descubierto cuando afirma:
"Quizá el más grande olvido que distorsiona la perspecti­va de análisis esté en que la filosofía no contiene verdades, sino tan solo proposiciones VEROSIMILES" (pág. 11).

Esa es exactamente la afirmación básica de la filosofía académica tan magníficamente refutada por san Agustín, quien, entre otras cosas, advierte que lo VEROSIMIL es lo "semejante (simil) a lo verdadero"; mas ¿cómo puede decirse de algo que sea verosímil si se desconoce lo verdadero? (Contra Academicos L.2, c.7).
         Otro error  hallamos al final de esta misma página:
"El Dios que subyace a las vías es necesariamente la Deidad. Es un Dios sin rostro, abstracto, sin individua­lidad, sin aquello que lo convierte en "alguien", sin aquello que lo hace "Dios". Las pruebas sólo podrían alcanzar - si pudiesen - la Deidad".

         Sorprende dicho el error cuando acabábamos de leer, unas páginas más arriba, que el folleto había comprendido que el punto de partida de la vía no era "el movimiento" - concepto abstracto - sino un determinado móvil - ente concreto. Por lo tanto llega al final de la vía a un ente concreto, no a un concepto abstracto. Esta confusión imposibilita al folleto a comprender que no importa que no se conozca la esencia de Dios - ¿necesito conocer la esencia del perro para saber que hay perros? - basta con conocer una determinada característica que permita distinguir a ese ente concreto de cualquier otro. Por ello Aristóteles y santo Tomás llegan al mismo Dios, si bien uno lo comprende bastante mejor que el otro. Más aún. Es fácil comprender que lo abstracto no existe y, por lo mismo, carece de toda actividad. Pero la vía comentada nos lleva a la actividad del primer motor y, por ello, nos obliga a reconocer su existencia. En consecuencia, pensar que estamos ante un concepto abstracto, ante la deidad, significa no haber compren­dido nada de la prueba analizada.
         Me saltaré la confusión entre filosofía y teología con que comienza la página 12 del folleto para responder a la observa­ción siguiente:

"Conocer que debe haber una Deidad no es conocer a Dios, aunque sea Dios esa Deidad".
Lo que es comparado con la afirmación paralela: Conocer que alguien viene no es conocer a Pedro, aunque sea Pedro quien viene (I. q.2 a 1 ad 1).
         Tendría razón el folleto si se tratara de conocer un vago concepto. Como el interpreta de esa manera la prueba, su objeción le resulta muy convincente. Pero a los que hemos comprendido a santo Tomás y sabemos que nos de parte de un vago concepto para  llegar a otro igualmente vago, sino de la comprobación de la existencia de un ente real para llegar a la comprobación de un ente igualmente real, la objeción nos resulta vana.
         En la página 13 nos presenta otra acusación: santo Tomás habría partido de un supuesto arbitrario en su demostración. Este consiste en pensar que Dios está en las cosas. Olvida nuestro crítico que la Suma de Teología está escrita para licenciados en filosofía que inician sus estudios de teología. Ahora bien, el estudio del movimiento se hace en filosofía, lo mismo que el de la causalidad, de la contingencia, de la inteligencia, del orden, etc. Por lo que el teólogo puede partir de los resultados alcanzados por la filosofía y seguir adelante. No hay, pues, ninguna afirmación gratuita.
         En seguida el folleto arremete contra la supuestamente gratuita identificación de Dios con la existencia. ¿Olvida tan fácilmente la historia nuestro crítico? Esa identificación la había hecho la teología católica hacía ya muchos siglos. Lo que santo Tomás acepta, como es natural, en un curso de teología. Solo advierte que dicha verdad es conocida por los teólogos después de mucho estudio por lo que no puede aceptarse como de evidencia inmediata, y, por lo mismo, se hace necesario demostrar la existencia de Dios prescindiendo de lo que la teología logró comprender después de muchos esfuerzos.
         En el mismo párrafo comete otro error. Supone que la base de la prueba es la inteligibilidad del concepto Dios y cree hallarla en la identificación que acabamos de comentar. Nada más falso que esta suposición. El concepto de Dios, del que partimos, es el de primera causa, origen del mundo. Este concepto es perfectamente inteligible sin mencionar para nada la identificación anterior. Por lo que toda la objeción levantada por el folleto nada tiene que ver con las vías tomistas.
         Como broche de oro de la confusión en que cae el folleto, éste declara incomprensible la distinción de una evidencia "per se" frente a una evidencia "quoad nos". Santo Tomás establece que la proposición "Dios existe" es evidente "per se", pero no "quoad nos". Tal aseveración escandaliza a nuestro crítico. Parece olvidar completamente qué libre está leyendo y en qué época fue escrito. Se lo recordaremos: introducción a la teología, para licenciados en filosofía, escrito en el siglo XIII. Ahora bien, todo teólogo sabe que Dios reveló a Moisés su nombre: "Yo soy quien soy". Inspirados en este texto los teólogos cristianos identificaron a Dios con el acto de existir sin limitaciones: ipsum esse subsistens. Para un teólogo católico, que acepta e interpreta de este modo la revela­ción mosaica, es evidente que Dios existe. Es una evidencia "per se" pues, en cuanto se menciona el nombre Dios, el teólogo entiende: el "ipsum esse subsistens"; es decir: "el ser mismo que está existiendo por sí mismo". Pero lo que es evidente para el teólogo, al final de ingentes estudios y movido por su fe en la palabra divina, no lo es para la inteligencia humana natural. Y eso es todo. No hay, pues, ningún "dogmatismo vicioso y persistente" (pág. 13) en una actitud tan ponderada como lo es la de santo Tomás.
         En la pág. 16 aparece una crítica más interesante. Por desgracia el folleto confunde el plano físico con el metafísico por lo cual no llega nunca a comprender el nivel en el que se sitúa santo Tomás. Es verdad que, en "física", las causas se escalonan; pero las vías se mueven en el plano metafísico, por lo que la atinada observación simplemente no viene al caso.
         En seguida nos dice que santo Tomás supone que la causa de un movimiento es otro movimiento y sentencia: craso error. ¿Pero no habíamos quedado en que no se trata del movimiento sino de móviles? Parece que nuestro crítico se ha olvidado de lo que él mismo había perspicazmente advertido. Un móvil se mueve, ¿qué lo mueve? Un motor. Eso es lo que dice y piensa santo Tomás. Nuestro folleto le atribuye cosas que él jamás pensó. Ahora bien, ese motor puede ser móvil o inmóvil. Es aquí donde se juega toda la prueba, pero nuestro crítico en ningún momento parece descubrir el punto clave. De esta manera comprendemos sus dudas: simplemente desconoce lo esencial a la misma.
         En la página 17 nuestro folleto pretende que no hay causas en el mundo físico, salvo las humanas. Las demás serían meras "transmisiones". Si yo digo: "esa estufa me está calentando" ¿he de entender que la estufa se limita a transmitir un calor que quién sabe de dónde viene? Y si digo "ese perro me mordió" ¿he de pensar que el perro se limita a transmitir un mordisco qué quién sabe se origina?  Noto en estas curiosas reflexiones una imposibi­lidad de comprender que podemos una misma realidad desde distintos objetos formales. Las conclusiones no han de oponerse, sino han de respetarse mutuamente. El físico no puede comprender metafísicamen­te al mundo real; pero sí lo puede hacer el metafísico, y nadie tiene autoridad para impedírselo.
         Parece que el folleto cree mucho a Hume y a su crítica de la noción de substancia y de causa. Si estudia más atentamente a dicho autor, podrá apreciar que el se opone, con buenas razones, a la concepción racionalista de dichas nociones. Pero estamos hablando de santo Tomás quien comprende de modo muy diverso las mismas palabras. Para no alargarnos demasiado, digamos solamente que la  causalidad, o mejor, el principio de causalidad es de evidencia inmediata. Por lo cual nadie puede impedir su uso en las vías.
         Finalmente nuestro crítico acusa a santo Tomás de cometer errores de principiante: "paralogismos", los que normalmente son llamados "sofismas". Ambos se reducen a lo mismo: nadie puede identificar el motor inmóvil, etc, con Dios. Parece que nuestro crítico no siguió leyendo la Suma. Habría visto cómo, con todo detalle, santo Tomás va deduciendo de las vías los atributos de Dios.
 
                      ASPECTOS TEOLOGICOS
 
         En teología nuestro folleto muestra mucho menor agudeza que en filosofía. En este aspecto los errores son elementales e, incluso, alejan de la fe católica a su autor. Vamos por partes.
         La primera afirmación que nos sorprende está en la primera página: "pero esta aceptación personal, fe o mera convic­ción, no ofrece certeza". Nos explica, en base a santo Tomás, que la fe no "conlleva evidencia sobre su objeto"; por eso es imposible tener fe y saber al mismo tiempo y sobre el mismo objeto, siempre y cuando nos refiramos al objeto formal y no al material, añadimos por nuestra cuenta.
         Notamos, pues, una notable confusión entre certeza y evidencia. La primera sólo denota la confianza que produce, y, por eso, se puede hablar de certeza moral, como la que tenemos de ser hijos de nuestros padres. Por ello, la certeza máxima es la que engendra la fe, hecho que escandalizaba a los sabios paganos de la Roma imperial. La evidencia engendra certeza, pero no se confunde con ella. Se trata de la certeza engendrada por el ejercicio natural de la facultad cognoscitiva que alcanza su objeto directa y adecuadamente. Por ello la engendra la experiencia sensible y el razonamiento bien hecho. En la fe no hay ni la una ni la otra, por lo que no hay evidencia; sin embargo eso no impide que haya certeza, puesto que ésta puede ser engendrada por la confianza que tenemos en el testigo. De este modo la inmensa mayoría de las certezas que poseemos provienen de la fe natural que tenemos en la probidad de los informadores. Mas los hombres pueden equivocarse, incluso pueden mentir. Dios, por el contrario no puede ni lo uno ni lo otro. En consecuencia, no hay mayor certeza que la que propor­ciona la fe.
         El segundo error que quisiera tratar es su pascaliana afirmación de que :
"Desde ya sabemos entonces que no quedará alcanzado de ningún modo aquel Dios sobrenatural de la religión, aquel Dios Creador y Padre nuestro  personal". (pág. 3)
         La certeza de tan peregrina afirmación proviene del punto de partida de las vías: la noción popular del término Dios. Mas ¿quién ha dicho que santo Tomás parte de la idea popular de Dios y no de la idea filosófica de Dios? Toda la discusión expresada en la cuestión segunda de la Suma (primera parte) revela que el Santo se enfrenta con los teólogos de su época, con los filósofos antiguos y contemporáneos suyos. En la cuestión décimo tercera revelará cómo es posible que impongamos a Dios su nombre y responde sin aludir para nada a una supuesta nominación popular sino a lo que es capaz la razón, es decir, a la labor que los filósofos hacen. Lo cual no excluye lo popular, pues todo hombre algo de filósofo tiene y éste no desprecia el buen sentido popular. Ambos, el vulgo y el sabio, entienden que Dios es causa; aquél de un modo impreciso, éste creará la noción técnica de "causa primera" la que aplicará con exclusividad a Dios.
         ¿Es, este Dios, el Dios de la revelación? Como Dios es único y no puede haber dos, in se (en la realidad) son el mismo; quoad nos (como es conocido por nosotros) no son el mismo. Me explico.
         El conocimiento que tengo de mi perro es muy insuficien­te, muy superior es el que tiene el veterinario que lo atiende; ¡pero ambos conocemos al mismo perro! De modo similar, la razón y la revelación conocen al mismo ser real al que llamamos Dios. Pero es muy diferente lo que puede alcanzar la razón sola y lo que puede alcanzar esa misma razón iluminada por la fe. ¡Pero el conocer mejor la misma cosa es muy diferente que conocer otra cosa! Cuando san Pablo apostrofa a los romanos por no conocer y honrar conve­nientemente al verdadero Dios. Mas como éste se da a conocer "desde la creación del mundo", los romanos, al no conocerlo, "son inexcusables" (Rom.1,18-32). Es obvio que el Apóstol se refiere a un conocimiento de la razón natural, no a la fe revelada a los judíos, y es también evidente que se refiere  al único Dios verdadero, padre de nuestro señor Jesucristo. Este folleto, pues, se aleja de la fe católica en este punto.
         En varios párrafos el folleto distingue a un cierto "dios" del Dios sobrenatural. Tal vez pueda justificarse lo que dice, pero su lenguaje es curioso. Porque el Dios cristiano, el que se revela en la Biblia es perfectamente natural; porque es natural que Dios sea Dios.

         Topamos aquí con un problema de lenguaje. Santo Tomás jamás hablo de "sobrenatural"; ésta es una denominación moderna para referirse a los "dones gratuitos" que el hombre recibió de Dios. Como estos dones fueron dados por "gracia" al hombre, y lo alzaron muy por encima de su naturaleza, por ello se fue poco a poco imponiendo el término "sobrenatural". Pero nada hay superior a Dios, en consecuencia no se puede hablar de un Dios sobrenatural en este sentido.

         Si lo que el folleto quiere decir es que el Dios cristiano está fuera de este mundo, fuera de la "naturaleza" entendida como el conjunto de entes que pueblan el universo material, en ese caso, el motor inmóvil es sobrenatural. Basta leer el libro lambda de la Metafísica de Aristóteles para advertirlo.

          En la página 10, el folleto lleva al paroxismo la oposición entre el Dios de la razón y el de la fe:

"Aceptar tales pruebas (de la existencia de Dios) implica dejar 'ipso facto' de creer. No tiene sentido creer en lo que ya se sabe".

         Dejemos de lado los insultos que aplica a los que dicen saber que Dios existe y vamos al meollo de la cuestión.
         Santo Tomás ya había respondido a la objeción. ¡Lástima que el autor del folleto no lo haya leído! Porque la respuesta está en la misma cuestión que el tanto critica. La primera objeción a la que responde es justamente la de que, por ser la existencia de Dios un artículo de fe, ha de ser creída y no sabida; en consecuencia no se puede demostrar la existencia de Dios. ¿Como responde el Doctor Común de la Iglesia Católica?

"La existencia de Dios y otras verdades del mismo tipo respecto de Dios que pueden ser conocidas por razón natural, como se dice en Romanos 1,19, NO SON ARTICULO DE FE sino que son preámbulos de dichos artículos. De este modo la fe presupone el conocimiento natural como la gracia presupone la naturaleza y la perfección lo perfectible.

Y para evitar dudas, agrega un comentario importantísimo:

"Nada impide, sin embargo, que aquello que es de suyo demostrable y cognoscible, sea aceptado, por quien sea incapaz de demostración, como creíble" (S.Th.I,q.2,a.2,a­d 1m).

         No hay Credo alguno en la Iglesia que exprese: "creo en la existencia de Dios", porque su existencia es previa. Así, la Escritura comienza con las siguientes palabras: "Al principio creó Dios los cielos y la tierra" (Gen.1,1). Luego nos revela la elección de Abrahán: "Dijo Yahvé a Abrahán" (Gen.12,1). Al escoger a Moisés se presentará así: "Yo soy el Dios de tus padres ..."(Ex. 3,6). Como puede observarse, siempre se supone conocida su existencia.

         Tal vez se nos objete que, en la antigüedad podía suponerse tal conocimiento pues era universal; en la actualidad, empero, se ha de comenzar por creer en la existencia de Dios. El problema se agudizó durante el siglo XIX. Veamos cómo respondió la Iglesia a la nueva situación intelectual europea.

         Frente a las grandes crisis, la Iglesia suele responder pidiendo el auxilio del Espíritu Santo. Se reúnen, pues, los obispos del mundo y realizan un Concilio Ecuménico Dogmático. En él definen la verdadera doctrina de la Iglesia y, si la gravedad de la materia lo exige, expulsan de la Iglesia a quien piense lo contrario. El último Concilio de tal naturaleza se reunió en Roma en 1869 y lo conocemos como Vaticano I. En su constitución dogmática sobre la fe católica leemos:

"Si alguno dijese que Dios vivo y verdadero, creador y señor nuestro, no puede ser conocido con CERTEZA POR LA LUZ NATURAL DE LA RAZON HUMANA por medio de las cosas que han sido hechas, sea anatema" (cfr. Denz. 1806).

         Por desgracia este folleto expresa en numerosas ocasiones tal imposibilidad, por lo que su autor, si comprendió lo que decía y lee al Vaticano II, queda fuera de la Iglesia Católica.

                    CONSIDERACIONES FINALES
         En sus consideraciones finales el folleto insulta a todos los que han seguido las enseñanzas de santo Tomás de Aquino. Según él se trata de "oledas de generaciones condenadas a la mera y estéril repetición" (p.18). Por supuesto, si santo Tomás viviera en este siglo, no sería tomista. Además, ser tomista hoy es injusto porque "desconoce siete siglos de evolución en el pensamiento". Seguir aceptando las vías tomistas es "empecinarse, obstinarse":

"Pienso que este empecinamiento no sólo tiene que ver  con una falta general de inteligencia, sino más bien, con temores e intereses que no son el caso detallar ahora. Así como me parece un cinismo intolerable rechazar la actitud filosófica radical que el hombre ha asumido tras el siglo XIII y al mismo tiempo usufructuar de las inmensas bondades que esto mismo trajo a través de la ciencia y la técnica consecuentes".

         Ciertamente a insultos tan groseros como injustifi­cados no se responde. Basta tomar nota de su existencia y lamentar que un profesor no pueda manifestar su pensamiento sin despreciar a quien no piensa como él. Digamos tan sólo, que santo Tomás jamás tuvo la soberbia de autocalificarse de "maestro", siempre se consideró a sí mismo como el menor entre los discípulos de Aristóteles en filosofía y de san Agustín en teología. Por otra parte quien conozca un poco la historia de las ciencias y de las técnicas se asombrará de la cantidad de descubrimientos hechos por estas "oleadas de generaciones condenadas a la estéril repetición".
                                        JUAN CARLOS OSSANDON VALDES