miércoles, 13 de julio de 2016

LA CIUDAD DE DIOS

LA CIUDAD DE DIOS


Prof. Dr.
Juan Carlos Ossandón Valdés



I.-   PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

Entre los libros más famosos de que haya memoria está el que es objeto de este trabajo. Editado una y mil veces, traducido a todos los idiomas, se dice que inspiró al imperio Carolingio, y, por ello, a toda su posteridad. Hace ya más de medio siglo, E. Gilson ha mostrado cómo las utopías políticas que se suceden desde finales de esa remota edad hasta el siglo XX son otras tantas incomprensiones o deformaciones de este libro[1].
Dada su complejidad y extensión, no es raro que haya dado lugar a ser interpretado de muchas maneras diversas. Incluso hay en él expresiones que no concuerdan con otras consignadas en el mismo escrito, lo que se explica si se toma en cuenta cuánto tiempo le tomó a su autor. Nacido de la tragedia de Roma y de la acusación que los paganos hicieron a la Iglesia culpándola de su ruina[2], tardó unos trece años en darle fin a los veintidós libros que lo componen (413-436). Tan voluminosa obra ha sido considerada una enciclopedia de la sabiduría antigua, una apología de la Iglesia Católica, una filosofía de la historia, una defensa de la libertad de la Iglesia contra el Estado, etc., etc.
En verdad todo eso y mucho más se halla en ella. Pero Gilson, con su buen sentido habitual, nos invita a que la entendamos como un estudio de “la ciudad de Dios”. Por algo se la conoce con ese título que se debe al mismo Aurelio Agustín[3]. Así mismo, nos invita a reconocer en ella una magna obra de filosofía cristiana, o de sabiduría, como la calificaría su autor. En efecto, su noción de ciudad la toma de Cicerón, y, a medida que avanza en su estudio, acudirá a su fe para elaborar ciertas nociones que le permitirán llegar mucho más allá de lo que éste hubiera podido imaginar.
“Civitas Dei”, traducida como “ciudad de Dios” nos conduce a un equívoco difícil de sortear. Es verdad que en algunas ocasiones pueda traducirse por ciudad en nuestro sentido actual, aunque, tal vez nunca, por Estado. En realidad, tal palabra significa, principalmente, sociedad o pueblo[4]. Pero como toda sociedad o pueblo está formado por personas, una sola puede ser llamada tal, como cuando afirma que la ciudad de los hombres nace con Caín y la de Dios con Abel[5]. No nos extrañemos; como buen filósofo, el Santo Obispo busca las causas profundas de las realidades; en este caso, no hay duda de que es el hombre individual el que conforma la ciudad. Pero no es solo eso. Porque hemos de reconocer que hay muchos planos superpuestos en su urdimbre . Por algo no dudará su autor en declarar que la ciudad que estudia es mística, es decir,  misteriosa, y que se halla completamente entremezclada con la ciudad del hombre, que suele llamar terrena o, con más propiedad, ciudad del Diablo. Vale, pues, la pena intentar comprender tan difícil concepto.

II.   LA CIUDAD

Comencemos por el principio: ¿Qué entiende san Agustín por ciudad?
Ya dijimos que pensaba en un pueblo, en una sociedad. Mas, ¿Qué es un pueblo? Comencemos comprobando que acepta la definición dada por su maestro Cicerón, quien en una de sus obras perdidas, el República, nos enseña, por boca de Escipión, “un pueblo es la reunión de una multitud, unida por el reconocimiento del derecho y la comunidad de intereses”[6]. A continuación, el gran orador romano nos explica a qué se refiere al hablar de derechos reconocidos, llegando a la conclusión de que ninguna sociedad puede ser gobernada sin justicia. En latín la unión derecho-justicia resulta mucho más evidente, dado que derecho se dice ius, de donde se deriva iustititia. Nuestro teólogo, por su parte, saca de esta definición una conclusión sorprendente. Si esto es un pueblo, en ese caso Roma jamás ha sido una ciudad. Para comprenderlo, tenemos que preguntarnos, a nuestra vez, ¿qué se entiende por justicia?
Justiniano nos recuerda la definición tradicional, de fuerte sabor estoico: voluntad firme y constante de atribuir a cada uno lo suyo. Pero Roma ha apartado a los hombres de Dios y los ha entregado a los demonios. Porque, ¿qué otra cosa son los dioses que se gozan en las inmoralidades que sus devotos les ofrecen? Desde el libro segundo hasta el quinto de esta magna obra, el santo obispo  de Hipona nos ha mostrado cómo los dioses arrastraron a sus cultores a toda suerte de inmoralidades, que no detalla más por pudor, pero que eran patente hasta al mismo Cicerón; lo que a la larga llevará a su ruina al Imperio, piensa el obispo. La fundación de éste se debe a las virtudes militares y cívicas de los antiguos romanos, las que se han ido debilitando con el correr de los siglos; de ninguna manera a la protección de los dioses, como los paganos pretenden. Notemos que la grandeza de una ciudad no se debe a las virtudes cristianas, sino a las naturales. No es misión de la ciudad de Dios fundar la ciudad temporal ni reformarla. Si esto ocurre, habrá de ser incluido en esa “añadidura” de que habla el Evangelio. Finalmente, san Agustín recuerda que el adorar a los demonios es tan grave que la ley de Dios ordena: “El que sacrifique a los dioses en vez de al único Señor, será exterminado”[7]. Sucede que el fin del Evangelio es la fundación de una ciudad santa en la que no cabe la adoración de los demonios. En verdad el universo entero ha sido creado con ese fin, no tiene sentido sino por ella. El secreto de todos los acontecimientos está en esa ciudad santa.

Si nos llama la atención de que el santo Obispo se pase de la justicia al culto a los demonios, se debe a nuestra extraordinaria ignorancia; porque si aceptamos la definición de  justicia que nos transmite Justiniano, hemos de reconocer que el primero a quien debe atribuírsele lo suyo es Dios. Que nuestro Aurelio Agustín no lo explique se debe a que la ciudad antigua fue fundada por la religión y todas se edificaban sobre su culto[8]. El dejar a Dios fuera de la ciudad es novedad absoluta de nuestros tiempos, derivada del racionalismo y promovida por el liberalismo.
Pero, en definitiva, no puede negarse que Roma es una ciudad, y que, por todas partes, el mundo está lleno de ellas y todas lograron su gloria por las virtudes que practicaron, mas, después, compiten en sobresalir en los mismos defectos; además, en ninguna de ellas se practica la verdadera justicia. Notemos que el Obispo ha criticado una definición filosófica desde la Revelación y, en virtud de esta crítica, la ha desechado. Urge, pues, cambiarla para adecuarnos a lo que la realidad nos ofrece. El Filósofo cristiano procede a darnos una nueva que permita ser aplicada a todas, aunque en ellas no se realice la justicia: “Pueblo es la reunión de una multitud racional, unida porque ama las mismas cosas”[9].
Gilson nos pide que nos fijemos en que la atención del Santo, cuando establecía tal definición, debía estar fijada en la Iglesia como modelo de ciudad[10]. En verdad, lo que origina a la Iglesia es la fe, pero ésta no se separa de la caridad, vínculo de unidad, sin la cual aquella es fe muerta. Si bien esta noción parece proceder de la meditación teológica del Santo, no puede dudarse de su aplicabilidad a cualquier sociedad, no importa cuan inmoral sea. Porque, como continua diciendo el Obispo de Hipona, no importa qué ame esa comunidad; si es formada por animales racionales y no bestias, es una ciudad. Más adelante veremos cómo se convierte en mística.

III.               LAS DOS CIUDADES

Existe, por lo tanto, la ciudad de los impíos que enfrenta a la de los santos. “Dos amores, pues, fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial”[11]. No hay, pues, más que dos ciudades. Y esto es así desde el mismo origen. Cuando la humanidad estaba formada por un solo hombre, del cual salió la primera mujer, aún no había ciudad. Éstas se originan con Caín y Abel, como ya señalamos. De modo que todos los hombres somos hermanos, no importan las apariencias. Es curioso destacar cómo la Revelación lleva a san Agustín a rechazar absolutamente todo racismo. Después de narrar cuántas rarezas se creía que existían, que él mismo había visto pintadas en Cartago, y declarar que no es obligatorio creer que tan extraños hombres existan o hayan existido; sin embargo, si son animales racionales, proceden de Adán y son hermanos nuestros a pesar de su absurda apariencia[12]. La unión no se basa tan sólo en la especie, concepto abstracto propio de filósofos, sino que es de índole familiar, lo que resulta mucho más exigente.
A pesar de su unidad familiar, que se remonta a su mismo origen, los hombres pertenecerán a dos ciudades antitéticas, según sigan el ejemplo de Abel o el de Caín. Lo peor es que ambas ciudades se entremezclan entre sí de modo inextricable. Su oposición y sus luchas constituye la historia de la humanidad. En definitiva, lo que las distingue es su fin, según lo pongan en Dios o en sí mismo, o, si se prefiere, su amor. Y los que comparten un mismo amor, conforman una ciudad. Ahora comprendemos muy bien por qué las llama “místicas”, es decir, misteriosas. Exteriormente, nada distingue a unos hombres de otros, como que sus fundadores son hermanos. Usando un lenguaje típicamente semita, san Agustín las distingue en virtud de la predestinación: la del Cielo está formada por los predestinados a la eterna bienaventuranza, y la de los hombres, a la condenación[13].
Es fácil comprender que no se trata, como tan frecuentemente se piensa, en oponer la Iglesia al Estado; si bien, cuando la escribió, Roma era aún un buen ejemplo de la ciudad terrenal, por lo que, en ocasiones aparece como lo opuesto a aquélla. Pero era una coincidencia de hecho, no de derecho. Esto fue lo que inspiró a Carlomagno: él quiso que su imperio terrenal realizara cabalmente la ciudad de Dios; lo que habría sido imposible en la interpretación tan comúnmente difundida. En consecuencia, la sociedad que se organiza mirando únicamente bienes terrenos y se cierra o desatiende los celestiales, es ciudad terrena propiamente dicha. La que, por el contrario, se organiza mirando, por encima de los bienes terrenos a los celestiales, es ciudad de Dios. Por supuesto que esta actitud comienza a nivel individual. Cada uno ha de situarse en una u otra ciudad. La genialidad medieval, que, tal vez, san Agustín no previó, fue la de intentar realizar en esta tierra la unión entre la temporal y la de Dios.
A los que individualmente han elegido bien, pero viven en una ciudad mal organizada, no les queda más remedio que ganar el Cielo con su paciencia en soportar un estado de cosas tan violento. Es obvio que, pasado el tiempo, la pregunta caía por su peso: ¿Por qué no organizar la ciudad temporal de modo que sea, al mismo tiempo, celestial? En otras palabras, si los ciudadanos han elegido ésta, ¿por qué no adecuar la ciudad a su elección de modo que les facilite en vez de dificultar el llegar a su destino? Cuando se procure cumplir con este ideal, habrá nacido la Edad Media. En esta sociedad se practicará la verdadera justicia, la que conduce a los hombres hacia Dios. En algunas regiones, como las hispánicas, este ideal perdurará muchos siglos.
Comprendemos, pues, así como la ciudad terrena no se identifica con la temporal sin más, como tampoco la de Dios se identifica con la Iglesia Católica. Se dan dos casos. Por una parte, hay católicos indignos de ese nombre por lo que serán condenados. Como en la ciudad de Dios solo viven los predestinados a la Gloria Celestial, estos hombres pertenecen a la del Diablo. Así mismo, entre los que no le pertenecen por ahora, hay quienes están predestinados al Cielo, por lo que ya son parte de la ciudad de Dios, aunque no lo sepamos. No se crea que estoy procurando salvar a san Agustín de un supuesto fundamentalismo e introduciendo un concepto liberal en su cabeza. Nada de eso. Escuchemos sus propias palabras estampadas casi al final del primer libro:
“Acuérdese que entre sus enemigos mismos se ocultan futuros conciudadanos…así como la Ciudad de Dios, mientras peregrina en este mundo, tiene consigo, unidos en la comunión de los sacramentos, a quienes no compartirán la suerte de los santos”[14].
De este modo, san Agustín nos llama a la paciencia. Hemos de tolerar a los malos, pues no sabemos si lo serán siempre. Como tampoco hemos de sentirnos predestinados, pues puede que resultemos ser finalmente réprobos. Porque, en definitiva, estas ciudades son interiores y se definen por el amor que predomina en el corazón del hombre. Como prueba de lo enseñado, nos recuerda que en el Antiguo Testamento se destaca Job, ese hombre de Dios que no pertenece al pueblo de Israel, y en el Nuevo, Saulo, que de perseguidor violento se convierte en Apóstol.
Tal vez nos llame la atención que, en el texto últimamente citado, la Iglesia sea llamada “Ciudad de Dios”. En cierto sentido lo es porque su misión es reunir a los predestinados y conducirlos a la Patria Celestial. Los que viven en ella y se identifican con su enseñanza y la realizan, pertenecen a la ciudad de Dios; tal como los que viven en la terrestre y siguen sus dictámenes, pertenecen a la del Diablo. Lo importante aquí, como es fácil comprender, radica en el cumplimiento o incumplimiento del modelo que la ciudad les ofrece.
Hemos de vivir, pues, como vive la Iglesia.
¿Cómo vive ella? Ella vive de la fe, es decir, de su adhesión a la verdad que Cristo nos reveló; o, mejor dicho, que es Cristo. Ese amor común que la forma es el amor de la verdad. Es tan importante este aspecto de la Ciudad de Dios que el Santo lo ha destacado con fuerza. Lo propio de la ciudad de los hombres, o del Diablo, es su indiferencia hacia la verdad. “¿Qué creador de una secta ha sido aprobado alguna vez en la ciudad del Diablo de modo que se reprobara a los que pensaran distinto y se le opusieran?”[15]. Por algo suele llamarla Babilonia, de Babel, nombre que significa  confusión. Al Demonio no le interesa la propagación de los errores, solo teme la verdad. De esto es un buen ejemplo el pueblo griego donde abundan las sectas.  Nuestro autor nos asegura que, entre los griegos, hay doscientos ochenta y ocho distintas visiones del fin último del hombre, “si no reales, al menos posibles”, según atestigua Varrón[16]. En cambio, Israel siempre distinguió al verdadero profeta del falso, y, cuando no lo hizo, sufrió horrible castigo. Podemos agregar que lleva ya veinte siglos castigado por no haber reconocido al Mesías que Dios le envió.
La Iglesia, en cuanto universal, necesita mucho más de ese culto a la verdad que la unifica, dada la ausencia de otros lazos. Ella reúne poblaciones de todas las latitudes y de todas las culturas. Si falta la ortodoxia, perece. De ahí que haya nacido en ella algo muy peculiar: la herejía. Porque, en ella, quien “rompe la doctrina, rompe el vínculo de la ciudad…(tal actitud) para la Iglesia es una cuestión de vida o muerte”[17], comenta Gilson. Es obvio que ha de ser así, ya que su existencia misma depende de la unidad de la fe. El que “elige”, que eso significa hereje, su propia verdad, se excluye, por ello mismo, de la comunidad de los “fieles” y la Iglesia, cuando lo excomulga, se limita a reconocer un hecho: ese hombre ya no pertenece a la ciudad de Dios. Mejor sería decir que nunca le perteneció, porque no estaba predestinado. Por lo demás, ya san Juan lo había enseñado claramente. Refiriéndose a los que hoy llamamos hermanos separados, dice: “De entre nosotros han salido, mas no eran de los nuestros, pues si de los nuestros fueran, habrían permanecido con nosotros. Pero es para que se vea claro que no todos son de los nuestros”[18].
Dada su permanencia de unos diez años en la secta de los maniqueos, el Obispo de Hipona ha meditado mucho en la condición de los herejes. Mientras permaneció en esa secta de hermanos separados, disputó con católicos y los venció, al extremo de que un obispo recién llegado a Cartago no se atreviese a enfrentarlo[19]. Fruto de esa meditación proviene su convicción de que no puede ser considerado hereje al que no defiende su error, especialmente si no es él quien lo inventó[20]. Agustín no inventó el maniqueísmo, pero lo defendió con ardor. ¡cuánto le costó abandonarlo! Eso lo hace muy cercano y comprensivo, en particular con todos los engañados por estos supuestos seguidores de Cristo.
Pero nuestro Santo da un paso más. Lejos de ser una prueba de la falsedad del cristianismo, la aparición de las herejías es su confirmación. Porque solo la ciudad del Diablo puede contener en sí la confusión de las falsas doctrinas; la de Dios, en cambio, goza de perfecta unidad en la verdad, por lo que, en cuanto nacen, las expulsa. Ésta es una, los errores son múltiples. Cuando cesan las persecuciones sangrientas de los paganos, Satanás promueve las de los falsos hermanos. Aquellos herían los cuerpos, éstos los corazones, nos asegura el caritativo Obispo. Pero Dios saca bien de ambas. Las primeras ejercitan la paciencia, las segundas, la sabiduría de los verdaderos discípulos. Porque, como dice el Apóstol, “todos los que quieran vivir santamente según Cristo, han de sufrir persecuciones[21]. El dolor que sienten los cristianos ante los malos o falsos hermanos procede de la caridad, como también de ella procede el que se los combata, “ora por enseñanzas persuasivas, ora por métodos terribles”[22]. En ningún caso, la ciudad de Dios admite su contaminación, si bien, durante su peregrinación en esta tierra, ambas ciudades están “perplexae”, es decir, entremezcladas. Tanto en la terrena como en la celestial, hay personas que no viven según ellas; pero sólo Dios conoce a los suyos.
Decíamos que el pueblo se constituye cuando los ciudadanos aman las mismas cosas. Entre éstas sobresale el amor de la paz que es buscada por todos, sean de una u otra ciudad. La buscamos en la familia, en la patria, en el mundo entero. Pero los cristianos sabemos que jamás la hallaremos, porque hemos sido creados para Dios, por lo que nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Él[23]. Por lo mismo, la ciudad de Dios pertenece propiamente al más allá: en este mundo se hallan tan solo peregrinos que aceptan con paciencia las persecuciones que les correspondan. A pesar de lo cual, en la medida en que conserven el orden propio de ella podrán gozar de una cierta paz; porque, en definitiva, paz y orden son sinónimos[24]. Mas todo orden no es más que la recta disposición de los cosas según su fin. En otras palabras, este orden presupone el conocimiento de la verdad, en la medida que nos es dado en este mundo. Agreguemos aún otra diferencia: mientras la ciudad terrenal usa de los bienes para lograr una paz terrenal, por demás miserable, la celestial los usa para conseguir la eterna[25].
Por desgracia, mientras peregrinamos en esta tierra, nuestro conocimiento es débil, por lo que, para que no caigamos en los lazos del error, “tiene necesidad del magisterio divino, gracias al cual alcanza certeza, y de su ayuda, para alcanzar libertad”[26]. De modo que será la misma ciudad de Dios la que infunda paz en la familia, en la patria y en el orbe. Pero hay más, porque nuestro teólogo no deja de lado a los ángeles. De modo que en este libro nos encontramos con la primera historia realmente universal, incluyendo a todas las criaturas espirituales que Dios ha creado, que se resume en la contienda entre las dos ciudades, capitaneadas, entre los espíritus puros, por san Miguel y Lucifer. Creo que jamás se ha escrito una historia universal tan amplia como ésta.

IV.              FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

Este libro ha dado origen a los muchos que intentan construir una “filosofía de  la historia”. Pero su autor, me parece, no pretendía tal cosa. Hemos hablado, más bien, de una filosofía cristiana que él se limitaba a llamar sabiduría. Podemos preguntarnos, ¿Cuánto de filosofía y cuánto de Revelación hay en su trabajo? Sería tarea de nunca acabar separar ambos aspectos. De hecho Aurelio Agustín hizo uso de toda la filosofía que conoció, de toda la historia que en su época estaba a su alcance y de todas las ciencias que, en su tiempo, formaban parte de la filosofía.
Me parece que una filosofía de la  historia es imposible por la sencilla razón de que ignoramos el comienzo y el fin de la historia. La Revelación, en cambio, nos lo da a conocer: creación y juicio final. Pero, por encima de todo, lo que interesa es el fin pretendido por el Creador que también lo da a conocer la Revelación: la elevación del hombre al orden sobrenatural a fin de que pueda habitar en la ciudad de Dios. Pienso que a san Agustín habría que llamarlo teólogo de la historia. Ha escrito una teología de la historia imposible a un mero filósofo. Lo que no impide que, en este libro, haya mucha filosofía propiamente dicha.
Históricamente, sin embargo, este libro ha inspirado lo que hoy llamamos filosofía de la historia. El hecho histórico es innegable. También ha dado origen a cantidad de utopías y de sueños mesiánicos que han hecho correr la sangre a raudales. De esto nos habla Gilson en el libro que tantas veces he citado. Mas no culpemos al santo obispo de las malas interpretaciones que han recorrido la historia.

V.    PARA TERMINAR

Cerremos esta breve exposición con algunas reflexiones de actualidad.
Demás está decir que hoy san Agustín condenaría, como ciudad del Diablo, a todas las doctrinas políticas a la moda: todas han abandonado la orientación hacia Dios que es el constitutivo esencial de la Ciudad de Dios y se han volcado a los bienes terrestres como única meta de la naciones. Hoy solemos designar esta actitud como materialismo y consumismo. No solo condenaría a las doctrinas “políticamente correctas” sino a sus realizaciones. Particularmente actuales son sus consideraciones sobre la indiferencia de la ciudad terrena a las doctrinas filosóficas desentendiéndose por completo de su verdad y sus funestas consecuencias. Nada más lejos de la ciudad de Dios cuyo origen está en el amor a la verdad.
Pero también hemos observado su insistencia en la debilidad de nuestra inteligencia por lo que ha declarado derechamente que es necesario acudir al magisterio divino. Como los hombres no tenemos acceso a él más que a través de libros que podemos tergiversar a nuestro antojo, tal necesidad implica la subordinación de la ciudad temporal a la Iglesia, maestra de verdad. La edad media reconoció esta necesidad y los pueblos católicos la sintieron hasta entrado el siglo XIX. Buen ejemplo de ello es el grito que se escuchaba en España, en ese siglo: “¡Viva la inquisición! ¡Muera la policía!”. A tal extremo era sentido así que, cuando Fernando Séptimo suprimió el tribunal, en muchos pueblos los campesinos lo recrearon por su cuenta y riesgo. Querían seguir viviendo entre los que aman las mismas cosas y, si había quien amara otras, para ello, desde antaño, se habían dictado fueros especiales que les permitieron vivir en paz y no molestar a los verdaderos ciudadanos de la ciudad de Dios. Se pretendía así, en pleno siglo liberal, continuar viviendo el ideal medieval: que la ciudad temporal, en la medida de lo posible, realizace en la tierra la ciudad de Dios.
La ausencia de este amor único nos pena. La vida política actual se ha convertido en una guerra sin cuartel en la que lo único prohibido son los asesinatos, si bien éstos han abundado más que nunca antes. El poder se entrega a partidos que lo único que quieren es que desaparezcan los otros y no dudan en calumniarlos de modo soez.
Gilson comenta que el santo Obispo no previó una “contra Iglesia” que se preocupase, como ella, de mantener una doctrina como la única oficial[27]. Este fenómeno, por supuesto, se ha dado después de la vigencia de la cristiandad y a imitación suya, agrego yo. Lo hemos visto en el liberalismo democrático, en el marxismo nazi y en el comunista. Todas estas tiranías totalitarias no son más que deformaciones de la ciudad de Dios como bien lo determina el libro del filósofo francés.  No son más que las últimas deformaciones e incomprensiones de este gran libro, aunque sus partidarios lo ignoren.
El fenómeno comenzó hace tiempo. Se inició con la identificación de la ciudad de Dios con la Iglesia, desnaturalizando, de este modo, el pensamiento de san Agustín. Para él, como ya vimos, ésta es tan solo la parte peregrina de aquélla, dedicada a reclutar almas para la eternidad. Al mismo tiempo, comenzó la identificación de la ciudad del Diablo con la temporal y política. Esto da origen a la que interpreta el libro como referido a las luchas entre la Iglesia y el Estado, como dijimos.
La última degeneración de la doctrina estriba en concebir un imperio universal, único, al mando de un solo jefe y con una sola doctrina. Visión rechazada de plano por san Agustín para el cual las dos ciudades durarán tanto como la vida de este mundo. Nacen con Caín y Abel y estarán entremezcladas hasta que en el juicio final sea separada la paja del trigo.
Solo me resta indicarles que, si desean seguir las vicisitudes históricas de la mala interpretación de esta doctrina, acudan al libro de Gilson que tan atinadamente las estudia.











[1] Las Metamorfosis de la Ciudad de Dios. Editado en 1952. Trad. A. García S. Rialp. Madrid. 1965.
[2] Cfr. Retractaciones. C. 48, 1 y 2. 
[3]  Retractaciones, II,19. Aunque cuenta la historia de ambas, lleva como título el nombre de la mejor.
[4] “Civitas quae nihil aliud est quam hominum multitudo aliquo sociatatis vinculo colligata”. XV,8,2.
[5] “Natus est igitur prior Cain ex illis duobus generis humani parentibus, pertinens ad hominum civitatim ; posterior Abel, ad civitatem Dei”. XV, 1,2.
[6] “Populum enim esse definivit coetum multitudinis, iuris consenso et utilitatis communione sociatum” XIX, 21,1.
[7] Ex. 22,20.
[8] Quien tal vez mejor explica esta realidad sea Fultel de Coulanges en su clásica “La Ciudad Antigua”.
[9] “Populus est coetus multitudinis rationalis, rerum quas diligit concordi communione sociatus”. XIX,24
[10] L. c. pág. 62.
[11] XIV, 28.
[12] Cfr. XVI, 8,2. Los únicos que existen, entre los  monstruos que señala, son los pigmeos, si bien se alzan más del codo que les atribuyen los griegos.
[13] “Quas etiam mystice apellamus civitates duas, hoc est duas societates hominum; quórum est una quae praedestinata est in aeternum regnare cum Deo, altera aeternum suplicium subire cum diabolo”. XV,1,1.
[14] I, 35. Puede consultarse en este mismo sentido los c. 47 y 49 del libro XVIII.
[15] XVIII, 41,2.
[16] XIX, 1,1.
[17] Gilson o.c. pág. 84.
[18] 1 Jn. 2,19.
[19] Confesiones, III, 12,21
[20] Carta 43,1.
[21] 2 Tim. 3,12
[22] Sive suadibili doctrina, sive terribili disciplina”. XVIII, 51,1.
[23] Confesiones I,1.
[24] Ciudad de Dios, XIX,13.
[25]  Ibíd.,14.
[26] Ibíd.
[27] O.C. págs.85, 86

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