domingo, 21 de septiembre de 2014

La conversión del Padre Cohen.


HERMANN COHEN. FUNDADOR DE LA ADORACIÓN NOCTURNA

Hermann Cohen. Notas Biográficas.

HERMANN COHEN, FUNDADOR DE LA ADORACIÓN NOCTURNA

(Extracto de la obra de Charles Sylvain “Hermann Cohen, apóstol de la Eucaristía”)




Hermann Cohen nació en Hamburgo (Alemania) el día 10 de noviembre de 1820 en el seno de una acaudalada familia hebrea. Sus padres, David Abraham Cohen y Rosalía Benjamín, se esmeraron en proporcionarle una cuidada educación, y, estando especialmente dotado para la música, recibió una exquisita preparación, de forma tal que tocaba diestramente el piano a los 6 años, y, desde los 12, era concertista. Se convirtió en discípulo predilecto de Franz Liszt, en Ginebra, de quien llegó a ser auxiliar.

Desde su adolescencia, y llevado de la mano de personajes de la época, frecuentó la frívola sociedad parisina. Culto, refinado, educado y elegante, era el retrato más acabado del “progresista” de la época, al tiempo que era incrédulo, vanidoso, derrochador y egoísta. En París, fue asiduo concurrente de los salones más distinguidos, en los que brillaban con luz propia las figuras del recién nacido Romanticismo. En ellos, alternó con Victor Hugo, Alfred de Vigny, Alfred de Musset y, entre los músicos, con el insuperable Frédéric Chopin. Era una sociedad brillante, creadora en el aspecto artístico, bohemia y anticristiana. En este ambiente, Hermann Cohen entró en el círculo de amistades de la escritora George Sand, amante, entonces, de Frédéric Chopin, y fue testigo de sus múltiples devaneos, de los que sólo han perdurado la memoria del de Musset, con su viaje a Venecia, y del de Chopin, con su invierno mallorquín.

Hermann Cohen, concertista famoso y unánimemente elogiado, conoció a fondo los ambientes más refinados de Paris, Ginebra, Hamburgo, Venecia... Distinguido, elegante y de hermosa figura, se dejó llevar por su carácter voluble y vanidoso, deslizándose por una vida de despilfarro y de lujo. También en esta época, conoció lo que sería una de sus grandes pasiones: el juego. Se entregó a él con toda vehemencia, buscando las grandes emociones que proporciona el caprichoso azar.

Un viernes de mayo de 1847, cuando Cohen contaba veintiséis años, su amigo el príncipe de la Moscowa le pidió muy encarecidamente que le sustituyera en la dirección de un coro de aficionados que había de actuar en la iglesia de Santa Valeria, dentro de los cultos del mes de María. Hermann Cohen consideró que no podía negarse y acudió puntualmente al templo. Aquél fue su Camino de Damasco.

El coro, bajo la batuta de Cohen, actuó con toda normalidad, pero cuando, en el momento final del acto, el sacerdote dio la bendición con el Santísimo, experimentó “una extraña emoción, como remordimientos, por tomar parte en la bendición ... Sin embargo, la emoción era grata y fuerte, y sentía un alivio desconocido.” Era el principio de su conversión. Desconcertado, volvió a la iglesia los viernes siguientes y, siempre que el sacerdote bendecía con la custodia a los fieles arrodillados, experimentaba la misma sensación: Sentía una emoción tan inenarrable que habría llorado abundantemente si el respeto humano no lo hubiera retenido. No sabía cómo explicar estas emociones desconocidas, extraordinarias, que se apoderaban de él siempre en las mismas circunstancias.

Fue el primer toque de la gracia que, meses después, remachó en la iglesia de Ems, en Alemania, a donde Hermann se había trasladado para dar un concierto. Era el 8 de agosto y asistía a la Misa: “En el momento de la elevación, sintió de pronto, a través de sus párpados, un diluvio de lágrimas que no cesaban de correr abundantemente a lo largo de sus mejillas. Mientras las lágrimas le estaban así anegando, de lo más profundo del pecho, le surgían los más dolorosos remordimientos por toda su vida pasada.... Al salir de esta iglesia de Ems, era ya, de corazón, cristiano.”
Pasado el mes de mayo, y, con él, las solemnidades musicales en honor de María, Hermann, sin saber el motivo del fuerte sentimiento que lo dominaba., volvía cada domingo a Santa Valeria para asistir a Misa. Sería muy extenso comentar su largo camino hacia la conversión, en el curso de la cual renunció a su superficial vida anterior, sufriendo el abandono y las burlas de sus antiguos amigos, entre los que se contaba el anarquista revolucionario Bakunin, que no comprendían, en absoluto, el cambio experimentado por Hermann Cohen en tan poco tiempo.

No sabemos a través de quién, conoció a un sacerdote, llamado Legrand, quien lo acogió benévolamente y, poco a poco, le fue instruyendo mediante una sólida formación cristiana, llena de vida y calor. Como hombre culto, Hermann Cohen necesitó poco tiempo para aprender cuanto era necesario y, pronto, quedó fijado el día del bautismo para el 28 de agosto, día en que la Iglesia celebra la fiesta de San Agustín, en la capilla de Nuestra Señora de Sión, una capilla que le traía muy buenas sensaciones a Hermann, porque allí recibió el bautismo el Padre Alfonso Marie Ratisbonne, al igual que él, de raza hebrea. Al recibir las aguas del bautismo, tomó el nombre de Agustín María Enrique. Él mismo dice, hablando de los íntimos sentimientos que experimentó al recibir el bautismo: “...de pronto, mi cuerpo se estremeció y sentí una conmoción tan viva, tan fuerte, que no sabría compararla mejor que al choque de una máquina eléctrica. Los ojos de mi cuerpo se cerraron al mismo tiempo que los del alma se abrían a una luz sobrenatural y divina Me encontré como sumido en un éxtasis de amor....”
Una vez bautizado, se empeñó, sobre todo, en atraer a los judíos al catolicismo. Por consejo de varios de sus nuevos amigos, expresó este deseo a Monseñor De la Bouillerie, Vicario de París. Éste le aconsejó dejar estas intenciones por el momento, y dedicarse por entero a su formación cristiana. El día 3 de diciembre de 1847, Monseñor Affre, arzobispo de París, le administró el sacramento de la Confirmación. Igualmente, y por consejo de Monseñor de la Bouillerie, Cohen se dedicó a saldar sus numerosas deudas de juego, que eran importantes y “de honor”, si hemos de hacer caso al dicho público. Hermann Cohen las pagó a fuerza de conciertos y, tras vencer diversas dificultades, pudo, por fin, cumplir su anhelo de ingresar en el Carmelo.

Mientras tanto, y antes de su profesión como carmelita, Cohen se sentía especialmente atraído por los templos en los que se exponía el Santísimo Sacramento. Un día, entró en la iglesia del convento de las Carmelitas y se puso a adorar a Nuestro Señor manifiesto en la custodia, sin darse cuenta del paso de las horas y sin apercibirse de que llegaba la noche. Era noviembre. Una Hermana dio la señal de cerrar la iglesia. Fue necesario un segundo aviso. Entonces, Hermann dijo a la religiosa: “Saldré de aquí cuando lo hagan aquellas personas que están al fondo de la capilla”. “No saldrán en toda la noche”, respondió la Hermana. Cohen protestó, porque quería quedarse también, pero ante la inflexible respuesta de la Hermana, tuvo que salir. Este episodio dejó una semilla en el corazón de Hermann Cohen. Al salir de la iglesia, se dirigió inmediatamente a casa de Mons. de la Bouillerie: “Acaban de hacerme salir de una iglesia, exclamó, en la que unas cuantas mujeres estarán toda la noche ante el Santísimo Sacramento...” Monseñor De la Bouillerie respondió: “Bien, encuéntreme Vd. hombres y le autorizaré a imitar a esas buenas mujeres, cuya suerte ante Nuestro Señor envidia Vd.”
Hermann, feliz con la respuesta de su confesor, se puso inmediatamente en busca de hombres de fe, deseosos, como él, de agradecer a Cristo Eucaristía todos sus beneficios, entregándole amor por amor.

Uno de los primeros inscritos fue el conde Raimundo de Cuers, capitán de fragata y gran amigo de Cohen, quien más tarde, se unió a Pedro Julián Eymard en la fundación de la Sociedad del Santísimo Sacramento (Padres Sacramentinos). Fueron en total diecinueve hombres quienes se reunieron en torno a Monseñor De la Bouillerie el 22 de noviembre de 1848 en la vivienda de Hermann Cohen, en la calle Universidad. Monseñor De la Bouillerie presidió aquella primera reunión, un trozo de cuya acta es el siguiente: "... con la intención de fundar una asociación que tendrá por objeto la Exposición y Adoración Nocturna del Santísimo Sacramento, y la reparación de los ultrajes de que es objeto....”
La primera noche de Adoración se celebró el 6 de diciembre de 1848. Esta Vigilia, y otras más, se celebraron en el Santuario de Nuestra Señora de las Victorias, de París. En esta iglesia, una lápida de mármol perpetúa el recuerdo de esta fundación. A partir de este momento, la Adoración Nocturna se expandió rápidamente por las parroquias de París y de otras ciudades francesas. Herman Cohen exigía a los asociados disciplina reglamentaria estricta, sin concesiones a la conveniencia o a la pereza de los adoradores. Esta es una norma que debiera siempre tenerse en cuenta: lo cómodo y fácil degenera hasta hacer perder la esencia del espíritu de la Adoración Nocturna.

El día 6 de octubre de 1849, Hermann Cohen ingresó en el Carmelo, donde tomó el nombre de Agustín María del Santísimo Sacramento. Un año después, el 7 de octubre de 1850, hizo su profesión religiosa. A partir de entonces, dedicó su vida a la expansión de la Adoración Nocturna, a difundir la devoción al Santísimo Sacramento y a la fundación de conventos del Carmelo. Mantuvo frecuente contacto con el Santo Cura de Ars y con el padre Pedro Julián Eymard,. Aunque en su vida de músico compuso algo, es cierto que, al retirarse tan joven, no quedó casi nada. En cambio, sí que compuso, posteriormente, algunas obras religiosas, de las que se conocen las tituladas “Gloria a María”, “Amor a Jesús”, “Flores del Carmelo” y “El Tabor”. El más hermoso, a juicio de los críticos musicales, era “Amor a Jesús”. “Gloria a María” fue compuesto casi inmediatamente después de su conversión.

El padre Cohen no predicó ningún sermón sin hablar del misterio inefable de la Eucaristía, a lo que se había comprometido con un voto especial, al que fue siempre fiel, así como de la Virgen María, por la que sentía una profunda devoción.

Más tarde, en 1862, el arzobispo y cardenal de Westminster, Nicolás Wiseman, consiguió del Papa Pío IX que el padre Cohen fuese enviado a Londres para fundar allí un Carmelo. Antes de marchar, el padre Cohen fue recibido por el Papa, quien le dijo: “Le bendigo, hijo mío y le envío a Inglaterra para convertirla, como en el siglo VI uno de mis predecesores bendijo y envió al monje Agustín, el primer Apóstol de dicho país.” Pobre, tal como había ingresado en religión, Hermann Cohen, se marchó a Londres. Marchaba de viaje con sólo 160 francos. Pronto, se divulgó su visita, ya que, en aquella ciudad donde, años atrás, había dado conciertos en los salones más aristocráticos, todavía se guardaban recuerdos de su anterior estancia.

El 15 de octubre, fiesta de Santa Teresa de Jesús, el Carmelo nacía en Londres en una casita cedida por las religiosas de la Asunción. El padre Hermann aprovechó su estancia en Inglaterra para visitar a un numeroso grupo de compatriotas alemanes que vivían en Brighton; todos eran protestantes y se comunicaban poco con el resto de la población. Cohen fue a visitarlos, les predicó y consiguió una numerosa conversión, de modo que el padre Hermann, en broma, solía llamar a Brighton su pequeña diócesis.

El 6 de agosto, día en que se cumplía un año de la llegada de Cohen a Londres, la Adoración Nocturna Inglesa celebró su primera vigilia en la capilla del Carmelo de Kesington. En poco tiempo, la Adoración Nocturna se extendió por gran parte de las islas.

Más tarde, con otros compañeros, consiguió que ocho condenados a muerte, un español y siete filipinos, se convirtieran y murieran en la fe católica, ante la sorpresa e incredulidad de sus carceleros y de la de más de treinta mil personas que acudieron, como a un espectáculo, al suplicio.

Habiendo dejado fundado el Carmelo en Inglaterra, así como siete Secciones de Adoración Nocturna, Cohen abandonó Londres el 27 de mayo de 1865 y regresó al Continente, donde predicó en Rennes, Berlin, Dijon, Lion, ... Volvió a Londres en 1866. Aún perteneciendo en aquellos años al convento de Londres, el padre Hermann vivió entregado a sus viajes apostólicos, y, así, le vemos de nuevo en Ruan, Rennes, París, Prusia, Londres, Irlanda, Paray-le-Monial, Roma. Geuzot, Rodez, Valencia de Francia, Montélimart, etc.

Tras la intensa predicación y los continuos viajes se retiró al Desierto de Tarasteix, en mayo de 1868. En este punto, habría que añadir una pequeña explicación de cuanto significa un “desierto” en el Carmelo. Los Carmelitas Descalzos se dividen en tres ramas: los que están en misiones extranjeras; quienes están en conventos de la Orden en misiones de vida activa y contemplativa y, en fin, aquellos que, alejados del mundo, viven, exclusivamente, la vida contemplativa en su forma eremítica. Podría decirse que éstos últimos constituyen la esencia misma del Carmelo, tal como fue concebido por sus primeros fundadores, san Elías y san Eliseo, hacia 870 a.C.

En mayo de 1870 el padre Cohen salió del Desierto al ser nombrado Definidor y Maestro de Novicios. Desde ese momento, desarrolló una actividad desbordante en la predicación, en la dirección de almas, en la fundación de conventos del Carmelo y en la expansión de la Adoración Nocturna. El padre Hermann tan sólo vivió para amar y hacer amar la Eucaristía, a Jesús-Hostia, como se complacía en decir. Desde el día en que la gracia divina iluminó su alma haciéndole captar sensiblemente la presencia real de Jesucristo en el sacramento del Altar, no cesó de amar y de predicar a Cristo en la Eucaristía y a su Santa Madre.

Evidentemente, Hermann Cohen estaba dotado de numerosas y grandes virtudes, pero no como caídas del Cielo, sino practicadas día a día con total hondura: oración, humildad, obediencia, sencillez, prudencia, abnegación, austeridad, y un absoluto sometimiento a la voluntad de Dios en todo y por todo, manifestada por sus superiores.

El 19 de julio de 1870, estalló la guerra entre Francia y Prusia. Después de una serie de derrotas del ejército francés, Napoleón III, sitiado en Sedan, rindió las armas a los prusianos. El 4 de septiembre se proclamó la III República, que dio lugar a una importante secuela de crisis políticas y sociales muy profundas. El nuevo gobierno expulsó de su territorio a los residentes prusianos en suelo francés, y el padre Hermann se vio obligado a salir de Francia, instalándose en Montreux, Suiza.

En estas circunstancias, el obispo de Ginebra, Monseñor Mermillod, le mandó llamar para pedirle se encargase de los cuidados de los prisioneros franceses internados en Prusia. El padre Hermann aceptó y el 24 de noviembre, al salir de Montreux, pronunciaba estas proféticas palabras: “Alemania será mi tumba”.
Al llegar a Berlín, el padre Cohen consiguió que se le nombrase capellán de Spandau, en donde se hacinaban 5.300 prisioneros franceses, mal tratados y sumidos en la miseria. Les habló de Francia, les animó a ofrecer las penalidades a Dios por la salvación de su patria, les habló de la salvación del alma, de la necesidad de reconciliarse con Dios, les dijo que había llegado hasta ellos para ayudarles en sus necesidades. El frío era intenso y el padre Hermann sufrió mucho con él. Entregado a su apostolado de consuelo, el padre Hermann no conocía el descanso: predicaba, confesaba, repartía ropas y alimentos, visitaba a los enfermos, sobre todo, a los internados en lazaretos atacados por la viruela. No tenía ni un momento para él.

En estas condiciones, con tanto trabajo en condiciones insalubres, no dando reposo a su cuerpo, el padre Hermann contrajo la viruela. Él mismo se lo confesó al padre capuchino Enrique de la Billerie el día 13 de enero: “Querido padre, he cogido las viruelas y tengo necesidad de usted”. Le pidió que le reemplazara porque no quería que se dejara de continuar haciendo el bien a los prisioneros. El día 15 de enero, ante el avance de la enfermedad, el párroco de Spandau le administró en sacramento de la extremaunción. El Padre recitó en voz alta, a pesar de sus dolores, el Te Deum, el Magnificat, el De profundis, y la Salve Regina. Luego, permaneció absorto, con los ojos constantemente dirigidos hacia la iglesia, como si quisiera unirse aún más a Jesús-Eucaristía. Pidió luego que, si moría, lo enterrasen en la iglesia de Santa Eduvigis. El día 19 confesó y comulgó por última vez, permaneciendo largo tiempo absorto en acción de gracias.

A las once de la noche, los que le cuidaban le pidieron que les bendijera: “Con mucho gusto, hijos”, les respondió. Y quiso incorporarse en la cama para cumplir aquella sagrada acción con más dignidad. Extendió los brazos y pronunció lenta y majestuosamente las palabras de la bendición. Se dejó caer en la cama, extenuado por el esfuerzo, murmurando: “Y ahora, Dios mío, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Fueron sus últimas palabras.

A la mañana siguiente, día 20 de enero de 1871, hacia las diez, hizo un pequeño movimiento y, algunos minutos después, el padre Hermann dejó de existir. Se había dormido dulce y santamente en los brazos del Dios por el que su corazón no había dejado de latir desde el feliz instante en que lo conoció.

Conforme a sus deseos, fue enterrado en la iglesia de Santa Eduvigis, en Berlín, donde todavía reposan sus restos.

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