LA CIUDAD DE DIOS
Prof.
Dr.
Juan
Carlos Ossandón Valdés
I.- PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA
Entre los libros más famosos de que haya memoria está el
que es objeto de este trabajo. Editado una y mil veces, traducido a todos los
idiomas, se dice que inspiró al imperio Carolingio, y, por ello, a toda su
posteridad. Hace ya más de medio siglo, E. Gilson ha mostrado cómo las utopías
políticas que se suceden desde finales de esa remota edad hasta el siglo XX son
otras tantas incomprensiones o deformaciones de este libro[1].
Dada su complejidad y extensión, no es raro que haya dado
lugar a ser interpretado de muchas maneras diversas. Incluso hay en él expresiones
que no concuerdan con otras consignadas en el mismo escrito, lo que se explica
si se toma en cuenta cuánto tiempo le tomó a su autor. Nacido de la tragedia de
Roma y de la acusación que los paganos hicieron a la Iglesia culpándola de su
ruina[2],
tardó unos trece años en darle fin a los veintidós libros que lo componen
(413-436). Tan voluminosa obra ha sido considerada una enciclopedia de la
sabiduría antigua, una apología de la Iglesia Católica, una filosofía de la
historia, una defensa de la libertad de la Iglesia contra el Estado, etc., etc.
En verdad todo eso y mucho más se halla en ella. Pero
Gilson, con su buen sentido habitual, nos invita a que la entendamos como un
estudio de “la ciudad de Dios”. Por algo se la conoce con ese título que se
debe al mismo Aurelio Agustín[3].
Así mismo, nos invita a reconocer en ella una magna obra de filosofía
cristiana, o de sabiduría, como la calificaría su autor. En efecto, su noción
de ciudad la toma de Cicerón, y, a medida que avanza en su estudio, acudirá a su
fe para elaborar ciertas nociones que le permitirán llegar mucho más allá de lo
que éste hubiera podido imaginar.
“Civitas Dei”, traducida como “ciudad de Dios” nos conduce a un equívoco difícil de
sortear. Es verdad que en algunas ocasiones pueda traducirse por ciudad en
nuestro sentido actual, aunque, tal vez nunca, por Estado. En realidad, tal
palabra significa, principalmente, sociedad o pueblo[4].
Pero como toda sociedad o pueblo está formado por personas, una sola puede ser
llamada tal, como cuando afirma que la ciudad de los hombres nace con Caín y la
de Dios con Abel[5]. No
nos extrañemos; como buen filósofo, el Santo Obispo busca las causas profundas
de las realidades; en este caso, no hay duda de que es el hombre individual el
que conforma la ciudad. Pero no es solo eso. Porque hemos de reconocer que hay
muchos planos superpuestos en su urdimbre . Por algo no dudará su autor en
declarar que la ciudad que estudia es mística, es decir, misteriosa, y que se halla completamente
entremezclada con la ciudad del hombre, que suele llamar terrena o, con más
propiedad, ciudad del Diablo. Vale, pues, la pena intentar comprender tan
difícil concepto.
II. LA CIUDAD
Comencemos por el principio: ¿Qué entiende san Agustín por
ciudad?
Ya dijimos que pensaba en un pueblo, en una sociedad. Mas,
¿Qué es un pueblo? Comencemos comprobando que acepta la definición dada por su
maestro Cicerón, quien en una de sus obras perdidas, el República, nos enseña, por boca de Escipión, “un pueblo es la reunión de una multitud, unida por el reconocimiento
del derecho y la comunidad de intereses”[6].
A continuación, el gran orador romano nos explica a qué se refiere al hablar de
derechos reconocidos, llegando a la conclusión de que ninguna sociedad puede ser
gobernada sin justicia. En latín la unión derecho-justicia resulta mucho más
evidente, dado que derecho se dice ius,
de donde se deriva iustititia.
Nuestro teólogo, por su parte, saca de esta definición una conclusión
sorprendente. Si esto es un pueblo, en ese caso Roma jamás ha sido una ciudad.
Para comprenderlo, tenemos que preguntarnos, a nuestra vez, ¿qué se entiende
por justicia?
Justiniano nos recuerda la definición tradicional, de
fuerte sabor estoico: voluntad firme y constante de atribuir a cada uno lo
suyo. Pero Roma ha apartado a los hombres de Dios y los ha entregado a los
demonios. Porque, ¿qué otra cosa son los dioses que se gozan en las
inmoralidades que sus devotos les ofrecen? Desde el libro segundo hasta el
quinto de esta magna obra, el santo obispo de Hipona nos ha mostrado cómo los dioses
arrastraron a sus cultores a toda suerte de inmoralidades, que no detalla más
por pudor, pero que eran patente hasta al mismo Cicerón; lo que a la larga
llevará a su ruina al Imperio, piensa el obispo. La fundación de éste se debe a
las virtudes militares y cívicas de los antiguos romanos, las que se han ido
debilitando con el correr de los siglos; de ninguna manera a la protección de
los dioses, como los paganos pretenden. Notemos que la grandeza de una ciudad
no se debe a las virtudes cristianas, sino a las naturales. No es misión de la
ciudad de Dios fundar la ciudad temporal ni reformarla. Si esto ocurre, habrá
de ser incluido en esa “añadidura” de que habla el Evangelio. Finalmente, san
Agustín recuerda que el adorar a los demonios es tan grave que la ley de Dios
ordena: “El que sacrifique a los dioses
en vez de al único Señor, será exterminado”[7].
Sucede que el fin del Evangelio es la fundación de una ciudad santa en la que
no cabe la adoración de los demonios. En verdad el universo entero ha sido
creado con ese fin, no tiene sentido sino por ella. El secreto de todos los
acontecimientos está en esa ciudad santa.
Si nos llama la atención de que el santo Obispo se pase de
la justicia al culto a los demonios, se debe a nuestra extraordinaria
ignorancia; porque si aceptamos la definición de justicia que nos transmite Justiniano, hemos
de reconocer que el primero a quien debe atribuírsele lo suyo es Dios. Que
nuestro Aurelio Agustín no lo explique se debe a que la ciudad antigua fue
fundada por la religión y todas se edificaban sobre su culto[8].
El dejar a Dios fuera de la ciudad es novedad absoluta de nuestros tiempos,
derivada del racionalismo y promovida por el liberalismo.
Pero, en definitiva, no puede negarse que Roma es una
ciudad, y que, por todas partes, el mundo está lleno de ellas y todas lograron
su gloria por las virtudes que practicaron, mas, después, compiten en
sobresalir en los mismos defectos; además, en ninguna de ellas se practica la verdadera
justicia. Notemos que el Obispo ha criticado una definición filosófica desde la
Revelación y, en virtud de esta crítica, la ha desechado. Urge, pues, cambiarla
para adecuarnos a lo que la realidad nos ofrece. El Filósofo cristiano procede
a darnos una nueva que permita ser aplicada a todas, aunque en ellas no se
realice la justicia: “Pueblo es la
reunión de una multitud racional, unida porque ama las mismas cosas”[9].
Gilson nos pide que nos fijemos en que la atención del
Santo, cuando establecía tal definición, debía estar fijada en la Iglesia como
modelo de ciudad[10]. En
verdad, lo que origina a la Iglesia es la fe, pero ésta no se separa de la
caridad, vínculo de unidad, sin la cual aquella es fe muerta. Si bien esta
noción parece proceder de la meditación teológica del Santo, no puede dudarse
de su aplicabilidad a cualquier sociedad, no importa cuan inmoral sea. Porque,
como continua diciendo el Obispo de Hipona, no importa qué ame esa comunidad;
si es formada por animales racionales y no bestias, es una ciudad. Más adelante
veremos cómo se convierte en mística.
III.
LAS DOS CIUDADES
Existe, por lo tanto, la ciudad de los impíos que enfrenta
a la de los santos. “Dos amores, pues,
fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y
el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial”[11].
No hay, pues, más que dos ciudades. Y esto es así desde el mismo origen. Cuando
la humanidad estaba formada por un solo hombre, del cual salió la primera
mujer, aún no había ciudad. Éstas se originan con Caín y Abel, como ya
señalamos. De modo que todos los hombres somos hermanos, no importan las
apariencias. Es curioso destacar cómo la Revelación lleva a san Agustín a
rechazar absolutamente todo racismo. Después de narrar cuántas rarezas se creía
que existían, que él mismo había visto pintadas en Cartago, y declarar que no
es obligatorio creer que tan extraños hombres existan o hayan existido; sin
embargo, si son animales racionales, proceden de Adán y son hermanos nuestros a
pesar de su absurda apariencia[12].
La unión no se basa tan sólo en la especie, concepto abstracto propio de
filósofos, sino que es de índole familiar, lo que resulta mucho más exigente.
A pesar de su unidad familiar, que se remonta a su mismo
origen, los hombres pertenecerán a dos ciudades antitéticas, según sigan el
ejemplo de Abel o el de Caín. Lo peor es que ambas ciudades se entremezclan
entre sí de modo inextricable. Su oposición y sus luchas constituye la historia
de la humanidad. En definitiva, lo que las distingue es su fin, según lo pongan
en Dios o en sí mismo, o, si se prefiere, su amor. Y los que comparten un mismo
amor, conforman una ciudad. Ahora comprendemos muy bien por qué las llama
“místicas”, es decir, misteriosas. Exteriormente, nada distingue a unos hombres
de otros, como que sus fundadores son hermanos. Usando un lenguaje típicamente
semita, san Agustín las distingue en virtud de la predestinación: la del Cielo
está formada por los predestinados a la eterna bienaventuranza, y la de los
hombres, a la condenación[13].
Es fácil comprender que no se trata, como tan
frecuentemente se piensa, en oponer la Iglesia al Estado; si bien, cuando la
escribió, Roma era aún un buen ejemplo de la ciudad terrenal, por lo que, en
ocasiones aparece como lo opuesto a aquélla. Pero era una coincidencia de
hecho, no de derecho. Esto fue lo que inspiró a Carlomagno: él quiso que su
imperio terrenal realizara cabalmente la ciudad de Dios; lo que habría sido
imposible en la interpretación tan comúnmente difundida. En consecuencia, la sociedad
que se organiza mirando únicamente bienes terrenos y se cierra o desatiende los
celestiales, es ciudad terrena propiamente dicha. La que, por el contrario, se
organiza mirando, por encima de los bienes terrenos a los celestiales, es ciudad
de Dios. Por supuesto que esta actitud comienza a nivel individual. Cada uno ha
de situarse en una u otra ciudad. La genialidad medieval, que, tal vez, san
Agustín no previó, fue la de intentar realizar en esta tierra la unión entre la
temporal y la de Dios.
A los que individualmente han elegido bien, pero viven en
una ciudad mal organizada, no les queda más remedio que ganar el Cielo con su
paciencia en soportar un estado de cosas tan violento. Es obvio que, pasado el
tiempo, la pregunta caía por su peso: ¿Por qué no organizar la ciudad temporal
de modo que sea, al mismo tiempo, celestial? En otras palabras, si los
ciudadanos han elegido ésta, ¿por qué no adecuar la ciudad a su elección de
modo que les facilite en vez de dificultar el llegar a su destino? Cuando se
procure cumplir con este ideal, habrá nacido la Edad Media. En esta sociedad se
practicará la verdadera justicia, la que conduce a los hombres hacia Dios. En
algunas regiones, como las hispánicas, este ideal perdurará muchos siglos.
Comprendemos, pues, así como la ciudad terrena no se
identifica con la temporal sin más, como tampoco la de Dios se identifica con
la Iglesia Católica. Se dan dos casos. Por una parte, hay católicos indignos de
ese nombre por lo que serán condenados. Como en la ciudad de Dios solo viven
los predestinados a la Gloria Celestial, estos hombres pertenecen a la del
Diablo. Así mismo, entre los que no le pertenecen por ahora, hay quienes están
predestinados al Cielo, por lo que ya son parte de la ciudad de Dios, aunque no
lo sepamos. No se crea que estoy procurando salvar a san Agustín de un supuesto
fundamentalismo e introduciendo un concepto liberal en su cabeza. Nada de eso.
Escuchemos sus propias palabras estampadas casi al final del primer libro:
“Acuérdese que entre
sus enemigos mismos se ocultan futuros conciudadanos…así como la Ciudad de
Dios, mientras peregrina en este mundo, tiene consigo, unidos en la comunión de
los sacramentos, a quienes no compartirán la suerte de los santos”[14].
De este modo, san Agustín nos llama a la paciencia. Hemos
de tolerar a los malos, pues no sabemos si lo serán siempre. Como tampoco hemos
de sentirnos predestinados, pues puede que resultemos ser finalmente réprobos.
Porque, en definitiva, estas ciudades son interiores y se definen por el amor
que predomina en el corazón del hombre. Como prueba de lo enseñado, nos
recuerda que en el Antiguo Testamento se destaca Job, ese hombre de Dios que no
pertenece al pueblo de Israel, y en el Nuevo, Saulo, que de perseguidor
violento se convierte en Apóstol.
Tal vez nos llame la atención que, en el texto últimamente
citado, la Iglesia sea llamada “Ciudad de Dios”. En cierto sentido lo es porque
su misión es reunir a los predestinados y conducirlos a la Patria Celestial.
Los que viven en ella y se identifican con su enseñanza y la realizan,
pertenecen a la ciudad de Dios; tal como los que viven en la terrestre y siguen
sus dictámenes, pertenecen a la del Diablo. Lo importante aquí, como es fácil
comprender, radica en el cumplimiento o incumplimiento del modelo que la ciudad
les ofrece.
Hemos de vivir, pues, como vive la Iglesia.
¿Cómo vive ella? Ella vive de la fe, es decir, de su
adhesión a la verdad que Cristo nos reveló; o, mejor dicho, que es Cristo. Ese
amor común que la forma es el amor de la verdad. Es tan importante este aspecto
de la Ciudad de Dios que el Santo lo ha destacado con fuerza. Lo propio de la
ciudad de los hombres, o del Diablo, es su indiferencia hacia la verdad. “¿Qué creador de una secta ha sido aprobado
alguna vez en la ciudad del Diablo de modo que se reprobara a los que pensaran
distinto y se le opusieran?”[15].
Por algo suele llamarla Babilonia, de Babel, nombre que significa confusión. Al Demonio no le interesa la
propagación de los errores, solo teme la verdad. De esto es un buen ejemplo el
pueblo griego donde abundan las sectas. Nuestro autor nos asegura que, entre los
griegos, hay doscientos ochenta y ocho distintas visiones del fin último del
hombre, “si no reales, al menos posibles”,
según atestigua Varrón[16].
En cambio, Israel siempre distinguió al verdadero profeta del falso, y, cuando
no lo hizo, sufrió horrible castigo. Podemos agregar que lleva ya veinte siglos
castigado por no haber reconocido al Mesías que Dios le envió.
La Iglesia, en cuanto universal, necesita mucho más de ese
culto a la verdad que la unifica, dada la ausencia de otros lazos. Ella reúne
poblaciones de todas las latitudes y de todas las culturas. Si falta la
ortodoxia, perece. De ahí que haya nacido en ella algo muy peculiar: la
herejía. Porque, en ella, quien “rompe la
doctrina, rompe el vínculo de la ciudad…(tal actitud) para la Iglesia es una cuestión de vida o muerte”[17],
comenta Gilson. Es obvio que ha
de ser así, ya que su existencia misma depende de la unidad de la fe. El que
“elige”, que eso significa hereje, su propia verdad, se excluye, por ello
mismo, de la comunidad de los “fieles” y la Iglesia, cuando lo excomulga, se
limita a reconocer un hecho: ese hombre ya no pertenece a la ciudad de Dios.
Mejor sería decir que nunca le perteneció, porque no estaba predestinado. Por
lo demás, ya san Juan lo había enseñado claramente. Refiriéndose a los que hoy
llamamos hermanos separados, dice: “De
entre nosotros han salido, mas no eran de los nuestros, pues si de los nuestros
fueran, habrían permanecido con nosotros. Pero es para que se vea claro que no
todos son de los nuestros”[18].
Dada su permanencia de unos diez años en la secta de los
maniqueos, el Obispo de Hipona ha meditado mucho en la condición de los
herejes. Mientras permaneció en esa secta de hermanos separados, disputó con
católicos y los venció, al extremo de que un obispo recién llegado a Cartago no
se atreviese a enfrentarlo[19].
Fruto de esa meditación proviene su convicción de que no puede ser considerado
hereje al que no defiende su error, especialmente si no es él quien lo inventó[20].
Agustín no inventó el maniqueísmo, pero lo defendió con ardor. ¡cuánto le costó
abandonarlo! Eso lo hace muy cercano y comprensivo, en particular con todos los
engañados por estos supuestos seguidores de Cristo.
Pero nuestro Santo da un paso más. Lejos de ser una prueba
de la falsedad del cristianismo, la aparición de las herejías es su
confirmación. Porque solo la ciudad del Diablo puede contener en sí la
confusión de las falsas doctrinas; la de Dios, en cambio, goza de perfecta
unidad en la verdad, por lo que, en cuanto nacen, las expulsa. Ésta es una, los
errores son múltiples. Cuando cesan las persecuciones sangrientas de los
paganos, Satanás promueve las de los falsos hermanos. Aquellos herían los
cuerpos, éstos los corazones, nos asegura el caritativo Obispo. Pero Dios saca
bien de ambas. Las primeras ejercitan la paciencia, las segundas, la sabiduría
de los verdaderos discípulos. Porque, como dice el Apóstol, “todos los que quieran vivir santamente
según Cristo, han de sufrir persecuciones[21].
El dolor que sienten los cristianos ante los malos o falsos hermanos
procede de la caridad, como también de ella procede el que se los combata, “ora por enseñanzas persuasivas, ora por
métodos terribles”[22].
En ningún caso, la ciudad de Dios admite su contaminación, si bien, durante
su peregrinación en esta tierra, ambas ciudades están “perplexae”, es decir, entremezcladas. Tanto en la terrena como en
la celestial, hay personas que no viven según ellas; pero sólo Dios conoce a
los suyos.
Decíamos que el pueblo se constituye cuando los ciudadanos
aman las mismas cosas. Entre éstas sobresale el amor de la paz que es buscada
por todos, sean de una u otra ciudad. La buscamos en la familia, en la patria,
en el mundo entero. Pero los cristianos sabemos que jamás la hallaremos, porque
hemos sido creados para Dios, por lo que nuestro corazón está inquieto hasta
que descanse en Él[23].
Por lo mismo, la ciudad de Dios pertenece propiamente al más allá: en este
mundo se hallan tan solo peregrinos que aceptan con paciencia las persecuciones
que les correspondan. A pesar de lo cual, en la medida en que conserven el
orden propio de ella podrán gozar de una cierta paz; porque, en definitiva, paz
y orden son sinónimos[24].
Mas todo orden no es más que la recta disposición de los cosas según su fin. En
otras palabras, este orden presupone el conocimiento de la verdad, en la medida
que nos es dado en este mundo. Agreguemos aún otra diferencia: mientras la
ciudad terrenal usa de los bienes para lograr una paz terrenal, por demás
miserable, la celestial los usa para conseguir la eterna[25].
Por desgracia, mientras peregrinamos en esta tierra,
nuestro conocimiento es débil, por lo que, para que no caigamos en los lazos
del error, “tiene necesidad del
magisterio divino, gracias al cual alcanza certeza, y de su ayuda, para
alcanzar libertad”[26].
De modo que será la misma ciudad de Dios la que infunda paz en la familia, en
la patria y en el orbe. Pero hay más, porque nuestro teólogo no deja de lado a
los ángeles. De modo que en este libro nos encontramos con la primera historia realmente
universal, incluyendo a todas las criaturas espirituales que Dios ha creado, que
se resume en la contienda entre las dos ciudades, capitaneadas, entre los
espíritus puros, por san Miguel y Lucifer. Creo que jamás se ha escrito una
historia universal tan amplia como ésta.
IV.
FILOSOFÍA DE LA HISTORIA
Este libro ha dado origen a los muchos que intentan
construir una “filosofía de la
historia”. Pero su autor, me parece, no pretendía tal cosa. Hemos hablado, más
bien, de una filosofía cristiana que él se limitaba a llamar sabiduría. Podemos
preguntarnos, ¿Cuánto de filosofía y cuánto de Revelación hay en su trabajo?
Sería tarea de nunca acabar separar ambos aspectos. De hecho Aurelio Agustín
hizo uso de toda la filosofía que conoció, de toda la historia que en su época
estaba a su alcance y de todas las ciencias que, en su tiempo, formaban parte
de la filosofía.
Me parece que una filosofía de la historia es imposible por la sencilla razón
de que ignoramos el comienzo y el fin de la historia. La Revelación, en cambio,
nos lo da a conocer: creación y juicio final. Pero, por encima de todo, lo que
interesa es el fin pretendido por el Creador que también lo da a conocer la
Revelación: la elevación del hombre al orden sobrenatural a fin de que pueda
habitar en la ciudad de Dios. Pienso que a san Agustín habría que llamarlo
teólogo de la historia. Ha escrito una teología de la historia imposible a un
mero filósofo. Lo que no impide que, en este libro, haya mucha filosofía
propiamente dicha.
Históricamente, sin embargo, este libro ha inspirado lo que
hoy llamamos filosofía de la historia. El hecho histórico es innegable. También
ha dado origen a cantidad de utopías y de sueños mesiánicos que han hecho
correr la sangre a raudales. De esto nos habla Gilson en el libro que tantas
veces he citado. Mas no culpemos al santo obispo de las malas interpretaciones
que han recorrido la historia.
V. PARA TERMINAR
Cerremos esta breve exposición con algunas reflexiones de
actualidad.
Demás está decir que hoy san Agustín condenaría, como
ciudad del Diablo, a todas las doctrinas políticas a la moda: todas han abandonado
la orientación hacia Dios que es el constitutivo esencial de la Ciudad de Dios
y se han volcado a los bienes terrestres como única meta de la naciones. Hoy
solemos designar esta actitud como materialismo y consumismo. No solo
condenaría a las doctrinas “políticamente correctas” sino a sus realizaciones.
Particularmente actuales son sus consideraciones sobre la indiferencia de la
ciudad terrena a las doctrinas filosóficas desentendiéndose por completo de su
verdad y sus funestas consecuencias. Nada más lejos de la ciudad de Dios cuyo
origen está en el amor a la verdad.
Pero también hemos observado su insistencia en la debilidad
de nuestra inteligencia por lo que ha declarado derechamente que es necesario
acudir al magisterio divino. Como los hombres no tenemos acceso a él más que a
través de libros que podemos tergiversar a nuestro antojo, tal necesidad implica
la subordinación de la ciudad temporal a la Iglesia, maestra de verdad. La edad
media reconoció esta necesidad y los pueblos católicos la sintieron hasta
entrado el siglo XIX. Buen ejemplo de ello es el grito que se escuchaba en
España, en ese siglo: “¡Viva la
inquisición! ¡Muera la policía!”. A tal extremo era sentido así que, cuando
Fernando Séptimo suprimió el tribunal, en muchos pueblos los campesinos lo
recrearon por su cuenta y riesgo. Querían seguir viviendo entre los que aman
las mismas cosas y, si había quien amara otras, para ello, desde antaño, se
habían dictado fueros especiales que les permitieron vivir en paz y no molestar
a los verdaderos ciudadanos de la ciudad de Dios. Se pretendía así, en pleno
siglo liberal, continuar viviendo el ideal medieval: que la ciudad temporal, en
la medida de lo posible, realizace en la tierra la ciudad de Dios.
La ausencia de este amor único nos pena. La vida política
actual se ha convertido en una guerra sin cuartel en la que lo único prohibido
son los asesinatos, si bien éstos han abundado más que nunca antes. El poder se
entrega a partidos que lo único que quieren es que desaparezcan los otros y no
dudan en calumniarlos de modo soez.
Gilson comenta que el santo Obispo no previó una “contra
Iglesia” que se preocupase, como ella, de mantener una doctrina como la única
oficial[27].
Este fenómeno, por supuesto, se ha dado después de la vigencia de la cristiandad
y a imitación suya, agrego yo. Lo hemos visto en el liberalismo democrático, en
el marxismo nazi y en el comunista. Todas estas tiranías totalitarias no son
más que deformaciones de la ciudad de Dios como bien lo determina el libro del
filósofo francés. No son más que las
últimas deformaciones e incomprensiones de este gran libro, aunque sus
partidarios lo ignoren.
El fenómeno comenzó hace tiempo. Se inició con la
identificación de la ciudad de Dios con la Iglesia, desnaturalizando, de este
modo, el pensamiento de san Agustín. Para él, como ya vimos, ésta es tan solo
la parte peregrina de aquélla, dedicada a reclutar almas para la eternidad. Al
mismo tiempo, comenzó la identificación de la ciudad del Diablo con la temporal
y política. Esto da origen a la que interpreta el libro como referido a las luchas
entre la Iglesia y el Estado, como dijimos.
La última degeneración de la doctrina estriba en concebir
un imperio universal, único, al mando de un solo jefe y con una sola doctrina. Visión
rechazada de plano por san Agustín para el cual las dos ciudades durarán tanto
como la vida de este mundo. Nacen con Caín y Abel y estarán entremezcladas
hasta que en el juicio final sea separada la paja del trigo.
Solo me resta indicarles que, si desean seguir las vicisitudes
históricas de la mala interpretación de esta doctrina, acudan al libro de
Gilson que tan atinadamente las estudia.
[1] Las Metamorfosis de la Ciudad de
Dios. Editado en 1952. Trad. A. García S. Rialp. Madrid. 1965.
[2] Cfr. Retractaciones. C. 48,
1 y 2.
[3] Retractaciones, II,19. Aunque cuenta la historia de
ambas, lleva como título el nombre de la mejor.
[4] “Civitas quae nihil aliud est
quam hominum multitudo aliquo sociatatis vinculo colligata”. XV,8,2.
[5] “Natus est igitur prior Cain ex
illis duobus generis humani parentibus, pertinens ad hominum civitatim ;
posterior Abel, ad civitatem Dei”. XV, 1,2.
[6] “Populum enim esse definivit
coetum multitudinis, iuris consenso et utilitatis communione sociatum” XIX,
21,1.
[8] Quien tal vez mejor explica esta realidad sea Fultel de Coulanges en
su clásica “La Ciudad Antigua”.
[9] “Populus est coetus
multitudinis rationalis, rerum quas diligit concordi communione sociatus”. XIX,24
[10] L. c. pág. 62.
[11] XIV, 28.
[12] Cfr. XVI, 8,2. Los únicos que existen, entre los monstruos que señala, son los pigmeos, si
bien se alzan más del codo que les atribuyen los griegos.
[13] “Quas etiam mystice apellamus civitates duas, hoc est duas societates
hominum; quórum est una quae praedestinata est in aeternum regnare cum Deo,
altera aeternum suplicium subire cum diabolo”. XV,1,1.
[14] I, 35. Puede consultarse en este mismo sentido los c. 47 y 49 del
libro XVIII.
[15] XVIII, 41,2.
[16] XIX, 1,1.
[17] Gilson o.c. pág. 84.
[18] 1 Jn. 2,19.
[19] Confesiones, III, 12,21
[20] Carta 43,1.
[21] 2 Tim. 3,12
[22] Sive suadibili doctrina, sive
terribili disciplina”. XVIII, 51,1.
[23] Confesiones I,1.
[24] Ciudad de Dios, XIX,13.
[25] Ibíd.,14.
[26] Ibíd.
[27] O.C. págs.85, 86
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