Entre los apóstoles contemporáneos del Corazón de Jesús tiene un lugar especial el célebre Padre Mateo Crawley-Boevey y Murga, religioso de la congregación de los Sagrados Corazones, gran impulsor de dos obras que han tenido una amplísima difusión entre los católicos: la entronización en los hogares y la Hora Santa. Hoy vamos a ocuparnos de la primera, dejando la segunda para más adelante. Pero antes trazaremos algunas pinceladas sobre la vida del Padre Mateo.
Nació en la localidad de Tingo, cerca de Arequipa (Perú), el 18 de noviembre de 1875, siéndole impuesto en el bautismo el nombre de Eduardo Máximo. Hijo de padre británico y madre peruana, creció entre dos culturas, lo que le permitió no sólo desarrollar su natural aptitud para los idiomas, sino también para adquirir un útil conocimiento humano, complementado por su educación francesa en el colegio de los Sagrados Corazones de Valparaíso (Chile), ciudad a la que había ido a residir la familia después de sucesivas estancias en el Perú y en Inglaterra.
Cuando contaba trece años el mundo se enteró de la piadosa muerte del P. Damián de Veuster, el apóstol de los leprosos, que pertenecía a la congregación de sus educadores. Este hecho no dejó de ejercer su influencia en la naciente vocación del joven Eduardo, que, edificado por el ejemplo del héroe de Molokai, se decidió a entrar en los Sagrados Corazones. Al principio su padre se opuso, pero finalmente lo dejó marchar, comenzando su noviciado el 2 de febrero de 1891. En religión cambió su nombre por el de José Estanislao.
Desde el principio se distinguió el novicio Crawley-Boevey por su fervor eucarístico, pasando mucho tiempo en adoración ante el Santísimo en la capilla. Sus superiores se mostraron siempre contentos de él por su observancia y regularidad. Hizo la profesión temporal el 11 de septiembre de 1892. Entonces cambió su nombre de Hno. José Estanislao por el de Hno. Mateo, para no ser confundido con otro religioso que llevaba el mismo nombre. El P. General quiso enviarlo a estudiar a la Universidad Católica de Lovaina para completar sus estudios, pero el P. Provincial de Chile consiguió retenerlo. Fue ordenado sacerdote por el arzobispo Jaime Casanova y Casanova en la catedral metropolitana de Santiago de Chile, el 17 de diciembre de 1898.
Su primer apostolado fue entre los obreros de Valparaíso en el seno de la llamada Acción Social, obra de la Iglesia para paliar y remediar en lo posible la triste situación de explotación que sufrían los trabajadores por entonces. El P. Mateo sabía ganarse a la gente por su sincera preocupación por sus problemas y por su contagiosa confianza en Dios. Su gran caridad quedó de manifiesto con ocasión del terrible terremoto que azotó Valparaíso el 16 de agosto de 1906, destruyendo prácticamente por completo la ciudad. Tanto se desvivió por socorrer a los damnificados que cayó seriamente enfermo. Entonces los médicos recomendaron a sus superiores que lo enviaran de viaje para reposarse, como así hicieron.
Cuando contaba trece años el mundo se enteró de la piadosa muerte del P. Damián de Veuster, el apóstol de los leprosos, que pertenecía a la congregación de sus educadores. Este hecho no dejó de ejercer su influencia en la naciente vocación del joven Eduardo, que, edificado por el ejemplo del héroe de Molokai, se decidió a entrar en los Sagrados Corazones. Al principio su padre se opuso, pero finalmente lo dejó marchar, comenzando su noviciado el 2 de febrero de 1891. En religión cambió su nombre por el de José Estanislao.
Desde el principio se distinguió el novicio Crawley-Boevey por su fervor eucarístico, pasando mucho tiempo en adoración ante el Santísimo en la capilla. Sus superiores se mostraron siempre contentos de él por su observancia y regularidad. Hizo la profesión temporal el 11 de septiembre de 1892. Entonces cambió su nombre de Hno. José Estanislao por el de Hno. Mateo, para no ser confundido con otro religioso que llevaba el mismo nombre. El P. General quiso enviarlo a estudiar a la Universidad Católica de Lovaina para completar sus estudios, pero el P. Provincial de Chile consiguió retenerlo. Fue ordenado sacerdote por el arzobispo Jaime Casanova y Casanova en la catedral metropolitana de Santiago de Chile, el 17 de diciembre de 1898.
Su primer apostolado fue entre los obreros de Valparaíso en el seno de la llamada Acción Social, obra de la Iglesia para paliar y remediar en lo posible la triste situación de explotación que sufrían los trabajadores por entonces. El P. Mateo sabía ganarse a la gente por su sincera preocupación por sus problemas y por su contagiosa confianza en Dios. Su gran caridad quedó de manifiesto con ocasión del terrible terremoto que azotó Valparaíso el 16 de agosto de 1906, destruyendo prácticamente por completo la ciudad. Tanto se desvivió por socorrer a los damnificados que cayó seriamente enfermo. Entonces los médicos recomendaron a sus superiores que lo enviaran de viaje para reposarse, como así hicieron.
Marchó a Europa, donde, gracias al cardenal capuchino Vives y Tutó, fue recibido por en audiencia privada por el papa San Pío X, al que confió un íntimo proyecto que venía acariciando en su mente desde hacía algún tiempo: la entronización de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús en los hogares. El Romano Pontífice, después de escucharlo atentamente, le mandó que consagrara su vida a esa obra. De Roma fue a Francia y visitó el monasterio de Paray-le-Monial, donde el Corazón de Jesús se había aparecido a su gran confidente y mensajera Santa Margarita María de Alacoque. Allí llegó el 24 de agosto de 1907, quedándose durante un tiempo. Fue entonces cuando el P. Mateo se corroboró en el apostolado al que Dios le llamaba y que se convertiría en la razón de su existencia: propagar allí por donde fuere la gran devoción del Corazón Divino en sus varias manifestaciones: la práctica de los primeros viernes de mes, la Hora Santa, la entronización en los hogares, la adoración nocturna, etc.
Al regresar a Chile fundó en 1908 el Secretariado de la Entronización y difundió libros y folletos de propaganda, logrando en poco tiempo que miles de familias se consagraran a Jesús, Rey de Amor (precisamente el título de uno de sus libros más conocidos). Pero no sólo los hogares observaron esta práctica: colegios, fábricas, negocios, hospitales, despachos, administraciones públicas y otros establecimientos también hicieron la entronización, que se extendió prodigiosamente por toda Sudamérica. Hasta fue ocasión de grandes conversiones de gente alejada de la práctica religiosa.
En 1914 emprendió un largo viaje por Europa, visitando varios países. El 6 de abril de 1915 lo recibió en audiencia privada Benedicto XV, que aprobó la obra de la entronización mediante una carta fechada el 27 de abril siguiente. En ella la definió con estas palabras: «La instalación de la imagen del Sagrado Corazón, como en un trono, en el sitio más noble de la casa, de tal suerte que Jesucristo Nuestro Señor reine visiblemente en los hogares católicos». Se trata, pues, no de un acto transitorio, sino de una verdadera y propia toma de posesión del hogar por parte de Jesucristo, que debe ser permanentemente el punto de referencia de la vida de la familia, que se constituye en súbdita de su Corazón adorable.
Al regresar a Chile fundó en 1908 el Secretariado de la Entronización y difundió libros y folletos de propaganda, logrando en poco tiempo que miles de familias se consagraran a Jesús, Rey de Amor (precisamente el título de uno de sus libros más conocidos). Pero no sólo los hogares observaron esta práctica: colegios, fábricas, negocios, hospitales, despachos, administraciones públicas y otros establecimientos también hicieron la entronización, que se extendió prodigiosamente por toda Sudamérica. Hasta fue ocasión de grandes conversiones de gente alejada de la práctica religiosa.
En 1914 emprendió un largo viaje por Europa, visitando varios países. El 6 de abril de 1915 lo recibió en audiencia privada Benedicto XV, que aprobó la obra de la entronización mediante una carta fechada el 27 de abril siguiente. En ella la definió con estas palabras: «La instalación de la imagen del Sagrado Corazón, como en un trono, en el sitio más noble de la casa, de tal suerte que Jesucristo Nuestro Señor reine visiblemente en los hogares católicos». Se trata, pues, no de un acto transitorio, sino de una verdadera y propia toma de posesión del hogar por parte de Jesucristo, que debe ser permanentemente el punto de referencia de la vida de la familia, que se constituye en súbdita de su Corazón adorable.
El acto del Cerro de los Ángeles hace noventa años
El P. Mateo recorrió dos veces toda España. Aquí promovió la erección del monumento al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles e hizo de todo por obtener la consagración de la nación, que finalmente realizó don Alfonso XIII el 30 de mayo de 1919 –hace ahora noventa años–en aquél lugar, con asistencia del propio P. Mateo. A este respecto, existe un interesantísimo dato que aporta en uno de sus libros: el Rey, que le concedió audiencia, le refirió que, al anunciarse que consagraría España al Sagrado Corazón de Jesús, recibió la visita de una delegación de significados masones que le advirtieron que no llevara a cabo tal acto. Al responder el monarca que seguiría adelante con su propósito, los caballeros se retiraron diciéndole que con ello había sellado el destino de su reinado (efectivamente, doce años más tarde caía la monarquía en España, en lo que la masonería tuvo una parte significativa).
Pío XI apoyó al P. Mateo en su intenso apostolado, concediéndole cinco audiencias privadas y apoyando especialmente su obra de la adoración nocturna en los hogares. En una de esas veces el religioso peruano le regaló una medalla del Sagrado Corazón al Papa, que prometió conservarla en su despacho y acordarse de su dador cada vez que la mirara. En otra ocasión el Santo Padre rechazó la petición del gobierno peruano para que el P. Mateo se convirtiera en nuevo arzobispo de Lima. A la sazón, el anterior prelado, el vicentino Mons. Emilio Lissón Chávez, había tenido que renunciar a su sede y marcharse del país por una conjura política en su contra tras el derrocamiento del católico presidente Leguía. El piadoso arzobispo Lissón había intentado consagrar el Perú al Sagrado Corazón en 1923, pero el solemne acto fue frustrado por los sectarios. Pío XI quería, pues, ahorrar esa clase de disgustos al P. Mateo y respondió amable y agudamente al gobierno que era "mejor dejar al religioso ser un bombardero del Corazón de Jesús en todo el mundo que un coronel-comandante en plaza”.
El P. Crawley-Boevey llegó en 1935 hasta Asia, predicando en el Indostán, el Lejano Oriente y el Sudeste asiático. De vuelta a Europa, pasó poco después a Nortemérica, donde misionó profusamente en los Estados Unidos y el Canadá. En 14 de abril de 1949, que era Jueves Santo, se sintió mal, manifestándosele la afección cardíaca que le acompañaría el resto de sus días. No por ello cesó en sus correrías, pero tuvo que ir dejando progresivamente sus actividades y su vida se convirtió en un verdadero calvario. Se cumplió cabalmente lo que él mismo anunció: «Cuando ya no pueda predicar, escribiré; cuando ya no pueda escribir, rezaré; cuando ya no pueda rezar, siempre podré amar sufriendo y sufrir amando». En febrero de 1956 tuvo que regresar ya definitivamente a Valparaíso.
Tres años más tarde se le diagnosticó una leucemia y ya no pudo celebrar la santa misa. Afectado por una úlcera maligna en la pierna derecha, sufrió la amputación de ésta el 14 de enero de 1960. En medio de sus sufrimientos atroces tuvo el consuelo de recibir la visita del P. General de los Sagrados Corazones, que quedó muy edificado del espíritu con que el P. Mateo los asumía. Falleció santa y apaciblemente en el curso de una postrer hemorragia y habiendo recibido la extremaunción y el viático, el 4 de mayo de 1960. Tenía 84 años de edad. Noticiado el papa de entonces, beato Juan XXIII, envió por medio de su secretario de Estado, cardenal Domenico Tardini, el siguiente mensaje de pésame al Superior General: “El Santo Padre está totalmente familiarizado con la misión que este infatigable apóstol llevó a cabo durante toda su vida: la difusión del culto del Sagrado Corazón. Por esto es consolador el pensar que la triste pérdida que ha sufrido la Congregación de los SS. Corazones se compensa con la presencia en el cielo -como podemos creer- de un nuevo y poderoso protector”.
Pío XI apoyó al P. Mateo en su intenso apostolado, concediéndole cinco audiencias privadas y apoyando especialmente su obra de la adoración nocturna en los hogares. En una de esas veces el religioso peruano le regaló una medalla del Sagrado Corazón al Papa, que prometió conservarla en su despacho y acordarse de su dador cada vez que la mirara. En otra ocasión el Santo Padre rechazó la petición del gobierno peruano para que el P. Mateo se convirtiera en nuevo arzobispo de Lima. A la sazón, el anterior prelado, el vicentino Mons. Emilio Lissón Chávez, había tenido que renunciar a su sede y marcharse del país por una conjura política en su contra tras el derrocamiento del católico presidente Leguía. El piadoso arzobispo Lissón había intentado consagrar el Perú al Sagrado Corazón en 1923, pero el solemne acto fue frustrado por los sectarios. Pío XI quería, pues, ahorrar esa clase de disgustos al P. Mateo y respondió amable y agudamente al gobierno que era "mejor dejar al religioso ser un bombardero del Corazón de Jesús en todo el mundo que un coronel-comandante en plaza”.
El P. Crawley-Boevey llegó en 1935 hasta Asia, predicando en el Indostán, el Lejano Oriente y el Sudeste asiático. De vuelta a Europa, pasó poco después a Nortemérica, donde misionó profusamente en los Estados Unidos y el Canadá. En 14 de abril de 1949, que era Jueves Santo, se sintió mal, manifestándosele la afección cardíaca que le acompañaría el resto de sus días. No por ello cesó en sus correrías, pero tuvo que ir dejando progresivamente sus actividades y su vida se convirtió en un verdadero calvario. Se cumplió cabalmente lo que él mismo anunció: «Cuando ya no pueda predicar, escribiré; cuando ya no pueda escribir, rezaré; cuando ya no pueda rezar, siempre podré amar sufriendo y sufrir amando». En febrero de 1956 tuvo que regresar ya definitivamente a Valparaíso.
Tres años más tarde se le diagnosticó una leucemia y ya no pudo celebrar la santa misa. Afectado por una úlcera maligna en la pierna derecha, sufrió la amputación de ésta el 14 de enero de 1960. En medio de sus sufrimientos atroces tuvo el consuelo de recibir la visita del P. General de los Sagrados Corazones, que quedó muy edificado del espíritu con que el P. Mateo los asumía. Falleció santa y apaciblemente en el curso de una postrer hemorragia y habiendo recibido la extremaunción y el viático, el 4 de mayo de 1960. Tenía 84 años de edad. Noticiado el papa de entonces, beato Juan XXIII, envió por medio de su secretario de Estado, cardenal Domenico Tardini, el siguiente mensaje de pésame al Superior General: “El Santo Padre está totalmente familiarizado con la misión que este infatigable apóstol llevó a cabo durante toda su vida: la difusión del culto del Sagrado Corazón. Por esto es consolador el pensar que la triste pérdida que ha sufrido la Congregación de los SS. Corazones se compensa con la presencia en el cielo -como podemos creer- de un nuevo y poderoso protector”.
ENTRONIZACIÓN EN LOS HOGARES
1.- En qué consiste.Ya citamos las palabras de Benedicto XV definiendo esta piadosa práctica: «La instalación de la imagen del Sagrado Corazón, como en un trono, en el sitio más noble de la casa, de tal suerte que Jesucristo Nuestro Señor reine visiblemente en los hogares católicos» (Carta al Padre Mateo, 27 de abril de 1915). Vemos que lo esencial es:
a. La imagen del Sagrado Corazón de Jesús.
b. El lugar preferente de la casa.
c. Consagrar el hogar para que reine visiblemente en él el Divino Corazón.
2.- A qué compromete.El acto de la entronización implica un compromiso de la familia que lo realice. No se trata de un acto aislado, sino del primer acto de un modo de vida, en el que todos los miembros de aquélla se hallan en adelante llamados a llevar. Ese modo de vida es someterse de voluntad y con gusto al imperio suavísimo de Cristo Rey mediante el reinado de su Amor, representado en el Sagrado Corazón. ¿Cómo se verifica esto? Cumpliendo los deberes del cristiano, observando los mandamientos de la Ley de Dios y los preceptos de la Santa Madre Iglesia, haciendo pública profesión de fe católica sin avergonzarse de ella y difundiendo en lo posible esta devoción.
El cabeza de familia tiene en esto un papel fundamental y decisivo: debe dar ejemplo, debe corregir, debe recordar a todos el ser fieles al que es en realidad el Rey de la casa. Debe ser como un lugarteniente del Corazón Divino y, como Él, ser bondadoso y providente con todos los de la casa: familiares y domésticos. Estos últimos son una prolongación de la familia y deben ser tratados como prójimos, con justicia y caridad, pero también con cariño porque son colaboradores que conviven bajo el mismo techo. Ellos también están llamados a sumarse a la consagración.
En una casa consagrada no debe entrar mala prensa, ni se debe dar un uso irrestricto de Internet sin que los padres vigilen, no deben proferirse por supuesto blasfemias ni palabras malsonantes; la inmodestia en los vestidos ha de estar desterrada; deben observarse los días de precepto y los días de ayuno y abstinencia; el aniversario de la consagración tendría que ser un día de fiesta especialísimo; los padres deberían tener la piadosa costumbre de bendecir a sus hijos y los hijos de pedir la bendición; sería recomendable tener una pequeña pileta de agua bendita para uso de los de casa; también rezar el rosario en familia y practicar los ejercicios de los meses de junio (Sagrado Corazón), mayo (mes de María) y marzo (mes de San José); en lo posible, acudir juntos a la misa dominical, y tener el catecismo en familia.
3.- Cómo se realiza.Siendo la consagración un acto a cargo del cabeza de familia, la presencia del sacerdote es testimonial y no estrictamente necesaria, pero sí muy recomendable, especialmente si se ha de llevar a cabo en conformidad con la obra de la entronización, cuyo secretariado depende de la congregación de los Sagrados Corazones (Picpus). Eso sí, la imagen a entronizar ha de ser bendecida. Si no se bendice en el curso del acto de entronización por falta de sacerdote, se debe bendecir previamente a él.
Lo ideal es llamar a un sacerdote que sea religioso de los Sagrados Corazones, contactando con el secretariado local de entronización. La casa puede aderezarse como para día de fiesta, pero con buen gusto. El trono debe estar alzado en el lugar más noble y adornado de flores y candelas. Al acto sería muy bueno que fueran invitados los vecinos y amigos más estrechos de la familia y tener preparado un refrigerio para obsequiarles por su presencia.
El sacerdote, revestido de sobrepelliz y estola, procederá a bendecir la imagen. A continuación, lee el acto de reparación al Sagrado Corazón y dirige las letanías correspondientes. Acabadas éstas, el cabeza de familia pronuncia el acto de consagración de su hogar y se suele terminar con el canto de algún himno a Cristo Rey y de la Salve a la Virgen. El sacerdote, entonces, extiende el diploma oficial de la obra de entronización.
Después de la ceremonia y del refrigerio a los invitados, sería recomendable que la familia tuviera una comida o cena con el sacerdote como convidado.
No olvidemos la promesa del Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque: “Bendeciré las casas en que la imagen de mi Corazón sea expuesta y honrada”. Recomendamos vivamente la práctica de la entronización de los hogares.
jueves, 4 de junio de 2009
La Gran Promesa de la comunión de los Nueve Primeros Viernes de Mes
A lo largo de la Historia el Sagrado Corazón de Jesús ha tenido amigos y confidentes, pero qué duda cabe que entre todos descuella santa Margarita María de Alacoque, a la que distinguió por medio de la gran revelación de esta devoción a finales del siglo XVII. En una de sus apariciones a la visitandina, un viernes de 1688, el Señor le dijo: « Je te promets dans l'excès de la miséricorde de mon Cœur que son amour tout-puissant accordera à tous ceux qui communieront les premiers vendredis neuf fois de suite la grâce de la pénitence finale ; qu'ils ne mourront point dans ma disgrâce ni sans recevoir leurs sacrements et que mon Cœur se rendra leur asile assuré à cette dernière heure » (Yo te prometo en el exceso de misericordia de mi Corazón que su amor todopoderoso concederá a todos aquellos que comulgaren los primeros viernes de mes nueve veces seguidas la gracia de la penitencia final ; que no morirán en mi desgracia ni sin haber recibido sus sacramentos y que mi corazón se volverá para ellos un asilo seguro en la última hora).
¡Magnífica promesa! Por eso se la llama “la Gran Promesa”, pues en ella ofrece el Corazón de Jesús nada menos que la seguridad de la salvación a los que comulgaren nueve primeros viernes de mes seguidos. Ya en 1674, había instado a santa Margarita María a esta práctica, pidiéndole que comulgara “siempre que la obediencia se lo permita, especialmente todos los primeros viernes”. Catorce años después quería que esta comunión se extendiera a todos, vinculándole nada menos que la certeza de la perseverancia final. En toda la Historia de la Iglesia sólo se conocía una promesa del género: la del Santo Escapulario de Nuestra Señora del Carmen, hecha a san Simón Stock en el siglo XIII. Ahora se añadía la hecha por Jesucristo mismo a su confidente cuatro siglos más tarde, en el curso de unas revelaciones que constituían “un último esfuerzo del amor del Señor amor para con los pecadores, con el objeto de llevarlos a penitencia y darles abundantemente sus gracias eficaces y santificantes, y así obtener su salvación” (Sta. Margarita María: Carta 102). El paralelo de estas dos grandes promesas está plasmado en la medalla-escapulario que, por privilegio de san Pío X, puede substituir el escapulario de tela del Carmelo y que representa en una cara al Sagrado Corazón y en la otra a la Santísima Virgen bajo la advocación del Carmen.
Como con el Santo Escapulario, se han dado malos entendidos respecto de la gran promesa de la comunión de los nueve primeros viernes de mes. Los enemigos de la Iglesia se ríen de una revelación que promete el cielo por sólo unos actos de piedad, diciendo: “¡Qué barato sale salvarse!”. Y piensan que todo consiste en que basta comulgar nueve primeros viernes seguidos y después hacer uno lo que le venga en gana. “Total –continúan– hágase lo que se haga, se tiene ya asegurado el Paraíso: ¡palabra de Jesucristo!”. Por desgracia, hay no pocos entre los católicos que también piensan eso, cayendo así en el terrible pecado de presunción, al creer que la misericordia divina los salvará sin conversión y les dará la gloria sin mérito. Es como si se dijeran: “comulguemos los nueve primeros viernes y después pequemos cuanto queramos”, lo cual es una deformación odiosa de la Gran Promesa y un terrible abuso de la confianza y de la bondad del Divino Corazón.
Vamos a disipar equívocos. No es que quien comulgue nueve primeros viernes de mes seguidos posea ya infaliblemente un certificado de salvación, sino que esa serie de nueve comuniones, si hechas digna y reverentemente y con recta intención, le proporcionarán las gracias necesarias para ser un buen cristiano y, como consecuencia y colofón, le granjearán una buena muerte, la muerte de los justos. No debemos ver en la promesa un automatismo y una eficacia mágica, como si pudiéramos manipular las cosas de Dios para obtener determinados resultados. Tanto si se lleva el escapulario, como si se comulga los nueve primeros viernes (o los cinco primeros sábados de mes, de los que hablaremos en otra ocasión), ello presupone en principio una vida cristiana y conforme a la Ley de Dios y los preceptos de la Iglesia (aunque uno tenga caídas y recaídas, propias de nuestra naturaleza quebrantada por el pecado original). Tales prácticas a las que van aparejadas tan extraordinaria promesa como es la de la perseverancia final se suponen siempre en buena fe. Es decir, quien las llevare a cabo dolosamente, con el único propósito de asegurarse la salvación y llevar más tarde una vida desarreglada estaría ya pecando y haciéndolas ineficaces. Es como el adulto no bautizado que, sabiendo que el sacramento del bautismo borra todos los pecados, tanto el original como los actuales, difiriera el recibirlo para poder gozarse un tiempo más de licencia y de disipación, lo cual sería burlarse de la gracia de Dios.
Vamos a disipar equívocos. No es que quien comulgue nueve primeros viernes de mes seguidos posea ya infaliblemente un certificado de salvación, sino que esa serie de nueve comuniones, si hechas digna y reverentemente y con recta intención, le proporcionarán las gracias necesarias para ser un buen cristiano y, como consecuencia y colofón, le granjearán una buena muerte, la muerte de los justos. No debemos ver en la promesa un automatismo y una eficacia mágica, como si pudiéramos manipular las cosas de Dios para obtener determinados resultados. Tanto si se lleva el escapulario, como si se comulga los nueve primeros viernes (o los cinco primeros sábados de mes, de los que hablaremos en otra ocasión), ello presupone en principio una vida cristiana y conforme a la Ley de Dios y los preceptos de la Iglesia (aunque uno tenga caídas y recaídas, propias de nuestra naturaleza quebrantada por el pecado original). Tales prácticas a las que van aparejadas tan extraordinaria promesa como es la de la perseverancia final se suponen siempre en buena fe. Es decir, quien las llevare a cabo dolosamente, con el único propósito de asegurarse la salvación y llevar más tarde una vida desarreglada estaría ya pecando y haciéndolas ineficaces. Es como el adulto no bautizado que, sabiendo que el sacramento del bautismo borra todos los pecados, tanto el original como los actuales, difiriera el recibirlo para poder gozarse un tiempo más de licencia y de disipación, lo cual sería burlarse de la gracia de Dios.
Así pues, la comunión de los nueve primeros viernes ha de hacerse concienzudamente y teniendo en vista que si es verdad que Jesucristo quiere que por ella nos salvemos no es menos cierto que implica el compromiso de ser buenos y corresponderle por su gran misericordia. La comunión debe prepararse y hacerse con las condiciones necesarias para que sea digna y eficaz (véase: http://costumbrario.blogspot.com/2009/02/recibir-la-santa-comunion-se-ha.html). Una comunión hecha incluso en estado de gracia, pero distraídamente y como de pasada, sólo por cumplir con el trámite para ganar la promesa del Corazón de Jesús, difícilmente podría reputarse como satisfactoria. Además, ha de hacerse, como se ha dicho antes, con recta intención, esto es: con la intención de corresponder a Nuestro Señor por sus bondades mediante una vida santa y entregada al amor de su Sagrado Corazón. La comunión ha de hacerse siempre con el propósito de permanecer en la gracia de Dios y detestando el pecado, nunca con la maliciosa perspectiva de pecar más adelante para después confesarse. Quien vive en estado habitual de pecado y persiste en él difícilmente podrá tener recta intención al comulgar (si es que sus comuniones no son sacrílegas por confesiones inválidas al faltar el sincero propósito de enmienda).
¿Por qué el número de nueve comuniones y que sean seguidas? Se nos ocurre que el Corazón de Jesús nos ha puesto con ello una dulce trampa para que caigamos en sus redes de Amor. Sabiendo lo inconstantes que somos, el obligarnos a estar en gracia para poder comulgar una vez al mes durante nueve meses seguidos crea en nosotros un hábito bueno, que nos predispone a perseverar. Si repetidamente nos confesamos y comulgamos dignamente, terminaremos por encontrar que se está muy bien siendo buenos cristianos. En el arco de nueve meses eso se nota. Por supuesto hablamos aquí de un hábito humano, que se crea con la repetición de los mismos actos. Pero este hábito humano de recibir los sacramentos para prepararse a los nueve primeros viernes se perfecciona con la gracia y las virtudes teologales, que, como sabemos, son hábitos infusos, que perfeccionan y elevan nuestros hábitos humanos. Así pues, es difícil –por no decir imposible– que alguien que quiere acogerse sinceramente a la Gran Promesa tenga después la intención de vivir mal. Por supuesto, poderoso es Dios que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva y no niega sus auxilios al mayor monstruo de maldad que pueda existir, pero que vaya a salvar a quien juega a la ruleta rusa con su salvación y pretenda cometer fraude contra el Espíritu Santo abusando de una promesa maravillosa de Jesucristo, eso es impensable.
Muchos de nosotros hemos hecho las comuniones de los nueve primeros viernes, sobre todo los que tuvimos la fortuna de ser educados por los Padres de la Compañía de Jesús, abanderada de la devoción al Corazón de Jesús. Pero muchos otros no las han hecho. Todos podemos cumplir una y otra vez con esa cita de amor con Nuestro Señor cada primer viernes de mes. No importa si ya lo hemos cumplido o no. Y cada vez que lo hacemos podemos encomendar a alguien de nuestro entorno o que se haya encomendado a nuestras oraciones para que se anime a observar esta santa práctica. Es un modo de ser apóstol del corazón adorable de nuestro Redentor. Hace muchos años, en la televisión de algún país sudamericano unos días antes del primer viernes aparecía un breve anuncio entre la programación que decía: “Católico: este viernes es primer viernes. ¡Comulga!”. Lástima que esta hermosa costumbre haya desaparecido ahogada por nuevos contenidos televisivos que no nos recuerdan la fe católica sino los engañosos atractivos de los enemigos del alma. Pero sí sería conveniente que una campanita en nuestro corazón nos recordara la proximidad del primer viernes.
Para prepararse a ese día recomendamos preparar una confesión concienzuda a fin de adecentar el alma para recibir a Jesús y dedicarle una Hora Santa el jueves anterior (se pueden ver los magníficos textos del P. Mateo Crawley-Boevey, el gran apóstol peruano del Sagrado Corazón, en este vínculo: http://www.geocities.com/asociacionmariana/PMateo.htm). Ya el viernes sería lo ideal observar el ayuno antiguo (desde la medianoche) y asistir a la misa por la mañana temprano, comulgando en ella, o pedir la comunión fuera de la misa si no hay tiempo de oír ésta (lo que podría hacerse por la tarde). De este modo, se comienza ya el día consagrándolo al Corazón de Jesús mediante la comunión reparadora (en la que, como mínimo, deberíamos detenernos un cuarto de hora, si no más). Para aspectos prácticos relacionados con la comunión de los nueve primeros viernes de mes recomendamos este vínculo: http://webcatolicodejavier.org/nueveviernes.html.
¿Por qué el número de nueve comuniones y que sean seguidas? Se nos ocurre que el Corazón de Jesús nos ha puesto con ello una dulce trampa para que caigamos en sus redes de Amor. Sabiendo lo inconstantes que somos, el obligarnos a estar en gracia para poder comulgar una vez al mes durante nueve meses seguidos crea en nosotros un hábito bueno, que nos predispone a perseverar. Si repetidamente nos confesamos y comulgamos dignamente, terminaremos por encontrar que se está muy bien siendo buenos cristianos. En el arco de nueve meses eso se nota. Por supuesto hablamos aquí de un hábito humano, que se crea con la repetición de los mismos actos. Pero este hábito humano de recibir los sacramentos para prepararse a los nueve primeros viernes se perfecciona con la gracia y las virtudes teologales, que, como sabemos, son hábitos infusos, que perfeccionan y elevan nuestros hábitos humanos. Así pues, es difícil –por no decir imposible– que alguien que quiere acogerse sinceramente a la Gran Promesa tenga después la intención de vivir mal. Por supuesto, poderoso es Dios que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva y no niega sus auxilios al mayor monstruo de maldad que pueda existir, pero que vaya a salvar a quien juega a la ruleta rusa con su salvación y pretenda cometer fraude contra el Espíritu Santo abusando de una promesa maravillosa de Jesucristo, eso es impensable.
Muchos de nosotros hemos hecho las comuniones de los nueve primeros viernes, sobre todo los que tuvimos la fortuna de ser educados por los Padres de la Compañía de Jesús, abanderada de la devoción al Corazón de Jesús. Pero muchos otros no las han hecho. Todos podemos cumplir una y otra vez con esa cita de amor con Nuestro Señor cada primer viernes de mes. No importa si ya lo hemos cumplido o no. Y cada vez que lo hacemos podemos encomendar a alguien de nuestro entorno o que se haya encomendado a nuestras oraciones para que se anime a observar esta santa práctica. Es un modo de ser apóstol del corazón adorable de nuestro Redentor. Hace muchos años, en la televisión de algún país sudamericano unos días antes del primer viernes aparecía un breve anuncio entre la programación que decía: “Católico: este viernes es primer viernes. ¡Comulga!”. Lástima que esta hermosa costumbre haya desaparecido ahogada por nuevos contenidos televisivos que no nos recuerdan la fe católica sino los engañosos atractivos de los enemigos del alma. Pero sí sería conveniente que una campanita en nuestro corazón nos recordara la proximidad del primer viernes.
Para prepararse a ese día recomendamos preparar una confesión concienzuda a fin de adecentar el alma para recibir a Jesús y dedicarle una Hora Santa el jueves anterior (se pueden ver los magníficos textos del P. Mateo Crawley-Boevey, el gran apóstol peruano del Sagrado Corazón, en este vínculo: http://www.geocities.com/asociacionmariana/PMateo.htm). Ya el viernes sería lo ideal observar el ayuno antiguo (desde la medianoche) y asistir a la misa por la mañana temprano, comulgando en ella, o pedir la comunión fuera de la misa si no hay tiempo de oír ésta (lo que podría hacerse por la tarde). De este modo, se comienza ya el día consagrándolo al Corazón de Jesús mediante la comunión reparadora (en la que, como mínimo, deberíamos detenernos un cuarto de hora, si no más). Para aspectos prácticos relacionados con la comunión de los nueve primeros viernes de mes recomendamos este vínculo: http://webcatolicodejavier.org/nueveviernes.html.
Oremos por la Beatificación del Padre Mateo Crawley Boevey
ResponderEliminarAPÓSTOL MUNDIAL DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS!!
FraterPedroTaveras
Oración en Latín
Rostros de Caridad
Santiago,República Dominicana
809-724-7049