miércoles, 13 de agosto de 2014

Los ómenes de Escrivá

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11 de ago. (hace 2 días)
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José María Escrivá Albás:
Algunos problemas históricos

por

Jaume García Moles


Capítulo 1. 
Los ómenes de Escrivá

El miedo a la libertad y el miedo al futuro acompañan al hombre en todas las culturas. De ahí que los antiguos buscaran el apoyo de pitonisas, oráculos, sibilas o augures. También sabemos de los magos, hechiceros y brujos de culturas primitivas actuales. Y vemos finalmente que a muchos de nuestros contemporáneos civilizados les atraen cosas como horóscopos y tarots, tanto que esos planteamientos continúan ocupando un sector considerable en las producciones del cine o de la televisión.

A las gentes con fe en Dios, todas esas cosas nos parecen supersticiones sin valor alguno. Pero no basta la fe: son precisas otras virtudes para superar ese temor al futuro, a la libertad, o a las consecuencias del pasado. Es precisa la esperanza de que, conforme al canto de los Ángeles en Belén, la paz está prometida a los hombres de buena voluntad. Y esa esperanza nace de la confianza en el amor de Dios por nosotros, que a su vez debe ser correspondida por nuestro amor hacia Él. Si alguna de esas virtudes falla, nos sentimos inclinados a resolver mediante “atajos” los problemas que la libertad nos presenta.

Los “atajos” antiguos, como son los oráculos, magos o adivinadores tienen algo en común. Utilizan la observación de acontecimientos arbitrarios para concluir cuál será el futuro, ya sea la disposición de las nubes, el vuelo de los pájaros, las rayas de la mano, la fecha de nacimiento, o la sucesión de cartas del tarot. El adivino consulta alguna de esas cosas, encuentra algo significativo para él, un presagio, un omen, y lo comunica al cliente indeciso para anunciarle el futuro o precaverle a favor o en contra de un proyecto.

Por razones más o menos oscuras, el cliente ―y quizás hasta el mismo adivino― cree que hay unas fuerzas superiores, astros o dioses que se comunican con determinadas personas ―mediums― dotadas de ese privilegio. Pues bien, algo parecido a esto les ocurre a algunas personas religiosas, de las que decimos que son providencialistas. Creen en la providencia de Dios. Esa fe es buena, pero creen de un modo equivocado, ya que se sienten capaces de conocer los motivos de Dios para proveer de un modo u otro. De algún modo más o menos directo, creen ser profetas.

Pongo un ejemplo. Durante años observé que personas de la Obra a quienes yo conocía de cerca, habían muerto poco tiempo después de dejarla, semanas o meses. Una proporción que me pareció muy alta, mucho mayor que lo esperado estadísticamente. Y me sentía inclinado a averiguar si eso tenía una explicación. Encontré que había muchas posibles y dependían de la persona.

Si me hubiera dejado llevar por la cultura infundida por Escrivá sobre el asunto, tendría que haber pensado que se trataba de castigos de Dios. Pero eso no me convencía. En un caso, me pareció más justo pensar que Dios se había llevado a aquel muchacho para que terminara en paz el purgatorio que para él había sido la“vocación”: la angustia permanente de sentirse inútil para el proselitismo. Muchos la hemos sentido en nuestra piel, debido principalmente a la vergüenza de tener que ser clandestinos, pero en aquel caso era mucho más torturante por su temperamento. Se trataba de un agregado, callado y tímido, que no encajaba en el ambiente de “rompe y rasga” que rodeaba a aquel grupo de agregados presionados al proselitismo. Otros casos tenían todavía posibles explicaciones más curiosas: por ejemplo, que la persona en cuestión había dejado la Obra por sentirse débil mentalmente, tanto que no podía cumplir las muchas normas. Murió de una enfermedad que muy probablemente le sobrevino mientras estaba en la Obra y que, seguramente, le causaba la debilidad mental. O un par de casos de depresiones, uno de ellos con suicidio incluido: cómo iba yo a juzgar que aquello había sido un castigo de Dios, si yo mismo había pasado por un año de depresión, aunque no se le llamaba así entonces.

Vuelvo al hilo principal. Como decía, hay quienes se inclinan por la búsqueda de presagios, de ómenes, que les hagan “ver” cómo deben actuar, pensando que esos signos son señales de la providencia que les indican el camino, ya que saben interpretarlos. Parecen cazadores que van en busca de liebres por el campo, el ojo atento para ver si salta la liebre. El problema es que las señales, si las hay, admiten muchas interpretaciones, y que con extraordinaria facilidad el sujeto prefiere atender a los ómenes que puede interpretar en sentido favorable a sus propios
deseos. Por ejemplo, alguien ha recibido un consejo sensato para hacer la cosa A, pero al comenzar a hacerla se encuentra un obstáculo ―la llegada de una visita, o que se le cuelga el ordenador, etc.―, de modo que interpreta el obstáculo como una acción de su ángel custodio para advertirle de que esa no es la opción acertada. Y, curiosamente, la cosa B es la favorita del interesado, que se siente apoyado en sus deseos por su ángel.

La prudencia nos indica que la manera sensata de actuar ante una decisión que se ha de tomar consiste en estudiar su aspecto moral, luego sus aspectos tácticos, pidiendo consejo si es preciso, y una vez inclinados a una de las soluciones posibles, examinar la conciencia para verificar si se va a actuar con recta intención. Y si todos los indicadores son verdes, ponerse a ello con buena voluntad, sin temor a lo que venga, que ya Dios se encargará de conducir las consecuencias para nuestro bien, aunque se haya de pasar por fracasos aparentes o reales.

Hasta ahora he hablado sobre ómenes que se usan para tranquilizarse ante el futuro, pero no todos los ómenes son de este tipo. También los hay para cerciorarse acerca de hechos del pasado, cuando la conciencia de un sujeto se encuentra inquieta por la decisión que le llevó a esos hechos y resuelve su inquietud mediante un omen, un signo del presente que le asegure haber obrado bien en el pasado. Por ejemplo, ese sujeto podría constatar que, como fruto de su decisión errónea o culpable, se haya obtenido un beneficio, y entonces tome el beneficio como un omen de que aquella equivocada o pecaminosa decisión, en realidad formaba parte de una providencia más alta, que le exonera de la culpa.

Es el miedo a la libertad y, en el fondo, es el miedo al fracaso, a la posible humillación, o a la recriminación del cielo o de los hombres. El recurso a los ómenes para buscar seguridad ha traído históricamente consecuencias tremendas. El ejemplo más famoso es el de Martín Lutero. Como se sabe, tomó la decisión de hacerse sacerdote en circunstancias bien conocidas. De viaje con un compañero, les alcanzó una tormenta y un rayo fulminó a su compañero. Aterrorizado, Martíntomó la decisión de hacerse sacerdote, al interpretar el accidente como un presagio o una amenaza venidos de Dios. Esta decisión venía preparada en su conciencia por una falsa concepción de Dios, procedente de la lectura de los filósofos nominalistas que presentaban a Dios como un ser arbitrario. Así, estaba asediado por el terror de su eterna condenación, que Dios podía determinar a voluntad. El omen le llevó a tratar de apaciguar la ira de Dios haciéndose sacerdote.

De esa falsa concepción, y de ese sacerdocio, vino después la tremenda herida del protestantismo sobre la Iglesia 1 . Cito de esa obra de García-Villoslada: fue una tremenda y dolorosa fatalidad que aquel joven tan ricamente dotado no llegase a tener de Dios y de Cristo más que la idea de un juez terrible, exigente y tiránico, a quien hay que aplacar con obras buenas, con ayunos, cilicios, austeridades y plegarias.

Ruego al lector que me perdone si no me sé explicar mejor. Es un tema muy sutil, por tratarse de una tentación muy sutil, y es muy difícil describirlo con precisión en todos sus recovecos sin recurrir a ejemplos. Para ilustrar la influencia de los ómenes en la vida de Escrivá pondré ahora algunos ejemplos de su juventud. El primero le vino de su madre. Como es bien sabido, hacia los dos años de edad Escrivá sufrió una grave enfermedad que le llevó, según la opinión del médico de familia, a las puertas de la muerte. Tras la oración de sus padres, el niño se curó en una sola noche, lo cual interpretaron como un gran beneficio de Dios. Y su madre, probablemente como algo mucho mayor, como un milagro. El hecho es que, pasado el tiempo, doña Dolores repitió más de una vez al hijo: —«Hijo mío, para algo grande te ha dejado en este mundo la Virgen, porque estabas más muerto que vivo» 2 .

Como vemos, doña Dolores no se limitó a dar gracias a Dios por haber curado al niño, sino que interpretó la curación como un omen, un presagio de lo que Dios quería hacer de su hijo. La repetición de esta historia pudo inducir en Escrivá la idea de estar llamado a hacer cosas grandes en este mundo, y tal vez le inclinó a la búsqueda de ómenes.

El segundo caso ocurrió con ocasión de su primera Comunión 3 .

La víspera del día señalado se llamó al peluquero para que le arreglase el peinado;pero al ir a cogerle un mechón de pelo con las tenacillas ardiendo, para hacerle un bucle, le produjo una quemadura en la cabeza. Aguantó el niño sin quejarse, para evitar una regañina al peluquero y no causar un disgusto. Más adelante terminaría descubriendo su madre la cicatriz de la quemadura. Y desde entonces en los días de fiesta, el Señor anunciaría su presencia a Josemaría con el dulce criterio del dolor o de la contradicción, como una caricia.

Tenemos aquí un ejemplo de lo hagiográfico, producido como herencia de la manera hagiográfica de narrar Escrivá su propia vida. Lo que a todos los niños nos ha pasado alguna vez —rompernos un hueso, sufrir un esguince, cortarnos con un cristal, soportar unos puntos de sutura, quemarnos con una plancha caliente, pillarnos un dedo con una puerta, etc.— Escrivá y Vázquez lo refieren como algo

que marca toda una vida. Los demás niños no debíamos ser tan sensibles, ni tan santos como Escrivá, porque olvidábamos el percance—o mejor, no hacíamos caso de él— pasados unos momentos, días, o meses. ¿Por qué esta diferencia? Porque para Escrivá y Vázquez el accidente fue un omen, una especial intervención de Dios, un signo de que Dios quería añadir acíbar a la dulcedumbre de una fiesta familiar o personal. Y esto marcó su vida hasta el punto de dar la impresión de que no se hubiera quedado contento si en una fiesta no le daban algún disgusto, como nos han relatado personas que le conocieron de cerca. Este ejemplo nos enseña otra cosa, y es que ya entonces Escrivá tenía inclinación a ver ómenes en sucesos corrientes.

Veamos otro caso, sucedido probablemente cuando Escrivá tenía diez u once años. Sus hermanas, con otras niñas, 4

jugaban a hacer castillos con las cartas de una baraja. «Terminamos uno —refiere la baronesa de Valdeolivos—, y Josemaría con la mano nos lo tiró. Nos quedamos medio llorando: —¿Por qué haces eso, Josemaría? Y muy serio nos contestó: —Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando está casi terminado, Dios te lo tira».

Es bastante difícil imaginar a qué planes —castillos— propios se refería Escrivá. Podrían no ser planes, sino amables condiciones de vida logradas con esfuerzo: por ejemplo, se podría estar refiriendo a las ilusiones suyas y de sus padres respecto a sus tres hermanas más pequeñas, que habían muerto en años anteriores. Podría también ser alguna cosa grande, como le anunciaba su madre de vez en cuando, al recordar su curación. Vázquez sugiere, a continuación de la cita, que despuntó así una nueva luz en su mente: Dios es dueño de las almas y dispone de ellas al margen de nuestros proyectos personales. Y yo —que quizás soy aquí algo malpensado— veo en esta apostilla de Vázquez una deformación del concepto de Dios, posiblemente heredada de Escrivá. La de presentar un Dios arbitrario, que no deja obrar con libertad al hombre, sino que interviene de modo antinatural para hacer de las almas lo que quiera.

En cualquier caso, lo que sugiere este suceso es que Escrivá estaba dispuesto a creer que Dios actuaba de esa forma, pero no estaba dispuesto a aceptarlo por las buenas: se adivina un ceño de rebeldía ante la providencia. Y ¿qué relación tiene eso con los ómenes? La pregunta es justificada, porque parece una contradicción el creer que Dios actúa arbitrariamente, y a la vez buscar ómenes que nos aseguren en nuestras decisiones. Pero el caso es que la imaginada arbitrariedad de Dios no puede ser completa, ya que eso conduciría a la más abismal desesperación. El hombre así tentado busca, pues, algún resquicio que le permita esperar su salvación o el buen fin de sus acciones. En el caso de Lutero, se trata de la fe fiducial: el creer fuertemente, por encima de cualquier pecado que yo pueda cometer, me garantiza la salvación. En el caso de Calvino, se trata de la riqueza, del triunfo material, interpretados como ómenes del favor de Dios. Es decir, el omen se interpreta como un signo de Dios, un guiño a la criatura para indicarle que en este caso las cosas irán bien, que Dios no derribará el castillo proyectado por el hombre.

En el caso de Escrivá, su continuado recurso a los ómenes le llevó a creer que el éxito numérico en vocaciones, centros, actividades, influencias en los puntos centrales de la sociedad, ese éxito era un signo de tener el favor de Dios. Precisamente por eso, para asegurar la permanencia del omen, hizo de la eficacia su lema: esforzarse y dar frutos. Esforzarse en dos líneas: la oración y el apostolado. De ahí la acumulación de prácticas piadosas, de controles, de estadísticas, de medios de formación. Eran el precio que pagar a Dios para conseguir el premio merecido: las vocaciones, omen de la aprobación de Dios. En esto como en otras muchas cosas, transmitió su distorsión a su obra.

El último ejemplo sucedió poco después de la muerte de su hermana pequeña, Chon, en octubre de 1913. Nos dice Vázquez 5

Revolvió largamente en su imaginación los pormenores del caso. De seguir el curso natural de las muertes, tras la reciente partida de Chon, él sería el próximo en morir. Y no se recataba de manifestarlo abiertamente: —“El año próximo me toca a mí”.

Ahora ya se trata de un omen modélico, un presagio en toda regla.

Refiero ahora dos ómenes gemelos. El primero es de Lutero, que recoge García- Villoslada 6 citando así palabras textuales de Lutero:

Alguna vez... descuidé mis horas [el oficio divino]. Por la noche estalló una violenta tempestad. Yo entonces me levanté y recé mis horas, pues pensé que por mí se había originado la tormenta.

Y su gemelo, el omen de Escrivá, lo veo en sus comentarios acerca de la tormenta que sufrieron los pasajeros del buque J. J. Sister cuando viajaban a Génova: que el diablo había metido el rabo en el golfo de León porque veía el peligro que se le avecinaba con la llegada de Escrivá a Roma, o algo muy parecido. La similitud consiste, no sólo en la tormenta presente en ambos casos, sino en que tanto Lutero como Escrivá entendieron que la tormenta se había originado en atención a ellos. Sin embargo, la reacción de los dos protagonistas es contrapuesta: Lutero interpreta la tormenta como una amenaza de Dios, Escrivá la interpreta
como una aprobación.

Como antes he dicho, el tema de los ómenes en Escrivá daría para un buen ensayo, porque son hechos recurrentes en su vida. De eso se da cuenta fácilmente quien lea de seguido sus Catalinas. Por ello no voy a extenderme con más ejemplos. Ya habrá ocasión de señalar muchos otros a lo largo de este trabajo. No obstante, para los lectores que tuvieron o tienen suficiente contacto con la Obra, quiero recordar los ómenes más llamativos, de todos conocidos: la rosa de Rialp y los varios asaltos de dudas sobre el origen divino de su obra. En el primer caso, pidió a Dios encontrar una rosa entre las ruinas de la ermita; en los otros, pidió el signo de que Dios destruyera instantáneamente la Obra. Ponía condiciones a Dios, le daba órdenes: en definitiva, tentaba a Dios para obtener la paz, frente a sus remordimientos o dudas, mediante un omen, un signo irrefutable venido del Cielo.

Terminaré este breve capítulo con unos pocos comentarios. El recurso a los ómenes es peligroso. O bien deforma o bien es un signo de deformación. Es adictivo, porque es muy fácil interpretar en un sentido u otro lo que ocurre a nuestro alrededor. Es muy atractivo adularse a sí mismo y decir que el diablo ha metido el rabo en el golfo de León porque le molesta que yo vaya a Roma, en lugar de aceptar, con sencillez y paciencia, aquellas molestias, que compartía él con los demás pasajeros y la tripulación; y en todo caso, callarse y reconocer por dentro que le venía bien aquello como castigo de sus pecados.

La adicción a los ómenes crea dependencia, que deforma porque limita la libertad, o bien conduce a un falso entendimiento de la libertad. El interesado recurre a los ómenes porque teme equivocarse, bien porque duda de que sea bueno o malo lo que proyecta hacer, o bien porque duda del resultado. Si duda de la bondad, el recurso debe ser el examen de las propias intenciones y la petición de consejo, no el recurso al omen, no la espera ansiosa de una señal, que puede llegar o no llegar pero que por lo común será algún suceso que se interpreta arbitrariamente ―y muchas veces, interesadamente― como una señal del cielo. La espera ansiosa de una señal es algo peligrosamente cercano a tentar a Dios. O bien podría ser buscar una señal del cielo para justificar una acción no muy correcta.

A veces se duda del resultado de la acción, de su utilidad o posibles consecuencias. En este caso el recurso al omen proviene posiblemente de una deformación educativa o de un defecto de temperamento, que teme el castigo incluso de las buenas acciones.

La adicción a encontrar ómenes lleva consigo una carga de introspección que centra todo en el sujeto, y lo deforma porque le hace descender hacia el desinterés por lo que les ocurra a los demás. Pero no es ese el único peligro, porque se da también una escucha interior a las “impresiones”, al “sexto sentido”, a las “corazonadas”, a las “ocurrencias”, a “ver claramente”, o “el Señor me pide esto”. Esa escucha morbosa llega a confundir al sujeto, que al final no sabe si realmente “oye” o “ve” algo, de tal modo que hasta puede llegar a creer en locuciones y en apariciones que no sean otra cosa que ocurrencias o fantasías. O bien, a sentirse especial, llamado a realizar algún magnífico proyecto, que conduce a sufrimientos familiares, a veces a resonantes fracasos, y otras veces a la pérdida del sentido de la realidad en lo referente al trabajo y a la familia. Creo que muchos de mis lectores conocen ―o conocerán, si llegan a viejos― ejemplos de todo esto que he dicho.

No sigo, porque es muy aburrido exponer teorías sin ejemplos, y porque me parece que en los capítulos que siguen habrá ocasión de contemplar los ómenes de Escrivá en acción. Basten estas consideraciones para poner al lector sobre aviso del fenómeno, sobre todo al leer las Catalinas.

Notas

1 Para un resumen genial de la psicología de Lutero, véase el Capítulo 10, p.203 ss, de la
obra de Ricardo García-Villoslada, Martín Lutero, segunda edición, BAC maior no 3, Madrid,
1976.
2 Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, tomo I, 6a edición, Rialp, Madrid
2001, p. 30.
3 Andrés Vázquez de Prada, o. cit. p. 50.
Andrés Vázquez de Prada, o. cit. p. 56.
Vázquez de Prada, o. cit. p. 57.
O. cit., p. 303.

Fuente: Opus Libros

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