domingo, 26 de julio de 2015

EL BIEN COMÚN


EL BIEN COMÚN

 

 

 

VIVENCIA

En nuestra cultura actual resulta muy difícil pensar adecuadamente el bien común.  Este hecho debería sorprendernos.  Aparentemente, nada debería ser más fácil que definirlo; mas, la inmensa variedad de nociones que podemos hallar nos habla a las claras de la dificultad en la que nos encontramos.  Para colmo de males, abundan los que niegan derechamente que exista algo que, en la realidad, corresponda a ese concepto. Nuestra sorpresa aumenta enormemente si descubrimos que en la antigüedad, si bien no hallamos expresada claramente la idea, advertimos que se la vivía. 

Esta última aseveración podría llamar la atención.  Bastará que comprendamos que nuestra biología nos la impone para que salgamos de duda.  ¿Cómo así? 

Pertenecemos a una especie sexuada que exige la complementación varón-mujer para sobrevivir.  Se me dirá, tal vez, que lo mismo ocurre en tantas otras especies que no se ve la relación que estoy intentando mostrar.  Pensemos, por un momento, en el abismo que nos separa de los irracionales. Todos ellos están provistos de una conducta instintiva que los hace aptos para sobrevivir en cuanto nacen, o muy poco después.  ¿Qué hembra reconoce a sus hijos después del destete?  Sus crías son aptas para sobrevivir, por lo que ya no la necesitan, por lo que no se da en ellos familia alguna.  Nosotros, en cambio, somos perfectamente inútiles, incapaces de sobrevivir por años y todo lo hemos de aprender por imitación de nuestros padres.  Sin familia, el ser humano es inviable.  Una familia es una sociedad y toda sociedad existe únicamente si entra en juego un bien común, como más adelante expondremos.  O hay bien común o no hay especie humana.

Más aún.  Es de advertir que no basta una mera imitación. Lo propio de nuestra especie radica en que somos capaces de comprender nuestro entorno.  Es nuestra inteligencia la que nos hace superiores a los irracionales.  El acto mediante el cual la inteligencia comprende lo que la rodea se llama concepto, o, a partir de Descartes, idea.  Hace ya bastante tiempo se ha descubierto que no bastan nuestros sentidos externos para que podamos producir conceptos.  Lo que éstos nos entregan son tan sólo apariencias externas de los objetos que son perfectamente inútiles para la comprensión de la realidad.  Los errores de los bebés nos ilustran adecuadamente sobre el particular cuando los vemos intentar coger algo muy distante, o sacar, con sus deditos, la bolita de luz que se proyecta sobre la pared.  ¿Cómo aprende a conceptualizar, es decir, a pensar un ser humano?  Gracias a la estimulación que recibe de otra inteligencia. Esta última la estimula mediante la voz, la palabra hablada.  Es el lenguaje el que despierta, poco a poco la inteligencia del niño.  Esa capacidad que tenemos de significar, mediante voces, lo que queremos enseñarle es lo que va a despertarla.  El caso de Helen Keller, ciega y sorda de nacimiento, nos ha revelado esta realidad.  Su inteligencia despertó tan sólo cuando otra inteligencia le mostró que cierta presión en su mano era significativa.  Al comprender la relación que había entre esa presión y el agua, formó su primer concepto.  Podemos decir que aprendió a hablar a través del tacto. Es por eso por lo que, comprendida esta realidad, ya no se intenta rescatar a niños perdidos entre animales si éstos dan señales de llevar mucho tiempo entre ellos.  Sacarlos de su ambiente y llevarlos al nuestro, sería hacerlos sufrir y de nada les serviría porque ya no son capaces de aprender a pensar.  Es por eso por lo que los idiomas se aprenden en la niñez con tanta facilidad y como si fueran la lengua materna, que, por algo, se llama así.  Observemos que los niños hablan como si todos los verbos fueran regulares.  Espontáneamente abstraen la forma de la conjugación verbal y la usan con toda propiedad sin haber estudiado gramática alguna.  El verbo irregular nos muestra la enorme capacidad de abstracción formal que tienen a esa edad y que nunca más lograrán igualar.  La superioridad del adulto proviene de la experiencia que le permite distinguir la realidad de la fantasía, cosa bastante difícil para ellos.  Por eso es tan peligrosa la TV a esa corta edad.

Mediante la voz significativa, pues, una inteligencia cultiva a otra inteligencia.  Si alguna vez ningún hombre supo hablar, si alguna vez no existió lenguaje alguno, la especie humana habría sido inviable, o, en el mejor de los casos, habría sido la especie más incapaz de todas.  Toda nuestra superioridad, pues, se debe a la familia y ésta se debe al bien común que la exige.

Sólo en nuestra época pudo tener éxito el eslogan, tantas veces repetido poco ha: ¡Hay que comenzar de cero!  Con lo que se quería expresar que nuestra civilización, y nuestra cultura, debía ser borrada de un plumazo.  Claro está, es tan perfecta, que no nos damos cuenta lo difícil que ha sido crearla, que ha tomado milenios de esfuerzos mancomunados el que haya llegado al estado actual.  Es tan fácil llegar el supermercado y encontrar todo lo que necesitamos con sólo alargar la mano.  No pensamos en la organización extraordinaria que lo hace posible, en cuánta inteligencia hay detrás de algo tan cotidiano y banal como eso.  Es un fruto del bien común tan cotidiano que lo damos por descontado y nos permitimos calumniar nuestra civilización sin sospechar a qué nos exponemos.

En la antigüedad, en cambio, estaba claro cuánto costaba sobrevivir. Por ello el salmo nos narra la situación desastrosa de los que no encuentran la vía que conduce a una ciudad habitada[1], y el orador romano termina una sedición con un simple ejemplo: la ciudad es como el cuerpo de un hombre: no todos pueden ser cabeza, alguno tiene que ser pié; pero tan necesario es el uno como el otro.  No es razonable, pues, que el pié golpee a la cabeza.  Aristóteles, por su parte, expresa que si alguien anda solo, no es un hombre, es una bestia o un Dios[2]. 

Basten estos ejemplos para mostrar que el bien común se vivía aunque no se hubiera expresado el concepto como hoy lo hacemos; por lo que debería sernos algo tan conocido que esta conferencia estuviera completamente fuera de lugar.

Probablemente han oído hablar del carácter social de la persona humana.  Pero como la sociedad proviene del bien común, señalar tal carácter implica reconocer que la persona está hecha para el bien común, lo que, por desgracia, no suele ser destacado cuando se habla de ello.  Por lo que, si ha habido una ideología nefasta en la historia de la humanidad ha sido aquélla que nos ha hecho olvidar esta realidad, fundante de nuestra especie.

EL OLVIDO

En cuanto Inglaterra se separó de Roma y creó una iglesia nacional cuyo jefe supremo era Su Majestad se vio envuelta en sediciones interminables.  Urgía, pues, hallar una doctrina que convenciera a tan revoltoso pueblo y lo hiciera convivir en paz, como corresponde a seres civilizados.  Quien pergeñó esa doctrina fue Tomás Hobbes.

Para convencer a sus ciudadanos escribió, entre otras obras, su famoso Leviatán.  En este libro hallamos una muy curiosa interpretación del origen de la humanidad que, aunque parezca increíble, va a terminar por convencer a buena parte de los europeos.  Digamos, para descargar de culpa al siglo XVII, uno de los más gloriosos de la historia europea, que no tuvo audiencia en vida y fue considerado un insensato por sus contemporáneos.  Él es el autor de la singular hipótesis del estado natural del hombre, en el que habría sido puesto por la naturaleza - ¿conoce alguien a esa señora? – y en el que habría vivido por siglos.  Nunca terminará la polémica entre sus estudiosos, entre los que, por una parte, estiman que Hobbes creía que realmente se había dado ese estado natural y, por la otra, los que piensan que era tan solo una argucia lógica para darle solidez a su solución al problema que no dejaba vivir tranquilo a sus conciudadanos.  Sea de esto lo que fuere, su hipótesis consiste en fingir que hubo un tiempo en que el hombre vivía en perfecta soledad, como una fiera.  Así lo había creado la naturaleza.  Además los creó a todos iguales, tanto en sus facultades corporales como en las mentales[3].  Como nadie es superior a otro, cada cual vive libre, sin someterse a nadie. Al no haber un poder sobre ellos, viven en una guerra permanente de todos contra todos. Concluye Hobbes, que en estado natural, la vida del hombre es solitaria, pobre, sórdida, feroz y breve[4].  Esta guerra posee una característica muy particular: ninguna acción puede ser considerada injusta.  En ella no tienen lugar las nociones de correcto e incorrecto, justicia e injusticia.  La fuerza y el fraude son sus virtudes cardinales[5]. 

Por supuesto que el autor no presenta ninguna prueba en la que apoyar sus juicios históricos. Habrá que creerle por fe.  Ha nacido el individualismo.  Si continuamos su lectura, comprendemos que su desenfreno será absoluto. Nos invita, pues, tan imaginativo autor, a que pensemos en la ley natural: jus naturale, como la llaman comúnmente los autores[6].  Pero la noción que de ella da nos sorprende:

El derecho de la naturaleza, que comúnmente los autores llaman “jus naturale”, es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera para preservar su naturaleza – quiero decir, su propia vida – y, en consecuencia, de hacer todo lo que, según su propio juicio y razón, creerá que es lo más apto para ello[7].

A mi juicio, este texto es el acta de nacimiento del liberalismo.  Veámoslo más de cerca.

Ignoro de dónde sacó Hobbes semejante noción de ius naturale.  La expresión ya la hallamos en  Cicerón, jus naturae, con el sentido de ley a la que se somete todo hombre y es la usada durante toda la edad media.  Todavía hoy llamamos facultad de derecho a la que se dedica a estudiar la legislación.  Por ello se suele hoy, para no caer en anfibología, distinguir el derecho objetivo, la ley, del subjetivo.  La doctrina de Hobbes se limita a este último e ignora al anterior.

Igualmente sorprendente es su concepto de libertad: ausencia de todo impedimento externo[8]; único concepto que reconocen los liberales en la actualidad.  Ninguna alusión a la verdadera libertad que radica al interior del ser humano y que se mantiene incólume sin importar cuántos impedimentos externos haya.

Más sorprendidos nos sentimos cuando lo observamos oponiendo ley a derecho.  La ley natural, según este pensador, es entendida como el precepto que nos prohíbe destruir nuestra naturaleza.  Por lo que, mientras el derecho nos otorga libertad, la ley nos ata[9].

La verdad es que todo este pensamiento resulta chocante.  Porque se nos informa a continuación que la naturaleza nos autoriza a todo para salvar nuestras vidas, incluso a apoderarnos del cuerpo de nuestro enemigo[10]. De modo que estamos autorizados para asesinar y esclavizar a quien se nos dé la gana.  Estamos, pues, ante una imaginativa justificación de la inmoralidad que, para colmo, se atribuye a la naturaleza.  Bien que nunca queda claro qué entiende este autor por naturaleza.  Mas, como es tan común en la actualidad, se usa esta voz como sucedáneo de Dios, lo que es fácil advertir cuando se le atribuye el poder de crear[11].

Como puede observarse, los que le crean a este autor, los liberales, olvidarán por completo el bien común y se sentirán con derecho a todo.  Sin embargo, lo más grave radica en el individualismo que implica esta visión. Como leímos hace un instante, cada cual, según su propio juicio y razón, se ha de servir de su fuerza para obtener sus objetivos, autorizado por la ley natural a ello.  Recordemos que todos los demás hombres son sus enemigos, sobre los cuales tiene derecho absoluto, si me permiten la expresión.  Tal cúmulo de aberraciones dará lugar a una construcción quimérica: todos los hombres renuncian a su derecho natural y hacen entrega del mismo al rey.  De este modo, el rey no puede realizar ningún acto injusto, ya que, ante él, nadie tiene derecho a nada.  Según su real criterio distribuirá entre sus súbditos los derechos que estime conveniente.  Cada hombre ha de quedar agradecido de lo que ha recibido y no tiene derecho alguno a quejarse.

Los liberales no aceptarán este absolutismo realmente increíble, pero se esforzarán por convencernos de la realidad de ese estado natural que la naturaleza nos concedió y que lo justifica; si bien, por arte de magia, la horrorosa visión que hemos expuesto es cambiada por otra que nos recuerda el paraíso terrenal de nuestros primeros padres.  Claro está que, en esta nueva visión, resulta sorprendente que los hombres hayan cometido la insensatez de renunciar a tan dichosa situación.  Pero renunciaron, y, mediante el contrato social, crearon la sociedad en la que vivimos.

 

LA CARICATURA

La revolución industrial, guiada por las ideas liberales, produjo la proletarización de las masas obreras y creó condiciones de trabajo inhumanas.  Con ella comienza la incorporación de la mujer y del niño a las industrias en jornadas laborales de doce o más horas.  Este ambiente va a provocar una violenta reacción que se apoderará de la voz socialismo, inventada por Owen[12].  Dada la di-sociedad creada por el liberalismo, no les quedó más que encargar de todo al Estado.  Uno de sus primeros teóricos fue el conde de Saint-Simón[13] que pretende inspirarse en los Evangelios por lo que su última obra se titula Nuevo Cristianismo que pretende regresar al cristianismo primitivo.  Ilusión que ha servido para justificar a cuanto herejía ha habido en el mundo en estos últimos tiempos. Sin embargo, la absoluta carencia de religiosidad de este pretendido nuevo cristianismo le atrajo las críticas de los teólogos.  Según él, lo único realmente cristiano es el amaos los unos a los otros, por lo que deja de lado la fe en Dios, la vida futura y todas las instituciones eclesiásticas que fueron creadas más tarde.

Al comienzo, este movimiento procuraba tan sólo mejorar la situación de los obreros mediante medidas más o menos atinadas. Carlos Marx los despreciaba calificándolos de socialistas utópicos. Sin embargo, ellos sostuvieron la mayoría de las ideas que han conformado el sustrato de todos los socialismos: su positivismo[14] agnóstico, su rechazo de la propiedad privada que llegó a ocupar el lugar del pecado original[15], la entrega de toda la propiedad al Estado y la fe en el progreso ineluctable de la sociedad.

Desde nuestro punto de vista, los socialismos significan un progreso al reconocer el carácter social de la persona - si bien no usan esta expresión - lo que implica un reconocimiento, al menos implícito, del bien común.  Por desgracia, su falta de profundidad filosófica los lleva a conceptualizarlo como si fuese el bien privado del Estado.  De ahí que, con el paso del tiempo y, muy en especial, con el arribo del socialismo marxista, el Estado se va a despreocupar completamente de la suerte de los obreros que pasan a ser sus esclavos.  Todo queda reducido a la prosperidad y grandeza del Estado que se alza sobre obreros tan explotados como lo estaban las víctimas de la revolución industrial.  Añadamos a lo dicho el craso materialismo al que los lleva su admiración irrestricta de la ciencia experimental ayuna de toda guía metafísica y espiritual.  Con lo que, podemos decir, que el remedio fue peor que la enfermedad.  El magisterio eclesiástico fue particularmente duro en su condenación[16] haciendo uso de expresiones que hoy nos chocan.

NOCIÓN DE BIEN COMÚN

Como esta noción está formada por dos vocablos, nos parece que lo más adecuado es comenzar por indicar la significación de cada uno de ellos por separado.

Hace ya muchos siglos que la filosofía había advertido al riqueza inmensa de la voz bien.  Hoy solemos llamarla noción trascendental; expresión que hay que explicar para que no se confunda con la significación que Kant concede a tal concepto, como tampoco ha de confundirse con su acepción vulgar.

La voz transcendere tiene, originalmente, el sentido de subir pasando por encima de... una colina, por ejemplo. Por ello significa escalar, franquear, atravesar.  A partir de estos sentidos surge el filosófico para designar aquellos conceptos que expresan toda la riqueza del ser, por lo que pasan por encima de los límites que separan las categorías.  Podemos decir que tales conceptos atraviesan la realidad, la empapan, como el agua a una tela, están presentes en toda su extensión, se saltan todos los límites quiditativos.  Por esta razón no pueden ser definidos; porque toda definición exige hallar conceptos más amplios que el que se ha de definir y estos conceptos son, en cierto sentido, infinitos en comprensión y en extensión.  En consecuencia sólo pueden ser señalados.  A pesar de lo dicho, no hay que olvidar que ellos son los que nos hacen comprender toda la realidad.  No caigamos en el error aniquilador de toda filosofía que, partiendo de esta imposibilidad, identifica al ser con la nada, como hace un Hegel. Todo lo contrario. Con este concepto de bien apuntamos a la riqueza del ser en virtud de la cual todo ente se nos presenta como atractivo.  Por ello, el Filósofo decía que el bien es lo que todos apetecen[17] y santo Tomás explica que no se trata de que cada bien sea apetecido por todos, sino de que todo lo que es apetecido, lo es por tener carácter de bien[18].  Esa es la razón por la que es apetecido.

Podemos preguntarnos, entonces, por qué nos atrae.  Es obvio que, para animales tan necesitados como nosotros, nos atrae porque algo nos ofrece, algo de lo que carecemos, que nos hace falta.  Surge, así, en nosotros, el deseo de poseerlo; por lo que todo bien tiene el carácter de fin, de causa final.  Y, por lo mismo, como la causa final es la primera de las causas y la que causa la causalidad de todas ellas, el fin se convierte en la explicación final de todas las cosas.  En definitiva, juzgamos comprender algo a cabalidad cuando logramos descubrir su fin. Salta a la vista la extraordinaria riqueza de este concepto que, a decir verdad, no podemos abarcar.  Quien lo abarca en plenitud es el Padre celestial y su fruto es el Espíritu Santo, tal como su comprensión del ser engendra al Verbo Eterno.

A pesar de lo dicho, hemos de superar esta primera visión que tiene un no sé qué de egoísta o, al menos, egocéntrico.  Volvemos, pues, a preguntarnos por qué nos atrae y a fijarnos más en el bien que en nosotros.  De este modo comprendemos que puede hacerlo porque posee una perfección, desde algún punto de vista se presenta como perfecto, acabado, completo.  Aquí no nos fijamos en que nos falta algo, sino en que brilla en ese ente algo singular por lo que nos produce admiración.  De este modo superamos el ámbito del bien útil y del placentero para alcanzar al del bien honesto que es el verdadero bien, sin limitaciones.  Lo más común es hallarnos ante esos inferiores que apenas pueden ser llamados buenos porque vivimos entre seres materiales.  Sólo accidentalmente un ser material puede alcanzar la categoría de honesto.  Así los muebles son bienes útiles; pero, algunos entre ellos, por su antigüedad, su eximia calidad o por haber pertenecido a un héroe de la patria o cualquier otra razón, pueden dejar de serlo y convertirse en honestos.  A los que alcanzan tal categoría, solemos reunirlos en museos donde ya no pueden cumplir la función para la que fueron creados y son expuestos para ser venerados por los espectadores.

Podemos dar aún un paso más: ¿Cuál es el bien fundamental, el que, en definitiva todos buscan?  Creo que todos estaremos de acuerdo en considerar que ese bien es la existencia.  Cualquier otro bien que elijamos, tendremos que exigirle, en primer lugar, que exista.  Es por ello por lo que es fácil comprender que el bien máximo, el bien en sí, es el acto de existir puro sin limitación alguna de carácter potencial, al que llamamos Dios.  Es por ello por lo que todos los hombres, al menos implícitamente, siempre que buscan el bien, es a Dios a quien buscan.

Agregamos a esta noción la exigencia de que dicha bondad ha de ser común.  Con ello queremos distinguirlo del bien privado.  Por lo mismo, este bien ha de ser superior a aquél.  En efecto, satisfacer a un sólo agente es más fácil que satisfacer a muchos.  Pero aquí hay que comprender que no se trata de que muchos quieran una misma cosa - dinero, por ejemplo - sino de que esa bondad ha de ser querida por muchos y compartida entre ellos, como la victoria es compartida entre todos los miembros del ejército.  Y esto como una exigencia de la naturaleza misma de ese bien.  Por lo mismo, es imposible que sea privatizado, es decir, que alguien se apodere de ese bien con exclusión de los demás. 

Las personas formadas en el individualismo liberal,  mentalidad ampliamente difundida entre los economistas, suelen negar la existencia de este tipo de bienes.  Nos cuesta comprender esa incomprensión, pues es tan evidente que la amistad se comparte o no la hay; otro tanto puede decirse de la paz y de tantos cuantos bienes comunes podamos pensar.  Es necesario, empero, comprender que todo bien común es de naturaleza espiritual.  En efecto, los bienes materiales podrán ser sometidos a un tratamiento propio de los bienes comunes tan solo cuando se hace necesario distribuir alguno de ellos de modo que alcance para todos.  Porque, por naturaleza, todo lo material es singular y tan sólo su abundancia puede acercarlos al estatuto propio de los bienes comunes.  Éstos, por el contrario, nunca dejan de estar abiertos a muchos, a todos los que cumplan los requisitos para alcanzarlos. Por eso mismo, no se  agotan aunque sean muchos los que los posean.  Antes, al contrario, tal como ocurre con el saber, lo mejor es que sean más y más los que gocen de sus beneficios.

¿A qué se debe tan curiosa característica?  A su misma superioridad.  Ésta es tal que está por encima de la persona individual en cuanto tal.  Debido a ello, éstas deben unir sus esfuerzos para alcanzarla.  Nace así una comunidad.  El bien común es la causa final de todas las sociedades.  Éstas son creadas cuando aparece en el horizonte de los seres humanos un bien común.  Cada cual se basta, hasta cierto punto,  para adquirir los bienes privados, porque éstos están a su alcance, al menos teóricamente; en cambio  es completamente incapaz de alcanzar los comunes si se mantiene aislado.   Justamente, la superioridad de dichos bienes nos obliga a formar un todo cuyo bien es ése que se presenta como inalcanzable.  El primer ejemplo de ello lo tenemos en la familia, fruto del matrimonio, en cuanto éste logra su bien primario: la procreación.  Este bien está completamente fuera del alcance de la persona solitaria; pero es un bien tan grande, que no dudamos en conformar la sociedad matrimonial para poseerlo con todos los sacrificios que ello implica.

Conviene precisar que hablar de poseer un bien común es una expresión equívoca.  Estrictamente hablando, tan sólo se poseen bienes materiales, bienes privados. Sin embargo, en el habla coloquial, mantenemos dicha expresión.  Porque uno puede ser propietario de un bien privado, jamás de un bien común.  Cómo es superior a la persona, por lo que la alza muy por encima de sus posibilidades, todo bien común exige sumisión.  Sólo quien se someta a él puede “poseerlo”.  Mejor sería decir que él nos posee a nosotros.  En efecto, comprendemos bien a la persona que nos habla sometiéndose adecuadamente a la lengua castellana.  En gran medida el terrible fracaso que afecta hoy a la institución matrimonial y familiar se debe a la incapacidad de nuestro cultura individualista de adoptar una actitud de sumisión ante una institución superior a nosotros mismos.  Hoy ponemos nuestros derechos por delante de nuestros deberes, actitud destructiva de toda sociedad.

De aquí que el bien común sea el bien del todo que ha sido creado por ser la única manera de que tal bien se realice.  Por lo mismo, pertenece a todos los que integran ese todo, sin excluir a nadie, salvo al que no esté dispuesto a cumplir con las exigencias que éste impone, al que no se somete a dicho bien.  Porque si no llegase a todos, no sería común, y, como tal característica le pertenece por naturaleza, no puede faltar en ninguno de ellos.  Dicho de otra manera, su bondad es social.  Por lo mismo, el bien común no está al servicio de la persona singular en tanto que singular, sino del todo del que ella forma parte. 

Esta última característica es  malinterpretada en las corrientes de pensamiento socialistas.  Porque, estrictamente hablando, como enseña Aristóteles, solo existen los singulares, es decir, las personas.  Las sociedades son meras relaciones entre ellas o, si se quiere, personas jurídicas.  Por lo tanto, aunque el bien común sea el bien del todo,  como se trata de todos morales, artificiales, el bien ha de terminar llegando necesariamente a los individuos, únicos entes reales en la sociedad.  Las sociedades son, metafísicamente hablando, accidentes de las personas que las conforman.  Sin embargo, los bienes comunes llegan a ellas tan solo en tanto en cuanto éstas son parte de dichas sociedades.  En cuanto partes, alcanzan su bien común en y por el todo del que son partes. 

Dada la superioridad del bien común, éste eleva a la persona muy por encima de lo que podría alcanzar sin la sociedad que pone tal bien a su disposición. Pensemos que la civilización y la cultura son bienes comunes; asimismo lo son la ciencia y la técnica y, para decirlo todo de una vez, también lo son el lenguaje y la historia.  ¿Qué es un hombre desprovisto de todos estos bienes comunes?  Una bestia que, por carecer de conductas instintivas, simplemente no es viable; sería, si lograra sobrevivir, el más débil de todos los animales, el más incapaz.  Todo lo que somos se lo debemos a los bienes que las sociedades a las que pertenecemos ponen a nuestro alcance.  Nada hay más falso que el ideal liberal: “the self made man”.  Eso simplemente no existe.  Sin embargo, como ya lo hemos advertido, cada uno ha de esforzarse en cumplir las condiciones que el bien común exige para poder gozar sus beneficios.  Quien quiera gozar del español, lengua que lo habilita para pensar, ha de someterse a sus leyes gramaticales y sintácticas y a su vocabulario.  De otro modo no podrá gozar de sus beneficios.  De modo que el bien común exalta al que se somete enteramente a sus exigencias y lo pone por encima de todo lo que podría obtener sin él. 

Estamos ya en condiciones de comprender adecuadamente la definición de bien común que nos presenta el Aquinate: es aquel bien cuya bondad solo puede ser alcanzada por muchos en su calidad de partes de un todo[19].

No puedo dejar pasar la ocasión de subrayar el escrito de donde he tomado esta cita. Se trata de la Q. D. De Caritate.  Podrá extrañar que en una discusión sobre una virtud teologal nos encontremos ante la definición  de bien común.  Nada más natural que hallarla ahí si lo pensamos bien.  Porque mediante esta virtud amamos a Dios en cuanto Dios y Dios es amable para nosotros en cuanto es el bien común del universo.  De otra manera, nos sería absolutamente inaccesible y como la Gracia no suprime a la naturaleza, la caridad halla su objeto en este aspecto de la divinidad respecto de nosotros: Él es nuestro bien común, título que ya le atribuyó san Agustín[20].

Para comprender mejor esta tesis del Angélico es necesario distinguir un doble  bien común de toda sociedad: el inmanente y el trascendente.

Normalmente, cuando se habla del bien común, se suele limitar toda nuestra consideración al inmanente, como si el otro no existiera.  En efecto, en toda sociedad tiene que estar realizándose este bien, ya que para ello fue creada y en ella lo hallan los ciudadanos.   Si nos preguntamos qué le pedimos a toda sociedad, hallamos que, en primer lugar, le pedimos ayuda, y como todos se la pedimos la mismo tiempo, vemos que se conforma un cuadro de ayuda mutua.  Vivir en sociedad consiste en un intercambio constante de ayuda que nos estamos prestando mutuamente unos a otros en todo momento.  Ese es nuestro bien común. La virtud que regula este intercambio es la justicia, la virtud social por excelencia, que busca que las actividades de todos se ajusten entre sí de modo que nadie salga dañado ni favorecido desproporcionadamente.  Una mala interpretación de la justicia es la que está de moda en al actualidad: la que pretende que la desigualdad es injusta.  Lo injusto no es la desigualdad entre desiguales, sino la desproporción.  El que da más, merece recibir más; el que da menos, merece recibir menos. Y como las aportaciones son siempre desiguales, la justicia ampara la desigualdad entre los seres humanos.  Justamente gracias a ella se enriquece el bien común.  De este modo, unos aportan sabiduría, otros técnica; unos sobresalen por su responsabilidad, otros por su alegría; unos por su sociabilidad, otros por su eficacia.  Y la sociedad valora más unas aportaciones que otras, sin que haya en ello, necesariamente, injusticia.

Por desgracia, la mutua ayuda no siempre es eficaz; podría, incluso, ser contraproducente.  ¿Cuántas veces, con la mejor buena voluntad, nuestra intromisión resulta ser perjudicial a quien más queremos?  Por ello la ayuda mutua ha de someterse a un orden riguroso de modo que facilite el bien común y no se convierta en un estorbo.  De ahí la necesidad absoluta de gobierno, de autoridad, en toda sociedad.  Su misión principal radica en imponer un orden que haga eficaz esa mutua ayuda y evite que se gasten energías inútilmente, como tantas veces ocurre.  El orden es el bien común.

El orden conduce a la paz.  Así la definió ya san Agustín: tranquilitas in ordine[21].  Es obvio que, sin paz, nada se puede construir, nada puede prosperar.  El deber primero y último de toda autoridad radica en lograr esta paz, fruto de la justicia, como reza el adagio latino: opus justitiae, pax.  La paz es nuestro bien común.

¿Está todo dicho con esto?  Es obvio que ninguno de estos tres aspectos del bien común se basta a sí mismo, sino que tienen  el carácter de medio.  ¿Solicito ayuda para cometer delitos?, ¿ordeno mi actividad para que el delito sea realizado con más perfección, facilidad y goce?  La misma paz es querida por el tirano quien la pone al servicio de un mal fin, al servicio de su bien privado.  En otras palabras, todo bien común inmanente está al servicio del bien común trascendente. 

Es bueno distinguir aquí dos tipos de sociedades: las de libre conformación por parte de los seres humanos y las necesarias.  Respecto de las primeras, como los clubes deportivos, sus fundadores determinan libremente el bien común trascendente y el inmanente; pudiéndolos cambiar a voluntad cuantas veces lo deseen.  No ocurre lo mismo con las necesarias.  He nacido en una familia y solo muchos años después caigo en la cuenta de que la formación de esa familia incluye un factor azaroso por lo que bien pudo no haberse realizado jamás.  Para mis padres, su matrimonio fue una libre decisión voluntaria. La familia así fundada, en cambio,  fue una necesidad para mí.  Yo no puedo cambiarle su bien común a una sociedad necesaria sino que he de limitarme a someterme a él.  Es por ello por lo que, no se puede llamar matrimonio a cualquier cosa, ni cambiar su legislación de cualquier manera.  Porque si bien se ingresa libremente en él, éste se constituye en una sociedad necesaria, la familia, cuyo bien común está fijado naturalmente, por lo que solo cabe someterse a él.

Entre las comunidades necesarias, ¿cuál más necesaria que el medio en el que vivimos?  Ni un segundo podemos sobrevivir fuera del ambiente propio de nuestro planeta, hasta el extremo de que los astronautas deben llevarlo dentro de su traje espacial.  Pero no solo la biosfera nos es absolutamente necesaria, sino que ésta se inscribe en el sistema planetario del que depende absolutamente. Imaginemos que nuestro planeta estuviese tan cerca del sol que no pudiese fructificar la vida, o tan lejos que tuviera el mismo resultado; o rotase sobre su eje al doble de la velocidad actual o a la mitad.  Podríamos seguir enumerando condiciones astrales absolutamente necesarias para la manutención de la vida.  Comprendemos, pues, que hay un orden en el universo, bien común inmanente del mismo, del que depende el nuestro.  Pero como se trata de un orden, y todo orden es la  recta disposición  de las cosas según el fin, tiene que haber un fin trascendente del orden universal.  Mas, fuera del universo tan solo existe su Creador, por lo que hemos de reconocer que Él es nuestro bien común trascendente[22].

Es por ello por lo que podemos decir con el salmista: los cielos atestiguan la gloria de Dios, y el firmamento predica las obras que Él ha hecho[23].  Al contemplarlo, nos sobrecoge su magnitud y su orden, su bien común inmanente, que nos conduce, como de la mano, a considerar su bien común trascendente.  Esa es, cabalmente, su misión principal. Hemos de reconocer, pues, un bien común anterior y superior al hombre. Esta capacidad de reconocerlo llevó a Pascal a exclamar: L'homme dépasse infiniment l'homme. Hemos de  reconocer que el individualismo que heredamos de la supremacía política de la ideología liberal es el mayor enemigo de la moralidad humana. Nos ha centrado en nosotros mismos, ha creado una civilización antropocéntrica que ha reemplazado a la teocéntrica anterior, llevándonos a una ceguera espiritual nunca vista en la historia humana, privándonos de los mayores bienes comunes y, muy particularmente, de nuestra relación con el bien común del universo para el cual fuimos creados. 

Precisando aún más nuestro pensamiento, diremos que el bien común trascendente es la gloria de Dios; y, como todos los inmanentes dependen de él, a él han de someterse todos los demás.  Cada uno a su manera, como lo precisaba el salmista al contemplar un cielo estrellado.  Los que creen que el ideal es el de separación Iglesia-Estado muestran su perfecta incomprensión de la naturaleza del bien común. Es por ello por lo que, en la antigüedad en que se vivía del bien común, jamás se dio una sociedad neutra, laica o como prefieran llamar a este engendro contra natura.  Ninguna sociedad puede desconocer el bien común trascendente del universo del que forma parte y gracias al cual puede poseer el suyo. Por supuesto que la única sociedad que pone a nuestro alcance tal bien es la Iglesia Católica, fuera de la cual no hay salvación.  Por lo mismo, ninguna sociedad es legítima sin se se opone o obstaculiza su misión de alguna manera.  A los que no comprenden algo tan elemental les pregunto: ¿Se puede formar una sociedad anónima dedicada a falsificar la moneda?

Tal vez a alguno le suene a egoísta eso de que Dios crea todo para su gloria.  Como la gloria suele definirse como clara cum laude notitia[24], comprendemos que lo que Dios intentaba era crear seres inteligentes que compartieran, que participaran de su absoluta felicidad.  Justamente, en el conocimiento de la perfección infinita de Dios se halla su felicidad, pues es el pensamiento que se piensa a sí mismo[25], como lo definió el Estagirita.  De modo que nosotros, al alcanzar experiencia de su divinidad, le daremos gloria; es decir, seremos arrebatos por un conocimiento maravilloso que nos llenará de felicidad.

SUPREMACÍA DEL BIEN COMÚN

Con lo dicho queda claro que el bien común es siempre superior al privado por lo que, en caso de conflicto, debe ser preferido.  A esta visión, tradicional en el pensamiento católico, se ha opuesto el ambiente personalista[26] que predomina hoy en la Iglesia de modo más implícito que explícito.  Este movimiento se inicia como respuesta al individualismo triunfante en el siglo XIX. Ante la noción de individuo, preconizada por el ambiente individualista alzan la de persona, de allí su nombre.  Una de sus ideas básicas se expresa en la distinción que establecen entre ambas nociones.  Por desgracia, entremezclan de modo ilegítimo aspectos morales con metafísicos.  Para colmo de males, Maritain pretende que está expresando el pensamiento de santo Tomás.  Identificar individuo con egoísmo y persona con altruismo es absolutamente arbitrario.  Pretender que la individualidad se debe a la presencia de la materia es verdadero únicamente en los seres corpóreos, sean o no personas; pero no lo es si nos referimos a los espirituales.  En nuestro tema, los personalistas pretenden que, debido a su materialidad, los hombres se someten al bien común; mas, debido a su espiritualidad, los hombres están por encima de ese bien.  En otras palabras,  la persona no tiene acceso al mayor de los bienes a que puede aspirar, al que sólo puede acceder por su materialidad.  Mayor inversión de la perspectiva moral no puede darse.  Peor aún, como Dios es fin último de la persona, Dios debería ser considerado bien privado del hombre[27].  Sostener tal tesis merece ser calificada de blasfemia.  Ya vimos que todo bien común es espiritual; reducirlo a los bienes materiales que sólo per accidens pueden adquirir tal condición, muestra una incomprensión total de la naturaleza de este bien.  Estos pensadores se han fijado únicamente en el bien común de la sociedad laica, totalitaria y dictatorial que se impuso en el siglo XIX e intentan rescatar el aspecto religioso del hombre de sus garras.  ¡La solución era tan simple!  Por desgracia, ese tipo de soluciones a menudo son peores que la enfermedad.  Por no distinguir el bien  común inmanente del trascendente han sido incapaces de expresar un pensamiento correcto. Además de limitarse exclusivamente al bien de la sociedad política; peor aún, al del Estado tiránico y dictatorial nacido del genocidio que algunos llaman Revolución Francesa, genocidio que debiera ser ya execrado por la gente decente. Y comos e ha puesto de modo esto de pedir perdón, ¿no sería bueno que la república francesa lo pidiera por tan infausta revolución?  Cerremos ya este paréntesis y volvamos a nuestro tema

Hay un texto de santo Tomás que nos puede aclarar definitivamente la cuestión.  Los personalistas miran al bien común como el bien del todo por lo que no sería el bien propio de la persona sino ajeno; es decir, han caído en la incomprensión propia de los socialistas cuando acceden a estas doctrinas. Muy otra es la postura del Angélico.  El bien común se opone al bien privado, no al propio; porque de muchas maneras un bien puede ser considerado como  propio por el hombre[28].  En el capítulo 24 del libro tercero de su Suma Contra los Gentiles, si bien el Santo se expresa en categorías lógicas y otras propias de la ciencia medieval, podemos traducir la doctrina a términos modernos.  Intentamos mostrar que el bien más propio a que puede aspirar un hombre es el bien común del universo total al cual tiene acceso únicamente por ser persona.  Por lo demás el individuo humano es persona y la persona humana es necesariamente individual.

El sabio monje medieval se pregunta de cuántos modos algo puede ser considerado bien propio de algo. De cuatro modos, responde.  En cuanto individuo todo animal busca como su bien propio su alimento y todo aquello que le permite conservar su vida.  Pero ésta no es la única característica que observamos en los individuos reales, pues cada uno de ellos pertenece a una especie.  Más íntimo a él es su carácter específico en virtud del cual busca la procreación, por ejemplo, y la conservación de su manada.  Hay otra serie de bienes a los que tiene acceso en virtud de este carácter; por lo que, los bienes propios que en virtud de ellos, le son tan propios como comunes a los miembros de su especie.  Tenemos, pues, aquí bienes comunes que santo Tomás declara propios de un individuo, más no en razón de su individualidad, sino de su perfección específica.  Esta inclinación es tan fuerte, que nuestro monje no duda en declararla superior a la que busca el bien privado: Todo singular naturalmente ama más el bien de su especie que su bien singular[29].  En tercer lugar podemos penetrar más profundamente en la esencia de los seres vivos y llegar a su base genérica.  Si bien el Aquinate ejemplifica echando mano a la astrología aristotélica, nosotros podemos hacerlo sirviéndonos de la ecología.  La biosfera depende de un ambiente propicio muy estricto; más allá o más acá de ciertos parámetros, la vida cesa.  Todos los seres vivos cooperan en su formación, al mismo tiempo que lo dañan si no son combatidos a tiempo.  Se obtiene así un ambiente auto-sustentable que se ha mantenido por millones de años, según parece, sin  bien se trata de meras hipótesis científicas que cambian como el tiempo.  Cada especie, pues, vive y goza de su ambiente el cual contribuye a mantener.  De ahí la actual preocupación ecológica por la diversidad biológica.  Nuestro ambiente es nuestro bien común; perdido el cual, todas las especies perecen.  Por lo que este bien común inmanente es la fuente de todos los bienes privados que el planeta nos ofrece. Finalmente, nuestro guía alza sus ojos al Creador del universo, origen último de todas las cosas principiadas (principiatorum).  Todas ellas tiene como su bien propio al Creador mismo que, como dice san Agustín, es más íntimo a mí mismo que yo mismo.  Por lo que puedo exclamar: mi Dios, sin faltar en lo más mínimo a la verdad.  Pero este “mi” tiene un sentido muy diferente del mi que antecede a un bien privado.  Porque soy superior al privado, su posesión no me engrandece más allá de mis fuerzas individuales y soy su propietario exclusivo; en cambio mi sometimiento al bien  común me alza por encima de todo aquello a que podría aspirar sin la ayuda de la sociedad y no priva a nadie de participar de ese mismo bien común. 

Comprendemos así que Cristo estaba obligado a crear una Iglesia y que nuestro contacto con él se realiza en y por esa Iglesia.  Porque Él es el bien común trascendente de la humanidad al cual sólo se puede llegar por una sociedad apta para ello.  Tratándose de un bien sobrenatural, la sociedad que lo pone a nuestro alcance ha de ser igualmente sobrenatural.  Por lo mismo, cuando nos habla del destino final, no nos presenta la imagen de un monje en contemplación solitaria en su celda, sino la de un banquete de bodas y nos invita a ser ciudadanos de la Jerusalén celestial, inmensa ciudad que baja del Cielo. 

Podemos remachar el clavo al observar cómo el personalismo tergiversa por completo el orden interno del ser humano.  Si nuestro sometimiento al bien común proviene de nuestra materialidad y nuestra superación del mismo de nuestra espiritualidad, tendríamos el absurdo que el conocimiento sensorial nos proporcionaría los bienes comunes a que podemos aspirar.  Pero el conocimiento sensorial es ciego necesariamente a este tipo de bienes que son de carácter espiritual.  La inteligencia es la única fuente de este tipo de bienes.  Es su mayor perfección la que nos capacita para aspirar a  bienes comunes alejados de nuestra singularidad[30].  Y en esta aspiración, anhelo del bien común, imitamos a Dios, ente perfectísimo que busca el bien de todos los entes que ha creado. Por lo cual el Señor Jesús nos exhorta a ser perfectos como lo es nuestro Padre Celestial.

En esto radica la superior dignidad de la persona humana.



[1]“Andaban errantes por el desierto solitario, sin hallar camino para la ciudad habitada” (Ps. 107 (V. 106)
[2]Pol. I,2, 1253a29.
[3]O.c. I, c. 13.
[4]The life of man solitary poor, nasty, brutish, and short. Ibíd.
[5]...that nothing can be unjust. The notions of right and wrong, justice and unjustice, have there no place (…) Force and fraud are in war the two cardinals virtues. Ibíd.
[6]O.c. c. 14
[7]The right of nature, which writers commonly call jus naturale, is the liberty each man has tu use his own power, as he will himself, for the preservation of his own nature -that is to say,of his own life- and consequently of doing anything which, in his own judgment and reason, he shall conceive to be the aptest means thereunto.
[8]Ibíd.
[9]Ibíd.
[10]Ibíd.
[11]Nature has made men... O.c. I parte c. 13.
[12]Roberto Owen (1771-1858), millonario industrial, procura disminuir la jornada laboral y apartar de las industrias a los niños. Finalmente teoriza una sociedad ideal sin explotación de obreros y funda comunidades que encarnarían sus ideales pero que no tuvieron fortuna. 
[13]Claudio-Enrique de Rouvroy (1760-1825)  Ignoro si sus obras han sido traducidas al castellano.
[14]Esta palabra fue inventada por Saint-Simón, y heredada por Augusto Comte, para significar su desprecio por la metafísica racionalista del siglo anterior y su limitación a las ciencias experimentales, únicas válidas para estudiar la realidad.
[15]Pedro José Proudhon (1809-1865)  llevará su invectiva al extremo de exclamar: La proprieté, voila le vol! (la propiedad, he ahí el robo).
[16]Estas impías opiniones y maquinaciones...(Quanta Cura) Estas pestilenciales doctrinas (Syllabus), etc.
[17]Ética I, c. 1, 1094a3.
[18]Cum dicitur bonum est quod omnia appetunt, non sic intelligitur quasi unumquodque bonum ab omnibus appetatur; sed quidquid appetitur, rationem boni habet. S.Th. I, q. 6, ad 2m.
[19]De Caritate q.2, a.2.
[20]Carta 136, 5,17.
[21]Tranquilidad en el orden. Ciudad de Dios, XIX,c, 13. San Agustín define muchos tipos de paz que, finalmente, resume en la fórmula citada.
[22]Cfr. Q.D. De Spir. Creat., a. 8,c.
[23]Ps. 19,1(V.18) (Trad. de Mons. Straubinger)
[24]Conocimiento exultante acompañado de alabanza, podríamos traducir libremente.
[25]Metafísica
[26]La mejor exposición del error personalista la hallamos en los escritos de Charles de Koninck citados en la bibliografía.
[27] Ignoro si alguno ha tenido la osadía de expresarla.  De hecho, ellos contraponen el bien común al propio, no al privado.  Ya veremos  que tal oposición es errónea.
[28] Uno quidem modo, secundum quod est eius proprium ratione individui. Et sic appetit animal suum bonum cum appetit cibum, quo in esse conservatur.  Alio modo, secundum quod est eius ratione speciei. Et sic appetit prorpium bonum animal inquantum appetit generationis prolis. Tertio modo, rationis generis. Et sic appetit proprium bonum in causando agens aequivocum: sicut caelum. Quarto autem modo, ratione similitudinis analogiae principiatorum ad suum principium.  Et sic Deus, qui est extra genus, propter suum bonum omnibus rebus dat esse.  Contra Gentes, l. III, c. 24.
[29]Quodlibet singulare naturaliter diligit plus bonum suae speciei quam bonum suum singularem. S.Th. I, q. 60, a5, ad 1m.
[30]Cfr. Contra Gentes, l. III, c. 24.