miércoles, 26 de septiembre de 2012

DERECHOS HUMANOS Y DERECHOS DIVINOS





 

DERECHOS HUMANOS Y DERECHOS DIVINOS



 

DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA

Cuando hablamos de los derechos humanos, solemos pensar que nos estamos refiriendo a los derechos naturales; otros estiman que están hablando de los derechos fundamentales; otros precisan que se trata de derechos innatos; otros, en fin, se refieren únicamente a ciertas listas que circulan por el mundo, algunas aprobadas oficialmente por autoridades de la más variada índole, mientras otras expresan solamente la opinión de algún opinólogo, que pienso es la profesión que más cultores tiene en la actualidad. Sin embargo, si miramos ciertos derechos de lo más pintorescos, como el derecho a ser feliz, el derecho a vista, al sol y otros aún más extraños, como el derecho a antena, hemos de confesar que, en este ámbito, reina una sorprendente confusión. Ésta se hace más evidente cuando nos topamos con los que piensan que la defensa de los derechos humanos es la única conducta moralmente aceptable y que ella no es más que el reconocimiento de la dignidad humana. Por ella, pues, se está midiendo la calidad moral de toda sociedad.

Me temo que cuando se habla de tal dignidad, casi nadie entiende a qué se refiere.

Si consultamos el diccionario, éste nos afirma que dignidad significa, como primera acepción, calidad de digno. Pienso que pocos comprenden tal definición. En definitiva, nos enseña que estamos ante un término abstracto cuyo concreto es digno. Es decir, nos referimos a aquello que hace digno a algo. Cuando llamamos digno a alguien, queremos subrayar su superioridad, el hecho de que cumple con ciertos requisitos que no se dan en todos, por lo que merece reconocimiento. En el lenguaje oficial, a las autoridades suele llamárselas, simplemente, dignidades; con lo que expresamos su superioridad. Al hablar, pues, de la dignidad de la persona humana, proclamamos su excelencia, su distinción. Si quisiéramos determinar en qué consiste esa supuesta superioridad, no hallaríamos ningún consenso entre los juristas o entre los filósofos.

Deberíamos comenzar por distinguir diferentes tipos de dignidad, las que, por no alargar indefinidamente la cuestión, podemos reducir a tres.

A menudo la dignidad que exaltamos en alguien dice relación a su moralidad, a su actividad, en cuanto perfeccionadora de su humanidad. En este ámbito reconocemos que no todos son dignos, lo que expresamos gráficamente cuando le decimos a un amigo: esa actitud no es digna de ti. Con santo Tomás, nos permitiremos distinguir cuatro grados:

Las personas moralmente más dignas son aquellas que se mueven a sí mismas a la práctica del bien porque se han decidido por él sin dar lugar al mal en su actividad. Hemos de reconocer que son muy pocos los que logran tal grado de dignidad, sobretodo cuando se hallan en una situación difícil. Cuando tal cosa ocurre, estamos ante un santo, como solemos llamarlos hoy.

Hay muchas personas buenas que buscan realizar el bien; sin embargo, en situaciones difíciles, flaquean y necesitan ser exhortados para mantenerse en su decisión. No es necesario, sin embargo, hacer uso de coacción alguna para que rechacen el mal y realicen el bien.

Lo más común, pienso yo, es el grado de aquellos a los que es necesario infundirles temor para que eviten el mal. Todos los juristas, y, muy en especial, los penalistas, reconocen que si una ley no amenaza con penas congruas, es letra muerta. Y si determina castigos pero existe la creencia de que no se aplican, tampoco es respetada. Es bien difícil hallar una persona que cumpla la ley aunque no espere castigo alguno por su acción. Muchos reconocen que, si no se siguiera mal alguno, si gozaran de completa impunidad, no dudarían en realizar el mal. Estas personas apenas pueden considerarse moralmente dignas. Se hace necesario el uso de la coacción para que realicen el bien y eviten el mal.

Nos falta aún reconocer con el Aquinate que hay quienes no son movidos ni siquiera por el temor, en especial, en ámbitos en los que no son capaces de dominar sus pasiones. En este sentido podemos sostener que la libido dominandi, la pasión política, es la que más daña la moralidad de las personas. De ahí que, para muchos, política e inmoralidad parecen ir de la mano necesariamente. A tales personas no podemos considerarlas dignas, sino, muy por el contrario, indignas de modo absoluto.

En la Edad Media se unió a esta dignidad la social. Sea éste es segundo tipo. Es asombroso leer las cartas de Carlomagno a sus duques, por ejemplo, en las que les pregunta por su preocupación por la situación de las viudas y de los huérfanos en su comarca y qué han hechos por ellos. De ahí que, hasta hoy, el término caballero ha pasado a designar, no al que combate a caballo, significado original del término, sino al de conducta ejemplar. Este detalle semántico nos obliga a reconocer que efectivamente se unió, en aquella época, la moralidad social con la moral. En este ámbito incluimos a las personas a las que les reconocemos superioridad en la sociedad. En primer lugar, a las autoridades, obviamente. Sin embargo, es notorio cómo en los pueblos y campos hallamos personas que son tratadas de don a pesar de su humilde condición social. Como es obvio, tal tipo de dignidad es independiente de la anterior, como hoy salta a la vista.

En filosofía reconocemos que una substancia que posee racionalidad es superior a cualquier otra. Estamos en el plano óntico, en el de la realidad desnuda. Sea éste el tercer tipo que hemos decidido distinguir. En virtud de su esencia, proclamamos que un ente determinado es superior a los demás. En este caso, y sólo en él, la dignidad humana es idéntica en todos los hombres y se posee desde el instante de su concepción. Es sorprendente comprobar cuántos defensores de los derechos humanos y de la dignidad de la persona aceptan el asesinato de embriones, fetos y de ancianos desvalidos. El aborto y la eutanasia nos hacen comprender cuán poco, en realidad y de verdad, se respeta la dignidad óntica del ser humano. Pero hay que advertir también que esta dignidad se da igual en el santo que en el criminal y que no implica mérito alguno. Se trata de reconocer, simplemente, que hay entes más perfectos por su entidad misma.

Permítaseme ahondar en este aspecto y determinar el origen metafísico de nuestra dignidad. Está claro que proviene de nuestra espiritualidad; sin embargo, hemos de reconocer que no somos espíritu sino que nos limitamos a poseer una cierta espiritualidad. Debido a ella, poseemos intelecto y voluntad provista de libertad. Suele cargarse el acento en este último atributo de nuestra débil espiritualidad sin detenerse a considerar que toda ella proviene de nuestra inteligencia. Es verdad que la libertad radica en la voluntad y no en el la razón; hay que reconocer, empero, que en ésta última radica su origen. Quien conoce, es dueño de su actividad; es decir, es libre. Y lo es porque conoce. Por supuesto que el conocimiento sensible no es suficiente, es necesario estar provistos de conocimiento intelectual. Porque este tipo de conocimiento es capaz de captar el fin en cuanto fin y enderezar hacia él los medios necesarios para su consecución. El fin conocido se convierte en el motivo que guía nuestra actividad. Mientras los irracionales son conducidos a su fin por su programación interna que da origen a su conducta instintiva, los inteleligentes se conducen a sí mismos hacia el fin que los motiva a la acción. Todo esto es muy conocido, mas quisiera que reconociéramos en cuán limitada es nuestra libertad. Lo es tanto como nuestro conocimiento. ¿Quien se conoce a sí mismo? Todos, mas ¡cuán limitadamente! Nos conocemos in actu exercito en vez de lograrlo in actu signato, como debería ser. Es decir, estamos siempre presentes a nosotros mismos mientras estamos conociendo el mundo que nos rodea y los actos por los que lo conocemos. Mas nuestro yo, siempre presente, escapa a este conocimiento. No dudamos de nuestra existencia, pero nuestro acto de existir no puede ser conceptualizado por nosotros. El único capaz de ello es el Padre celestial y el acto en que realiza tal conocimiento se llama Verbo eterno. Es por eso por lo que los teólogos escolásticos crearon la conocida sentencia: omne individuum ineffabile. Ocurre que todo individuo lo es porque es un acto de existir que participa del eterno existir divino. Por ello, tan sólo Dios puede conocerlo a cabalidad. Como nuestra libertad se funda en nuestro conocimiento, nuestra libertad es limitada. Al fin y al cabo, no es más que la proyección de un ente intelectual sobre su actividad. En un ente que apenas se conoce a sí mismo, su libertad queda reducida a la actividad que logra conocer adecuadamente. En definitiva, a todo lo que podemos aspirar es a un cierto dominio de nuestra actividad. En virtud de estas reflexiones comprendemos que el único ente absolutamente libre es el absolutamente inmóvil. En Él se identifican el acto de conocer con el acto de ser de modo que nada ignota hay en Él.

Cerremos el paréntesis y volvamos a nuestro tema.

Desde el momento en que nos referimos a la necesidad de respetar una determinada realidad, abandonamos el plano metafísico para introducirnos en el ético en el que nos introducimos en el ámbito de la virtud; concretamente, por el tema que estamos desarrollando, en el de la justicia social.



LA JUSTICIA SOCIAL

 

La justicia es la voluntad firme y constante de atribuir a cada uno lo que le corresponde (jus suum) reza la definición que nos trae el Digesto que, por orden del emperador Justiniano (527-565), compilaron los juristas bizantinos al alba de lo que hoy llamamos, tan torpemente, edad media. No se me oculta que esta definición ha sido traducida de diversas maneras, en especial, se ha convertido el verbo tribuere en dare; lo que no es legítimo. Limitémonos a recordar que el Digesto, en esta materia, depende de Cicerón quien sigue puntualmente a Aristóteles.

El Estagirita había hecho un hallazgo genial, había distinguido diversos tipos de justicia y las había encabezado por la que hasta ayer se llamaba justicia general. El lenguaje tradicional, que se mantenía fiel al Griego famoso, era claro y no se prestaba a equívocos. La irrupción del término justicia social, en cambio, ha creado una confusión notable.

De la mano de Aristóteles, a quien tan bien comprendió santo Tomas, comencemos por recordar que justicia proviene de justo. En español tenemos una palabra que expresa muy bien el sentido original de justicia, ésta es: ajustar. Para usar la palabra mencionada podríamos expresarnos así: ¿Cómo ajustar la relación entre Pedro y Diego? Al determinar ese ajuste, hemos hallado lo justo. En definitiva, se trata de establecer una cierta igualdad que la razón descubre en las relaciones humanas. Nos enfrentamos, pues, a una relación social. Por ello toda justicia es social o no es justicia. De modo que hablar de justicia social, como si ésta fuera un tipo de justicia especial, es impropio. Por desgracia, es el lenguaje habitual hoy que muestra cuánto ha caído la calidad de la docencia en nuestro medio; oscurecido, además, por una confusión sorprendente como luego diremos. Los antiguos y medievales desconocieron tal lenguaje. Ellos se limitaban a distinguir una justicia general de otra particular.

En primer lugar, hemos de velar por nuestra relación con la comunidad de la que formamos parte. A ésta la llamaban justicia general o legal, porque la ley es el instrumento que nos pone en buena relación con ella. De ahí que la Biblia llame justo al que se somete íntegramente a la ley divina. Y a la particular, que nos pone en buena relación a unos con otros, la subdividían en distributiva y conmutativa. La primera de ellas, que vela porque los premios y cargas que engendra la vida social se distribuyan en conformidad con los méritos de cada uno, es la que comúnmente se llama hoy justicia social, con lo que la ambigüedad de la expresión se hace total. Lo mejor sería olvidar tal expresión y regresar al lenguaje tradicional; por lo menos ganaríamos en claridad. La justicia general es la justicia del bien común; la que me impera someterme a ese bien que se expresa en la ley; siempre y cuando la ley humana sea justa, precisión que no ha de hacerse respecto de la natural, por supuesto. Corolario de lo expuesto será la convicción de que la justicia general impera las demás formas de justicia hasta el extremo de tener la facultad de suprimirlas en determinadas circunstancias; realidad reconocida por los romanos en su conocida fórmula: Summum ius, summa injuria.

Podemos dar un paso más y advertir que la justicia general expresa algo común a toda virtud: su sometimiento a la ley natural. En efecto, toda virtud implica la idea de rectitud y la justicia procura introducir esa rectitud en nuestras relaciones mutuas. En este sentido adquiere la extensión misma de la moralidad. Por otra parte, como somos fruto de la comunidad y nos debemos enteramente a su bien común, nuevamente se nos aparece la justicia como abarcadora de todo el ámbito moral. Es el sentido que ya hayamos en las SS.EE. y que nos advierte de la profunda unidad de la vida moral humana. Todo lo cual nos enseña cuán limitada es nuestra compresión de la realidad, incluida la que tenemos de nosotros mismos, y de la necesidad en que nos hayamos de someternos gustosamente a las luces que nos ofrece la Revelación que acude en auxilio de nuestra debilitada inteligencia.

Lo justo, en consecuencia, es el objeto de la virtud de la justicia. Mas hoy suele preferirse usar la voz derecho, que por ser anfibológica, resulta menos clara como veremos.

 

NOCIÓN DE DERECHO

 

Es un misterio para mí el que la palabra derecho, que proviene del latín directus y que carece de todo sentido jurídico, haya venido a traducir la voz latina jus, de uso casi exclusivamente jurídico. Mas sea de esto lo que fuere, el derecho o lo justo, para mantener intacta la raíz latina, por ser una relación, desde el punto de vista metafísico, supone tres elementos: las dos sustancias que se ponen en contacto y ese misterioso ad aliquid que las unifica de alguna manera, en el que consiste propiamente la relación. Por lo que, en el ámbito jurídico, como no podía ser menos, han de darse tres elementos para que se constituya un derecho.

Tradicionalmente, la voz derecho se ha aplicado, aunque no exclusivamente, a designar la legislación. Por eso se dice que estudian derecho los que la estudian y a las colecciones de leyes se suele llamar también derecho: civil, penal, canónico, etc. A partir de la modernidad, se ha preferido otorgarle otro sentido lo que ha llevado a los autores a distinguir un sentido objetivo de otro subjetivo para la misma palabra. El primero es el ya señalado. El segundo es el que, a partir de este momento y dada la materia de esta exposición, usaremos en adelante y que se transparenta en expresiones tales como: yo tengo derecho a y otras similares. Este derecho, llamado subjetivo, para distinguirlo del anterior, expresa una exigencia que proclama su supuesto poseedor y que exige su respeto. Con el P. Urdánoz O.P., definiremos derecho como una relación o vínculo que liga a ciertas personas con ciertas cosas o entidades, y, a la vez, relaciona las personas entre sí

Aclarado el lenguaje, precisemos que el derecho es una relación que funda la virtud de la justicia y que ha de constar de tres elementos como toda relación.

El primer elemento ha sido denominado el fundamento del derecho. En este punto, la jurisprudencia clásica, establecía que éste era lo justo (jus), objeto de la justicia. En el ámbito concreto, era labor del juez determinar en qué consistía en cada caso particular eso justo, atendidas las circunstancias que pueden variar al infinito, como, asimismo, el otro término de la relación. Lo justo es aquello donde se ajustan ambos. Porque, obviamente, no es lo mismo ser padre que ser hijo. Lo justo, pues, ha de establecerse desde ambos extremos y según las circunstancias. En abstracto, en cambio, la ley fija lo justo en forma general, a la que ha de atenerse el juez, salvo que circunstancias extraordinarias lleven a aplicar la sentencia vista poco ha: summum jus, summa injuria. En consecuencia, la ley se identifica con lo justo, salvo excepción debida a circunstancias anómalas, como ya se dijo. En esta concepción, el derecho depende de dónde ajustan ambas personas o realidades que han entrado en relación entre sí.

En la actual doctrina de los derechos humanos, todo ha sido trastocado. En esta nueva óptica, el fundamento es la persona humana, con lo que el derecho ha dejado de ser una relación para convertirse en algo absoluto, en una propiedad que emana de la persona en cuanto tal. Por esta razón, las listas de derechos se realizan sin consideración alguna a las relaciones interpersonales ni a las circunstancias. Toda persona, por ejemplo, tiene derecho a casarse. Como a cada persona hay que darle aquello a lo que tiene derecho, hay que darle matrimonio. Observemos que al declarar tal derecho, se hace abstracción de la otra persona que ha de aceptarla como cónyuge. ¿Y si nadie está dispuesto a ello? Como los derechos humanos son absolutos e inalienables, ¿Habrá que forzar a alguien para que acepte? Este simple ejemplo nos convence de que estamos ante algo mal conceptualizado.

Los jurisconsultos agregan, como segundo elemento, el término material, es decir, lo que actúa como materia del derecho. Cualquier cosa puede ser término material de derecho siempre y cuando sea justificado por una razón que demuestra la correspondencia entre el sujeto y la cosa. Si bien, en abstracto, pueden hacerse cuantas listas de derechos se quiera, mientras no las pongamos en relación con el otro término de la misma y en sus circunstancias, tales listas carecen de todo valor jurídico. Expresan tan sólo aspiraciones de una persona, como ese derecho a la felicidad que carece de todo valor jurídico. Pensemos, en el caso anterior, que esa persona sea portadora de una grave afección contagiosa por lo que deba mantenerse aislada de todo contacto humano, y, sobretodo, no engendrar hijos que portarían la misma epidemia. Nos resulta bien difícil, en esas condiciones, seguir sosteniendo tal derecho en tal persona. De hecho, en la actualidad, cuando el tribunal eclesiástico declara nulo un matrimonio, en ciertos casos muy especiales, determina que uno de los cónyuges no es apto para contraerlo, por lo que no le autoriza a contraer un nuevo matrimonio, con lo que la Iglesia ya no respeta el derecho casarse proclamado por tantas declaraciones. Pero las listas de derechos ignoran absolutamente el otro elemento de la relación además de las circunstancias que, en derecho, no se pueden soslayar, como ya vimos. Tenemos, entonces, configurada una relación i-rrelativa, permítanme tan bárbara expresión, es decir, una relación absoluta, lo que es una contradicción.

El tercer elemento que se invoca es el término personal, es decir, la persona portadora del deber correspondiente. Como lo justo relaciona a dos personas en torno a una cosa, es necesario tener claro este término para que podamos hablar de derecho. Al llegar a este punto, hemos de abrir un nuevo paréntesis.

Como la justicia busca ajustar la relación que se da entre dos o más personas, es obvio que debe hallar una diferencia entre ellas; de otro modo no hay ajuste posible. En jurisprudencia se dice que una porta un deber al que, en la otra, corresponde un derecho y viceversa. Es por esto por lo que, al llevar el caso al tribunal, el derecho se convierte en un arma de guerra jurídica. Lo normal es que se acuda al juez porque alguien no ha cumplido su deber, debido a ello su relación con el otro se ha desajustado. Estos aspectos de la relación son correlativos de modo que cada uno es relativo al otro; de modo que si el otro no existe, tampoco éste.

En las listas de derechos humanos que circulan, observamos que el término personal no existe. Y si éste no existe, tampoco aquél. Nadie duda de que el padre ha de cuidar a su hijo, pero si no hay padre, ¿forzaremos a alguien para que haga las veces de? ¿Con qué derecho? Nuevamente notamos que esta doctrina flota en un nirvana jurídico sumamente extraño.

Pero hay más. Podemos preguntarnos qué funda a qué: ¿el derecho al deber o el deber al derecho? Pregunta metafísica de muy difícil respuesta si nos quedamos anclados en el ámbito jurídico. Para responderla hemos de dar un pequeño rodeo.

La metafísica se pregunta el porqué de la existencia de los derechos y halla que se han de dar tres condiciones para que algo pueda ser sujeto de un derecho.

En primer lugar, se sostiene que tan solo las personas son sujetos de derechos, no así las cosas ni los seres vivos irracionales. Mas semejante aserción implica un saber metafísico del que está desprovista absolutamente nuestra sociedad actual. Es por ello por lo que se atribuyen derechos a los animales y a los vegetales y al ambiente en general. A veces parece que el único desprovisto es el hombre. ¿En virtud de qué sostenemos tan rotunda tesis?

La metafísica nos enseña que existimos en total dependencia de nuestro Creador, bien común trascendente del universo. También nos enseña que el fin de la creación es la gloria de Dios. Siguiendo a san Ambrosio, santo Tomás define la gloria como un conocimiento brillante que provoca en nosotros la alabanza. Por lo que dicha gloria consiste en nuestro conocimiento de su bondad. Conocimiento que nos produce la máxima felicidad. Ahora bien, una criatura intelectual es inteligente -¡vaya novedad!- y libre. En otras palabras, este tipo de entes se guía por su conocimiento que determina el motivo y pone a su disposición los medios adecuados para ello. De todos los entes que pueblan el universo, en consecuencia, los únicos que se dirigen libremente al bien común trascendente son las criaturas intelectuales. Por lo cual tienen el deber ineludible de dirigirse a ese bien. Y como, hasta cierto punto, hay muchas otras personas que dependen de mi colaboración para alcanzarlo, tal deber resulta absoluto: nadie tiene derecho a eludirlo bajo ninguna circunstancia ya que, si no colabora, está afectando a toda la comunidad.

Por otra parte, por ser las criaturas intelectuales las únicas que libre y conscientemente se dirigen al bien común del universo, son las únicas que, en cierto sentido, lo alcanzan y lo poseen, con lo que logran su máxima perfección y su felicidad. Es por esto por lo que son las únicas que poseen derechos. Los irracionales no dirigen, estrictamente hablando, su actividad, sino que son dirigidos por quien los programó así. Por ello decimos que su actividad viene determinada por cierta conducta instintiva grabada en su naturaleza desde su inicio.

En semejante universo, el de las personas libres y responsables, es obvio que todo derecho brota de este primer deber y no hay derecho alguno a impedir que alguien cumpla ese deber. Todos los derechos, pues, se originan, en última instancia, en él. Por lo mismo, los irracionales, al carecer de dicho deber, por carecer de inteligencia y libertad, carecen de derechos. Por eso resulta sorprendente que la UNESCO, en 1978, haya proclamado la Declaración de los Derechos de los Animales en cuyo artículo 14 establece: Los derechos de los animales deben ser defendidos por la ley como los derechos de los hombres. Estamos a la espera de que se declaren los derechos de los vegetales y de los minerales...

Sea ésta, pues, la segunda condición metafísica de la existencia de un derecho: que quien pretenda poseerlo, ha de exhibir el deber que le sirve de fundamento y justificación, sin el cual, carece de dicho derecho.

Hay, sin embargo, una excepción. El Creador carece de todo deber, en cambio, posee todo derecho sobre la obra de sus manos. Por ello, metafísicamente hablando, en absoluto, el derecho funda el deber. Es necesario reconocer que quien posee un derecho es superior al que posee el deber correlativo; claro está que su superioridad se limita al aspecto sobre el que incide el derecho. Pero no hay otro caso semejante a éste, puesto que toda creatura existe en y por el universo del que es parte. Incluso los ángeles, en la visión del Aquinate, si bien nuestra ignorancia de tan admirable e inalcanzable universo nos deja a oscuras sobre el particular. Para el Angélico, limitado a la astronomía antigua, los ángeles guiaban a las esferas en sus revoluciones. Nuestra astronomía carece de tales esferas y explica los movimientos estelares por la inercia sin necesidad de intervención angélica alguna.

Sea de esto lo que fuere, todas las criaturas intelectuales poseen el derecho de poder cumplir con este deber fundante, absoluto, del que depende la realización del bien común trascendente del universo. Es obvio que, en un seminario, ya se estarán preguntando por la función que, en todo esto, corresponde a la Gracia santificante. Recordemos que estamos en filosofía política, no en teología. En este aspecto, la filosofía política ignora absolutamente cómo puede realizarse tal maravilla y es la Revelación la que nos lo explica. Por Revelación sabemos que nada de esto es posible sin la Gracia. Sin embargo, aunque, de hecho, sólo gracias a la ayuda de la Revelación la filosofía ha podido descubrirlo, sin embargo, conocida ésta, la razón puede determinar con certeza que Dios es el bien común trascendente del universo al que se dirige todo hombre de alguna manera. Esa manera concreta de realizarse el Reino, como lo llamó Jesús de Nazaret, escapa a la filosofía política. Tenemos aquí una de las muchas doctrinas en que la fe hace avanzar a la filosofía en su propia esfera, en la de la filosofía. Aunque el nuevo saber, insisto, es filosofía, de hecho, sólo puedo avanzar en él gracias a la Revelación. Por eso, para nosotros, pretender cultivar una filosofía pura, que nada le deba a la Revelación, implica amputarla de las doctrinas más excelsas que el espíritu humano haya podido comprender. Otro ejemplo de lo mismo lo hallamos en la doctrina de la creación, la que hizo dar un salto adelante a la metafísica, por lo que, legítimamente, podríamos dividir su historia en metafísica antes de Cristo y metafísica después de Cristo. Siendo la primera un mero esbozo y preparación de la segunda.

Queda claro, con lo dicho, la tercera condición que hace posible la existencia de un derecho. Parece que no fuera necesario advertir que, en definitiva, es la naturaleza social del hombre la fuente tanto de los derechos como de los deberes. Por lo cual, para que yo pueda exigir mi derecho ante otra persona, es necesario que ambas estemos bajo el mismo bien común. De otra manera no podría establecerse relación alguna entre ambas, y, como el derecho es una relación, no habría derecho alguno. Tampoco se podrían solucionar los tan reiterados conflictos de derechos. Mi vecino tiene derecho a distraerse e invita a sus amigos a pasar una velada musical. Yo tengo derecho a descansar y exijo silencio. ¿Cómo resolver el conflicto? Si sometemos ambos reclamos al bien común, se hará luz sobre cual derecho se mantiene vigente y cuál desaparece. Siempre será el bien común del que dependen ambos litigantes quien nos dé la clave que nos permita solucionar el conflicto. Lo que, además, nos hace sospechar que no hay algo así como derechos absolutos; porque, en cada caso particular, será el bien común el que determine cuál de los derechos deja de serlo para dejar libre el campo al derecho contrario. En consecuencia, no es absoluto ni inalienable como pretende la doctrina liberal.

Tampoco se toma en cuenta esta condición necesaria para la existencia del derecho en las tan famosas declaraciones tan alabadas en la actualidad hasta el extremo de que muchos las consideran como la base ineludible de la moralidad de toda comunidad. Ya veremos qué hemos de pensar de tal pretensión.

Cerremos el rodeo.

Queda claro, entonces, que en el orden absoluto, el derecho funda al deber; en el orden humano, en cambio, es el deber el que funda al derecho. Por lo que, la actual doctrina de los derechos humanos atribuye al hombre una prerrogativa divina de la que carece absolutamente; en otras palabras, hace del hombre un dios. Porque sólo Dios, como creador, tiene derecho absoluto e inalienable sobre todas sus criaturas, derecho que brota de su misma naturaleza creadora. El hombre, en cambio, sometido al deber de buscar el bien común trascendente del universo, ha de someter toda su actividad a tal fin, por lo que sólo tendrá derecho a aquello necesario para la consecución de tal bien y lo que, de alguna manera, le esté ligado.

Sin embargo, si queremos conservar la palabra derecho aplicada a este ámbito, como lo hace todo el mundo en la actualidad, hemos de proceder a una nueva distinción. Suele hablarse de derechos estrictos y de derechos amplios. Los primeros tienen valor jurídico y tienen la virtud de poner la fuerza a su servicio, en caso de ser necesario. Es lo que dictamina el juez. En cambio, los derechos en sentido amplio, por carecer del término personal y de las circunstancias, carecen de valor jurídico y no puede emplearse la fuerza para establecer su vigencia. Por eso les ponía el ejemplo del matrimonio.

Sabido es que en las culturas de los pueblos cazadores, de los pueblos guerreros, la ceremonia matrimonial consistía en el rapto de las muchachas. Es por ello por lo que el rapto de las sabinas puso fin a su guerra con los romanos. Mirado desde nuestra perspectiva, ese rapto debió haber originado la guerra en vez de ponerle fin. Cuando los bárbaros se refugian en el imperio, como estaban en esa fase cultural, la historia se repite; pero ahora con un tinte trágico. La Iglesia tuvo que declarar nulo un matrimonio obtenido por violencia, lo que los bárbaros, por supuesto, no entendieron. Todavía hoy el sacerdote hace a los novios esa pregunta, tan obsoleta, para asegurar la validez del matrimonio. Si fuera verdad que toda persona tiene derecho a casarse, y se tratase de un derecho estricto, sería legítimo que usara la fuerza para ello. Una vez más vemos que todo ha sido mal pensado en la actual doctrina.

Todas estas consideraciones nos hacen comprender que es absurdo hablar de derechos subjetivos absolutos e inalienables que pertenecen a la persona en cuanto es persona. Últimamente, se ha pretendido justificar tal doctrina con la enseñanza del concilio ecuménico Vaticano II. En efecto, éste proclama que El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre.

Semejante doctrina es analizada por santo Tomás de Aquino, con su habitual solvencia, en dos artículos de la quaestio cuarta de las tercera parte de su Summa Theologiae

En el artículo tercero se había preguntado si la persona divina asumió al hombre. En el sed contra cita la frase que el Papa Felix introdujo en el concilio de Efeso en la que se niega que Dios haya asumido a otro hombre que no sea Jesús de Nazaret. Por eso no es legítimo sostener que Dios asumió al hombre, porque la naturaleza humana asumida por el Verbo es la que pertenece a un supuesto, a un individuo que, en este caso, es el mismo Verbo. Aclarado el punto pasa a estudiar la doctrina que ha resucitado el concilio.

En el artículo cuarto se pregunta si el Hijo de Dios debió haber asumido la naturaleza humana abstracta. Parecería lo más lógico, asegura el primer argumento presentado a favor de una respuesta afirmativa, ya que debía redimir a toda la naturaleza humana y, como la naturaleza está realizada en todos los individuos, los salva a todos al unirse a ella.

Ya san Juan Damasceno había observado que, en tal caso, no habría encarnación, nos recuerda el sed contra. Podemos observar cuan antigua es esta doctrina, como lo son, por lo demás, todos los errores que se nos presentan como absolutamente novedosos. Con Aristóteles, nuestro Santo niega la existencia en sí de la naturaleza abstracta, como pretendían los platónicos. Incluso, si de este modo existiese la naturaleza, tampoco podría sostenerse tal asunción, porque a dicha naturaleza no pueden atribuirse operaciones singulares, únicas que pueden ser meritorias o demeritorias. Además, esa naturaleza no es sensible sino inteligible, por lo que Jesús no habría sido visto por los hombres. Agrego yo que, en vez de hablar de encarnación del Verbo, habría que decir ideación del Verbo.

Más cercana a la doctrina que sostiene el último concilio es la que desarrolla el artículo quinto. Ahora se pregunta si el Hijo de Dios debió haber asumido la naturaleza humana (que se haya) en todos los hombres. Nos interesa destacar el segundo argumento en favor de la respuesta afirmativa. En él se establece que tal asunción conviene a la infinita caridad con que Dios nos ama. De ese modo su unión a todos los hombres sería mucho más íntima. En el sed contra vuelve a citar nuestro monje al Damasceno que sostiene que el Hijo de Dios no se unió a todas las personas humanas.

La primera razón que esgrime el Santo es contundente. Si el Verbo se uniese a todos los hombres, no habría personas humanas. La doctrina católica siempre ha sostenido que en Cristo hay dos naturaleza pero una sola persona, la del Verbo eterno. Es por ello que todas sus acciones tienen valor infinito, no importa la importancia o naturaleza de cada una de ellas. Veremos más abajo cuán importante es esta razón. La segunda razón no es menor. Si tal fuera el caso, si el Verbo se hubiese unido a todo hombre, quedaría derogada la dignidad propia del Hijo de Dios encarnado, primogénito entre muchos hermanos, como enseña san Pablo, quien agrega que, además, es el primogénito de entre todas las creaturas. Termina el Angélico sosteniendo que, en la hipótesis discutida, todos los hombres poseerían igual dignidad.

Responde, a continuación, el Santo al segundo argumento que recordamos más arriba. Sostiene que el amor infinito de Dios por sus creaturas no se manifiesta tan sólo en su encarnación, sino mucho más en sus padecimientos. Éstos afectaron su naturaleza humana y tan solo a ella, agrego, porque, como dice Isaías, El solo pisó el lagar y no hubo nadie que lo acompañase. En seguida apoya su argumentación en san Pablo quien expresa que su caridad es tal que, a pesar de que éramos sus enemigos, murió por nosotros. Termina su argumentación con una frase lapidaria: "No habría lugar para ello (la pasión) si hubiese asumido la naturaleza humana en todos los hombres".

Esta última razón nos muestra cuán pernicioso error estamos combatiendo. Toda la pasión sería absolutamente superflua si aceptamos la tesis conciliar. A mayor abundamiento, habría que agregar que, en esa perspectiva, hay que declarar que jamás hombre alguno ha ido al infierno ni irá en el futuro. Todos han sido redimidos por la mera encarnación ya que todos son cuerpo de Cristo. Todos, en consecuencia, careceríamos de pecado original, además de carecer de personalidad, en el sentido de no ser personas humanas, como tampoco lo era Cristo. Mayor cúmulo de dislates es imposible reunir en una tan corta oración gramatical. ¿Como explicar que tal sentencia haya quedado impresa en las actas conciliares? Me parece que hay que subrayar ese quoddanmodo, ese en cierto modo.

Tenemos dos modos de explicarnos tal cláusula. La primera consiste en pensar que se trata de un ejemplo de esa cautela que usan muchos intelectuales cuando temen ser interrogados sobre el valor de su tesis. En todos esos casos, los autores acuden a frases como, hasta cierto punto, en cierto sentido. Ante un texto escrito, es imposible saber qué sentido tiene tal expresión. Habrá que preguntarle al autor el alcance de su frase, que determine cuál es ese modo, punto o sentido, y, mientras esperamos tal aclaración, hemos de reconocer que no entendemos qué se nos está diciendo. Es grave que una afirmación tan llena de consecuencias desastrosas para la doctrina católica aparezca en un concilio sin explicación alguna.

La segunda explicación es obvia. Esa expresión tiene un sentido muy preciso que el autor tiene perfectamente clara en su cabeza. Si tal fuera el caso, sería obligación suya explicar, a renglón seguido, ese sentido. Por desgracia, en el texto conciliar nos hallamos ante un punto y no se vuelve a hablar del tema.

En consecuencia, pienso que la segunda interpretación es la válida y que hemos de reconocer que, en esta frase, el concilio ha patrocinado una doctrina que destruye absolutamente el cristianismo tal como históricamente se ha presentado en el mundo; si bien la mayoría de los Padres Conciliares la desconoció y se quedó, ingenuamente, en la primera. Por supuesto que esta es una mera interpretación mía que a nadie obliga.

El uso que S. S. Juan Pablo II hizo de esta doctrina confirma nuestro aserto. En muchas ocasiones reprodujo la cita conciliar, muy especialmente en su primera encíclica: Redemptor Hominis, que Su Santidad comprende como santo Tomás explica en su artículo quinto. En efecto, dice el Pontífice:

Se trata de cada hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la

Redención y con cada uno se ha unido Cristo, para siempre, por medio de este

misterio.

Hemos de reconocer que, hasta donde recuerdo, el Papa siempre expresó la cláusula restrictiva que nos deja sin comprender el sentido de la sentencia, salvo el hecho de que está pensando en que esta unión alcanza, en cierto modo, a todos y cada uno de llos hombres. Sin embargo, La Comisión Teológica Internacional, en 1985, publicó un trabajo intitulado: Dignidad y derechos de la persona humana, en la que expresa, como doctrina de la Iglesia, todo lo que hemos criticado como erróneo en este trabajo. Tal pareciera que nunca, en ninguna parte, algún católico hubiese expresado crítica alguna a tal doctrina, ni siquiera el supremo magisterio de la Iglesia. Al menos Pablo VI expresó cautelas que han desaparecido en esta Declaración. No está demás recordar que Pío VI, en su breve Adeo Nota declaró que no se podía esperar que la Iglesia aceptara la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, recientemente proclamada en París, dado que ésta ignoraba absolutamente los derechos de Dios sobre los hombres. Es verdad que Pío XII se pronunció favorablemente, aunque con cautela, sobre ciertos derechos fundamentales de la persona que han de ser respetados en favor de la paz. Observemos que la paz es el bien común de toda sociedad, lo que equivale a subordinar estos derechos al deber que brota del bien común como ya hemos explicado en otro lugar. En cambio, en la presente declaración ha desaparecido toda cautela.

No haremos un análisis completo de la Declaración sino que nos limitaremos a algunas afirmaciones particularmente relevantes.

Resulta sorprende el que la Declaración distinga tres niveles en materia de derechos humanos: en primer lugar los fundamentales; bajo él hay otro nivel, aunque tales derechos sean esenciales en su raíz; finalmente, en un tercer nivel, hay otros que expresan tan solo ciertos ideales para promover la humanización de los hombres. Curiosamente, la Declaración asegura que en la promoción de los derechos menores, sin especificar cuales son si bien podemos pensar que son los del tercer nivel, se tendrán siempre presentes las exigencias del bien común. Si he entendido bien, queda claro que, en oos niveles superiores no se mira al bien común. Tenemos, pues, claro, que los derechos humanos propiamente dichos son superiores al bien común. Idea que, por lo demás, se repite en más de una ocasión. Los derechos del primer nivel que menciona la Declaración son: el derecho a la vida, la igualdad fundamental, la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; aunque, esta última, podría considerarse como el fundamento de todo otro derecho nos aclara.

Todos ellos emanan de la dignidad de la persona humana, la que es iluminada por la incorporación de todos los hombres en Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre. La Declaración, por su parte, en diversos pasajes, sostiene esta idea sin limitación alguna:

Gracias a la intervención divina, todos los hombres son enriquecidos con la dignidad

de hijos adoptivos de Dios y se convierten, al mismo tiempo, en sujetos y beneficiarios

de la justicia y de la caridad suprema.

Mediante su cruz y su resurrección,Cristo redentor otorga a los hombres la salvación,

la gracia, el dinamismo de la caridad, y ofrece, también, acceso más fácil a la

participación de la vida divina.

Mediante su encarnación le ha otorgado a la naturaleza humana una dignidad

sin igual. De esta forma, el Hijo de Dios, en cierto modo, se ha unido a todo

hombre... su tránsito de la muerte a la resurrección es también un nuevo

don que se comunica a todos los hombres.

Finalmente, la Declaración con solemnidad presenta su idea central:

El Evangelio otorga un nuevo fundamento religioso, específicamente cristiano,

a la dignidad y a los derechos de la persona, y abre nuevas perspectivas para

los hombres, considerándolos como verdaderos hijos adoptivos de Dios y como

hermanos de Cristo crucificado y resucitado.

Ciertamente, los redactores de esta Declaración jamás han leído el prólogo del evangelio de san Juan que niega absolutamente tal doctrina:

El vino a lo suyo y los suyos no le recibieron. Pero a todos los que lo recibieron,

les dio poder de llegar a ser hijos de Dios: a los que creen en su nombre.

Los cuales no han nacido de la sangre, ni del deseo de la carne, ni de voluntad

de varón, sino de Dios(v. 12-13).

Si la tesis, tan reiterada como hemos visto, de la breve Declaración que estudiamos fuese correcta, el bautismo está absolutamente demás. En esta perspectiva se comprende que esta misma Declaración establezca que el derecho fundamental de la dignidad humana debe considerarse como el valor máximo en el orden moral.

No necesito decirles que, si tal Declaración hubiese sido escrita bajo san Pío X habría sido incluida en la condenación de Le Sillon.

 

LAS DECLARACIONES DE DERECHOS HUMANOS

 

Son tantas y tan variadas, desde que se inició esta moda en el siglo XVIII, que no es posible referirse a todas ellas. Prefiero, en esta ocasión, analizar los derechos considerados, la mayor parte de las veces, como los derechos fundamentales de los cuales dependen todos los otros. En la Declaración de la Comisión Teológica internacional se proclaman los siguientes: derecho a la vida, a la dignidad inherente a la persona humana, a la igualdad fundamental, a la libertad de pensamiento, conciencia y religión.

Comencemos por el derecho a la vida. Es obvio que si no se vive no se puede ejercer ningún derecho por lo que es difícil disputarle su carácter de derecho fundamental, e, incluso, primerísimo.

Pero vamos a declarar que tal derecho no existe. Así de simple. Y la razón no puede ser más contundente. Desde el momento que somos seres contingentes, existimos, sí, pero estamos siempre a punto de dejar de existir. Más radicalmente aún, hemos de reconocer que nuestra existencia la hemos recibido. Qué digo, en verdad la estamos recibiendo en todo instante. Al otorgarnos un derecho a la vida, observemos que nuestra vida es nuestra existencia, el modo más alto de existir, si prefieren, estamos proclamando que Dios tenía la obligación estricta de dárnosla. Sentencia que roza la blasfemia. Nuestra existencia no es más que nuestra dependencia de nuestro Creador que se mantiene incólume a través del tiempo, mientras así Él lo disponga. En vez de proclamar nuestro derecho a la vida, deberíamos reconocer esta dependencia, agradecer el don que se nos ha hecho y procurar hacernos dignos de él cumpliendo cabalmente el deber que engendra. Es por esto por lo que ya san Agustín proclamaba que Dios erá más íntimo a nosotros mismos que lo que nosotros lo somos a nosotros mismos.

¿Significa ésto que no tenemos derecho a la legítima defensa? De ninguna manera. Desde el momento que existimos, adquirimos el deber primero de todos: el de adorar y servir a Dios nuestro Creador. Como todos los derechos dependen de los deberes, reconocido éste, surge el deber de mantenerse en vida para poder cumplirlo. Desde el momento que tenemos tal deber, surge el derecho a mantenernos en vida. Además, como hemos de cumplir nuestra parte en la realización del bien común, el dejar de vivir es un atentado contra éste, por lo que no podemos permitir que nos arrebaten la vida injustamente. Y dijo injustamente, porque podría ser justo el que nos la quitasen debido a nuestro mal comportamiento. Por la mismo razón, nadie tiene derecho a suicidarse.

Cabe aquí resaltar una idea que sólo se la he escuchado a mi recordado profesor, el P. Osvaldo Lira, SS.CC.. En el libro que he venido citando tan a menudo, insiste machaconamente en la necesidad de comenzar por reconocer los derechos de Dios. Ésta fue, cabalmente, la razón que llevó a Pío VI a rechazar la declaración de derechos proclamada en París durante ese genocidio que se suele llamar revolución francesa, en la que, se dice, nació el mundo contemporáneo. Será por eso, digo yo, que los genocidios no han cesado desde entonces hasta hoy. Además, este notable profesor, insistía en que los derechos humanos se predican según Dios o no se predican en absoluto. El continuo atropello de los mismos en el mundo contemporáneo le da la razón. Porque quien comienza con el respeto de los derechos de Dios advierte, de inmediato, que debe también respetar su obra. Muy en particular aquella que se dirige a sí misma hacia el bien común trascendente del universo. De modo que atropellar los derechos de una creatura implica no respetar la obra de Dios; por eso, en definitiva, defendemos lo que es de Dios. Buena prueba de lo que vengo diciendo pueden Vds. comprobarlo en el caso del aborto y de la eutanasia. Tal parece que somos los católicos los únicos que respetamos a cabalidad los derechos humanos en el planeta. Y tiene que ser así, porque somos los únicos que cumplimos el deber de adorar a Dios tal como Él quiere ser adorado. En cambio, como bien dice el P. Osvaldo, la actual hipertrofia de tales derechos tiene algo de demoníaco, porque se predican contra los derechos de Dios.

Quisiera finalizar esta exposición con el derecho a la libertad religiosa proclamado por el concilio Vaticano II y que la Declaración que recientemente comentábamos declara:

Bajo ciertos aspectos, la libertad religiosa puede puede considerarse como el

fundamento de todo otro derecho, si bien otras opiniones atribuyen tal prioridad

a la igualdad de todos los hombres.

Esta libertad no es más que un aspecto de la libertad de pensamiento, de conciencia. ¿Qué se quiere decir con tan enigmática expresión? Porque la libertad es un atributo de la voluntad, no de la inteligencia. Ésta se debe al objeto, por eso todos procuramos ser objetivos. Los únicos libre pensadores auténticos, son los locos. Ellos no dependen para nada de los objetos; viven en un mundo que ellos mismos han forjado que se rige por las leyes que ellos les imponen. Esto es posible debido a que la inteligencia, como la imaginación, funciona con especies expresas. Gracias a ello, pueden independizarse de la experiencia y crear nuevos objetos de conocimiento. El de los cuerdos, en cambio, se rige por la experiencia que nos impone sus propias reglas, si es que puede hablarse así.

En realidad, esta enigmática expresión quiere indicar lo que todos comprenden: se trata de una libertad exterior, la libertad de expresar públicamente el pensamiento propio, sin admitir exigencia de veracidad alguna. Se trata, por tanto, del derecho a independizarse de la verdad. A prescindir de ella en sociedad. O, en otras palabras, tener derecho al error, o si se prefiere, a equivocarse. Por lo demás es hoy común tal expresión, como lo es la de tener derecho a enfermarse. Como el derecho exige ser respetado y cada cual exige que se le otorgue aquello a lo que tiene derecho, concluimos que debemos enseñarle al que así lo exige, los errores que desee profesar; tal como al que declara su derecho a enfermarse habrá que inocularle alguna enfermedad: ¿tuberculosis, sida? Como tiene derecho a ella, vamos, digo yo...

¿Será necesario recordar que el hombre se debe al bien común? De él brotan los diversos deberes que las leyes expresan. Exigidos por éstas, aparecen los derechos. Como el hombre tiene el deber de perfeccionar su inteligencia, la que logra en la verdad -el error impide todo conocimiento- tiene el derecho a que ésta le sea mostrada y el error sea combatido. Es por esto por lo que nadie quiere ser engañado y despreciamos al mentiroso. La maldad de la mentira radica, precisamente, en que, por naturaleza, se orienta a impedir la transmisión de la verdad que, de este modo, oculta quien la posee. Por esto es considerada pecado en toda circunstancia.

Como decíamos, el hombre se debe al bien común. Supongo que todos tienen claro que el fin último del hombre es el bien común. La felicidad es declarada bien común de todos los hombres por santo Tomás, y todo bien común es alcanzado en sociedad, gracias a la mutua ayuda. Es más, no hay otra manera de obtenerlo. Por Revelación sabemos que el hombre ha sido elevado al orden sobrenatural, por lo que su felicidad es obtenida gracias a la sociedad sobrenatural que llamamos Iglesia Católica. De ahí que se haya declarado dogma de fe la sentencia que sostiene que fuera de la Iglesia no hay salvación, verdad expresada con vehemencia en el símbolo Quicumque: Todo el que quiera salvarse , ante todo es menester que mantenga la fe católica; y el que no la guardare íntegra e inviolada, sin duda perecerá para siempre. Como la felicidad sobrenatural no elimina la naturaleza social del hombre, es alcanzada como bien común con ayuda de esta sociedad sobrenatural. Las sociedades naturales, por tanto, han de subordinar sus propios bienes comunes a este último y definitivo bien, comenzando por la familia y terminando por el Estado, o, si en el futuro se crea un Estado supranacional, también él ha de subordinar su bien a este definitivo bien común sobrenatural.

Es obvio, sin embargo, que ninguna sociedad natural es apta para conducirnos a dicho bien; lo que no impide que pueda obstaculizarlo o facilitarlo al crear un clima favorable o desfavorable a la práctica de las virtudes teologales y cardinales. Lo que se niega hoy debido a nuestra inmersión en un mundo liberal y materialista, es que el Estado tenga obligación alguna en este sentido, lo que contradice la doctrina tradicional de la Iglesia.

Si alguien pone en duda esta tesis, podemos comenzar citando al Papa Celestino I, quien recuerda su obligación al emperador Teodosio, continuar por León Magno que hace lo mismo ante el emperador León y terminar con Gregorio Magno que se dirige en los mismos términos al emperador Mauricio. Y eso sólo para limitarnos al imperio romano. En nuestra edad contemporánea, Gregorio XVI lo enseña en la Mirari vos. Si así no actuara la potestad civil, la ley no ayudaría al hombre a alcanzar su fin, que es, cabalmente, el objeto de toda autoridad. Por lo que Pío XI, en la Quanta cura no teme calificar este supuesto derecho de delirio y de libertad de perdición, y declarar solemnemente que se opone a la doctrina enseñada por la Sagrada Escritura, la santa Iglesia y los santos Padres.

 

CONCLUSION

 

En realidad y de verdad ignoro si hay una doctrina más inmoral que la que estamos estudiando. Si a alguien le sorprende el que una doctrina política sea declarada inmoral, le recuerdo que el pecado más grave que se puede cometer es el pecado intelectual. Su gravedad fue subrayada de modo muy especial por Jesús de Nazaret que la caracterizó como pecado o blasfemia contra el Espíritu Santo, que no tiene perdón ni en este mundo ni en el otro. A quien le extrañe la expresión, me permito recordarle que la ignorancia, si no es invencible, ella misma es pecado y causa de pecado. El muy famoso san Vicente de Paul, en una de sus conferencias, sostiene que los pecados del entendimientos son las faltas más peligrosas, y se queja de que casi nadie se confiese de este pecado.

Agreguemos a todo lo que ya hemos dicho que, en la perspectiva individualista en que nacen los derechos humanos y que se mantiene en la interpretación liberal de los mismos, el bien privado se sobrepone al bien común. Como en una doctrina sensata, todo bien privado es bueno tan sólo cuando así lo establece el bien común, invertir los términos y someter el bien común al privado es una inversión completa de la moral social. Lo que es sencillamente perverso. Ahora resulta que el bien común es justificado por el privado. Por eso no nos extraña que estos derechos hayan reemplazado a los derechos de Dios y los hayan eliminado. Nos encontramos aquí con la inversión más radical del cristianismo que se haya hecho jamás. Mientras el cristianismo es la religión del Dios que se hizo hombre, estos derechos expresan la religión del hombre que se ha hecho dios. Que representates del Dios que se hizo hombre acepten sin titubeos esta nueva religión es sorprendente. Es verdad que podemos tener la íntima convicción de que ignoran la gravedad de su falta por ignorancia. Queda por ver si es invencible o no. Tal juicio está reservado el Juez de vivos y muertos que publicará su sentencia al fin de los tiempos. Entretanto, procuremos comprender toda la malicia que esta doctrina encierra para no caer en ella.

Espero que nadie crea que, al expresar esta crítica, pensamos que los derechos humanos no existen. Con el P. Osvaldo Lira les recuerdo lo que nos inculca en el libro tantas veces citado: los derechos humanos se predican según Dios o no se predican. Porque su fundamento no es la persona humana sino el deber que ésta tiene de adorar a Dios, fuente última de todos los derechos que pueda alegar en sociedad.

 

 

Juan Carlos Ossandón Valdés

 

BIBLIOGRAFÍA

 

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1 comentario:

  1. Pero tengan cuidado con vaticano católico, mejor escuchen esto, del libro Roma Fátima Moscú del padre Gérard Mura.

    Conferencias Católicas de Argentina y el Mundo: Fátima ...
    conferencias-catolicas.blogspot.com/2012/03/fatima-misericordia-y-justicia.html20/03/2012 · Doctrina Social y algo más... Por Dios y la Patria

    también estaba en Devoción católica pero Marcelino Mariano quitó el blog :(
    Este audio es del sitio chileno Convicción Radio que también cerró :(

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