Hoy 18 de Noviembre se cumplen 141 años del
nacimiento de Monseñor Robert Hugh Benson. Para recordarlo publico para ustedes un capítulo del libro “La amistad de Cristo”
. Si tienen la oportunidad de conseguir
este libro y leerlo les garantizo que se
sentirán reconfortados con las sabias palabras de este converso inglés. Beatrice Atherton.
Cristo
en el pecador
Este recibe a los pecadores
y come con ellos.
(Lucas 15, 2)
Hemos visto a Cristo acercándose a nosotros, ofreciéndonos su amistad por distintos caminos y de diferentes formas e, incluso, poniendo a nuestro alcance virtudes y gracias que no podíamos obtener de otro modo. Por ejemplo, transmitiendo su propio sacerdocio al sacerdote y su santidad al santo.
Estos dos aspectos concretos son
fácilmente perceptibles. Sólo unos prejuicios exacerbados o una ceguera
extraordinaria impiden reconocer la voz del Buen Pastor en las palabras que
pronuncia su ministro, o la santidad de Dios cuando se manifiesta en la vida de
sus íntimos. Pero no es fácil reconocerlo en el pecador: el de pecador no
parece ser un aspecto que Él asumiría. Hasta sus discípulos más queridos
sintieron la tentación de abandonarle cuando en la cruz o en Getsemaní, “el que
no conocía pecado se hizo pecado por nosotros”.
Como relatan los Evangelios, una de
las características más sobresalientes de Jesús fue la amistad que mantuvo con
los pecadores, su extraordinaria comprensión y la facilidad con que aceptaba su
compañía. De hecho, este comportamiento por parte de Aquel que afirmaba – y lo
hacía – enseñar una doctrina de perfección, le granjeó las críticas de sus
enemigos. Pero si lo pensamos detenidamente, esta característica es una de las
credenciales de su divinidad: nadie, sino el más excelso, podría condescender
con el más bajo; nadie, sino Dios, podría mostrarse tan humano. Por una parte
“este hombre recibe a los pecadores”, no se limita a enseñarles, sino que come
con ellos. Y por otra, no manifiesta ni la más mínima condescendencia con el
pecado: “Vete y no peques más”.
Es tan patente su amistad con los
pecadores que podríamos llegar a pensar que se desinteresa de los santos: “No
he venido a llamar a los justos sino a los pecadores”. Ante unos oyentes que se
inclinaban naturalmente por la idea opuesta ( ya sabemos que el mayor peligro
para un alma religiosa radica en el fariseísmo) expone su criterio subrayándolo
con tres parábolas tremendas: considera a la dracma perdida como más preciosa
que las otras noventa y nueve monedas de plata; a la oveja desaparecida en el
desierto como más valiosa que las noventa y nueve que permanecen en el redil;
al hijo rebelde perdido en el mundo como más querido que el heredero y mayor, a
salvo en el hogar.
No manifiesta hacia los pecadores una
vaga benevolencia en abstracto, sino un cariño especial y concreto. Y parece
elegir tres tipos de pecadores con los que se relaciona de un modo determinado.
Promete el Paraíso a un bandido temerario, peligroso y osado; absuelve y elogia
el amor de la Magdalena, e incluso, en el momento culminante de la traición,
recibe con el más dulce apelativo de todos al taimado, al endurecido Judas que
ha vendido a su Maestro por treinta monedas de plata: “Amigo, dice Jesús, ¿a
qué has venido?”.
Del relato del Evangelio se deduce una
nueva lección: no conocemos a Cristo si no somos capaces de encontrarlo en el
pecador.
(Monseñor Benson con su sotana de carmalengo, capellán papal de San Pío X)
¿Qué sentido tiene todo esto? El
mundo se rebela de nuevo. Reconocemos a nuestro Sacerdote cuando su ministro
celebra en el altar; a nuestro Rey de los santos, cuando se transfigura; lo
podemos descubrir cuando atiende a los pecadores – ya que nos atiende a
nosotros - , pero ¿qué sentido tiene decir que se identifica con ellos de modo
que lo buscamos en ellos y no entre ellos?
Sin embargo, el ejemplo de los santos
es claro e indiscutible. Las almas plenamente unidas a Cristo sólo buscan a
Cristo y nada más que a Cristo. Y hay un hecho patente: estas almas, tanto si
se retiran del mundo para dedicarse a la oración y a la penitencia como si
ejercen su actividad en él, buscan lo que está alejado de Cristo no sólo para
ofrecérselo, sino para reconciliarlo con Él.
En realidad, es muy sencillo. Ya que
Cristo es “la luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo”, sólo la
presencia de Cristo, y únicamente esa presencia, confiere su máximo valor a la
vida humana. Por una parte, cuando pecamos, perdemos a Cristo, que ya no está
presente en nosotros por la gracia; pero por otra, asombrosamente real y
trágica, Cristo sigue amándonos. Sigue interesado en nuestra salvación. Según
la estremecedora frase de San Pablo, el alma pecadora continúa “crucificándole”
y “burlándose de Él”: todavía está en periodo de prueba y, por tanto, todavía
mantiene los lazos que la unen a su Salvador. En esta situación, la amortiguada
voz de su conciencia es la voz de Jesucristo que suplica a través de sus labios
heridos de nuevo. Ahí yace la luz del mundo reducida a un tenue fulgor por el
peso de las cenizas, la Verdad absoluta silenciada por la mentira, la Vida del
mundo empujada hacia el borde de la muerte por una vida de este mundo y todavía
en este mundo.
Desde un alma así, nuestro amante
clama con amargo patetismo: “¡Tened compasión de mí, oh amigos míos! Puedo
llevar a cabo actos de piedad y de gracia por medio de las palabras de mis
sacerdotes, vivir una vida santa en la tierra a través de mis santos. Soy
tolerado, cuando no bien recibido, por las almas en gracia. Pero en el alma de
los pecadores estoy indefenso. Hablo, pero no me oyen; lucho y me vencen…Mirad
y ved si hay dolor como mi dolor…Ved, tengo sed…”.
Bajo la apariencia del mismo que le
rechaza, está Cristo.
El descubrimiento de Cristo en el pecador es esencial para nuestra
decisión de ayudarle. Debemos creer en sus posibilidades, y su única
“posibilidad” es Cristo. Debemos comprender que, tras la aparente carencia de
fe, brilla – de algún modo – una chispa de esperanza; tras su desesperación, un
resquicio de caridad. En la medida que podamos, hemos de hacer algo de lo que
Cristo hizo en su amor omnipotente: identificarnos con el pecador, penetrar – a
través de la oscuridad y la falta de amor – en la luz y en el amor de Cristo
que no le ha abandonado. En resumen, tenemos que querer lo mejor para él y no lo
peor (como hace el Señor con nosotros cuando nos perdona los pecados) para
perdonar sus ofensas como esperamos que Dios perdone las nuestras. Descubrir a
Cristo en el pecador no sólo significa un servicio a Cristo, sino también al
pecador.
Es doloroso ver que muchos cristianos
no acaban de comprender todo lo anterior o que, de todos modos, no obran en
consecuencia. Es bastante fácil convencer a los hombres para que tomen parte,
digamos, en una función litúrgica donde se honra abiertamente a Cristo; para
que le adoren en el Santísimo Sacramento, para que le respeten en sus
sacerdotes, para que celebren las fiestas de los santos…Pero es terriblemente
difícil convencerles de la necesidad de hacer apostolado. Somos demasiado
proclives a aferrarnos a nuestras prácticas religiosas y a desinteresarnos de
los demás, a correr las cortinas o a hacer algunos comentarios cínicos,
olvidando que no atender la llamada del que está alejado de Cristo es no
descubrir, bajo el aspecto en el que con mayor urgencia reclama nuestra
amistad, al Señor al que afirmamos servir.
Toda la devoción del mundo para
nuestro blanco anfitrión en la custodia, toda la adoración del mundo para el
niño inmaculado en brazos de su madre inmaculada no alcanzarán su fin a menos
que vayan acompañados de una pasión por las almas que le ofenden. Pues bajo la
inmundicia y la corrupción del pecado de esas almas vive también el que vive en
el Santísimo Sacramento y en el pesebre y clama pidiéndonos ayuda.
Por último, es necesario recordar que
al compadecernos de Cristo en el pecador, nos estamos compadeciendo de Cristo
en nosotros mismos.
Robert
Hugh Benson, 1912.
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