EL MISTERIO DEL MÁS ALLÁ
Antonio Royo Marín, O.P.
AL LECTOR
Las siguientes
páginas contienen el texto íntegro de una serie de Conferencias Cuaresmales pronunciadas por el autor en la Real
Basílica de Atocha, de Madrid, que fueron retransmitidas a toda España por
Radio Nacional en conexión con varias emisoras de provincias.
La resonancia
verdaderamente nacional que alcanzaron aquellas conferencias, nos ha impulsado
a ofrecerlas en su texto taquigráfico, a fin de conservar en lo posible la
espontaneidad y el ritmo oratorio con que fueron pronunciadas.
I
EXISTENCIA DEL MÁS ALLÁ
Comenzamos hoy,
bajo el manto y la mirada maternal de la Santísima Virgen de Atocha, esta serie
de conferencias cuaresmales, cuyo tema central lo constituye El misterio del más allá.
Y, ante todo, os
voy a decir por qué he escogido este tema. Son tres las principales razones que
me han movido a ello:
En primer lugar,
por su trascendencia soberana. Ante él, todos los demás problemas que se pueden
plantear a un hombre sobre la tierra, no pasan de la categoría de pequeños
problemas sin importancia. No voy a invocar una conversación tenida con un alto
intelectual. Salid simplemente a la calle. Preguntadle a ese obrero que se
dirige a su trabajo:
–¿Adónde vas?
Os dirá: ¿Yo?, a
trabajar.
–¿Y para qué
quieres trabajar?
–Pues para ganar
un jornal.
–Y el jornal,
¿para qué lo quieres?
–Pues para comer.
–¿Y para qué
quieres comer?
–Pues..., ¡para
vivir!
–¿Y para qué
quieres vivir?
Se quedará
estupefacto creyendo que os estáis burlando de él. Y en realidad, señores, esa
última es la pregunta definitiva; ¿para qué quieres vivir?, o sea, ¿cuál es la
finalidad de tu vida sobre la tierra?, ¿qué haces en este mundo?, ¿quién eres
tú? No me interesa tu nombre y tu apellido como individuo particular: ¿quién
eres tú como criatura humana, como
ser racional?, ¿por qué y para qué estás en este mundo?, ¿de dónde vienes?,
¿adónde vas?, ¿qué será de ti después de esta vida terrena?, ¿qué encontrarás
más allá del sepulcro?
Señores: éstas
son las preguntas más trascendentales, el problema más importante que se puede
plantear un hombre sobre la tierra. Ante él, vuelvo a repetir, palidecen y se
esfuman en absoluto esa infinita cantidad de pequeños problemas humanos que
tanto preocupan a los hombres. El problema más grande, el más trascendental de
nuestra existencia, es el de nuestros destinos eternos.
La segunda razón
que me impulsó a escoger este tema es su enorme eficacia sobrenatural para
orientar a las almas en su camino hacia Dios. Este tema interesantísimo no
puede dejar indiferente a nadie, porque plantea los grandes problemas de la
vida humana. No se trata de una cosa fugaz y perecedera. Se trata de nuestros
destinos inmortales, y esto, a cualquier hombre reflexivo tiene que llegarle
forzosamente hasta lo más hondo del alma. Para encogerse de hombros ante él es
menester ser un loco o un insensato irresponsable.
La tercera razón,
señores, es su palpitante actualidad. Porque si este tema no puede envejecer
jamás, por tratarse del problema fundamental de la vida humana, de una manera
especialísima en estos tiempos que estamos atravesando adquiere caracteres de
palpitante actualidad. No hay más que contemplar el mundo, señores, para ver de
qué manera camina desorientado en las tinieblas por haberse puesto
voluntariamente de espaldas a la luz.
Es inútil que se
reúnan las cancillerías, que se organicen asambleas internacionales. No
lograrán poner en orden y concierto al mundo hasta que lo arrodillen ante
Cristo, ante Aquél que es la Luz del mundo; hasta que, plenamente convencidos
todos de que por encima de todos los bienes terrenos y de todos los egoísmos
humanos es preciso salvar el alma, se pongan en vigor, en todas las naciones
del mundo, los diez mandamientos de la Ley de Dios.
Con sola esta
medida se resolverían automáticamente todos los problemas nacionales e
internacionales que tienen planteados los hombres de hoy; y sin ella será
absolutamente inútil todo cuanto se intente.
Precisamente
porque el mundo de hoy no se preocupa de sus destinos eternos, porque no se
habla sino del petróleo árabe, de la hegemonía económica mundial de ésta o de
la otra nación, o de cualquier otro problema terreno materialista, en el
horizonte cercano aparecen negros nubarrones que, si Dios no lo remedia,
acabarán en un desastre apocalíptico bajo el siniestro resplandor y el
estruendo horrísono de las bombas atómicas.
Examinemos,
señores, los datos fundamentales del problema.
Desde la más
remota antigüedad se enfrentan y luchan en el mundo dos fuerzas antagónicas,
dos concepciones de la vida completamente distintas e irreductibles: la
concepción materialista, irreligiosa y atea, que no se preocupa sino de esta
vida terrena, y la concepción espiritualista, que piensa en el más allá.
La primera podría
tener como símbolo una sala de fiestas, un salón de baile, un cabaret, y sobre
su frontispicio esta inscripción, estas solas palabras: No hay más allá. Por consiguiente, vamos a gozar, vamos a
divertirnos, vamos a pasarlo bien en este mundo. Placeres, riquezas, aplausos,
honores... ¡A pasarlo bien en este mundo! Comamos y bebamos, que mañana
moriremos. Concepción materialista de la vida, señores.
Pero hay otra
concepción: la espiritualista, la que se enfrenta con los destinos eternos, la
que podría tener como símbolo una grandiosa catedral en cuyo frontispicio se
leyera esta inscripción: ¡Hay un más
allá! O si queréis esta otra más gráfica y expresiva todavía: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar el mundo
entero si al cabo pierde su alma para toda la eternidad?
He aquí, señores,
la disyuntiva formidable que tenemos planteada en este mundo. No podemos
encogernos de hombros. No podemos permanecer indiferente ante este problema
colosal, porque, queramos o no, lo tenemos todos planteado por le mero hecho de
haber nacido: “estamos ya embarcados” y no es posible renunciar a la tremenda
aventura.
Yo comprendo
perfectamente la risa y la carcajada volteriana del incrédulo irreflexivo que
se hunde totalmente en el cieno, que no vive más que para sus placeres, sus
riquezas y sus comodidades temporales. Lo comprendo perfectamente, porque es un
insensato, un loco, que no se ha planteado nunca en serio el problema del más
allá. Pero una persona que tenga un poquito de fe y otro poco de sentido común,
que sepa reflexionar y que se plantee el problema del más allá, y se encoja de
hombros ante él y diga: “La eternidad, ¿qué me importa eso?”, señores, eso no
lo comprendo, eso no lo concibo. Ante el problema pavoroso del más allá no
podemos permanecer indiferentes, no podemos encogernos de hombros. Tenemos que
tomar una actitud firme y decidida, si no queremos renunciar, no ya a la fe
cristiana, sino a la simple condición de seres racionales.
Precisamente
estos días vengo a hablaros de este gran problema de nuestros destinos eternos:
del misterio del más allá.
Esta tarde, en
las primeras de mis conferencias, voy a ceñirme exclusivamente a poner en claro
la existencia del más allá. Nada más.
No vengo en plan
apologético. Tengo muy poca fe en la apologética, señores, como instrumento
apto para convencer al que no está dispuesto a aceptar la verdad aunque brille
ante él más clara que el sol. Ya lo supo decir admirablemente uno de los genios
más portentosos que ha conocido la humanidad, una de las inteligencias más
preclaras que han brillado jamás en el mundo: San Agustín. Un hombre que
conocía maravillosamente el problema, que sabía las angustias, la incertidumbre
de un corazón que va en busca de la luz de la verdad sin poderla encontrar,
porque vivió los primeros treinta años de su vida en las tinieblas del
paganismo. Conocía maravillosamente el problema y sabía muy bien que no hay ni
pueden haber argumentos válidos contra la fe católica. No los hay, ni los puede
haber, porque la verdad no es más que una, y esa única verdad no puede ser
llamada al tribunal del error, para ser juzgada y sentenciada por él. Es
imposible, señores, que haya incrédulos de cabeza, de argumentos, incrédulos que puedan decir con sinceridad: “yo no
puedo creer porque tengo la demostración aplastante, las pruebas concluyentes
de la falsedad de la fe católica”. ¡Imposible de todo punto!
No hay incrédulos
de cabeza, pero sí muchísimos incrédulos de corazón. No tienen argumentos
contra la fe, pero sí un montón de cargas afectivas. No creen porque no les conviene creer. Porque
saben perfectamente que si creen tendrán que restituir sus riquezas mal
adquiridas, renunciar a vengarse de sus enemigos, romper con su amiguita o su
media docena de amiguitas, tendrán, en una palabra, que cumplir los diez
mandamientos de la Ley de Dios. Y no están dispuestos a ello. Prefieren vivir
anchamente en este mundo, entregándose a toda clase de placeres y desórdenes. Y
para poderlo hacer con relativa tranquilidad se ciegan voluntariamente a sí
mismos; cierran sus ojos a la luz y sus oídos a la verdad evangélica. ¡No les
da la gana de creer! No porque tengan argumentos, sino porque les sobran
demasiadas cargas afectivas.
Señores: cuando
el corazón está sano, cuando no tenemos absolutamente nada que temer de Dios,
no dudamos en lo más mínimo de su existencia. ¡Ah, pero cuando el corazón está
corrompido...! ¿No os habéis fijado que sólo los malhechores y delincuentes
–jamás las personas honradas– atacan a la Policía o la Guardia Civil?
San Agustín
conocía maravillosamente esta psicología del corazón humano y por eso escribió
esta frase lapidaria y genial: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas;
para el que no quiere creer, no tengo ninguna”.
Maravillosa
frase, señores. Para el que quiere creer, para el hombre honrado, para el
hombre sensato, para el hombre que quiere discurrir con sinceridad, tengo mil
pruebas enteramente demostrativas de la verdad de la fe católica. Pero para el
que no quiere creer, para el que cierra obstinadamente su inteligencia a la luz
de la verdad, no tengo absolutamente ninguna prueba.
A ese incrédulo
del “corazón”, a ése que lanza su carcajada volteriana porque “no le interesan
las cosas de los curas y de los frailes”, a ése no tengo que decirle
absolutamente nada. Pero que no olvide, sin embargo, la frase magistral de San
Agustín: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere
creer, no tengo ninguna”.
No me dirijo al
incrédulo volteriano. Me dirijo, sencillamente, al hombre de la calle, que vive
quizá olvidado de Dios, pero que posee un fondo honrado y un corazón recto; a
ese hombre bueno, honrado, de corazón sincero, de corazón naturalmente
cristiano, pero irreflexivo y atolondrado, que no se ha planteado nunca en
serio el problema del más allá. Con éste quiero hablar. Con éste quiero
entablar diálogo, y le digo: “amigo, escúchame, que estoy completamente seguro
de que llegaremos a un acuerdo, porque te voy a hablar a la inteligencia y al
corazón y tú tienes una inteligencia sana y un corazón noble y me vas a
escuchar con sincera rectitud de intención”.
Te voy a hablar
de la existencia del más allá. Voy a
proponerte tres argumentos. Sencillos, claros, al alcance de todas las fortunas
intelectuales. En el primero, nos moveremos en el plano de las meras posibilidades. En el segundo, llegaremos
a la certeza natural, o sea, a la que
corresponde al orden puramente humano, filosófico, de simple razón natural. Y
en tercero, llegaremos a la certeza
sobrenatural, en torno a la existencia del más allá.
Primer argumento,
señores. Nos vamos a mover en el plano de las meras posibilidades.
Las personas
cultas que me escuchan saben muy bien que Renato Descartes quiso encontrar el
principio fundamental de la filosofía planteando su famosa “duda metódica”. Se
propuso dudar de todo, incluso de las cosas más elementales y sencillas, para
ver si encontraba alguna verdad de evidencia tan clara y palmaria que fuera absolutamente imposible dudar de ella,
con el fin de tomarla como punto de partida para construir sobre ella toda la
filosofía. Y al intentar tamaña duda, escepticismo tan absoluto y universal, se
dio cuenta de que estaba pensando, y
al punto, lanzó su famoso entimema, que, en realidad, no admite vuelta de hoja,
aunque no constituye, ni mucho menos, el principio fundamental de la filosofía:
“Pienso, luego existo”.
Señores, una duda
real, absoluta y universal, que no
excluya verdad alguna, además de absurda e insensata, es herética y blasfema.
El mismo Descartes, que era y actuó siempre como católico, se encargó de
aclarar después que no había tratado en ningún momento de extender su duda
universal a las verdades sobrenaturales de la fe, sino únicamente a las de
orden puramente natural y humano.
Nosotros no vamos
a dudar un solo instante de las verdades de la fe católica. Pero vamos a fingir, vamos a imaginarnos por un
momento, que la fe católica no nos dijera absolutamente nada sobre la
existencia del más allá. Es absurda tal suposición, puesto que esa existencia
constituye la verdad primera y fundamental del catolicismo; pero vamos a imaginarnos, por un momento, ese
disparate. Y amontonando nuevos absurdos y despropósitos, vamos a suponer, por
un momento, que la razón humana no nos ofreciera tampoco ningún argumento
enteramente demostrativo de la
existencia del más allá, sino, únicamente, de su mera posibilidad.
¿Cuál debería ser
nuestra actitud en semejante suposición? ¿Qué debería hacer cualquier hombre
razonable, no ante la certeza, pero sí ante la posibilidad de la existencia de un más allá con premios y castigos eternos?
Es indudable,
señores, que aún en este caso, aún cuando no tuviéramos la certeza sobrenatural
de la fe sobre la existencia del más allá, y aún cuando la simple razón natural
no nos pudiera demostrar plenamente su existencia y tuviéramos que movernos
únicamente en el plano de las simples probabilidades y hasta de las meras
posibilidades, todavía, entonces la prudencia más elemental debería empujarnos
a adoptar la postura creyente, por lo que
pudiera ser. Nos jugamos demasiadas cosas tras esa posibilidad: no
podríamos tomarla a broma.
Reflexionad un
momento. Ved lo que ocurre con las cosas e intereses humanos. Existen infinidad
de Compañías de Seguros para asegurar un sin fin de cosas inseguras, sobre todo
cuando se trata de cosas que, humanamente hablando, vale la pena asegurar. El
mendigo harapiento que vive en una miserable chabola del suburbio de una gran ciudad, no tiene por qué
preocuparse de asegurar aquella miserable vivienda; pero el que posee un
magnífico palacio que vale millones de pesetas, hace muy bien en
asegurarlo contra un posible incendio,
porque para él, un incendio podría representar una catástrofe irreparable.
Ahora bien, al hacer el seguro contra incendios, ¿está convencido el que lo
firma de que el incendio sobrevendrá efectivamente? ¡Qué va a estar convencido!
Está casi seguro de que no se producirá, porque no solamente no es infalible
que se produzca, sino que ni siquiera es probable.
Es, simplemente, posible, nada más.
No es cosa cierta, ni infalible, ni siquiera probable, pero es posible. Y como tiene mucho que perder,
lo asegura y hace muy bien.
Otros hacen
seguro contra el pedrisco, otros contra el robo. ¿Es que están convencidos de
que sobre sus tierras vendrá el pedrisco y las arrasará, o de que vendrá el
ladrón y se apoderará de los bienes de su casa? No. Están completamente
convencidos de lo contrario. No habrá pedrisco y, si lo hay, quedará muy
localizado y no les arruinará todas sus tierras, ni muchísimo menos. Pero para
evitarse el posible perjuicio
parcial, firman la póliza del seguro. No vendrá el ladrón, pero por si acaso, aseguran sus bienes de
fortuna. Esta conducta, señores, es muy sensata y razonable. No se le puede
poner reparo alguno.
Pues, señores,
traslademos esto del orden puramente natural y humano, a las cosas del alma, al
tremendo problema de nuestros destinos eternos, y saquemos la consecuencia.
Señores, aunque
no tuviéramos la seguridad absoluta, ciertísima que tenemos ahora; aunque no
fuera ni siquiera probable, sino meramente posible
la existencia de un más allá con premios y castigos eternos (fijaos bien: con premios y castigos eternos), la prudencia más elemental debería impulsarnos a tomar
toda clase de precauciones para asegurar la salvación de nuestra alma. Porque,
si efectivamente hubiera infierno y nos condenáramos para toda la eternidad, lo
habríamos perdido absolutamente todo para siempre. No se trata de la fortuna
material, no se trata de las tierras o del magnífico edificio, sino nada menos,
que del alma, y el que pierde el alma lo perdió todo, y lo perdió para siempre.
Aunque no
tuviéramos certeza absoluta, sino sólo meras conjeturas y probabilidades,
valdría la pena tomar toda clase de precauciones para salvar el alma. Esto es
del todo claro e indiscutible. Escuchad una anécdota muy gráfica y
aleccionadora:
Dos frailes
descalzos, a las seis de la mañana, en pleno invierno y nevando copiosamente,
salían de una iglesia de París. Habían pasado la noche en adoración ante el
Santísimo sacramento. Descalzos, en pleno invierno, nevando... Y he aquí que,
en aquel mismo momento, de un cabaret situado en la acera de enfrente, salían
dos muchachos pervertidos, que habían pasado allí una noche de crápula y de
lujuria. Salían medio muertos de sueño, enfundados en sus magníficos abrigos, y
al cruzarse con los dos frailes descalzos que salían de la iglesia, encarándose
uno de los muchachos con uno de ellos, le dijo en son de burla: “Hermanito,
¡menudo chasco te vas a llevar si resulta que no hay cielo!” Y el fraile que
tenía una gran agilidad mental, le contestó al punto: “Pero ¡qué terrible
chasco te vas a llevar tú si resulta que hay infierno!”.
El argumento,
señores, no tiene vuelta de hoja. Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible
chasco se van a llevar los que no piensan ahora en el más allá, los que gozan y
se divierten revolcándose en toda clase de placeres pecaminosos! Si resulta que
hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar!
En cambio,
nosotros, no. Los que estamos convencidos de que lo hay, los que vivimos
cristianamente no podemos desembocar en un fracaso eterno. Aun suponiendo, que
no lo supongo; aun imaginando, que no lo imagino, que no existe un más allá
después de esta pobre vida, ¿qué habríamos perdido, señores, con vivir honradamente?
Porque lo único que nos prohíbe la religión, lo único que nos prohíbe la Ley de
Dios, es lo que degrada, lo que envilece, lo que rebaja al hombre al nivel de
las bestias y animales. Nos exige, únicamente, la práctica de cosas limpias,
nobles, sublimes, elevadas, dignas de la grandeza del hombre: “Sé honrado, no
hagas daño a nadie, no quieras para ti lo que no quieras para los demás,
respeta el derecho de todos, no te revuelques en los placeres inmundos,
practica la caridad, las obras de misericordia, apiádate del prójimo desvalido,
sé fiel y honrado en tus negocios, sé diligente en tus deberes familiares,
educa cristianamente a tus hijos...”
¡Qué cosas más
limpias, más nobles, más elevadas! ¿Qué habríamos perdido con vivir
honradamente, aun suponiendo que no hubiera cielo? Y, en cambio, ¿qué habríamos
ganado con aquella conducta inmoral si hay infierno y perdiéramos el alma por
no haber hecho caso de nuestros destinos eternos?
Señores, aun
moviéndonos en el plano de las meras posibilidades, les hemos ganado la partida
a los incrédulos. Nuestra conducta es incomparablemente más sensata que la
suya.
¡Ah!, pero
tenemos argumentos mucho más fuertes y decisivos. Podemos avanzar mucho más y
hasta rebasar en absoluto las meras probabilidades y entrar de lleno en el
terreno de la certeza plena. Primero en un plano natural, meramente filosófico,
y después, en un plano sobrenatural, en el plano teológico de la verdad
revelada por Dios.
Primero la
filosofía, señores. En el plano de la simple razón natural se pueden demostrar
como dos y dos son cuatro, dos verdades fundamentales: la existencia de Dios y
la inmortalidad del alma. Estas son verdades de tipo filosófico, demostrables
por la simple razón natural. Hay otras verdades que rebasan el marco de la simple
filosofía y entran de lleno en el terreno de la fe. Por ejemplo, si el mismo
Dios no se hubiese dignado revelarnos que es uno en esencia y trino en
personas, no lo hubiéramos sabido ni sospechado jamás en este mundo. La razón
natural no puede descubrir, ni sospechar siquiera, el misterio de la Santísima
Trinidad. Pero la simple razón natural, repito, puede demostrar de una manera
apodíctica, ciertísima, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Ahora
bien, si Dios existe, si el alma es inmortal, empezad vosotros mismos a sacar
las consecuencias prácticas en torno a nuestra conducta sobre la tierra.
Señores, la
existencia de Dios y la inmortalidad del alma se pueden demostrar con
argumentos apodícticos. No tengo tiempo para hacer ahora una demostración a
fondo de ambas cosas; pero, al menos, voy a exponer los rasgos fundamentales de
la demostración de la inmortalidad del alma, ya que, para negar la existencia
de Dios, hace falta estar enteramente desprovisto de sentido común.
En primer lugar,
¿existe nuestra alma? ¿Es del todo seguro e indiscutible que tenemos un alma?
En absoluto,
señores. Estamos tan seguros, y más, de la existencia del alma que la de
nuestro propio cuerpo. En absoluto, el cuerpo podría ser una ilusión del alma,
pero el alma no puede ser, de ninguna manera, una ilusión del cuerpo. Vamos a
demostrarlo con un triple argumento: ontológico, histórico y de teología
natural.
1.º Argumento ontológico. Es un hecho
indiscutible, de evidencia inmediata, que pensamos cosas de tipo espiritual, inmaterial. Tenemos ideas
clarísimas de cosas abstractas, universales, que escapan en absoluto al
conocimiento de los sentidos corporales internos os externos. Tenemos idea
clarísima de lo que es la bondad, la verdad, la belleza, la honradez, la
hombría de bien; lo mismo que de la maldad, la mentira, la fealdad, la
villanía, la delincuencia. Tenemos infinidad de ideas abstractas, enteramente
ajenas a las cosas materiales. Esas ideas no son grandes ni pequeñas, redondas
ni cuadradas, dulces ni amargas, azules ni verdes. Trascienden, en absoluto,
todo el mundo de los sentidos. Son ideas abstractas, señores. ¿Las ha visto
alguien con los ojos? ¿Las ha captado con sus oídos? ¿Las ha percibido con su
olfato? ¿Las ha tocado con sus manos? ¿Las ha saboreado con su gusto? Los
sentidos no nos dicen absolutamente nada de esto, y, sin embargo, ahí está el
hecho indiscutible, clarísimo: tenemos ideas abstractas y universales. Luego,
si nosotros tenemos ideas abstractas, universales, irreductibles a la materia,
o sea, absolutamente espirituales,
queda fuera de toda duda que hay en nosotros un principio espiritual capaz de producir esas ideas espirituales. Porque,
señores, es evidentísimo que “nadie da lo que no tiene” y nadie puede ir más
allá de lo que sus fuerzas le permiten. Los sentidos corporales no pueden
producir ideas espirituales porque lo espiritual trasciende infinitamente al
mundo de la materia y es absolutamente irreductible a ella. Luego, es
indiscutible que tenemos un principio espiritual capaz de producir ideas
espirituales; y ese principio espiritual es, precisamente, lo que llamamos alma.
Señores, el alma
existe, es evidentísimo para el que sepa reflexionar un poco. Y es evidentísimo
que el alma es espiritual, porque de ella proceden operaciones espirituales, y
la filosofía más elemental enseña que “la operación sigue siempre al ser” y es
de su misma naturaleza: luego, si el alma produce operaciones espirituales, es
porque ella misma es espiritual.
Tenemos un alma
espiritual. Pero esto equivale a decir que nuestra alma es absolutamente simple, en el sentido profundo y filosófico de la
palabra, porque todo lo espiritual es absolutamente simple, aunque no todo lo
simple sea espiritual. Todo español es europeo, aunque no todo europeo es
español. Lo espiritual es simple porque carece de partes, ya que éstas afectan únicamente al mundo de la materia
cuantitativa. Pero no todo lo simple es espiritual, porque pueden los cuerpos
compuestos descomponerse en sus elementos simples sin rebasar los límites de la
materia.
El alma es
espiritual porque es independiente de la materia; y es absolutamente simple,
porque carece de partes. Pero un ser absolutamente simple es necesariamente
indestructible, porque lo absolutamente
simple no se puede descomponer.
Examinad,
señores, la palabra descomposición.
¿Qué significa esa palabra? Sencillamente, desintegrar en sus elementos simples
una cosa compuesta.
Luego, si
llegamos a un elemento absolutamente
simple, si llegamos a lo que podríamos denominar “átomo absoluto”,
habríamos llegado a lo absolutamente indestructible. El “átomo absoluto” es
indestructible, señores. No me refiero al átomo físico. Dentro del átomo
físico, la moderna química ha descubierto todo un sistema planetario. Son los
electrones. La química moderna ha logrado desintegrar el átomo físico en sus
elementos más simples. Pero cuando se llega al “átomo absoluto” –que quizá no
pueda darse en lo puramente corporal–, se ha llegado a lo absolutamente
indestructible. Sencillamente, porque no se puede “descomponer” en elementos
más simples. Sólo cabe la aniquilación
en virtud del poder infinito de Dios.
Ahora bien, éste
es el caso del alma humana, señores. El alma humana, por el hecho mismo de ser espiritual, es absolutamente simple, es como un “átomo absoluto” del
todo indescomponible, y, por consiguiente, es intrínsecamente inmortal.
El principio de
nuestra vida espiritual, el alma, es por su propia naturaleza, absolutamente, simple, indestructible, indescomponible:
luego, es intrínsecamente inmortal.
Solamente Dios, que la ha creado, sacándola de la nada, podría destruirla aniquilándola. Dios podría hacerlo,
hablando en absoluto, pero sabemos con toda certeza, porque lo ha revelado el
mismo Dios, que no la destruirá jamás. Porque habiendo creado el alma
intrínsecamente inmortal, Dios respetará la obra de sus manos. La ha hecho Dios
así y la respetará eternamente tal como la ha hecho, no la destruirá jamás.
Nuestra alma es, pues intrínseca y extrínsecamente inmortal.
Además de este
argumento ontológico profundísimo que
deja por sí solo plenamente demostrada la inmortalidad del alma, pueden
invocarse todavía dos nuevos argumentos en el plano meramente filosófico y
puramente racional: uno de tipo histórico y otro de teología natural. Veámoslo
brevemente.
2.º Argumento histórico. Echad una ojead al
mapa-mundi. Asomaos a todas las razas, a todas las civilizaciones, a todas las
épocas, a todos los climas del mundo. A los civilizados y a los salvajes; a los
cultos y a los incultos; a los pueblos modernos y a los de existencia prehistórica.
Recorred el mundo entero y veréis cómo en todas partes los hombres
–colectivamente considerados– reconocen la existencia de un principio superior.
Están totalmente convencidos de ello. Con aberraciones tremendas, desde luego,
pero con un convencimiento firme e inquebrantable.
Hay quienes ponen
un principio del bien y otro del mal; ciertos salvajes adoran al sol; otros, a
los árboles; otros, a las piedras; otros, a los objetos más absurdos y
extravagantes. Pero todos se ponen de rodillas ante un misterioso más allá.
Señores, se ha
podido decir con la historia de las religiones en las manos, que sería más
fácil encontrar un pueblo sin calles, sin plazas, sin casas, sin habitantes (o
sea, un pueblo quimérico y absurdo, porque un pueblo con tales características
no ha existido ni existirá jamás), que un pueblo sin religión, sin una firme
creencia en la supervivencia de las almas más allá de la muerte.
¿Os dais cuenta
de la fuerza probativa de este argumento histórico? ¡Ah, señores! Cuando la
humanidad entera, de todas las razas, de todas las civilizaciones, de todos los
climas, de todas las épocas, sin haberse
puesto previamente de acuerdo coincide, sin embargo, de una manera tan
absoluta y unánime en ese hecho colosal, hay que reconocer, sin género alguno
de duda, que esa creencia es un grito que sale de lo más íntimo de la
naturaleza racional del hombre; esa exigencia de la propia inmortalidad en un más allá, procede
del mismo Dios, que la ha puesto, naturalmente,
en el corazón del hombre. Y eso no puede fallar, eso es absolutamente
infrustrable. Todo deseo natural y común
a todo el género humano, procede directamente del Autor mismo de la
naturaleza, y ese deseo no puede recaer sobre un objeto falso y quimérico,
porque esto argüiría imperfección o crueldad en Dios, lo cual es del todo
imposible. El deseo natural de la
inmortalidad prueba apodícticamente, en efecto, que el alma es inmortal.
3.º Argumento de teología natural. No me
refiero todavía a la fe. Estoy moviéndome todavía en un plano puramente natural,
puramente filosófico. Me refiero a la teología natural, a eso que llamamos
teodicea, o sea, a lo que puede descubrir la simple razón natural en torno a
Dios y a sus divinos atributos. ¿Qué nos dice esta rama de la filosofía con
relación a la existencia de un más allá? Que tiene que haberlo forzosamente,
porque lo exigen así, sin la menor duda, tres atributos divinos: la sabiduría,
la bondad y la justicia de Dios.
a) Lo exige la sabiduría, que no puede
poner una contradicción en la naturaleza humana. Como os acabo de decir, el
deseo de la inmortalidad es un grito incontenible de la naturaleza. Y Dios, que
es infinitamente sabio, no puede contradecirse; no puede poner una tendencia
ciega en la naturaleza humana que tenga por resultado y por objeto final el
vacío y la nada. No puede ser. Sería una contradicción de tipo metafísico,
absolutamente imposible. Dios no se puede contradecir.
b) Lo exige también la bondad de Dios.
Porque Dios ha puesto en nuestros propios corazones el deseo de la
inmortalidad. ¡Examinad, señores, vuestros propios corazones! Nadie quiere
morir; todo el mundo quiere sobrevivirse. El artista, por ejemplo, está soñando
en su obra de arte, para dejarla en este mundo después de su muerte,
sobreviviéndose a través de ella. Todo el mundo quiere sobrevivirse en sus
hijos, en sus producciones naturales o espirituales. Pero esto es todavía
demasiado poco. Queremos sobrevivirnos personalmente,
tenemos el ansia incontenible de la inmortalidad. La nada, la destrucción total
del propio ser, nadie la quiere ni apetece. No puede descansar un deseo natural
sobre la nada, porque la nada es la negación total del ser, es la no
existencia, y eso no es ni puede ser apetecible. El deseo, o sea la tendencia
afectiva de la voluntad, recae siempre sobre el ser, sobre la existencia,
jamás sobre la nada o el vacío. Todos tenemos este deseo natural de la
inmortalidad. Y la bondad de Dios exige que, puesto que ha sido Él quien ha
depositado en el corazón del hombre este deseo natural de inmortalidad, lo
satisfaga plenamente. De lo contrario, no habría más remedio que decir que Dios
se había complacido en ejercitar sobre el corazón del hombre una inexplicable
crueldad, una especie de suplicio de Tántalo. Pero esto sería impío, herético y
blasfemo. Luego hay que concluir que Dios ha puesto en nuestros corazones el
deseo incoercible de la inmortalidad, porque, efectivamente, somos inmortales.
c) Lo exige, finalmente, la justicia de Dios.
Señores, muchas gentes se preguntan asombradas: “¿Por qué Dios permite el mal?
¿Por qué permite que haya tanta gente perversa en el mundo? ¿Por qué permite,
sobre todo, que triunfen con tanta frecuencia los malvados y sean oprimidos los
justos?”
La contestación a
esta pregunta es muy sencilla. ¿Sabéis por qué permite Dios tamaño escándalo,
injusticias tan irritantes? Pues porque hay
un más allá en donde la virtud recibirá su premio y el crimen su castigo
merecido.
Un hombre tan
poco sospechoso de clericalismo como Juan Jacobo Rousseau, en un momento de
sinceridad, llegó a escribir su famosa frase: “Si yo no tuviera otra prueba de
la inmortalidad del alma, de la existencia de premios y castigos en el otro
mundo, que ver el triunfo del malvado y la opresión del justo acá en la tierra,
esto sólo me impediría ponerlo en duda. Tan estridente disonancia en la armonía
universal me empujaría a buscarle una solución, y me diría: Para nosotros no acaba todo con la vida;
todo vuelve al orden con la muerte.”
¡Vaya si volverá,
señores! ¡Vaya si volverá todo al orden más allá de esta vida! ¡En el plano individual,
en el familiar, en el social, en el internacional...!, todo volverá al orden
después de la muerte.
El vulgar
estafador que, escudándose en un cargo político o en el prestigio de una gran
empresa o de un comercio en gran escala, se ha enriquecido rápidamente contra
toda justicia, acaso abusando del hambre y de la miseria ajena..., ¡que se
apresure a disfrutar sin frenos ni cortapisas de esas riquezas inicuamente
adquiridas! Le queda ya poco tiempo, porque no
acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y el joven
pervertido, estudiante coleccionista de suspensos que se pasa las mañanas en la
cama, la tarde en el cine o en el fútbol y la noche en el cabaret o en el
lupanar... Y la muchacha frívola, la que vive únicamente para la diversión,
para el baile, el teatro y la novela; la que escandaliza a todo el mundo con
sus desnudeces provocativas, con el desenfado en el hablar, con su
“despreocupación” ante el problema religioso, con..., ¡que rían ahora, que
gocen, que se diviertan, que beban hasta las heces la dorada copa del placer!
Ya les queda poco tiempo, porque no acaba
todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y el casado que
pone a su capricho limitación y tasa a la natalidad, contradiciendo gravemente
los planes del Creador. Y el marido infiel que le ha puesto un piso a una mujer
perversa que no es la suya. Y el padre que no se preocupa de la cristiana
educación de sus hijos y se hace responsable de sus futuros extravíos y, acaso,
de la perdición eterna de sus almas. Y tantos y tantos otros como viven
completamente de espaldas a Dios, olvidados en absoluto de sus deberes más
elementales para con Él..., ¡pobrecitos!, ¡qué pena me dan! Porque, por
desgracia para ellos, no acaba todo con
la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y al revés. El
obrero tuberculoso que siente que se le acaban las fuerzas por momentos y se ve
obligado, a pesar de todo, a seguir trabajando para prolongar un poco su agonía
con el mísero jornal que, al final de la semana, deposita en sus manos la injusticia
de una sociedad paganizada; la pobre viuda madre de ocho hijos, que no tiene un
pedazo de pan para calmarles el hambre..., ¡que no se desesperen! Si saben
elevar sus ojos al cielo para contemplarlo a través del cristal de sus
lágrimas, pronto terminará su martirio: porque
no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y la joven
obrera, llena de privaciones y miserias, y quizá calumniada y perseguida porque
no se doblegó ante la bestialidad ajena y prefiere morirse de hambre antes de
mancillar el lirio inmaculado de su pureza..., ¡que tenga ánimo y fortaleza
para seguir luchando hasta la muerte!, porque, para dicha y ventura suya, no acaba todo con la vida; todo vuelve al
orden con la muerte.
Todo vuelve al
orden con la muerte. Lo exige así la justicia de Dios, que no puede dejar
impunes los enormes crímenes que se cometen en el mundo sin que reciban sanción
ni castigo alguno acá en la tierra, ni puede dejar sin recompensa las virtudes
heroicas que se practican en la oscuridad y el silencio sin que hayan obtenido
jamás una mirada de comprensión o de gratitud por parte de los hombres.
Pero además de
estos argumentos de tipo meramente natural o filosófico tenemos, señores, en la
divina revelación la prueba definitiva o infalible de la existencia del más
allá. ¡Lo ha revelado Dios! Y la tierra y el cielo, con todos sus astros y
planetas, pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás.
La certeza
sobrenatural de la fe es incomparablemente superior a todas las certezas
naturales, incluso a la misma certeza metafísica en la que no es posible el
error. La certeza metafísica es absoluta e infalible. Dios mismo, con toda su
omnipotencia infinita, no podría destruir una verdad metafísica. Dios mismo,
por ejemplo, no puede hacer que dos y dos no sean cuatro, o que el todo no sea
mayor que una de sus partes. Tenemos de ello certeza absoluta, metafísica,
infalible; porque lo contrario envuelve contradicción, y lo contradictorio no
existe ni puede existir: es una pura quimera de nuestra imaginación. La certeza
metafísica es una certeza absolutamente infalible.
Pues bien: La
certeza de fe supera todavía a la certeza metafísica. No porque la certeza
metafísica pueda fallar jamás, sino porque la certeza de fe nos da a beber el
agua limpia y cristalina de la verdad en la fuente o manantial mismo de donde
brota –el mismo Dios, Verdad Primera y Eterna, que no puede engañarse ni
engañarnos–, mientras que la certeza metafísica nos la ofrece en el riachuelo
del discurso y de la razón humanas.
Las dos certezas
nos traen la verdad absoluta, natural o sobrenaturalmente; pero la fe vale más
que la metafísica, porque su objeto es mucho más noble y porque está más cerca
de Dios.
Dios ha hablado,
señores. Ha querido hacerse hombre, como uno cualquiera de nosotros, para
ponerse a nuestro alcance, hablar nuestro mismo idioma y enseñarnos con nuestro
lenguaje articulado el camino del cielo. Y ved lo que nos ha dicho:
“Yo soy la
resurrección y la vida: el que cree en Mí, aunque muera, vivirá.” (Jn 11, 25)
“Estad, pues, prontos,
porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.” (Lc 12, 40)
“No tengáis miedo
a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a
Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en el infierno.” (Mt 10, 28)
“¿Qué le
aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16, 26)
“Porque el Hijo
del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces
dará a cada uno según sus obras.” (Mt 16, 27)
“E irán al
suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna.” (Mt 25, 46)
Lo ha dicho
Cristo, señores, el Hijo de Dios vivo. Lo ha dicho la Verdad por esencia, Aquél
que afirmó de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.” (Jn 16, 6)
¡Qué gozo y qué satisfacción tan íntima para el pobre corazón humano que siente
ansia y sed inextinguible de inmortalidad! Nos lo asegura el mismo Dios: ¡somos
inmortales! Llegará un día en que nuestros cuerpos, rendidos de cansancio por
las luchas de la vida, se inclinarán hacia la tierra y descenderán al sepulcro,
mientras el alma volará a la inmortalidad. Cuando el leñador abate con su hacha
el viejo árbol carcomido, el pájaro que anidaba en sus ramas levanta el vuelo y
se marcha jubiloso a cantar en otra parte. ¡Qué bien lo sabe decir la liturgia
católica en el maravilloso prefacio de difuntos! Con esa visión de paz y de
esperanza quiero terminar esta mi primera conferencia cuaresmal:
“Para tus fieles,
Señor, la vida se cambia, pero no se quita; y al disolverse la casa de esta
morada terrena, se nos prepara en el cielo una mansión eterna.”
Que así sea.
II
EL TRÁNSITO AL MÁS ALLÁ
Planteábamos
ayer, en el primer día de esta serie de conferencias cuaresmales, el problema
de los destinos eternos del hombre y demostrábamos la existencia del más allá a
la luz de la simple razón natural, y, sobre todo, a la luz sobrenatural de la
fe apoyada directamente en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni
engañarnos. Hay un más allá después de esta vida.
Esta tarde vamos
a dar un paso más. Y vamos a hablar del momento de transición, del salto al más
allá, de la hora decisiva de la muerte. Sé muy bien que este tema resulta muy
antipático a la inmensa mayoría de la gente. “¡Por Dios!, padre: háblenos usted
de lo que quiera menos de la muerte. La muerte es una cosa muy triste y
desagradable. Háblenos de cualquier otra cosa, pero deje ese asunto tan
trágico.”
Esta es una
actitud insensata, señores, una actitud suicida y anticristiana. ¡Si dejando de
pensar en la muerte pudiéramos alejarla de nosotros...! Pero vendrá, sin falta,
en el momento que Dios nuestro Señor ha fijado para nosotros desde toda la
eternidad: tanto si pensamos en ella como si dejamos de pensar. Y como resulta
que ese momento es el más importante de nuestra existencia, porque es el
momento decisivo del que depende nada menos que nuestra eternidad, vale la pena
dejar a un lado sentimentalismos absurdos y plantearse con seriedad este
tremendo problema de la transición al más allá.
Ayer os decía que
se disputaban el mundo dos concepciones antagónicas de la vida: la concepción
materialista, que niega la existencia del más allá y no piensa sino en reír,
gozar y divertirse, y la concepción espiritualista, que, proclamando la
realidad de un más allá, se preocupa de vivir cristianamente, teniendo siempre
a la vista la divina sentencia de Nuestro Señor Jesucristo: “¿Qué le aprovecha
al hombre ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la
eternidad?”.
Pues así como hay
dos concepciones de la vida, también hay dos concepciones de la muerte. La
concepción pagana, la concepción materialista, que ve en ella el término de la
vida, la destrucción de la existencia humana, la que, por boca de un gran
orador pagano, Cicerón, ha podido decir: “La muerte es la cosa más terrible
entre las cosas terribles” (omnium terribilium,
terribilissima mors); y la concepción cristiana, que considera a la muerte
como un simple tránsito a la inmortalidad.
Porque, señores,
a despecho de la propia palabra, aunque parezca una paradoja y una
contradicción, la muerte no es más que el tránsito a la inmortalidad.
Qué bien lo supo
comprender nuestra incomparable Santa Teresa de Jesús cuando decía:
Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta venir,
porque el gozo de morir
no me vuelva a dar la vida.
que no te sienta venir,
porque el gozo de morir
no me vuelva a dar la vida.
Tengo la
pretensión, señores, de presentaros esta tarde una visión simpática y atractiva
de la muerte. La muerte, para el pagano, es “la cosa más terrible entre todas
las cosas terribles”, tenía razón el gran orador romano. Pero para el cristiano
es el tránsito a la inmortalidad, la entrada en la vida verdadera. Contemplada
con ojos cristianos, la muerte no es una cosa trágica, no es una cosa terrible,
sino al contrario, algo muy dulce y atractivo, puesto que representa el fin del
destierro y la entrada en la patria verdadera.
Vamos a ver, en
primer lugar, señores, las características generales de este gran fenómeno de
la muerte. Son tres, principalmente: ciertísima
en su venida, insegura en sus
circunstancias y única en la vida.
Vamos a comentarlas un poquito.
Ante todo es
ciertísima en su venida.
Señores, la
historia de la filosofía coincide con la historia de las aberraciones humanas.
¡Cuántos absurdos se han llegado a decir en el mundo en nombre de la ciencia y
de la filosofía! Y, sin embargo, está todavía por nacer un hombre tan insensato
que se haya forjado la ilusión de que él no va a morir. No ha habido ningún
hombre tan estúpido que haya lanzado la siguiente afirmación: “Yo viviré
eternamente sobre la tierra; yo no moriré jamás.”
¡Pero si lo
estamos viendo todos los días...! La muerte es un fenómeno que diariamente
contemplamos con los ojos y tocamos con las manos. Cuando vamos al cementerio,
estamos plenamente convencidos de la verdad de aquella inscripción que leemos
en cualquiera de las losas funerarias: Hodie
mihi, cras tibi (“hoy me ha tocado a mí, pero mañana te tocará a ti.”) Lo
estamos viendo todos los días. No solamente los ancianos o los enfermos
decrépitos, hasta los jóvenes se mueren con frecuencia en la plenitud de su
juventud en la primavera de su vida. Nadie puede hacerse ilusiones, nadie se
escapará de la muerte. No vale alegar argumentos, es inútil invocar el cargo o
la posición social. No les aprovechó para nada la tiara a los Papas, ni el
cetro a los reyes o emperadores, ni el poder a Napoleón o a Alejandro Magno, ni
las riquezas a Creso, ni la sabiduría a Salomón. Todos rindieron su tributo a
la muerte:
San Pablo decía: Quotidie morior (“todos los días muero
un poco”). Él se refería al desgaste que experimentaba por el celo y solicitud
de las Iglesias encomendadas a su cuidado; pero esto mismo podremos repetir
nosotros en cualquier momento de nuestra vida: todos los días morimos un poco.
Los sufrimientos, las enfermedades, el aire que respiramos, los alimentos que
ingerimos, el frío, el calor, el desgaste de la vida diaria nos van matando
poco a poco. Todos los días morimos un poquito: quotidie morior, hasta que llegará un momento en que moriremos del
todo.
No hace falta
insistir en este hecho tan claro. La certeza de la muerte es tan absoluta, que
nadie se ha forjado jamás la menor ilusión. Moriremos todos, irremediablemente
todos.
Dios no hizo la
muerte, señores. La muerte entró en el mundo por el pecado.
¡Qué maravilloso
el plan de Dios sobre nuestros primeros padres en el Paraíso terrenal! Además
de elevarlos al orden sobrenatural de la gracia, les enriqueció con tres dones preternaturales verdaderamente
magníficos: el de inmortalidad, en
virtud del cual no debían morir jamás; el de impasibilidad, que les hacía invulnerables al dolor y al
sufrimiento, y el de integridad, que
les daba el control absoluto de sus propias pasiones, perfectamente dominadas y
gobernadas por la razón. ¡Ah!, pero cometieron el crimen del pecado original,
y, en castigo del mismo, Dios les retiró esos tres dones preternaturales
juntamente con la gracia y las virtudes infusas. Y, al desaparecer el
privilegio gratuito de la inmortalidad, el cuerpo, que es de suyo corruptible,
quedó ipso facto condenado a la
muerte. He aquí, señores, de qué manera la muerte es un castigo del pecado; y
como todos somos pecadores, nadie absolutamente se escapará de esta ley
inexorable: ciertamente moriremos todos.
Pero si la muerte
es ciertísima en su venida, es muy incierta e insegura en su hora y en sus
circunstancias.
Podemos catalogar
y dividir las distintas clases de muerte en cuatro fundamentales: muerte
natural, prematura, violenta y repentina.
¿A qué llamamos
muerte natural? A la que sobreviene
por mera consunción y desgaste, sin enfermedad alguna que la produzca
directamente. Se pregunta, a veces, la gente: “¿De qué ha muerto fulano de tal?
No lo sabe nadie, ni siquiera el médico. ¿Cuántos años tenía? Noventa y dos”.
Señores, está
claro: ha muerto de muerte natural, de senectud, de vejez. No se necesita nada
más.
Pero, a veces,
ocurre todo lo contrario. Es una muerte prematura.
En la flor de la juventud, en la primavera de la vida... ¡Cuántos jóvenes se
mueren! No ya por accidentes imprevistos –por un disparo casual, por un
atropello de automóvil, etc.–, sino por simple enfermedad, en su cama, se
mueren también los jóvenes. No con tanta frecuencia, pero se mueren también. En
el Evangelio tenemos algunos casos: el hijo de la viuda de Naím y el de la hija
de Jairo. En plena juventud, en la primavera de la vida, se les cortó el hilo
de la existencia: muerte prematura. Las familias que hayan tenido que sufrir
este rudo golpe, que llega a lo más íntimo del alma, levanten sus ojos al cielo
y adoren los designios inescrutables de la providencia de Dios. Él sabe por qué
lo llevó allá. Acaso para que su pureza y su candor no se agostaran algún día
en el clima abrasador del mundo. Dios les reclamó para Sí, y allá arriba nos
esperan llenos de radiante felicidad.
Otras veces
sobreviene la muerte de una manera violenta.
Un agente extrínseco, completamente imprevisto, nos arrebata la vida en el
momento menos pensado. Y unos perecen atropellados por un camión; otros,
ahogados en el mar; otros, fulminados por un rayo; otros, en un choque de
trenes; otros, al estrellarse el avión en que viajaban; otros... No es posible
enumerar todas las clases de muertes violentas que pueden arrebatarnos la
existencia en el momento menos pensado. Un momento antes, llenos de salud y de
vida, un momento después, cadáver. ¡A cuántos les ha ocurrido así!
La cuarta clase
de muerte es la repentina. No es lo
mismo muerte violenta que muerte repentina.
Muerte violenta, como hemos dicho, es la producida por un agente extrínseco a nosotros, como cualquiera
de esos que acabo de enumerar. Muerte repentina, por el contrario, es la que
sobreviene por una causa intrínseca
que llevamos ya dentro de nosotros mismos. Por ejemplo, una hemorragia
cerebral, un aneurisma, un colapso cardíaco, una angina de pecho pueden
producirnos una muerte inesperada e instantánea. Cuando menos lo esperamos:
hablando, comiendo, paseando, podemos caer como fulminados por un rayo, He ahí
la muerte repentina.
¿Cuál será la
nuestra? Nadie puede contestar a esta pregunta. Para muchos de nosotros ya no
es posible una muerte prematura. Ya no moriremos en plena juventud. Pero ¿cuál
de las otras tres, la violenta, la repentina o la natural en plena vejez, será
la nuestra? Nadie en absoluto nos lo podría decir, sino únicamente Dios.
Estemos siempre preparados, porque aunque es ciertísimo que hemos de morir, es
insegura la hora y las circunstancias de nuestra muerte.
Pero lo más serio
del caso, señores, es que moriremos una
sola vez. Lo dice la Sagrada Escritura y lo estamos viendo todos los días
con nuestros ojos. Nadie muere más que una sola vez. Es cierto que ha habido
alguna excepción en el mundo. Ha habido quienes han muerto dos veces. En el
Evangelio, por ejemplo, tenemos tres casos, correspondientes a los tres muertos
que resucitó Nuestro Señor Jesucristo. Santo Domingo de Guzmán, el glorioso
fundador de la Orden a la que tengo la dicha de pertenecer, resucitó también
tres muertos. San Vicente Ferrer y otros muchos Santos hicieron también este
milagro estupendo. Pero estas excepciones milagrosas son tan raras, que no
pueden tenerse en consideración ante la ley universal de la muerte única.
Moriremos una sola vez. Y en esa muerte única se decidirán, irrevocablemente,
nuestros destinos eternos. Nos lo jugamos todo a una sola carta. El que acierte
esa sola vez, acertó para siempre; pero el que se equivoque esa sola vez, está
perdido para toda la eternidad. Vale la pena pensarlo bien y tomar toda clase
de medidas y precauciones para asegurarnos el acierto en esa única y suprema
ocasión. Yo quisiera, señores, haceros reflexionar un poco en torno a la
preparación para la muerte.
Podemos
distinguir dos clases de preparación: una, remota, y otra, próxima.
Llamo yo
preparación remota la de aquel que
vive siempre en gracia de Dios. Al que tiene sus cuentas arregladas ante Dios,
al que vive habitualmente en gracia, puede importarle muy poco cuáles sean las
circunstancias y la hora de su muerte, porque en cualquier forma que se
produzca tiene completamente asegurada la salvación eterna de su alma. Esta es
la preparación remota.
Preparación próxima es la de aquel que tiene la
dicha de recibir en los últimos momentos de su vida los Santos Sacramentos de
la Iglesia: Penitencia, Eucaristía por Viático. Extremaunción, e, incluso, los
demás auxilios espirituales: la bendición Papal, la indulgencia plenaria y la
recomendación del alma. Esta es la preparación próxima.
Combinando y
barajando estas dos clases de preparación podemos encontrar hasta cuatro tipos
distintos de muerte: sin preparación próxima ni remota; con preparación remota,
pero no próxima; con preparación próxima, pero no remota, y con las dos
preparaciones.
Vamos a examinarlas
una por una.
Primer tipo de muerte. –
Sin preparación próxima ni remota, o sea, ausencia total de preparación. Es la
muerte de los grandes impíos, de los grandes incrédulos, de los grandes
enemigos de la Iglesia; la muerte de los que no se han contentado con ser
malos, sino que además han sido apóstoles del mal, han sembrado semillas de
pecado, han procurado arrastrar a la condenación al mayor número posible de
almas.
Estos no han
tenido preparación remota: han vivido siempre en pecado mortal. Y, por una
consecuencia lógica y casi inevitable, suelen morir también sin preparación
próxima, obstinados en su maldad. Porque, por lo general, señores, salvo raras
excepciones, la muerte no es más que un eco de la vida. Tal como es la vida,
así suele ser la muerte. Si el árbol está francamente inclinado hacia la
derecha, o francamente inclinado hacia la izquierda, lo corriente y normal es
que, al caer tronchado por el hacha, caiga, naturalmente, del lado a que está
inclinado. Esta es la muerte sin preparación próxima ni remota. La de los
grandes impíos, la de los grandes herejes, la de los grandes enemigos de la
Iglesia.
Esta fue la
muerte de Voltaire, el de las grandes carcajadas: “Ya estoy cansado de oír que
a Cristo le bastaron doce hombres para fundar su Iglesia y conquistar el mundo.
Voy a demostrar que basta uno solo para destruir la Iglesia de Cristo”.
¡Pobrecito! Él sí
que quedó destruido.
Escuchad. Os voy
a leer la declaración del médico Mr. Tronchin, protestante, que asistió en su
última enfermedad al patriarca de los incrédulos. Va a decirnos él,
personalmente, lo que vio:
“Poco tiempo
antes de su muerte, Mr. Voltaire, en medio de furiosas agitaciones, gritaba
furibundamente: Estoy abandonado de Dios y de los hombres. Se mordía los dedos,
y echando mano a su vaso de noche, se lo bebió. Hubiera querido yo que todos
los que han sido seducidos por sus libros hubieran sido testigos de aquella
muerte. No era posible presenciar semejante espectáculo”.
La Marquesa de la
Villete, en cuya casa murió Voltaire y que presenció sus últimos momentos,
escribe textualmente:
“Nada más
verdadero que cuanto Mr. Tronchin –el médico, cuya declaración acabo de leer–
afirma sobre los últimos instantes de Voltaire. Lanzaba gritos desaforados, se
revolvía, se le crispaban las manos, se laceraba con las uñas. Pocos minutos
antes de expirar llamó al abate Gaultier. Varias veces quiso hicieran venir a
un ministro de Jesucristo. Los amigos de Voltaire, que estaban en casa, se
opusieron bajo el temor de que la presencia de un sacerdote que recibiera el
postrer suspiro de su patriarca derrumbara la obra de su filosofía y
disminuyera sus adeptos. Al acercarse el fatal momento, una redoblada
desesperación se apoderó del moribundo. Gritaba que sentía una mano invisible
que le arrastraba ante el tribunal de Dios. Invocaba con gritos espantosos a
aquel Cristo que él había combatido durante toda su vida; maldecía a sus
compañeros de impiedad; después, deprecaba o injuriaba al cielo una vez tras
otra; finalmente, para calmar la ardiente sed que le devoraba, llevóse su vaso
de noche a la boca. Lanzó un último grito y expiró entre la inmundicia y la
sangre que le salía de la boca y de la nariz”.
Esta es la muerte
sin preparación próxima ni remota. Y conste, señores, que yo no afirmo la condenación
de Voltaire; yo no digo que esté en el infierno. La Iglesia no lo ha dicho
jamás. No sabemos lo que pudo ocurrir un segundo antes de separarse el alma del
cuerpo, cuando se había producido ya el fenómeno de la muerte aparente. Pero
sabemos lo que pasó en los últimos momentos visibles de su vida, puesto que lo
presenciaron los testigos que acabo de citar. Si está en el infierno o no, eso
no lo podemos asegurar, puesto que la
Iglesia no lo ha dicho jamás. Pero, ¡qué terrible manera de comparecer
ante Dios: sin preparación próxima ni remota!
Segunda manera de morir:
con preparación próxima, pero no remota. ¿Qué significa esto? El que vive
habitualmente en pecado mortal, no tiene preparación remota; pero, por la
infinita misericordia de Dios, a veces ocurre que muere con preparación
próxima. Uno que ha vivido en la impiedad, incluso que ha combatido a la
Iglesia, puede ocurrir –y ocurre a veces, porque la misericordia de Dios es
infinita– que a la hora de la muerte, cuando ve ante sus ojos el espantoso abismo
en que se va a sumergir para toda la eternidad, movido por la divina gracia, se
vuelve a Dios con un sincero y auténtico arrepentimiento que le vale la
salvación eterna de su alma. Puede ocurrir y ha ocurrido de hecho muchas veces,
por la infinita misericordia de Dios.
Pero ¡pobre del
que confíe en eso para vivir mientras tanto tranquilamente en pecado! ¡Pobre de
él! Ese tal trata de burlarse de Dios, y el apóstol San Pablo nos advierte
expresamente que Deus non irridetur:
de Dios nadie se ríe. El que ha vivido mal por irreflexión, atolondramiento o
ligereza, puede ser que a la hora de la muerte Dios tenga compasión de él y le
dé la gracia del arrepentimiento. Pero el que ha vivido mal, precisamente
confiado y apoyado en la misericordia de Dios, confiado y apoyado en que a la
hora de la muerte tendrá tiempo de arrepentirse y salvarse, y, mientras tanto,
sigue pecando tranquilamente, ese trata de burlarse de Dios, y pagará bien cara
su loca temeridad y su incalificable osadía.
Sean pocos o
muchos los que se salvan, ese que trata de robar el cielo después de haberse
reído de Dios, es indudable que será uno de los pocos o muchos que se condenen.
¡Ese se pierde para toda la eternidad!
Tercera manera de morir:
con preparación remota, pero no próxima. No juguemos con fuego. Tengamos al
menos la preparación remota, por si acaso Dios no nos concede la preparación
próxima. Con la preparación remota, tenemos asegurada la salvación del alma; y
para eso basta con que vivamos sencillamente en gracia de Dios. Si vivimos
siempre en gracia de Dios, si en cualquier momento de nuestra vida tenemos bien
ajustadas nuestras cuentas con Dios, si tenemos ese tesoro infinito que se
llama la gracia santificante, nos puede importar muy poco la manera, el modo y
las circunstancias de nuestra muerte. Es muy de desear –y hay que pedírselo con
toda el alma a Dios– que nos conceda también la preparación próxima; pero, al
menos, si tenemos la remota, lo tenemos asegurado todo.
Tomemos esta
determinación, señores, en estos días de conferencias cuaresmales. Es preciso
formar algún propósito concreto para toda nuestra vida, porque, de lo
contrario, estas luces que ahora nos da Dios, no serían más que un castillo de
fuegos artificiales, una llamada fugaz y transitoria. Es preciso que tomemos
determinaciones para toda nuestra vida, señores. Y una de las más fundamentales
tiene que ser ésta: en adelante no voy a cometer jamás la tremenda imprudencia
de acostarme una sola noche en pecado mortal, porque puedo amanecer en el
infierno.
Reflexionad un
instante: ¿quién de vosotros se atrevería a acostarse una noche con una víbora
venenosa en la cama? Hasta que no le aplastaseis la cabeza no podríais
conciliar el sueño: es cosa clara y evidente. Y son legión los que tienen una
víbora venenosa en su alma, los que
viven habitualmente en pecado mortal con gravísimo peligro de hundirse para
siempre en el abismo eterno, ¡y ríen, y gozan, y se divierten! Y por la noche
se acuestan tranquilamente en pecado mortal y logran conciliar el sueño como si
no les amenazara daño alguno. Señores, ¿es que son malos? Tal vez no. Puede que
no lo sean en el fondo. Pero es indudable que son atolondrados, irreflexivos,
inconscientes; es indudable que no piensan, que no se dan cuenta del tremendo
peligro que pende sobre sus cabezas a manera de espada de Damocles. En el
momento menos pensado puede rompérsele el hilo de la vida y se hunden para
siempre en el abismo. Vivamos siempre en gracia de Dios y pidámosle al Señor
nos conceda también la preparación próxima para la muerte.
Porque ésa es la cuarta manera de morir y la que hemos de
procurar con todos los medios a nuestro alcance: con la doble preparación. Con
la preparación remota del que ha vivido cristianamente, siempre en gracia de
Dios, y con la preparación próxima del que a la hora de la muerte corona
aquella vida cristiana con la recepción de los Santos Sacramentos y de los
auxilios espirituales de la Iglesia: Penitencia, Eucaristía por Viático,
Extremaunción, recomendación del alma, bendición papal.
Preparación
próxima y preparación remota. Es la muere envidiable de los Santos, de la que
dice la Sagrada Escritura que es preciosa delante del Señor: Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum
ejus.
Los Santos que
han vivido intensamente estas ideas, no solamente no temían la muerte, sino que
la llamaban y deseaban con toda su alma para volar al cielo. Porque la muerte
cristiana, señores, tiene las siguientes sublimes características que la hacen
infinitamente deseable y atractiva: morir en Cristo, morir con Cristo y morir como
Cristo.
En primer lugar, morir en Cristo. ¿Qué significa morir en
Cristo? Significa morir cristianamente, con la gracia santificante en nuestra
alma, que nos da derecho a la herencia infinita del cielo.
¡Qué burla y qué
sarcasmo, señores, cuando en los grandes cementerios de las modernas ciudades
se ponen sobre las tumbas de los grandes impíos aquellos epitafios
rimbombantes: “Aquí yace un gran guerrero, un gran artista, un gran literato,
un gran emperador”! ¡Pero los ángeles de la guarda que están velando el sueño
de los justos son los únicos que pueden leer el verdadero y auténtico epitafio
de muchas de aquellas tumbas que el mundo venera: “Aquí yace un condenado para
toda la eternidad”!
Ojalá que a cada
uno de nosotros se nos pueda poner este sencillo epitafio, pero auténtico, que
refleje la verdad: “Murió cristianamente, con la gracia de Dios en su corazón”.
Y que se lleven los mundanos los mausoleos espléndidos, las flores que para
nada sirven, los homenajes póstumos que nada remedian, las sesiones necrológicas,
los ridículos “minutos de silencio...”, ¡que se lo lleven todo los mundanos! A
nosotros nos basta con morir cristianamente: nada más.
¡Morir
cristianamente! ¿Sabéis lo que eso significa?
En primer lugar,
es el término del combate. En este mundo
estamos librando todos una tremenda batalla –lo dice la Sagrada Escritura–
contra los tres enemigos del alma: mundo, demonio y carne. Estamos librando un
combate. Pero llega la hora de la muerte, y si tenemos la dicha de morir
cristianamente, nos convertimos en el soldado que termina victorioso la batalla
y se ciñe para siempre el laurel de la victoria. En el labrador, que después de
haber regado tantas veces la tierra con el sudor de su frente, recoge los
frutos de la espléndida y ubérrima cosecha. En el enfermo, que ve terminados
para siempre sus sufrimientos y entra para siempre en la región de la salud y
de la vida. ¡Qué bien lo sabe decir la Iglesia Católica cuando pronuncia sobre
el cristiano que acaba de expirar aquella fórmula sublime: Requiescat in pace: “Descansa en paz”!
En segundo lugar,
la muerte cristiana es la arribada al
puerto de seguridad.
En este mundo no
podemos estar seguros. Absolutamente nadie. Ni el Soberano Pontífice, ni los
mismos Santos mientras vivían acá en la tierra: nadie puede estar seguro de que
morirá cristianamente. Dice el Concilio de Trento que, a menos de una
revelación especial de Dios, nadie puede saber con seguridad si se salvará o si
se condenará; si recibirá de Dios el don sublime de la perseverancia final, o
si lo dejará de recibir. No lo podemos saber. Es un interrogante angustioso que
está suspendido sobre nuestras cabezas. Ni los Santos estaban seguros de sí
mismos. Porque, aunque ahora seamos buenos, aunque estemos ahora en gracia de
Dios, ¿qué será de nosotros dentro de diez años, dentro de veinte, y, sobre
todo, a la hora de nuestra muerte? Es un misterio, no lo podemos saber.
¡Ah!, pero cuando
se muere cristianamente, es el ruiseñor que rompe para siempre los hierros de
su jaula y vuela jubiloso a la enramada. Es el náufrago, que después de haber
luchado contra las olas embravecidas que amenazaban tragarle hasta el fondo del
océano, salta por fin a las playas eternas. Es la caravana, que después de
haber atravesado las arenas abrasadoras del desierto, llega por fin al risueño
y fresco oasis. Es la nave que llega al puerto después de peligrosa travesía.
Es emerger de la penumbra del valle y bañarse para siempre en océanos de
clarísima luz en lo alto de la montaña. El alma del que muere cristianamente
queda confirmada en gracia, ya no puede perder a Dios, ya tiene asegurada para
siempre la felicidad eterna.
Por eso la muerte
cristiana es la entrada en la vida
verdadera. ¡Cuánta pobre gente equivocada, que ha vivido y respirado el
ambiente del mundo y está completamente convencida de que esta vida es la vida
verdadera, la que hay que conservar a todo trance! ¡Qué tremenda equivocación!
¡Esta vida no es
la vida! Un filósofo pagano exclamaba con angustia: “Ningún sabio satisface –
esta duda que me hiere–: ¿es el que muere el que nace –o es el que nace el que
muere–?”
No sabía
contestar esa pregunta porque carecía de las luces de la fe. Pero a su brillo
deslumbrante, ¡qué fácil es contestar a ella!
Que se lo
pregunten a San Pablo y les dirá: “Estoy deseando morir para unirme con
Cristo”.
Pregúntenlo a
Santa Teresa de Jesús y les contestará con sublime inspiración: “Aquella vida
de arriba, que es la vida verdadera –hasta
que esta vida muera–, no se alcanza estando viva...” O quizá de esta otra
forma: “Vivo sin vivir en mí –y tan alta vida espero– que muero porque no
muero”.
Que se lo digan a
Santa Teresita de Lisieux, la Santa más grande de los tiempos modernos, en
frase del inmortal Pontífice San Pío X. Cuando la angelical florecilla del
Carmelo estaba para exhalar su último suspiro, el médico que la asistía le
preguntó: “¿Está vuestra caridad resignada para morir?” Y la santita, abriendo
desmesuradamente sus ojos, llena de asombro, le contestó: “¿Resignada para
morir? Resignación se necesita para vivir, pero ¡para morir! Lo que tengo es
una alegría inmensa”.
Los Santos,
señores, tenían razón. No estaban locos. Veían, sencillamente, las cosas tal
como son en realidad. La inmensa mayoría de los hombres no las ven así. No se
dan cuenta de que están haciendo un viaje en ferrocarril y no se preocupan más
que del vagón en el que están haciendo la travesía: el negocio, el porvenir
humano, el aumento del capital. Todo eso que tendrán que dejar dentro de unos
años, acaso dentro de unos cuantos días nada más. No se dan cuenta de que el
ferrocarril de la vida va devorando kilómetros y más kilómetros, y en el
momento en que menos lo esperen, el silbato estridente de la locomotora les
dará la terrible noticia: estación de
llegada. Y al instante, sin un momento de tregua, tendrán que apearse del
ferrocarril de la vida y comparecer delante de Dios. Entonces caerán en la
cuenta de que esta vida no es la vida.
Ojalá lo adviertan antes de que su error no tenga ya remedio para toda la
eternidad.
La segunda
característica de la muerte cristiana es morir
con Cristo. ¿Qué significa esto? Significa exhalar el último suspiro
después de haber tenido la dicha inefable de recibir a Jesucristo Sacramentado
en el corazón.
¡El Viático! ¡Qué
consuelo tan inefable produce en el alma cristiana el simple recuerdo del
Viático! La Eucaristía es un milagro de amor, de sublime belleza y poesía en
cualquier momento de la vida. Pero la Eucaristía por Viático es el colmo de la
dulzura, de la suavidad y de la misericordia de Dios. Poder recibir en el
corazón a Jesucristo Sacramentado en calidad de Amigo y de Buen Pastor momentos
antes de comparecer ante Él como Juez Supremo de vivos y muertos, es de una
belleza y de una emoción indescriptibles. ¡Qué paz, qué dulzura tan inefable se
apodera del pobre enfermo al abrazar en su corazón a su gran Amigo, que viene a
darle la comida para el camino –que
eso significa la palabra Viático– y ayudarle amorosamente en el supremo
tránsito a la eternidad! Cuando desde lo íntimo de su alma, el pobre pecador le
pide perdón a su Dios por última vez, antes de comparecer ante Él, sin duda
alguna que Nuestro Señor Jesucristo, que vino a la tierra precisamente a salvar
lo que había perecido (Mt, 18, 11) y
en busca de los pobres pecadores (Mt 9,
13) le dará al agonizante la seguridad firmísima de que la sentencia que
instantes después pronunciará sobre él será de salvación y de paz.
¡Y que una cosa
tan bella y sublime como el Viático estremezca de espanto a la inmensa mayoría
de los hombres, incluso entre los cristianos y devotos! Son innumerables los
crímenes a que ha dado lugar tamaña insensatez y locura. ¡Cuántos desgraciados
pecadores se han precipitado para siempre en el infierno porque su familia
cometió el gravísimo crimen de dejarles morir sin Sacramentos por el estúpido y
anticristiano pretexto de no asustarles!
Este verdadero crimen es uno de los mayores pecados que se pueden cometer en
este mundo, uno de los que con mayor fuerza claman venganza al cielo. ¡Ay de la
familia que tenga sobre su conciencia este crimen monstruoso! El Viático no
empeora al enfermo, sino, al contrario, le reanima y conforta, hasta
físicamente, por redundancia natural de la paz inefable que proporciona a su
alma. Pero, aún suponiendo que por el ambiente anticristiano que se respira por
todas partes en el mundo de hoy, asustara un poco al enfermo la noticia de que
tiene que recibir el Viático, ¿y qué? ¿No es mil veces preferible que vaya al
cielo después de un pequeño o de un gran susto, antes que, sin susto alguno,
descienda tranquilamente al infierno para toda la eternidad? ¡Y qué cosa tan
evidente y sencilla no la vean tantísimos malos cristianos que cometen la
increíble insensatez y el enorme crimen de dejar morir como un perro a uno de
sus seres queridos! Gravísima responsabilidad la suya, y terrible la cuenta que
tendrán que dar a Dios por la condenación eterna de aquella desventurada alma a
la que no quisieron “asustar”.
Escarmentad todos
en cabeza ajena. Advertid a vuestros familiares que os avisen inmediatamente al
caer enfermos de gravedad. La recepción del Viático por los enfermos graves es
un mandamiento de la Santa Madre Iglesia, que obliga a todos bajo pecado mortal, lo mismo que el de
oír Misa los domingos o cumplir el precepto pascual. Y como la mejor
providencia y precaución es la que uno toma sobre sí mismo, procurad vivir
siempre en gracia de Dios y llamad a un sacerdote por vuestra propia cuenta
–sin esperar el aviso de vuestros familiares– cuando caigáis enfermos de alguna
consideración.
La tercera
característica de la muerte cristiana es morir
como Cristo. ¿Cómo murió Nuestro Señor Jesucristo? Mártir del cumplimiento
de su deber. Había recibido de su Eterno Padre la misión de predicar el
Evangelio a toda criatura y de morir en lo alto de una cruz para salvar a todo
el género humano, y lo cumplió perfectamente, con maravillosa exactitud.
Precisamente, cuando momentos antes de morir contempló en sintética mirada
retrospectiva el conjunto de profecías del Antiguo Testamento que habían
hablado de Él, vio que se habían cumplido todas al pie de la letra, hasta en
sus más mínimos detalles. Y fue entonces cuando lanzó un grito de triunfo: ¡Consumatum est, todo está cumplido!
¡Qué dicha la
nuestra, señores, si a la hora de la muerte podemos exclamar también: “He
cumplido mi misión en este mundo, he cumplido la voluntad adorable de Dios”!
Cierto que no
podremos decirlo del mismo modo que Nuestro Señor Jesucristo. Cierto que todos
somos pecadores y hemos tenido, a lo largo de la vida, muchos momentos de
debilidad y cobardía. Cierto que hemos ofendido a Dios y nos hemos apartado de
sus divinos preceptos por seguir los antojos del mundo o el ímpetu de nuestras
pasiones. Pero todo puede repararse por el arrepentimiento y la penitencia.
Estamos a tiempo todavía.
¡Muchacho que me
escuchas! Feliz de ti si a la hora de la muerte, acordándote de tus años mozos,
puedes decir ante tu propia conciencia: “Lo cumplí. ¡Cuánto me costó resolver
el problema de la pureza! Mi sangre joven me hervía en las venas, pero fui
valiente y resistí. Invoqué a la Virgen, huí de los peligros, comulgué
diariamente, ejercité mi voluntad, se lo pedí ardientemente a Dios... Y ahora
muero tranquilo, ofreciéndole a Dios el lirio de mi pureza juvenil”.
¡Padre de
familia! Me hago cargo perfectamente. Cuesta mucho el cumplimiento exacto de
los deberes matrimoniales: aceptar todos los hijos que Dios mande, educarles
cristianamente, guardar fidelidad inviolable al otro cónyuge, cumplir
exactamente las obligaciones del propio
estado. Pero recuerda que estamos en este mundo como huéspedes y peregrinos,
que “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la que está
por venir” (Hebr 13, 14) ¡Levanta tus
ojos al cielo! Y, aunque te cueste ahora un sacrificio, cumple íntegramente con
tu deber, para poder morir tranquilo cuando te llegue la hora suprema.
¡Comerciante,
financiero, industrial, hombre de negocios! El dinero es una terrible tentación
para la mayoría de los hombres. Pero acuérdate de que no podrás llevarte más
allá del sepulcro un solo céntimo: lo tendrás que dejar todo del lado de acá.
¡Gana, si es preciso, la mitad o la tercera parte de lo que ganas ahora, pero
gánalo honradamente! Que no tengas que lamentarlo a la hora de la muerte
–cuando es tan difícil reparar el daño causado y restituir el dinero mal
adquirido– y puedas decir, por el contrario: “me costó mucho, pero hice ese
sacrificio; muero tranquilo; he cumplido con mi deber”.
Permitidme que os
refiera un recuerdo personal, y termino. Tengo actualmente mi residencia
habitual en el glorioso convento de San Esteban, de Salamanca. En la actualidad
somos más de doscientos religiosos, la mayoría de ellos jóvenes estudiantes en
nuestra Facultad de Teología que allí funciona. Pero en él está instalada
también la enfermería general de la provincia dominicana de España. Allí vienen
los padres ancianitos a esperar tranquilamente el fin de sus días, después de
una vida consagrada enteramente al servicio de Dios y salvación de las almas.
He visto morir a muchos de ellos. He presenciado, también, la muerte de
religiosos jóvenes, que morían alegres en plena primavera de la vida porque se
iban al cielo para siempre. Y os confieso, señores, que las emociones más
hondas e intensas de mi vida religiosa son las que he experimentado junto al
lecho de nuestros moribundos. ¡Cómo mueren los religiosos dominicos, señores!
Supongo que en las otras Órdenes religiosas ocurrirá lo mismo, pero yo cuento
lo que he visto y presenciado por mí mismo. Escuchad:
El religioso
enfermo ha recibido ya, muy despacio, los Santos Sacramentos y demás auxilios
de la Iglesia. Es impresionante, por su belleza y emoción, el espectáculo de
toda la comunidad acompañando al Señor hasta la habitación del enfermo cuando
se lo llevan por Viático. Pero llega mucho más al alma todavía la escena de sus
últimos momentos. Cuando se acerca el momento supremo, la campana del convento
llama a toda la comunidad con un toque a rebato característico, inconfundible.
Acudimos todos a la enfermería, y el Padre Prior, revestido de sobrepelliz y
estola, comienza a rezarle al enfermo la recomendación del alma, alternando con
toda la comunidad. Y cuando se acerca por momentos el instante supremo, el
cantor principal del convento entona la Salve
Regina, que tiene en nuestra Orden una melodía suavísima. Y arrullado por
las notas de la bellísima plegaria mariana que canta toda la comunidad..., con
la paz de su alma pura reflejada en su rostro tranquilo, con una dulce sonrisa
en sus labios, serenamente, plácidamente, como el que se entrega con
naturalidad al sueño cotidiano, el religioso dominico se duerme ante nosotros a
las cosas de la tierra para despertar en los brazos de la Virgen del Rosario
entre los coros de los ángeles...
Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum ejus: es preciosa delante del Señor la muerte de sus Santos.
¿Queréis morir
todos así? Os acabo de dar las normas para conseguirlo. Preparación remota,
viviendo siempre, siempre, en gracia de Dios, cumpliendo perfectamente los
deberes de vuestro propio estado; y oración ferviente a Dios, por intercesión
de María, la dulce Mediadora de todas las gracias, para que nos conceda también
la preparación próxima: la dicha de
recibir en nuestros últimos momentos los Santos Sacramentos de la Iglesia y de
morir con serenidad y paz en el ósculo suavísimo del Señor. Que así sea.
III
EL JUICIO DE DIOS
Hablábamos ayer
del problema formidable de la muerte, y decíamos que, si considerada con ojos
paganos, es la cosa más terrible entre todas las cosas terribles, a la luz de
la fe católica, contemplada con ojos cristianos, es simpática y deseable, diga el
mundo lo que quiera. Porque para el cristiano, señores, la muerte es comenzar a
vivir, es el tránsito a la inmortalidad, la entrada en la vida verdadera.
La muerte es un
fenómeno mucho más aparente que real. Afecta al cuerpo únicamente, pero no al
alma. El alma es inmortal, y el mismo cuerpo muere provisionalmente, porque un
gran dogma de la fe católica nos dice que sobrevendrá en su día la resurrección
de la carne. De manera que, en fin de cuentas, la muerte en sí misma no tiene
importancia ninguna: es un simple tránsito a la inmortalidad.
Pero ahora nos
sale al paso otro problema formidable. Y ése sí que es serio, señores, ése sí
que es terrible: el problema del juicio de Dios.
Está revelado por
Dios. Consta en las fuentes mismas de la revelación. El apóstol San Pablo dice
que “está establecido por Dios que los hombres mueran una sola vez, y después
de la muerte, el juicio”. (Hebr 9, 27).
Lo ha revelado Dios por medio del apóstol San Pablo, y se cumplirá
inexorablemente.
Hace unos años
murió en Madrid un religioso ejemplar. Murió como había vivido: santamente.
Pero pocas horas antes de morir, le preguntaron: “Padre: ¿está preocupado ante
la muerte, tiene miedo a la muerte?” Y el Padre contestó: “La muerte no me
preocupa nada, ni poco ni mucho. Lo que me preocupa muchísimo es la aduana. Después de morir tendré que
pasar por la aduana de Dios y me
registrarán el equipaje. Eso sí que me preocupa”.
Habrá dos
juicios, señores. El juicio particular,
al que alude San Pablo en las palabras que acabo de citar, y el juicio universal, que, con todo lujo de
detalles, describió personalmente en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo, que
actuará en él de Juez Supremo de vivos y muertos.
Habrá dos
juicios: el juicio particular y el juicio final o universal.
Santo Tomás de
Aquino, el Príncipe de la Teología católica, explica admirablemente el porqué
de estos juicios. No pueden ser más razonables. Porque el individuo es una
persona humana particular, pero, además, un miembro de la sociedad. En cuanto
individuo, en cuanto persona particular, le corresponde un juicio personal que le afecte única y
exclusivamente a él: y éste es el juicio particular. Pero en cuanto miembro de
la sociedad, a la que posiblemente ha escandalizado con sus pecados, o sobre la
que ha influido provechosamente con su acción bienhechora, tiene que sufrir
también un juicio universal, público, solemne, para recibir, ante la faz del
mundo, el premio o castigo merecidos. Este segundo juicio, el universal, será
mucho más solemne, mucho más aparatoso; pero, desde luego, tiene muchísima
menos importancia que el puramente privado y particular. Porque en el juicio
particular, señores, es donde se van a decidir nuestros destinos eternos. El
juicio universal no hará más que confirmar, ratificar definitivamente la sentencia
que se nos haya dado a cada uno en nuestro propio juicio particular. Por
consiguiente, como individuos, como personas humanas, nos interesa mucho más el
juicio particular que el juicio universal. Y de él vengo a hablaros esta tarde.
Os voy a hacer un resumen de la teología del juicio particular, procediendo
ordenadamente a base de una serie de preguntas y respuestas.
1.ª ¿Cuándo se celebrará el juicio particular?
Inmediatamente después de la muerte real. Después de la muerte real, digo, no
de la muerte aparente. Porque,
señores, estamos en un error si creemos que en el momento de expirar el
enfermo, cuando exhala su último suspiro, ha muerto realmente. No es así.
Contemplad los
últimos instantes de un moribundo. Su respiración fatigosa, anhelante; su
mirada de asombro a los que le rodean, porque él se está ahogando, no puede
respirar y ve que los demás respiran tranquilamente. Parece que está diciendo:
¿Pero no notáis que falta el aire? ¿No notáis que nos estamos ahogando? Es él,
pobrecillo, el único que se ahoga. Y llega un momento en que es tanta la falta
de oxígeno que experimentan sus pobres células, que hace una respiración
profunda, profundísima, hacia dentro, y, de pronto, la expiración: lanza hacia
fuera aquel aire y queda inmóvil, completamente paralizado. Y los que están
rodeando su lecho exclaman: Ha muerto, acaba de expirar.
Pero, en
realidad, no es así. Han desaparecido sin duda, las señales o manifestaciones
externas de vida: ya no respira; ya no oye, ya no ve, ya no siente, pero la
muerte real no se ha producido aún.
El alma está allí todavía; el cuerpo ha entrado en el período de muerte aparente, que se prolongará más o menos
tiempo, según los casos: más largo en las muertes violentas o repentinas, más
corto en las que siguen el agotamiento de la vejez o de una larga enfermedad.
El hecho de la muerte aparente está científicamente demostrado, puesto que se
ha logrado volver a la vida por
procedimientos puramente naturales y sin milagro alguno, a centenares de
muertos aparentes; tantos, que ha podido inducirse una ley universal, válida
para todos.
Ved lo que ocurre
cuando apagáis una vela, un cirio. La llama ya no existe, pero el pabilo está
todavía encendido, está humeante todavía, y poco a poco se va extinguiendo,
hasta que, por fin, se apaga del todo. Algo parecido ocurre con la muerte.
Cuando el enfermo exhala el último suspiro parece que la llama de la vida se
apagó definitivamente, pero no es así. El alma está allí todavía. Hay un
espacio más o menos largo entre la muerte real y la muerte aparente, que puede
ser decisivo para la salvación eterna del presunto muerto, puesto que durante
él se le pueden administrar todavía los Sacramentos de la Penitencia y
Extremaunción.
¡Cuántas veces
ocurre, señores, la desgracia de una muerte repentina en el seno del hogar! Y
cuando ya no hay nada que hacer para devolverle la salud corporal, cuando el
médico ya no tiene nada que hacer allí porque se ha producido ya la muerte
aparente que acabará muy pronto en muerte real, todavía tenéis tiempo de correr
a la Parroquia. Llamad urgentemente al sacerdote para que le dé la absolución
sacramental, y, sobre todo, le administre el sacramento de la Extremaunción,
del que acaso dependa la salvación eterna de esa alma. ¡Corred a la Parroquia,
llamad al sacerdote! Ya lloraréis después, no perdáis tiempo inútilmente, acaso
depende de eso la salvación eterna de ese ser querido. Claro está que esto es
un recurso de extrema urgencia que sólo debe emplearse en caso de muerte
repentina. Porque cuando se trata de una enfermedad normal, la familia tiene el
gravísimo deber de avisar al sacerdote con la suficiente anticipación para que
el enfermo reciba con toda lucidez, y dándose perfecta cuenta, los últimos
Sacramentos y se prepare en la forma que os exponía ayer al hablaros de la
muerte cristiana.
Pero cuando
sobreviene la desgracia de una muerte violenta o repentina, hay que intentar la
salvación de esa alma por todos los medios a nuestro alcance, y no tenemos
otros que la administración sub
conditione de la absolución sacramental, y, mejor aún, del sacramento de la
Extremaunción, que resulta más eficaz todavía en casos de muerte repentina,
puesto que no requiere ningún acto del presunto muerto, con tal que de hecho
tenga, al menos, atrición interna de sus pecados.
El espacio entre
la muerte aparente y la real, en caso de muerte violenta o repentina, suele
extenderse a unas dos horas, y a veces, más. Pero en el momento en que se
produce la muerte real, o sea, en el
momento en que el alma se arranca o desconecta del cuerpo, en ese mismo
instante, comparece delante de Dios para ser juzgada. De manera, que a la
primera pregunta, ¿cuándo se realiza el juicio particular?, contestamos: en el
momento mismo de producirse la muerte real.
2.ª ¿Quiénes serán juzgados? La humanidad en
pleno, absolutamente todos los hombres del mundo, sin excepción. Desde Abel,
que fue el primer muerto que conoció la humanidad, hasta los que mueran en la
catástrofe final del mundo. Todos: los buenos y los malos. Lo dice la Sagrada
Escritura: Al justo y al impío los
juzgará el Señor (Ecl. 3, 17), incluso al indiferente que no piensa en
estas cosas, incluso al incrédulo que lanza la carcajada volteriana: “¡Yo no
creo eso!” Será juzgado por Dios, tanto si lo cree como si lo deja de creer.
Porque las cosas que Dios ha establecido no dependen de nuestro capricho o de
nuestro antojo, de que nosotros estemos conformes o lo dejemos de estar. Lo ha
establecido Dios, y el justo y el impío serán juzgados por Él en el momento
mismo de producirse la muerte real. ¡Todos, sin excepción!
3.ª ¿Dónde y cómo se celebrará el juicio
particular? En el lugar mismo donde se produzca la muerte real: en la cama de nuestra habitación,
bajo las ruedas de un automóvil, entre los restos del avión destrozado, en el
fondo del mar si morimos ahogados en él..., en cualquier lugar donde nos haya
sorprendido la muerte real. Allí
mismo, en el acto, seremos juzgados.
Y la razón es muy
sencilla, señores. El juicio consiste en comparecer el alma delante de Dios, y
Dios está absolutamente en todas partes. No tiene el alma que emprender ningún
viaje. Hay mucha gente que cree o se imagina que cuando muere un enfermo el
alma sale por la ventana o por el balcón y emprende un larguísimo vuelo por
encima de las nubes y de las estrellas. No hay nada de esto. El alma, en el
momento en que se desconecta del cuerpo, entra en otra región; pierde el
contacto con las cosas de este mundo y se pone en contacto con las del más
allá. Adquiere otro modo de vivir, y entonces, se da cuenta de que Dios la está
mirando. Dice al apóstol San Pablo que Dios “no está lejos de nosotros, porque
en Él vivimos y nos movemos y existimos” (Hech. 17, 28). Así como el pez existe
y vive y se mueve en las aguas del océano, así, nosotros, existimos y vivimos y
nos movemos dentro de Dios, en el océano inmenso de la divinidad. Ahora no nos
damos cuenta, pero en cuanto nuestra alma se desconecte de las cosas de este
mundo y entre en contacto con las cosas del más allá, inmediatamente lo veremos
con toda claridad y nos daremos cuenta de que estamos bajo la mirada de Dios.
Pero me diréis:
¿El alma comparece realmente delante de Dios? ¿Ve al mismo Dios? ¿Contempla la
esencia divina?
Claro está que
no. En el momento de su juicio particular, el alma no ve la esencia de Dios,
porque si la viera, quedaría ipso facto
beatificada, entraría automáticamente en el cielo, y esto no puede ser –al
menos, en la inmensa mayoría de los casos– porque puede tratarse del alma de un
pecador condenado o de la de un justo imperfecto que necesita purificaciones
ultraterrenas antes de pasar a la visión beatífica.
¿Cómo se produce
entonces el juicio particular? Escuchad:
El desconectarse
del cuerpo y ponerse en contacto con el más allá, el alma contempla claramente
su propia sustancia. Se ve a sí misma con toda claridad, como nos vemos en este
mundo la cara reflejada en un espejo. Y al mismo tiempo contempla claramente en
sí misma, con todo lujo de detalles, el conjunto de toda su vida, todo cuanto
ha hecho acá en la tierra. Veremos con toda claridad y detalle lo que hicimos
cuando éramos niños, cuando éramos jóvenes, en la edad madura, en plena
ancianidad o decrepitud: absolutamente todo. Lo veremos reflejado en nuestra
propia alma. Y veremos también, clarísimamente, que Dios lo está mirando. Nos sentiremos prisioneros de Dios, bajo
la mirada de Dios, a la que nada absolutamente se escapa. Y ese sentirse el
alma como prisionera de Dios, como cogida por la mirada de Dios, eso es lo que
significa comparecer delante de Él. No le veremos a Él, ni tampoco a Nuestro
Señor Jesucristo, ni al ángel de la guarda, ni al demonio. No habrá desfile de
testigos, ni acusador, ni abogado defensor, ni ningún otro elemento de los que
integran los juicios humanos. No veremos a nadie más que a nosotros mismos, o sea, a nuestra propia alma, y, reflejada en
ella, nuestra vida entera con todos sus detalles. Y al instante recibiremos la
sentencia del Juez, de una manera intelectual, de modo parecido a como se
comunican entre sí los ángeles.
Los ángeles,
señores, se comunican por una simple mirada intelectual. No a base de un
lenguaje articulado como el nuestro –imposible en los espíritus puros–, sino de
un modo mucho más claro y sencillo: simplemente contemplándose mutuamente el
entendimiento y viendo en él las ideas que se quieren comunicar. A esto
llamamos en teología locución intelectual.
Pues de una
manera parecida recibiremos nosotros, en nuestro juicio particular, una
locución intelectual transmitida por Cristo Juez; una especie de radiograma
intelectual firmado por Cristo, que nos dará la sentencia: “¡A tal sitio!” Y el
alma verá clarísimamente que aquella sentencia que acaba de recibir de Cristo
es precisamente la que le corresponde, la que merece realmente con toda
justicia. Y en esto consiste esencialmente el juicio particular.
4.ª ¿Cuánto tiempo durará? El juicio
particular será instantáneo. En un abrir y cerrar de ojos se realizará el
juicio y recibiremos la sentencia. Y esto no es obstáculo para su claridad y
nitidez. Aunque el juicio durase un siglo, no veríamos más cosas, ni con más detalle,
ni con más precisión que las veremos en ese abrir y cerrar de ojos. Porque al
separarse del cuerpo, el entendimiento humano no funciona de la manera lenta y
torpe a que le obliga en este mundo su unión con la pesadez de la materia. Así
en la tierra, nuestro entendimiento funciona de una manera discursiva, razonada, lentísima, por lo que conocemos las cosas
poco a poco, por parcelas, y así y todo, no vemos más que lo superficial, lo
que aparece por fuera; no calamos, no penetramos en la esencia misma de las
cosas. Pero el entendimiento, separado del cuerpo, ya no se siente encadenado
por la pesadez de la materia, y entiende perfectamente a la manera de los
ángeles, de una manera intuitiva, de un solo golpe de vista, sin necesidad de
discursos ni razonamientos.
Santa Teresa de
Jesús, la incomparable doctora mística, tuvo visiones intelectuales altísimas,
como puede leerse en el libro de su Vida,
escrito por ella misma. Y, en una de ellas, Dios le mostró un poco lo que
ocurre en el cielo, en la mansión de los bienaventurados. Ella misma dice que
acaso no duró ni siquiera el espacio que tardamos en rezar un avemaría. Y a
pesar de la brevedad de ese tiempo, se espantaba de que hubiese visto tanta
cantidad de cosas y con tanto detalle y precisión. Es por eso. En aquel momento
le concedió Dios una visión intelectual, a la manera de los ángeles, y
contempló ese panorama deslumbrador de una manera intuitiva, de un solo golpe
de vista. Lo vio clarísimamente todo en un instante, en un abrir y cerrar de
ojos. Esto nos ocurrirá a cada uno de nosotros en el momento en que nuestra
alma se separe del cuerpo y tengamos nuestro juicio particular.
5.ª ¿Y qué veremos en ese tan corto espacio de
tiempo?
Señores, ésta es
la parte más importante de mi conferencia de esta noche, en la que quisiera
poner toda mi alma.
Escuchadme
atentamente.
¡Muchacha que me
escuchas a través de la radio!, la frívola, la mundana, la amiga del
espectáculo, de la diversión, del cine, del teatro, del baile. ¡Cómo te
gustaría ser una de las primeras estrellas de la pantalla, aparecer en los
grandes cines, en la primera página de las grandes revistas cinematográficas, y
que todo el mundo hablara de ti como hablan de esas dos o tres, cuyo nombre te
sabes de memoria, y a las que tienes tanta envidia! ¡Cómo te gustaría! ¿verdad?
Pues mira: no sé
si lo has pensado bien. Porque resulta que eres efectivamente la protagonista
de una gran película; de una gran película sonora, en tecnicolor y en relieve
maravilloso: no te puedes formar idea. Y eso que te digo a ti, muchacha, se lo
digo también a cada uno de mis oyentes, y me lo digo con temblor y espanto a mí
mismo.
Todos somos
protagonistas de una gran película cinematográfica, señores. Todos en absoluto.
Delante de nosotros, de día y de noche, cuando pensamos y cuando no pensamos en
ello, está funcionando una máquina de cinematógrafo. La está manejando un ángel
de Dios –el de nuestra propia guarda– y nos está sacando la película sonora y
en tecnicolor de toda nuestra existencia. Comenzó a funcionar en el momento
mismo del nacimiento. Y, a partir de aquel instante, recogió fidelísimamente
todos los actos de nuestra infancia, y de nuestra niñez, y de nuestra juventud
y de nuestra edad madura, y recogerá todos los de nuestra vejez, hasta el
último suspiro de la vida. Todo ha salido, sale y saldrá en la película sonora
y en tecnicolor que nos está sacando el ángel de la guarda, señores, por orden
de Dios Nuestro Señor. No se escapa el menor detalle. Es una película de una
perfección maravillosa.
El cine de los
hombres ha hecho progresos inmensos desde que se inventó hace poco más de un
siglo. Desde el cine mudo, de movimientos bruscos y ridículos, hasta la
pantalla panorámica, el tecnicolor y el relieve, el progreso ha sido
fantástico. Sin embargo, el cine de los hombres es perfeccionable todavía, no
reúne todavía las maravillosas condiciones técnicas que se adivinan para el
futuro; el cine de los hombres todavía tiene que progresar mucho.
¡Ah! Pero el cine
de Dios es acabadísimo, perfectísimo, absolutamente insuperable. No le falta un
detalle: lo recoge todo con maravillosa precisión y exactitud.
En primer lugar,
los actos externos, los que se pueden
ver con los ojos y tocar con las manos. Vuelvo a hablar contigo, muchacha
frívola y mundana. Aquel día, con tu novio, ¿te acuerdas? Nadie lo vio, nadie
se enteró. Pero delante de vosotros estaba el cine de Dios; y en primer plano,
en película sonora y en tecnicolor, está recogido todo aquello. ¡Y lo vas a
contemplar otra vez en el momento de tu juicio particular!
Es inútil,
señores, que nos encerremos con llave en una habitación, porque delante de
nosotros se nos metió aquel operador invisible con su aparato cinematográfico,
y lo que hagamos a puerta cerrada y con la llave echada está saliendo todo en
su película sonora y en tecnicolor. Es inútil que apaguemos la luz, porque el
cine de Dios es tan perfecto, que funciona exactamente igual a pleno sol que en
la más completa oscuridad.
Pero no recoge
solamente las acciones. También capta y recoge las palabras, porque el cine de Dios es sonoro. Ha recogido
fidelísimamente todas las palabras que hemos pronunciado en nuestra vida,
absolutamente todas: las buenas y las malas. Las críticas, las murmuraciones,
las calumnias, las mentiras, las obscenidades, aquellos chistes de subido color,
aquellas carcajadas histéricas en aquella noche de crápula y lujuria... ¡Todo
absolutamente ha sido recogido! Y en nuestro juicio particular volveremos a oír
claramente todo aquello. Y aquellas carcajadas, aquellos chistes, aquellas
calumnias, aquellas blasfemias, resonarán de nuevo en nuestros oídos con un
sonsonete terriblemente trágico. Pero oiremos también, sin duda alguna, los
buenos consejos que hemos dado, el dulce murmullo de las oraciones, los
cánticos religiosos, las alabanzas de Dios... ¡Cuánto nos consolarán entonces!
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