CULTURA HISPOANOAMERICANA
VISIÓN METAFÍSICA
INTRODUCCIÓN
Terminada la segunda
guerra mundial, surge preocupación por la irrupción de un proceso de
internacionalización - globalización lo llamamos ahora – impuesto por la fuerza
del dinero y que amenaza con acabar con las naciones; pero no sólo con su
independencia económica, sino, lo que es más grave, con su personalidad cultural.
Uno de esos visionarios fue el P. Osvaldo Lira SS.CC[1].
Nuestro maestro
propone que los pueblos hispánicos, olvidando sus rencillas de campanario,
busquen su unión y recuperen la fuerza que tenían cuando eran parte del imperio
de los Austria, cuando eran parte de “las Españas”, en cuyos territorios no se
ponía el sol. Porque, al fin y al cabo, cada pequeña nación aislada será incapaz
de resistir este nuevo movimiento mundial y será avasallada. Hoy, que somos
considerados “el patio trasero” de los yankees, observamos con tristeza cuánta
razón tenía el buen P. Osvaldo.
Para que los
hispano-parlantes comprendan cuán sencilla sería su unión, entre ellos y con la
Madre Patria, por supuesto, este pensador genial nos quiere explicar que realmente
existe una cultura hispanoamericana y cómo se formó. Comprendida la naturaleza
de esta nueva cultura será más fácil que reconozcamos que nada perdemos con la
unión y mucho ganamos. De paso, podríamos terminar con ese complejo de
inferioridad que nos hace pensar que carecemos de una cultura que merezca el
nombre de tal y entender que, a pesar de su novedad, no tiene nada que envidiarle
a las demás.
¡Ojalá recobráramos
la gallardía de un Alonso de Ovalle cuando les mostraba a los europeos cuánto
valía su querido Chile!
LA
NACIÓN HISPANOAMERICANA
Éramos una gran
nación que se desmembró en muchas pequeñas naciones que pronto entraron en
lucha fratricida por cuestiones limítrofes. Y se nos ha olvidado lo que éramos.
Para mostrarnos que
éramos una sola gran nación, el P. Osvaldo busca la esencia que nos constituye
en cuanto tales. Lo primero que nos enseña es que la esencia de toda nación es
moral y no física. Por ello subsiste en los individuos que la componen y no en
sí. Ontológicamente se la califica de accidente, cuyos sujetos o materia remota
son esas personas que le dan su existir y su materia próxima es la actividad
social desarrollada por ellos y que se concreta en las asociaciones que crean
para realizarla. O, como se las suele llamar, las sociedades intermedias. Pero,
como es un ente corpóreo, no puede dar de sí todo lo que contiene
potencialmente; por lo que se constituye como un todo sucesivo que, poco a
poco, va realizándose. Como carece de unidad sustancial, en esta sucesión
podría cambiar completamente su fisonomía. Un hombre, por el contrario, cambie
cuanto cambie, no deja de ser ese mismo hombre, esa persona humana individual
desde que es concebida hasta que muere. Precisando más, diremos que se trata de
un accidente de cualidad que es de carácter histórico porque tiene necesidad de
tiempo para verificarse.
Como todo ente
corpóreo, consta de alma y cuerpo. El alma, que no es subsistente, por cierto,
explica su unidad, organización y perduración, y es el resultado de una
vivencia en la que todos se unen. José Antonio Primo de Rivera lo expresaba con
magistral brevedad: “unidad de destino en lo universal”, por lo que requiere de
la colaboración de todos. San Agustín nos da una definición maravillosa de pueblo
que podemos aplicar a lo que ahora nos ocupa: “reunión de una multitud
racional, unida por una perfecta comunión en las cosas que ama”[2].
El cuerpo, a su vez,
es doble: inmediato y mediato. Por tratarse de un ser accidental, su cuerpo
inmediato también lo es y está constituido por todas las actividades que
produce esa alma. El mediato, en cambio, por las personas reales que son su
sujeto último, como ya observamos. Porque, en definitiva, todo accidente
inhiere en una sustancia.
Contra lo que se
pensaba en Europa a comienzos del siglo XX, el P. Osvaldo proclama la
superioridad del cuerpo mestizo sobre la supuesta raza pura. Porque a mayor
mestizaje mayor riqueza en su composición. Por lo demás no sé yo hace cuánto
tiempo desaparecieron esas supuestas razas puras. Buen ejemplo de ello son Roma
y España. Hispanoamérica es aun más mestiza que la Madre Patria.
Conviene precisar
que hablamos de mestizaje sobretodo cuando hay un desequilibrio social entre
las razas que se mezclan. En nuestro caso la disparidad es tal que las razas
amerindias quedaron pasivas; se comportaron como la materia prima en la unión
sustancial. Como este concepto metafísico es difícil de comprender me permito
algunas consideraciones.
La materia prima es
el sujeto que recibe la forma sustancial; en América la inmensa mayoría de la
población será indígena; la población europea que llegó por estas tierras en la
época que llamamos colonial fue escasísima[3].
La materia limita a la forma impidiendo una realización total de sus
perfecciones; en nuestro continente la elevación cultural de la población
autóctona se ha ido realizando lentamente. La materia impone condiciones. Vemos
que los indios van a realizar de modo original las matrices culturales que
traen los europeos. Así, por ejemplo, el idioma español recibió tonos
diferentes en las diversas zonas y fue incluso deformado en muchos aspectos.
Quien actúa como
forma sustancial es España. Impone su religión y su lengua; su arte y su ciencia;
sus costumbres en todos los aspectos de la vida diaria. Es obvio que algunas de
las costumbres indias se imponen a los europeos quienes descubren nuevas formas
de alimentarse, por ejemplo, desconocidas en el viejo continente. ¿Por qué lo
llamarán viejo cuando todos, al parecer, nacieron en la misma época?
En suma, el P.
Osvaldo entiende nuestra cultura al modo hilemórfico, donde el indígena actúa
como materia prima y las Españas como forma sustancial. Claro está que no
olvida que se trata de una realidad accidental por lo que hay que entender la
expresión analógicamente; es decir, con sutileza. Pero lo cierto es que la
aportación indígena a los valores culturales más gravitantes, como son los
religiosos y los morales, es mínima. Hubo una real conversión popular a partir
de las apariciones de la Virgen en México. De modo que abandonando por completo
su cruel religión, abrazaron la que traían los hispanos. Esta actitud se
extenderá por todo el continente dando origen a notables ejemplos de
religiosidad y santidad entre indios y negros que recién ahora se comienzan a
reconocer[4].
Dijimos que la forma
o alma es la responsable de la unidad, organización y perduración del ente
nacional. Dado que ésta es la misma desde México hasta Chile y es la misma que
vivifica a las Españas; Hispanoamérica era y es una sola y gran nación.
Como estamos en los
siglos en que triunfa el barroco, nuestra cultura también lo será, claro que
con las variantes que los indígenas le impondrán, lo que la hará original. Por
desgracia, durante los siglos XIX y XX, “barroco” era sinónimo de feo. También
en esto el teólogo chileno es un pionero. Ferviente admirador de este arte
desde su juventud, ayudó a muchos a apreciarlo. Hoy se está extendiendo esta
nueva valoración de dicho ciclo cultural, y, por lo mismo, podemos esperar que
se reconozca el mérito de nuestra cultura y su originalidad.
No viene al caso,
porque no pertenece a la metafísica, profundizar en los méritos de nuestra
cultura barroca. Basta pensar en la arquitectura, arte, poesía, música, etc.
desarrolladas en esos siglos para comprenderlo. Por desgracia, hemos perdido
hasta el recuerdo. Sin embargo no está demás mencionar que el P. Alonso de
Ovalle se refiere a los concursos poéticos que se realizaban en Santiago en las
fiestas de algunos santos y en los que participaba la población con entusiasmo.
Muchos monumentos arquitectónicos de enorme valor se encuentran en nuestra
América e, incluso, se comienza a estudiar con interés, ¡por fin!, un modelo
político extraordinario y absolutamente original puesto en práctica en las
reducciones indígenas de Paraguay y Argentina.
En todos estos
aspectos culturales observamos el mismo fenómeno hilemórfico. De las Españas
viene la inspiración principal, es arte barroco, es teología y filosofía
católicas, es política cristiana; pero muchos de sus ejecutantes son indígenas,
o mestizos, que dejan su huella en el modo cómo ejecutan las obras, a las que,
incluso, incorporan elementos autóctonos.
Es conveniente no
olvidar que también vinieron europeos de otras naciones tanto en el ejército
real, como entre los jesuitas y otras órdenes religiosas; mas todos ellos se
incorporaron a la cultura española que aquí reinaba. Al fin y al cabo, muchos
de ellos pertenecían ya al imperio español que se extendía por Europa hasta
Borgoña e Italia.
A partir de la
independencia, nuestras naciones han recibido una multitudinaria inmigración
europea, especialmente notable en Argentina y Uruguay, siendo más reducida en
otras latitudes. ¿Habrá que pensar que estas aportaciones transformaron nuestra
cultura?
El P. Osvaldo nos
explica muy bien el fenómeno comparándolo con el ejemplo del Imperio Romano.
Éste conquista el occidente y el oriente. Las naciones que conformaban la
cultura helenística conservaron su lengua, su religión, sus costumbres. ¿Por
qué? Porque su cultura era igual o superior a la de los conquistadores. Podemos
ejemplificar nuestro aserto haciendo ver que los Padres de la Iglesia, de los
primeros siglos, viven en el Imperio pero son culturalmente griegos. En cambio, en las Galias y en España se
produce el mismo fenómeno que entre nosotros. Estos pueblos poseen una cultura
tan inferior a la romana que, a pesar de la crueldad con que fueron tratados,
pronto se romanizarán completamente y llorarán la pérdida del imperio. Algo
similar sucede cuando el imperio español se extiende por Italia, la Borgoña y
Flandes. Como estas naciones poseen una cultura similar a la española, no se
hispanizan sino que mantienen sus tradiciones, lengua y religión, que la corona
respetaba. Lo que no impide que se sumen con entusiasmo a las empresas
españolas y se luzcan en ellas. No se puede desconocer su importancia en
Lepanto o en San Quintín, por ejemplo. ¿Habrá que recordar los nombres de los
hermanos Doria, Spinola, entre los italianos, y entre los borgoñones a Carlos
de Lanoy que vence y hace prisionero a Francisco I en Pavía? Es más, la pintura
flamenca tiene notable éxito en la península y el renacimiento italiano influye
poderosamente en producir un nuevo estilo en España.
Claro está que las
dos empresas no son comparables. Roma propagó valores intelectuales, políticos
y sociales, muchos de los cuales fueron tomados, a decir verdad, de Grecia. En
la parte moral las deficiencias fueron notables, como para decir que no
conocían del todo la ley natural. Las Españas, en cambio, además de dichos
valores, transmiten la Revelación y llevan la Gracia santificante que da una
vida sobrenatural al hombre, todo lo cual es trascendente respecto de lo
anterior. Mientras Roma impone la “civitas” y la “pax romana”, Las Españas nos
traen la normalidad cristiana y terminan con las guerras tribales tan comunes
en el continente. Habría que decir que impusieron una “pax Hispanica”.
Volvamos a nuestro
caso. Los italianos, franceses, ingleses, alemanes que llegaron en el siglo XIX
no tenían una cultura superior a la nuestra. Eran más ricos, por supuesto, nos
superaban en manifestaciones artísticas y científicas. Todo lo que quieran.
Pero nuestra base cultural está en nuestra religión que por nada es superada ni
puede serlo y por la convivencia cristiana que, a pesar de sus defectos, no
distaba de la de los europeos de la época. En suma, sucedió entonces lo que les
pasó a los romanos en oriente: los europeos aportaron valores accidentales que
permitieron mejorar nuestra cultura, por cierto, pero no cambiarla. Para que
ocurriera esto último, se necesitaría que los hispanoamericanos repudiaran su
tradición y abrazasen otra muy distinta. Por desgracia, desde fines del siglo
XIX estamos caminando en esa dirección.
LA
HORA PRESENTE
Lo primero que
sucedió fue que paulatinamente las clases dirigentes fueron olvidando nuestro
pasado hispánico. Al olvido le siguió el repudio. Pero como toda nación es
sucesiva, la tradición es indispensable para su supervivencia. En dicho siglo,
el fenómeno afectó a las aristocracias de algunas naciones latinoamericanas
produciendo una separación neta entre ellas y el pueblo. En otras, la masonería
tomó el poder e inició, de inmediato, una odiosa campaña contra los valores
tradicionales. El caso más triste es el que presentó México, contra el cual se
alzaron los cristeros. Lamentablemente, la incomprensión de la política vaticana
les arrancó de las manos la victoria conseguida en el campo de batalla.
Mientras las
aportaciones europeas, con la excepción de México y Uruguay, acrecentaron
nuestra cultura sin contradecirla durante ese siglo, en el vigésimo se agudiza
la oposición entre nuestra tradición y las nuevas ideas. Ahora, en cambio, la
sobre valoración de lo extranjero se ha apoderado de las capas populares, como
lo había hecho de las dirigentes en el siglo anterior. Claro que el francés ha
sido reemplazado por el inglés. El liberalismo y el marxismo, ideologías contrarias
a la fe católica que otrora gobernaba nuestra convivencia, se han apoderado de
nuestras naciones en tanto grado que estamos a punto de perder nuestra
tradición y cambiar nuestra cultura por otra completamente distinta. Esto se
aprecia especialmente en el plano moral y en el teológico.
El olvido de nuestro
pasado se hizo casi total y la legislación se aparta cada vez más de las
enseñanzas del Evangelio. Pero una cultura no es un conjunto de principios
intelectuales, morales y religiosos, sino que es el modo de vivirlos, como lo
indica la misma palabra “cultura”. Antes, pues, del advenimiento de estas
nuevas leyes, se fue paulatinamente abandonando la vivencia católica. En unas
naciones el fenómeno fue más rápido que en otra; en la actualidad, empero, en
todas es ya muy pronunciado. Esto es tanto más grave cuanto que, como nos lo
recuerda el P. Lira, el subsistir de una nación es el continuar. De ahí que la
tradición sea insustituible.
Al llegar a este
punto, la enseñanza de nuestro maestro no puede ser más formal: la política
basada en la democracia liberal inorgánica carece de control moral, por lo que
resulta muy difícil practicar nuestra fe en su interior. Es más, dicha
organización política es fatalmente mentirosa. Casi todos creen que nos libera
del totalitarismo y de la tiranía. Lo cual es una grotesca ficción. Si
escuchásemos la lección de Platón[5],
comprenderíamos mejor al P. Osvaldo. El famoso filósofo ateniense resume en el
libro octavo de su “República” la experiencia política de su querida ciudad.
Nos explica cómo se van degenerando los sistemas políticos y los gobiernos
comenzando por una monarquía idealizada – por algo creían en una inicial era
dorada – hasta terminar en la tiranía. El estadio anterior y necesario para
venir a dar en tan lamentable condición es el democrático. Lo curioso del caso
es que parece que describiese la historia europea posterior a la revolución
francesa.
Por lo menos ya
conocemos la maldad propia del nazismo y del comunismo, hermanos de sangre que
brotan de la filosofía de Hegel y de Nietszche. Es hora de que comencemos a
apreciar la de los norteamericanos, que, aunque solapada, no deja de ser una
tiranía totalitaria en que se cambia al tirano cada cuatro años.
¿QUEDAN
ESPERANZAS?
Muy pocas. El mal
está tan avanzado y la inmensa mayoría de nuestros compatriotas está tan ciega
que no da lugar a ilusiones. Pero los historiadores saben demás que la ley que
rige la historia, si es que hay alguna ley en la historia, es la del péndulo:
pasamos de un exceso al contrario con suma facilidad. Por lo que ese estúpido
que habló del fin de la historia no es más que eso: un cretino. De modo que
podemos estar absolutamente seguros: en el futuro no comprenderán que hayamos
pensado como pensamos, tal como hasta hace tan poco no comprendíamos a nuestros
antepasados y hablábamos de un “período colonial”.
El P. Osvaldo nos
propone, como indispensable, que comencemos por conocer y apreciar nuestra
historia. Y eso es labor de los historiadores. La otra condición es que
volvamos a cristianizar a nuestro continente en el único cristianismo que
existe: el que practica la Iglesia Católica.
¿Queda aún alguna
esperanza, dadas las condiciones que hemos de cumplir? No olvidemos que en
1917, en Cova da Iría, Nuestra Señora dijo: “Al final, mi Inmaculado Corazón
triunfará”.
Prof.
Dr.
Juan
Carlos Ossandón Valdés
[1] Hispanidad y
Mestizaje.
Editorial Covadonga. 2ª edición. Santiago Chile 1985. Págs. ix y ss. Este libro
sirve de base a esta ponencia.
[2] Populus est coetus
multitudinis rationalis, rerum quas diligit concordi communione sociatus. De Civitate Dei, XIX, 24.
[3] Dumont, Jean en “El Amanecer de los Derechos del Hombre” nos recuerda que Cortés
zarpó para México con 119 marinos y 400 soldados; Pizarro partió de Sevilla con
160 soldados. Pasada la conquista, la afluencia de españoles siguió siendo
mínima. Sólo en los años de afluencia del oro hubo un cierto interés por venir
a América. Entre 1534 y 1539, en promedio, viajaron 1.500 personas cada año.
Cifras no superadas después.
[4] Cfr. El libro octavo, y, en especial, los
capítulos 9, 14, 19 de la “Histórica relación del Reino de Chile”,
del P. Alonso de Ovalle S.I. Editorial Universitaria. Santiago. Chile. 1969.
[5] Platón da este orden: monarquía,
aristocracia, timocracia, plutocracia u oligarquía como traducen algunos,
democracia y tiranía.
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