martes, 24 de julio de 2012

San Agustín, La Ciudad de Dios 1


     " La gloriosísima ciudad de Dios, que en el presente correr de los tiempos se encuentra peregrina entre los impíos viviendo de la fe, y espera ya ahora con paciencia la patria definitiva y eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia, conseguirá entonces con creces la victoria final y una paz completa. Pues bien, mi querido hijo Marcelino, en la presente obra, emprendida a instancias tuyas, y que te debo por promesa personal mía, me he propuesto defender esta ciudad en contra de aquellos que anteponen los propios dioses a su fundador. ¡ Larga y pesada tarea ésta! Pero Dios es nuestra ayuda.
      Soy consciente de la fuerza que necesito para convencer a los soberbios del gran poder de la humildad. Ella es la que logra que su propia excelencia, conseguida no por la hichazón del orgullo humano, sino por ser don gratuito de la divina gracia, trascienda todas las eminencias pasajeras  y vacilantes de la tierra. El Rey y fundador de esta ciudad, de la que me he propuesto hablar, declaró en las Escrituras de su pueblo el sentido de aquel divino oráculo que dice: Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes. Pero esto mismo que es privilegio exclusivo de Dios, pretende apropiárselo para sí el espíritu hinchado de soberbia, y le gusta que le digan para alabarle: " Perdonarás al vencido y abatirás al soberbio."
      Tampoco hemos de pasar por alto la ciudad terrena en su afan de ser dueña del mundo, y aún cuando los pueblos se le rinden , ella misma se ve esclavada de su propia ambición de dominio. De ello hablaré según lo pide el plan de la presente obra y mis posibilidades lo permitan."
                  CAPÍTULO 1
    "   De esta ciudad terrena surgen los enemigos contra quienes hay que defender la ciudad de Dios. Muchos de ellos, apartándose de sus errores impíos, se convierten en moradores bastante laudables de esta ciudad. Otros muchos, en cambio, se están abrasando en un odio tan violento contra ella, y son tan ingratos a los evidentes favores de su Redentor, que éste es el día en que no serían capaces de mover su lengua contra esta ciudad si no  fuera porque encontraron en sus lugares sagrados, al huir de las armas enemigas, la salvación de su vida, de la que ahora tanto se enorgullecen. ¿ O es que no son enemigos encarnizados de Cristo aquellos romanos a quiénes los bárbaros, por respeto a Cristo les perdonaron la vida? Testigo son de ellos los santuarios de los mártires y las basílicas de los apóstoles, que en aquella devastación de la gran urbe acogieron  a cuantos en ella se refugiaron, tanto propios como extraños. Allí se moderaba la furia encarnizada del enemigo; allí ponía fin el enemigo a su saña; allí conducían los enemigos, tocados de benignidad , a quienes, fuera de aquellos lugares, habían perdonado la vida, y los aseguraban de las manos de quienes no tenían tal misericordia. Incluso aquellos mismos que en otras partes, al estilo de un enemigo, realizan matanzas llenas de cruedad, se acercaban a estos lugares en los que estaba vedado lo que por derecho de guerra se permite en otras partes, refrenaban toda la saña de su espada y renunciaban al ansia que tenían de hacer cautivos.
  De esta manera han escapado multitud de los que ahora desacreditan al cristianismo, y achacan a Cristo las desgracias que tuvo que soportar aquella ciudad. En cambio, el beneficio de perdonárles la vida por respeto a Cristo no se lo atribuyen a nuestro Cristo, sino a su destino. Deberían más bien, con un poco de juicio, atribuir los sufrimientos y asperezas que les han inflingido sus enemigos a la Divina Providencia, que suele acrisolar y castigar la vida corrompida de los humanos. Ella es quie pone a prueba la rectitud y la vida honrada de los mortales con estos dolores para, una vez probada, pasarla a vida mejor, o bien retenerla en esta tierra con otros fines."
 
    Comentario: San Agustín da cuenta de un hecho histórico que esconde un misterio muy especial. Una vez caído el Imperio Romano a través de las invasiones bárbaras, resulta que estos individuos poco civilizados respetan por un misterio muy profundo de Dios los lugares santos. A tal extremo llega su respeto, que deciden perdonarle la vida a aquellos romanos refugiados en estos santuarios.
     Pero como todo pagano jamás va agradecer a Dios como la fuente de su vida, si no le va a atribuir su fortuna al destino. Sin embargo, Dios actúa con su manos providente aún con aquellos incrédulos para que se conviertan a la fe verdadera, a pesar del dolor y la persecusión. La mano providente de Dios tenía un plan trazado para su Iglesia naciente.
                   
   La Ciudad del Mundo:           
         ¿ Vale la pena perder el alma por la belleza de una mujer? Aunque ustedes no lo crean, si le hago esta pregunta a un grupo importante de hombres la respuesta sin duda va a ser afirmativa. Ciertamente, la respuesta estará dada por factores hormonales más que reflexivos. Es tan fuerte la imagen seductora de la mujer, que a muchos los lleva a la locura. Por una mujer hermosa se abondonan hijos, mujer y bienes. Se es capaz de sacrificar las convicciones morales más profunda frente al irresistible seducción de una mujer hermosa. La mayoría de ustedes conoce el caso de Mel Gibson, un hombre conocido por su catolicismo tradicionalista. Mel hizo la película más hermosa e impactante que se haya extrenado en la pantalla grande, sobre la  pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
    La Pasión de Cristo constituye un verdadero apostolado católico. Sin embargo, su productor y director fiel defensor de la ortodoxia cedió a los pecados más fuertes de la carne. Abandonó a 7 hijos, a su señora y peor aún, renegó con sus actos a sus propias convicciones. De que la carne tira, la verdad es que tira muy fuerte. Cristo nos advierte que si alguien consiente con el corazón el deseo carnal hacia una mujer, ese ya pecó gravemente. Frente a estas advertencias de Cristo sobre el simple deseo, un amigo hoy me dijo que la doctrina católica es un verdadero Karma. Y me pregunta seriamente ¿ Qué es preferible? que se mire y desee una mujer o que se siga un proceso similar pero con un hombre. ¿ Cómo puede el cristianismo atentar contra la propia naturaleza?, ¿ Cómo puede esta religión anular el deseo natural de un hombre?, si esto es así, entonces todos los hombres pecan, dice mi amigo, porque no creo que un hombre normal escape a la seducción de la belleza femenina.
    San Benito de Nurcia, tuvo una tentación carnal muy fuerte, frente a tal estímulo decidió para no pecar mortalmente, lanzarse a una zarzamora y flajelar las partes del cuerpo que más le inducía a pecar, se frageló especialmente la parte de sus genitales. Yo me pregunto, ¿ Cuántos San Benito harían lo mismo ahora? Tal vez me dirán, eso era sólo para Benito ya en estas actuales condiciones del mundo nadie lo podría seguir. Primer problema frente a esta posición, la doctrina católica es muy clara al respecto, los pecados son siempre los mismos, independientes en la época que se realicen. El simple deseo consentido ya es un pecado grave que expone al alma al infierno eterno.
    Cristo Nuestro Señor es muy tajante, el que quiere seguirlo tiene que abandonarlo todo, tiene que renegar su propia naturaleza. No puede haber ningún obstáculo entre la creatura y su creador. Vivir católicamente siguiendo la Ciudad de Dios implica necesariamente renunciar a la Ciudad del mundo. Y el primer obstáculo que hay que saltar para seguir la Ciudad de Dios es la seducción carnal. De hecho la propia Vírgen de Fátima les comunica a los tres pastorcitos que los pecados que más llevan al infierno son los pecados carnales.
   ¿ Cómo se puede aprender a renunciar a los pecados de la carne? Abadonando toda nuestra confianza en las manos de Dios. Acercándose frecuentemente al sacramento de la confesión y evitando exponerse en situaciones donde se estimule la imaginación u otro tipo de sentido relacionado con lo carnal. ¿ Es fácil seguir este camino? La verdad es que no. Si bien, no todos sienten del mismo modo la intensidad por los placeres de la carne- de hecho en algunos son mucho más intensos- sin embargo, la gracia de Dios, si se la pide con confianza y amor logra suplir todas las deficiencias humanas. Tal vez este proceso en algunos sea corto o tal vez en otros largo, y a lo mejor en algunos puede durar toda su vida. Pero no se puede acceder a Dios, sin haber abandonado la ciudad del mundo. ¿ Pero si los curas son los primeros en caer en esta clase de pecados? Puede ser, pero no seremos juzgados por los pecados de los curas, sino por nuestras propias acciones y omisiones.
    Si uno se pusiera a pensar objetivamente y sin ningún tipo de apasionamiento se daría cuenta que esta belleza femenina tan seductora es falsa y engañosa. ¿ Cuánto le puede durar la belleza a una mujer? Veinte años, treinta años, cuarenta años y después ¿qué?. Después le vendrán las arrugas, las canas, las enfermedades y finalmente cuando muera se la comeran los gusanos. Mientras que el infierno es eterno. Es para siempre siempre. Es un lugar de dolor y desesperanza cuyo sufrimiento no tendrá fin. A pesar de nuestras cavilaciones, la imagen seductora de una mujer sigue siendo una gran tentación. Tan fuerte es su atracción en el hombre, que San Pablo exhorta a la mujer a utilizar el velo en el lugar santo, vale decir, en la iglesia y en la misa.
   La misma tentación que le ocurre al hombre, sin duda, le ocurre a la mujer. Por algo ambos arriesgan su felicidad futura al dar rienda suelta a sus pasiones. Lo curioso de todo esto, que quien escribe la ciudad de Dios, vivió por muchos años seducido por la tentación carnal. Sin embargo, el rezo ante Dios de una mujer como su madre dió los frutos esperados. La gracia actúo, y Agustín se arrepintió a tal extremo que decidió a renunciar a su propia naturaleza.
   La idolatría de lo carnal, termina interponiéndose en definitiva para que el alma alcance sus perfecciones cristianas. La oración de una mujer fue suficiente para la conversión de un hombre pecador. Por lo tanto, tal vez sea el camino si es que de verdad se quiere ir al cielo pedirle a Santa Mónica, madre de San Agustín, ora pro novis.
   
      

     

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