LOS
DERECHOS HUMANOS ANTE
EL MAGISTERIO Y LA FILOSOFÍA
CONCIENCIA PERPLEJA
El 23 de Abril de 1791, Su
Santidad Pío VI se dirige a los obispos del sur de Francia para reprobar los
tristes acontecimientos sucedidos en Aviñón. Este breve es conocido como “Adeo
Nota”. Es una lástima que el Papa considere tan conocido el tema que se limite
a aludir a él. En su Nº 13 juzga, entre esas cosas tan conocidas, la siguiente:
“...baste recordar los 17 artículos que contienen los derechos del
hombre exactamente como habían sido explicados y propuestos en los decretos de
la Asamblea de Francia, o sea, los derechos que contradicen la religión y la
sociedad...”
Unas líneas más
abajo, agrega:
“ Como de ningún modo podía suceder que Nos aprobáramos semejantes
deliberaciones y que las llevasen a cabo
nuestros colaboradores... la asamblea representativa de inmediato puso
al descubierto ese ardor loco de la rebelión”[1].
Claro está que El
Pontífice no podía sospechar que esos derechos que contradicen a la religión y
a la sociedad iban a ser reconocidos, como el fundamento de la moralidad de
toda sociedad, doscientos años más tarde, por sus mismos sucesores en la
Cátedra de Pedro. En efecto, a partir del concilio ecuménico Vaticano II, la
Santa Sede se ha convertido en su gran defensora y propagadora. Sería ocioso
hacer la lista de los documentos y discursos que avalan tal juicio. Por ello
pienso que todo católico que algo recuerde la historia de su Iglesia tiene que
estar afectado, en este punto al menos, por un estado de perplejidad angustioso
y del que es conveniente salir. Para intentar contribuir en algo a tal
propósito, parece oportuno proceder a determinar la nueva teoría de los
derechos humanos y luego proceder a hacer algunas distinciones que nos ilustren
sobre el particular.
NUEVA DOCTRINA
El Magisterio
Pontificio se ha ido alejando de la visión tradicional tan bien expresada por
Pío VI a partir de la Pacem in Terris de Juan XXIII. Incluso el tema ha sido
incorporado al Derecho Canónico. A decir verdad, que el orden jurídico insista
en el respeto a los derechos no es ninguna novedad; lo revolucionario está en
el carácter de fundamento último de toda la moralidad que éstos han llegado a
pretender. Tan desmedida pretensión ha sido confirmada por la Comisión
Teológica Internacional en su documento: “Dignidad y derechos de la persona
humana”, fruto de dos años de trabajo (1983-84)[2].
La nueva doctrina
comienza distinguiendo tres niveles entre los supuestos derechos - lo que
resulta altamente novedoso - aclarando que sólo el primero es absoluto e
inviolable - como si fuera el primer nivel de la ley natural -. A éste
pertenecen derechos tales como: a la vida, a la dignidad, a la igualdad
fundamental y las libertades de pensamiento, conciencia y religión[3].
Enseguida señala que
hay tres concepciones: una atea que hace consistir toda la dignidad de la
persona en su autonomía; otra teísta que acepta una autonomía relativa, y la
tercera que brota de la historia de la salvación “mediante la incorporación de
los hombres en Jesucristo”[4].
Como fundamento de su tesis se limita, por desgracia, a citar la Gaudium et
Spes, la que, en general, en los lugares indicados se refiere a otros temas,
pero se abstiene de indicar qué autores sostienen tales interpretaciones.
Al buscar sus fundamentos, reconoce que no se hallan
en las SS.EE - si bien supone que de ellas se pueden deducir - tampoco los
encuentra en la Tradición - que no menciona para nada - para citar únicamente
el magisterio actual subrayando la constitución pastoral “Gaudium et Spes”[5].
El verdadero
fundamento está en dicha constitución en su Nº 22:
“Habiendo sido en Él (Cristo), la naturaleza humana
asumida, no destruida, por lo mismo ha sido elevada también en nosotros a una
sublime dignidad. El Hijo de Dios por su encarnación se unió, en cierto modo,
con todo hombre”[6].
Esta concepción
de la redención parece justificar diversas tesis que nos salen al paso en
muchos sitios: “todos los hombres son enriquecidos con la dignidad de hijos
adoptivos de Dios”[7]; “mediante su cruz y resurrección,
Cristo otorga a los hombres... un acceso más fácil a la participación de la
vida divina”[8]; “Estos dones... los comunica
Cristo a la naturaleza humana redimida”[9];
“su tránsito de la muerte a la resurrección es también un nuevo don que se
comunica a todos los hombres”[10].
Podemos concluir
que, según este documento,
“...el Evangelio otorga un nuevo fundamento religioso,
específicamente cristiano, a la dignidad y a los derechos de la persona, y abre
nuevas y cada vez más amplias perspectivas para los hombres, considerándolos
como verdaderos hijos adoptivos de Dios y como hermanos en Cristo crucificado y
resucitado”[11].
PRIMERA
DISTINCIÓN
Si miramos los
derechos proclamados en las diversas formulaciones que los gobiernos han hecho
suyas desde el siglo XVIII hasta ahora, hallamos una serie de bienes que se
presume la sociedad debe asegurar a sus súbditos. Fundamentalmente se trata de
cautelar la propiedad, la libertad de acción de los ciudadanos y su seguridad
física. A primera vista nada llama la atención y no se ve inconveniente alguno
en aceptar tales listas. De hecho, como lo ha demostrado el Prof. Dr. A.
Guzmán, los principales bienes enumerados en ellas estaban cautelados tanto en
el derecho romano como en el medieval[12];
de modo que pretender que con estas declaraciones nace su reconocimiento
jurídico no pasa de ser una vulgar calumnia. Pero como este mismo profesor
aclara, lo importante no está en la lista sino en su sentido
filosófico-jurídico, o, mejor dicho, en su fundamento ético-social. Se trata de
bienes privados, aunque nadie los llame así, entendidos como “derechos
absolutos e inalienables” que le corresponden a toda persona por el mero hecho
de ser persona - excluidos, por cierto, los seres humanos que aún no han
abandonado el vientre materno... - por lo que toda sociedad es juzgada por su
capacidad de asegurar su vigencia. En estas declaraciones jamás se distinguen niveles,
como vimos que hacía la Comisión Teológica Internacional, por lo que ha de
entenderse que todos son igualmente “absolutos e inalienables”, lo que resulta
claramente ilusorio de muchos de ellos ya que fácilmente entran en
contradicción con otros.
Que quede claro:
no nos referiremos al contenido, es decir, a los bienes que se supone deben
entregarse a cada ciudadano, sino a la teoría que sustenta esta pretensión.
SEGUNDA DISTINCIÓN
Muchos suponen
que los derechos humanos nos aseguran el pacífico goce de los bienes propios
del hombre, sin los cuales nuestra vida se vería gravemente afectada. ¿Y el
bien común, ilustre ausente de tales declaraciones? Para el pensamiento
personalista católico, el bien común es el bien propio de la sociedad y no del
hombre. Es verdad que aquella requiere de tal bien, pero es preciso puntualizar
que se subordina a la persona “lo más perfecto en la naturaleza toda”[13].
Hace ya muchos
años, Charles de Koninck combatía este error que consideraba “pernicioso en
extremo”[14]. Para ello recordaba una
maravillosa doctrina de santo Tomás de Aquino cuya comprensión basta para
deshacerlo completamente[15].
Veámosla sucintamente.
Advirtamos que
santo Tomás quiere demostrar que los seres que carecen de conocimiento también
apetecen el bien y, en última instancia, a Dios mismo, bien supremo. Dada su
teoría de que los cuerpos terrestres dependen de los celestes y éstos son
movidos por los ángeles, le resulta muy fácil convertirlos en instrumentos
sometidos al fin de aquellos, tal como la saeta vuela al blanco elegido por el
sagitario. Mas lo que nos interesa en este momento es su comprensión analógica
(potest accipi multipliciter) del bien propio (bonum suum) de cada ente.
Distinguirá el Santo 4 bienes propios:
A) El que le corresponde en tanto individuo (ratione individuum),
es decir, su perfección individual. En este sentido, ejemplifica, el animal
desea su bien propio cuando desea su alimento gracias al cual conserva su
existencia.
B) Pero el individuo pertenece a una especie y se subordina a ella
por lo que le compete otro tipo de bienes más altos que los anteriores. Así,
por ejemplo, la prole. Para comprender
mejor el pensamiento del Aquinate no pensemos en la especie en forma abstracta
sino, más bien, como una población, tal como, a veces, la consideran los
biólogos. Ahora bien la superioridad de estos bienes hace que “naturalmente
todo (ente) singular ama más el bien de su especie que su bien singular”[16]
y, por ello, está inclinado a sacrificar su vida por la comunidad. Es forzoso,
pues, concluir que el bien de la especie es un bien mayor para el individuo que
su bien particular, puesto que, en caso contrario, su sacrificio sería anti
natural. De hecho todos los pueblos valoran esta actitud en sus héroes y
nosotros en nuestros mártires. Si el bien común no fuese superior al privado,
nunca se justificaría que una persona sacrificase su propia vida. En
consecuencia no puede ser absoluto el derecho a la vida - como pretende la
Comisión Teológica Internacional - y todos los pueblos, cuando razonan
libremente, lo reconocen[17].
C) Las especies, a su vez, pertenecen a géneros, por lo que el
individuo aspira a bienes aún más altos en virtud de ello. Santo Tomás ejemplifica tal situación con los
agentes equívocos, como el cielo, según la astronomía que conocía; nosotros
podríamos acudir a la ecología y hablar del “hábitat“, ambiente o ecosistema
necesario para la existencia de todo ser
vivo. Recordemos que, para el Angélico, los astros son movidos por los ángeles;
por lo tanto pertenece a las substancias espirituales esta capacidad de aspirar
a un bien superior al bien de las especies y considerarlo propio con perfecta
conciencia de ello y, en consecuencia, guiarlos en prosecución de dichos
bienes.
D) Finalmente aparece un bien propio en virtud de la “semejanza de
analogía de los principiados respecto de su principio”. Por ello puede decirse
que todos los entes tienden a Dios como a su bien propio. Sucede que, nos
explica el Santo, la naturaleza de cada ente singular no solo busca su bien
particular sino su bien común y mucho más aún el bien universal absoluto
especialmente ligado a la perfección del ente: mientras más perfecto un ente
tiende a un bien más común y universal, sentencia[18].
Con santo Tomás
podemos concluir:
“La naturaleza vuelve sobre sí misma no sólo en cuanto
a lo que le pertenece por su singularidad, sino que mucho más en cuanto a lo
común: en efecto, cada cual se inclina no solo a conservar su ser individual
sino también su especie. Y tiene mucho mayor inclinación natural al bien
universal absoluto”[19].
Como muy bien
explica de Koninck, los personalistas no han comprendido al Doctor Común; en
cambio han adoptado, sin darse cuenta,
la visión socialista del bien común, según la cual éste es ajeno a la persona
singular para pertenecer únicamente a la sociedad. En consecuencia lo ven como
un bien ajeno y no propio. En verdad es el mejor de los bienes propios y el apetito
que le corresponde radica en el singular mismo, como tan bien lo muestra santo
Tomás en los lugares citados y muchos otros que se podrían agregar.
Nunca nos
cansaremos de insistir en que los personalistas caen en una falacia
imperdonable al oponer la primacía de la persona a la primacía del bien común.
Porque el bien común se opone al bien privado, jamás a la persona. Tal como el
privado, el común es un bien de la persona; pero que no le corresponde en
virtud de su singularidad sino en virtud de su pertenencia a una comunidad[20].
Justamente se incorpora a ella porque en ella únicamente puede acceder a los
bienes más altos, es decir, a los comunes. Ocurre que al hablar de la
perfección del hombre, para acceder a la cual se ingresa en sociedad, parecen
olvidar que ésta se realiza en la contemplación de Dios, y Dios, obviamente, no
puede ser bien privado de nadie. De tal modo que, si entendemos bien el
carácter social de la persona humana, comprendemos que se debe a que la
perfección la halla únicamente en el bien común y jamás en el privado.
TERCERA DISTINCIÓN
En más de una
ocasión nos hemos visto sorprendido cuando, en lo más acalorado de una
discusión en la que defendíamos el saber tradicional, alguien nos suelta su
peor insulto: - “¡te crees dueño de la verdad!”. El liberalismo se ha metido en
nuestras inteligencias hasta tal extremo que ya no podemos distinguir la
posesión del bien privado de la del común.
En efecto, el que
posee un bien privado es su dueño; el que goza un bien común es su “esclavo”, si
se me permite expresarlo así. Por ello, lo más grande que haya dicho jamás una
persona humana, a mi juicio, es: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra”[21].
Como nos resulta incomprensible tal lenguaje, acerquémonos mediante un ejemplo.
El hombre aspira
a muchos bienes comunes de la más variada índole. El primero de los cuales,
desde un cierto punto de vista, es el lenguaje; sin él no hay acceso al
pensamiento ni a la cultura. Ahora bien, para dominar una lengua es preciso
dejarse “esclavizar” por ella; es decir, someterse a sus reglas. Hasta tal
extremo que quien mejor habla es quien mejor las acata. Aquí no importa si la
regla es más o menos lógica - ¿qué idioma carece de irregularidades? - sino de
que el único modo de expresarse apropiadamente es respetándolas. Quien mejor se
somete más comprensible se hace a sus semejantes.
La verdad es un
bien común. Es fácil comprenderlo. El bien privado se agota al ser poseído por
su dueño lo que excluye, por lo mismo, a otros posibles propietarios.
Justamente por ello lo llamamos privado. En cambio, el común es difusivo en
tanto en cuanto es común. Así como el que alguien hable bien no impide a los
demás sino que los ayuda a mejorar su labia; así también el que alguien conozca
una verdad es la mejor garantía de su difusión. Con cuánta profundidad
exclamaba Tertuliano: “La verdad de nada se avergüenza, sino solamente de estar
escondida”[22]. Por lo mismo, como todo
bien común, tiende a tener el máximo de “esclavos” a quienes liberar de las
tinieblas de la ignorancia o del error. Con cuánta razón llamamos a Jesús,
quien se auto definió como “La Verdad”[23],
Nuestro Señor.
Volviendo al
ejemplo del idioma, podemos comprender otra diferencia esencial entre la
posesión de un bien privado y la de un bien común. El primero, por ser de
naturaleza inferior a su propietario, no lo perfecciona; cuánto más lo mantiene
en el ser permitiéndole desarrollar sus potencias. El bien común, en cambio,
por ser de naturaleza superior a quien goza de su posesión, lo eleva más allá
de lo que podría alcanzar en cuanto mero individuo. Así vemos que los
niños-lobo rescatados del bosque no han podido ser educados ni levantados por
encima del nivel bestial en el que fueron hallados. Pasada la edad en la que el
cerebro es capaz de permitir la formación del lenguaje, su acceso a la cultura
y al pensamiento civilizado se hace imposible. Ante esta evidencia ya no se
rescata a los muchachos en esa condición: se prefiere dejarlos en su hábitat
bestial. En una palabra, es el bien común el que nos humaniza.
Lo que nos lleva
de la mano a la gran verdad que los liberales están perfectamente incapacitados
para comprender: si la posesión de un bien privado me impide alcanzar el bien
común, dicho bien es un mal. De tal modo que un bien privado es bueno tan sólo
si el común le da tal categoría; en caso contrario es simplemente un mal. La
comprensión de esta verdad por parte de los antiguos y medievales los llevaba a
no tolerar aquellas opiniones que destruían la verdad en la que se basaba su
convivencia. Tal vez muchas veces se equivocaban respecto de la supuesta
“verdad” que defendían de tal modo, pero no erraban al juzgar como un mal a
todo lo que se opone al bien común y al exigir a sus contemporáneos un total
acatamiento.
CONCLUSIÓN
Estamos ya en condiciones de
intentar comprender la tesis de Pío VI: “illa scilicet iura religioni et
societati adversantia”. Como el
Pontífice calló sus razones, las que daré a continuación son mías y no intentan
prejuzgar las suyas y otorgarse un valor del que obviamente carecen. Son
razones que, valgan lo que valgan, serán juzgadas por cada cual y no
comprometen más autoridad que la mía, si es que tengo alguna.
¿Por
qué los derechos humanos contradicen a la sociedad civil? Recordemos que lo
malo está en su filosofía, no en la lista de bienes privados que intenta
cautelar. El mal está en que no hay la necesaria subordinación del bien privado
al común, condición “sine qua non” para que aquellos puedan ser considerados
buenos. No basta que la propiedad, en abstracto, sea un bien; porque la
propiedad real es singular y, en virtud de ciertas circunstancias, podría ser
un mal. El proclamar que los bienes privados son bienes sin mirar al bien común
es un grave desorden que la sociedad no debería tolerar. Es bien sabido que
cada vez que se alza el grito de ¡libertad!, así, en abstracto, comienzan a
rodar las cabezas concretas.
Por
otra parte, es obvio que el hombre necesita bienes privados y que algunos de
ellos son urgentísimos. Pero limitar al hombre a este tipo de bienes es hacerle
perder los mejores. Porque en cada orden, siempre es superior el común al
privado. Como bien señala de Koninck, los personalistas suelen abusar del “per
accidens” y se pasan de un género a otro, lo que constituye una falacia. Es
verdad que el bien privado sobrenatural de uno solo es superior al bien natural
de todo el universo; lo único malo es hacer tal comparación ya que los bienes
privados naturales se comparan con los naturales y los sobrenaturales con los
sobrenaturales. En cada orden siempre es superior el común, como enseña santo
Tomás en muchos lugares. Invito a mis oyentes a que relean la quaestio
disputata “De Caritate”: en el artículo 2º señala que su objeto propio es el
bien común ( Dios como objeto de beatitud) y en el 4º señala cuán diferente es
amar el bien privado respecto de amar al común; la caridad ama al bien divino
según el modo propio de amar al bien común.
San
Agustín enseña que el hombre no peca porque elige una naturaleza mala, ya que
toda naturaleza es buena, sino porque prefiere lo inferior a lo superior[24].
La filosofía de los derechos humanos cumple a la perfección esta definición de
pecado al preferir siempre el bien privado al bien común. Mas la sociedad
existe porque existe éste; en consecuencia nada hay tan contrario a su naturaleza
como esta filosofía. Desde que se los proclamó, la historia de occidente ha
sido una continua serie de revoluciones. No podía ser de otra manera ya que se
estaba basando en una filosofía destructora de la sociedad, tal como lo advirtió
Pío VI.
Visto
ya el primer aspecto de la tesis del Pontífice, pasemos al segundo. Si
observamos más de cerca la nueva doctrina de la Iglesia sobre los derechos
humanos, desarrollada por la Comisión Teológica Internacional, comprenderemos
con cuánta razón los había estimado contrarios a la religión.
Destaquemos
que es un progreso el que se les quite el carácter de “absolutos e
inalienables” y reservar dichas notas a unos pocos fundamentales. Por desgracia
aparece allí el derecho a la vida. El P. Lira SS.CC. demuestra que, hablando
con rigurosidad, tal derecho no puede existir. Porque el derecho exige que se
le proporcione a quien le falta; pero quien no existe no puede exigir que se le
confiera la existencia[25].
Pero hay más: si fuera un derecho absoluto e inalienable, la carrera de las
armas sería siempre inmoral y no habría legítima defensa posible. También es
una lástima que aparezca con esta prerrogativa el derecho a la libertad de
pensamiento, conciencia y religión, juzgado locura ya por Gregorio XVI[26]
y “libertad de perdición” por san Agustín[27].
Pero
dejemos los detalles y vamos a lo principal. Toda la teología que esta Comisión
pone al servicio de estos derechos fue rechazada formalmente por santo Tomás
para quien su aceptación destruiría absolutamente nuestra santa religión.
Recordemos que la Comisión Teológica Internacional basó su nueva doctrina en la
aserción conciliar según la cual el Verbo eterno asumió la naturaleza humana
por lo que la hizo acceder a un grado de dignidad sublime. Y como la naturaleza
se da en todo individuo, todos quedan exaltados.
En
la tertia pars de su Summa, santo Tomás dedica la quaestio 4ª a analizar la
encarnación desde el punto de vista de lo asumido y allí dedica dos artículos a
tratar tan extraña tesis. En el primero (a.4) supone que esa naturaleza asumida
por el Verbo y que se da en todos es la naturaleza universal; por ello se da en
todos. Pero muy atinadamente observa - entre otras razones más metafísicas que
sería oneroso alegar en esta breve exposición - que tal naturaleza es
abstracta; es decir, es una mera idea. En consecuencia no habría encarnación
del Verbo sino “idealización”, o como dice el Damasceno, una “ficción”. Agrega
Cayetano en su comentario que, en tal caso, se trataría de una acción
inmanente; por lo que, en esta hipótesis, habría tan sólo comprensión de la
encarnación y no un hecho nuevo en la naturaleza real (in rerum natura), tal
como imaginar aserrar una tabla no es aserrar de verdad[28].
En
el segundo (a. 5º), supone que el Verbo asume la naturaleza de todos los
individuos. Pero tal hipótesis destruye la dignidad suprema y única de Cristo,
Hijo de Dios encarnado, ya que haría que todos los hombres fuesen iguales en
dignidad; además suprimiría las personas humanas, ya que en Jesús no la había
en virtud, precisamente, de la encarnación; finalmente, si todo lo dicho no
fuera suficiente, esta hipótesis deja fuera la pasión redentora ya que no
habría qué redimir, acota en su respuesta a la segunda objeción.
Aunque
no lo diga el Angélico, nos atrevemos a agregar que, en tal perspectiva, el
mismo bautismo carece de toda función y se convierte en algo superfluo e
irrelevante. Pero hay más. A nuestro entender, esta nueva doctrina oficial
logra contradecir la Revelación misma. En efecto, no acierto a comprender cómo
podría compatibilizarse con lo que expresa el prólogo del Evangelio de san
Juan:
“In mundo erat, et
mundus per Ipsum factum est, et mundum Eum non cognovit. In propria venit, et
sui eum non receperunt. Quotquot autem receperunt eum, dedit eis potestatem
filios Dei fieri, his qui credunt in nomine eius ...” (I, 10-12).
Hasta
donde me es dado comprender el texto, estimo que el Apóstol establece una
condición absoluta para llegar a ser hijos de Dios: la de creer en el Verbo
encarnado. Pero el mundo no le conoció; en consecuencia, carece de dicha
potestad.
Realmente
me parece difícil hallar una doctrina que, aparentando absoluta fidelidad a la
Revelación, sea tan destructora de nuestra santa religión cómo proféticamente
lo advirtiera Pío VI de feliz memoria.
PROF. DR.
JUAN CARLOS OSSANDÓN VALDÉS
[1] ...sat erit conmemorare
septemdecim illos articulos, ubi iura hominis eo prorsus modo suscipiebantur,
quo fuerant in decretis conventus Gallicani
explicata et proposita, illa scilicet iura religioni et societati
adversantia ... Quemadmodum autem fieri minime poterat ut Nos deliberationes
sanciremus hujusmodi, utque Nostri ministri
illas exequerentur ... ut conventus representativi illico patefecerit
versanum illum rebelionis ardorem ... Adeo Nota º 13. Bullarii Romani Continuatio. Prati. 1849 pág. 2336
[2] Cito por la traducción española, según edición de las Ediciones
Paulinas, Santiago, Chile. 1985.
[3] O.c. Introducción, 2.
[4] Id. Introducción, 3.
[5] El abbé de Nantes hace
notar que esta constitución comienza así: “Gaudium et spes, luctus et angor”; sin embargo, la segunda pareja de
palabras jamás es mencionada.
[6] “Cum in Eo natura humana assumpta,
non perempta sit, eo ipsa etiam in nobis ad sublimem dignitatem evecta est. Ipse enim, Filius Dei, incarnatione sua cum omni homine quodammodo
Se univit”.
[7] A. I. 2.
[8]
A.II. 3.
[9] Ibíd.
[10] Ibíd.
[11] Ibíd.
[12] “Sobre la naturaleza de
los derechos del hombre”. Revista de Derecho Público. Universidad de Chile.
Santiago. 1987. A juicio de este profesor, las declaraciones modernas no pasan
de ser listas de aspiraciones humanas desprovistas de todo valor jurídico.
[13]
“Persona significat id quod est perfectissimum in tota natura”. S. Th.
I, 29, 3c.
[14] “De la primacía del bien común contra los personalistas” Trad. J.
Artigas. Ediciones Cultura Hispánica. Madrid. 1952. Pág. 21. La más profunda
refutación al personalismo cristiano que he leído se debe a la pluma del Pbro.
J. Meinvielle: “Crítica de la concepción de Maritain sobre la persona humana”.
Epheta. 2ª edición. Buenos Aires. 1993. Es también conveniente consultar a L.E.
Palacios: “El mito de la nueva cristiandad”. Rialp. Madrid. 3ª edición. 1957.
[15] S. Contra Gentes, III, 24. De Koninck explica la doctrina en el
primer capítulo de su obra; aquí nos expresaremos con palabras modernas para
hacer más fácil su comprensión. Quien desee conocer los términos empleados por
el Angélico no tiene más que acudir al lugar citado.
[16]
Et quolibet singulare naturaliter diligit plus bonum suae speciei, quam
bonum suum singularem. S. Th. I, q. 20, a 5, ad 1.
[17] “... unde ad officium boni militis
pertinet ut etiam salutem suam negligat ad conservandum bonum ducis; sicut
etiam homo naturaliter ad conservandum caput, brachium exponit”. De Caritate a
4 ad 2m.
[18]
S.C. G. III, c. 24, ad Ex quo patet.
[19]
“Natura reflctitur in seipsam non solum quantum ad id quod est ei
singulare, sed multo magis quantum ad commune: inclinatur enim unumquodque ad
conservandum non solum suum individuum sed etiam suam speciem. Et multo magis
habet naturalem inclinationem unumquodque in id quod est bonum universale
simpliciter”. S. Th. I. Q. 60, a 5 ad 3.
[20]
“Est quoddam bonum proprium alicuius hominis in quantum est singularis
persona; et quantum ad dilectionem respicientem hoc bonum, unusquisque est sibi principale obiectum dilectionis. Est
autem quoddam bonum commune quod pertinet ad hunc vel ad illum in quantum est
pars alicuius totius ... et quantum ad dilectionem respicientem hoc bonum,
principale obiectum dilectionis est illud in quo principaliter illum bonum
consistit ...” De Caritate a. 4, ad 1m.
Por lo demás, ante los
personalistas que nos proponen la beatitud como máximo bien de la persona y la
oponen al bien común, es bueno recomendarles que lean cómo continúa el Santo su
exposición: “Et hoc modo caritas respicit sicut principale obiectum, bonum
divinum, quod pertinet ad unumquemque, secundum quod esse potest particeps
beatitudinis ...” Es decir la caridad ama a Dios como se ama a su bien
común, al que puede aspirar en cuanto miembro de la Iglesia únicamente, ya que
Dios sólo puede ser bien común. Incomprendida esta doctrina, nada tiene de extraño
que ya no consideren necesaria la pertenencia a la Iglesia para salvarse.
[21] Lc. I, 38.
[22] “Veritas nihil erubescit
nisi solummodo abscondi “. Adv. Valent. 3. Cit. por Quasten: Patrología. I.
B.A.C. Madrid. 2 º edición. 1968. Pág. 547.
[23] Jn. XIV, 6.
[24] De Natura Boni c. 34 y 36.
[25] O. C. Apéndice: el derecho de propiedad.
[26] Mirari vos. Idea repetida en la Quanta cura de Pío IX, Nº 3.
[27] Ep. 105, 2,9; citada por la misma Quanta cura: Ibíd.
[28] Tomo undécimo de la edición romana de 1903, Págs. 82-85.
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