LA FUENTE DE LA SABIDURIA
1.- INTRODUCCION
Desde muy antiguo nuestro
oficio ha sido conocido como filosofía, es decir, amor a la sabiduría.
Precisamente la filosofía moderna nace cuando el pensador francés R. Descartes
decide buscar la fuente de la sabiduría. Sabido es que halló lo que buscaba en
su propio interior. Sin embargo, a diferencia de san Agustín que también la
encontró en su intimidad[1],
Descartes lanzó a todo el pensamiento moderno a una actitud inmanentista, a concentrarse
en el sujeto; lo impulsó a cortar amarras y a zafarse de la cadena de la
despreciada experiencia. No hizo así el obispo de Hipona que nos aseguró que
esa fuente interior no pertenece al hombre sino que le es proporcionada desde
lo alto[2]. Sin negar, por supuesto, la
profunda verdad de lo enseñado por el obispo africano, quisiéramos indagar en
la fuente interna de la sabiduría que es posible adquirir en este mundo,
acogiéndonos a la enseñanza del Doctor Común.
2.- LOS PRIMEROS PRINCIPIOS DE LA
RAZON
La Escuela llama ciencia de
simple inteligencia a la cima del saber humano desde el punto de vista lógico
que es el que nos interesa aquí. Esta ciencia está constituida por ciertos
conocimientos que llamamos primeros principios y que el Aquinate
denominó, más bien, "dignitates"[3].
Hace algunos años dediqué
al tema mi ponencia a la IX Semana de Estudios Tomistas (1983), realizada en
Valparaíso, Chile[4]. Para no repetirme, recordaré muy sucintamente
la doctrina general de todos conocida y luego profundizaré muy brevemente
algunas cuestiones que no traté en aquella ocasión.
Existe en nuestra mente
un número indeterminado de conocimientos evidentes por sí mismos que, por ello,
sirven para fundar todos los restantes conocimientos. Por eso son llamados
principios, y, además, primeros principios, si no hay nada anterior que juzgue
su veracidad. Tan verdaderos son y tan en virtud de sí mismos lo son, que santo
Tomás declara: "nullius potest opinari contraria eorum"[5].
Tesis que, en otro lugar, corrige precisando que la imaginación podría engañar
a alguien incluso a este nivel[6], lo
que también podría se efecto de un mal hábito que sería preciso eliminar si se
quiere salir del error[7]. En
todo caso, si tal error se llegara a producir, sería el más vergonzoso de todos[8].
Ocurre que estos juicios
son "per se vera" hasta el extremo de que ningún intelecto podría
comprender sus contrarios[9], ni
podría creerse a sí mismo si tal cosa expresara. En realidad, como el predicado
pertenece a a la noción misma que actúa como sujeto, el errar prácticamente
queda excluido a este nivel, con las precisiones ya aludidas[10].
Todo lo dicho es particularmente verdadero si nos referimos al principio de contradicción
del que, sin más, el Angélico asegura: "impossibile enim est quod aliquis
opinetur hoc principium esse falsum"[11].
Estamos, pues, si usamos
del lenguaje kantiano, ante proposiciones analíticas. ¿A priori? No
exactamente, porque en santo Tomás el intelecto comienza en la más completa
oscuridad e ignorancia, como potencia pasiva que es, de la que va a ser sacado
por la actividad del intelecto agente.
3.- ORIGEN DE LOS PRIMEROS PRINCIPIOS
Aunque el asunto es
bastante complejo y de difícil solución, vuelvo a remitirme al trabajo al que
aludí al comienzo y me limito a concluir que será el intelecto posible la causa
eficiente de los primeros principios. Para construirlos le bastará comprender
lo expresado por el concepto y ponerlo como predicado de una proposición en la
que aquél actúa como sujeto. Lo curioso es que tal procedimiento sea la fuente
de todo el saber. Porque tendríamos que lo que juzga todo conocimiento es
construido por el propio intelecto a partir de la experiencia. Y ¿quién podría asegurarnos
que nuestro débil y tal fácilmente engañado intelecto pueda darnos la seguridad
que buscamos?
Quisiera que me permitieran
acudir a san Agustín de Hipona una vez más. Cuando se libera del escepticismo
académico dedica tres libros a su refutación. El tercer libro de su "Contra
Academicos" atrae nuestra atención. En efecto, allí el Santo rechaza todos
los argumentos antiguos contrarios al testimonio de los sentidos, destruye
también la supuestamente imbatible hipótesis del sueño y nos hace presenciar
las graves consecuencias morales que siguen a esta aparentemente elegante duda
académica. Pero yo quisiera que nos detuviéramos en un sólo punto entresacado
de tan rica y densa argumentación.
En los primeros capítulos
del libro, el obispo de Hipona se esfuerza en darnos confianza en nuestra
propia facultad de pensar como instrumento apto para alcanzar la verdad. No que
sea fácil alcanzarla - de hecho san Agustín no nos impondrá ninguna verdad
determinada - sino que procura despertar en nosotros ese íntimo convencimiento,
tan necesario para iniciar cualquier búsqueda,: somos capaces de alcanzar la
meta. La verdad, pues, es el fruto natural del uso de la inteligencia. Habrá
que tomar muchas precauciones, por cierto; pero ello no obsta a que sea natural
a nuestra razón arribar a buen puerto. Incluso el ignorante puede percibir cuán
bien dispuesta está su inteligencia para lo que se propone, y así, nos advierte:
"Sin
embargo, yo que estoy lejos aún de la vecindad del sabio, algo sé de las cosas naturales.
Tengo, pues, por cierto que el mundo
es uno sólo o no es sólo uno, y si no es uno, los habrá en número infinito o
finito... de este modo he conocido innumerables verdades naturales"[12].
Cualquier estudiante de
lógica elemental sabe que la proposición disyuntiva es verdadera si una de sus
partes lo es, lo que aseguramos cuando hacemos una perfecta disyunción; puesto
que lo que afirmamos es la imposibilidad de la verdad de ambas y, además, la
imposibilidad de la falsedad de ambas. En los ejemplos aducidos por este
ignorante en "cosas naturales", advertimos la facilidad con que su
inteligencia logró saber "innumerables verdades" referidas al tema
que supuestamente ignoraba. Así se demuestra la capacidad de verdad de que está
adornado nuestro intelecto.
Pero santo Tomás no se
propone una demostración de la veracidad de la inteligencia tal y como se la
halla en san Agustín. Su silencio es muy revelador, porque no se gasta tiempo y
esfuerzo en dar a conocer lo que todos saben. No obstante lo cual, he hallado
un texto muy revelador, sobre todo porque cita a Aristóteles y le hace decir lo
que el Estagirita expresamente nunca dijo. Claro está que nuestro buen monje
viene mediatizado por la oscurísima traducción de Boecio, la que debió
interpretar a su modo para hallar "el primero de todos los principios"
de la razón, a saber: "De unoquoque est affirmatio vel negatio vera"[13]. Todos sabemos que el primero
de todos los principios es el de contradicción, mas la formulación citada no parece
referirse a él. Si nos advierte que habrá una afirmación o negación, pienso que
esto se debe a que no siempre podemos afirmar y debemos limitarnos a
negaciones; por ej., ante los misterios que superan nuestra razón. Me parece
que lo medular de esta curiosa enunciación radica en la función de la voz
"vera": la afirmación o negación que se realice será verdadera, y
esto es posible respecto de todas las cosas: "de unoquoque". En otras
palabras, pienso que el teólogo medieval está proclamando que la inteligencia
humana es, precisamente, inteligencia; es decir, una potencia capaz de llegar a
ser todas las cosas por modo de representación. Justamente, a la eficacia de
esta función debemos el que podamos alcanzar la verdad.
4.- FUNCION DE LA EXPERIENCIA
Para el pensador moderno,
transido de idealismo aunque no lo quiera, es un escándalo el que se le imponga
la experiencia como la fuente del saber y de todo saber, como está obligado a
reconocer todo discípulo de santo Tomás. Sin embargo, algunos tomistas han
creído ver en la doctrina de los primeros principios una escapatoria y un punto
de encuentro con la filosofía moderna.
Comencemos por distinguir
una doble fuente de nuestro conocimiento. Por una parte, tenemos los primeros principios
que funcionan como reguladores de todo conocimiento. Es decir, no es necesario
formularlos, ni siquiera pensarlos objetivamente; para que cumplan su misión
basta su presencia. La mayoría de los hombres jamás ha oído hablar de ellos e,
incluso, no comprende su formulación abstracta; pero si les decimos que están
viendo y no viendo una silla, nos mirarán con sorpresa e incredulidad. El
principio regula su pensamiento aunque jamás hayan pensado en ello.
Por otra parte, tenemos
la experiencia que funciona como principio de adquisición de nuevos
conocimientos. Como partimos de una ignorancia completa, aquélla pasa a ser, en
el fondo, la fuente de todos los conocimientos[14].
Es aquí donde se separan
irreductiblemente la filosofía tradicional y el inmanentismo moderno. Conviene
comprender el punto y nos parece que nadie como E. Gilson nos ha ilustrado
sobre el particular. Creo que lo que la Escuela defiende es lo que este
pensador francés llama, con notable acierto, una "pre-crítica": la
inteligencia es realmente una inteligencia; es decir, una capacidad para
convertirse en todas las cosas por modo de representación[15].
Pero el único contacto con las cosas radica en la experiencia; por lo que, si
hemos de ser consecuentes, hemos de aceptar que todo conocimiento proviene de
ella. Para comprender cabalmente la distancia que separa ambas actitudes
filosóficas, es necesario advertir que es muy distinta la concepción tomista de
la experiencia, hasta el extremo de que, si no la comprendemos, jamás
llegaremos a aceptar su tesis "pre-crítica".
El conocimiento se inicia
cuando la cosa exterior misma se hace presente en el interior del sujeto. Por
ello conocer una cosa no es captar una semejanza del objeto, que después deberá
ser comparada con ese objeto, sino que es tomar conciencia del hecho más arriba
mencionado. Es verdad que mi comprensión del mismo es deficiente, el concepto
no es exhaustivo, pero la inteligencia comenzó por ser una con el objeto[16].
Como explica Gilson, la especie inteligible es la misma forma exterior presente
en el interior del sujeto cognoscente. La especie no es "lo que"
conocemos, sino aquello "por lo que" conocemos. Si fuese "lo
que" conocemos, los idealistas tendrían razón y no habría manera alguna de
saber qué correspondencia se da entre la especie inteligible o sensible y el
objeto exterior. Mas, como no es así, a un tomista el problema simplemente no
se le presenta. Si nos parece difícil de comprender, tenemos un ejemplo
sencillo de diaria ocurrencia. Los que usamos gafas no vemos nuestra gafas. Las
gafas no son "lo que" vemos, sino aquello "por lo que"
vemos los objetos exteriores. Por ello
nadie se siente impedido de ver gracias a estos curiosos adminículos, sino que,
muy por el contrario, agradece a su inventor la posibilidad de gozar de una
adecuada visión de los colores.
Distinto es el caso del
concepto como, así mismo, de la imagen. Estos sí que son un sustituto de la
cosa exterior: son lo "concebido" por nuestra mente,
"fecundada" por la especie impresa[17]. Por
ser el concepto algo diferente de la cosa exterior y dada la debilidad de la
inteligencia, su comprensión de ésta será incompleta, deficiente. Sin embargo,
lo que comprenda será fruto de la fecundación que la cosa exterior misma ha realizado
en ella. Por eso debemos comprender que la inteligencia es infalible y falible
a la vez. Por una parte capta siempre un inteligible del que brota un principio
regulador del conocimiento, como ya vimos; por otro lado el concepto engendrado
por la especie en el intelecto no agota todo lo contenido en ella. Tal como
puede escapárseme algún estímulo luminoso que las gafas me hacen presente, sin
embargo, los que capto no son invención mía sino fruto de la acción de las
gafas iluminadas en mis ojos.
5.- CONCLUSION
Cuando explico a mis
alumnos los tres grados de abstracción formal, suelo decirles que mejor sería
llamarlos "grados de profundización de la experiencia". Porque la
palabra abstracción conlleva la idea de separarnos o alejarnos de ella, lo que
es falso. Cuando pensamos la unidad, bondad o belleza del ente no nos alejamos
de la experiencia, sino, muy por el contrario, nos introducimos en la intimidad
de la realidad y comprendemos mejor su naturaleza. Porque, en definitiva, todo
proviene de la humilde experiencia y a ella debemos retornar siempre que
queramos verificar nuestros conocimientos.
Recuerdo que un conocido
profesor de Madrid se burlaba de la amplitud extraordinaria de la experiencia
de Aristóteles, refiriéndose al sensible per accidens. Yo pienso exactamente lo
contrario: ahí está la clave de todo el conocimiento. Porque la experiencia nos
entrega la cosa toda entera, por eso de ella brota todo nuestro conocimiento,
desde el más pobre hasta el más rico. Quien no comprenda esto, no podrá entender
el auténtico realismo filosófico del que nos enorgullecemos.
Juan Carlos
Ossandón Valdés
[1] Et ecce intus eras et ego foris, et ibi te
quaerebam in ista formosa, quae fecisti,deformis irruebam. Mecum eras, et tecum
non eram (Confesiones X,27,38)
[2] Ubi ego te inveni, ut discerem te? Neque enim
iam eras in memoria mea, priusquam te discerem. Ubi ego te inveni, ut discerem
te, nisi in te supra me? (id. X,26,37)
[3] Notemos que el nombre nada tiene de aristotélico;
porque, para Aristóteles, la ciencia versa sobre las conclusiones demostradas y
no sobre principios indemostrables.
¿cómo explicarías que la ignorancia puede ser una fuente de sabiduría?
ResponderEliminarEstimado:
EliminarTodo depende si considero a la ignorancia como fin o principio. En cuanto a fin, la ignorancia es la madre de muchos males, me lleva al oscurantismo intelectual. En cuanto principio del conocimiento, la ignorancia me lanza hacia la realidad desconocida que me rodea.
Si me reconozco como ignorante, me dedico a buscar la verdad. Si me mantengo ignorante sin percibirlo por causa de algún tipo de soberbia intelectual, eso me lleva al precipicio intelectual.
En consecuencia, la la conciencia de la propia ignorancia puede convertirse en fuente de sabiduría al buscar la verdad.