A los tradicionalistas nos llama
poderosamente la atención la arraigada ceguera que afecta a tantos católicos.
No es posible hacerles ver el enorme fracaso pastoral que ha seguido al primer
concilio exclusivamente pastoral en la historia bimilenaria de la Iglesia.
Porque todos los concilios han sido dogmáticos, es decir, han afrontado
interpretaciones torcidas de la Revelación que, por ser materia de fe,
ameritaban la asistencia del Espíritu Santo. Lo que no impedía que, a su vez,
fuesen pastorales, como lo fue el primero de todos, el de Jerusalén. Por eso,
es doctrina tradicional que si se llama a concilio sin que haya un motivo
realmente grave, ese acto es un grave pecado: el de tentar a Dios, ni más ni
menos. Realmente, por muchas vueltas que se le dé al asunto, no se percibe el
motivo suficiente que tuvo en vistas S.S. Juan XXIII para reunir la magna
asamblea. Las consecuencias están a la vista, pero no se las quiere ver. Por
eso es bueno, de tanto en tanto, mostrar algunas evidencias innegables del
fracaso pastoral del último concilio.
Como la pastoral es la “política” de
la Iglesia, tiene una sola obligación: tener éxito.
Mas como la palabra pastoral está
hoy prostituida por los partidos políticos, es necesario aclarar el concepto.
Hoy se la entiende como la lucha de esas organizaciones civiles forjadas a
imitación de la Iglesia. En efecto, tienen su dogma inamovible al que todos
juran lealtad, una comisión ética y otra doctrinal que vela por la pureza de la
adhesión de sus “fieles” al dogma, etc.. Lo único malo es que la verdadera
política es la más alta expresión de la virtud de la prudencia en la que no
caben dogmas.
En efecto, los filósofos dicen que
esta virtud rige el intelecto práctico, es decir, la capacidad de entender qué
se debe hacer en cada momento de modo de obtener el bien moral que nos conduce
a la vida eterna. Pero la política no es su versión particular, que busca
bienes privados y a la que casi todos reducen esta virtud, sino aquella cuyo
objeto es el bien común; sea de la sociedad familiar, de la civil o de la
religiosa. Este objetivo estaba muy bien expresado en la tradición hispánica en
el axioma: Dios, patria (rey), familia. La política, en consecuencia, es la
virtud que nos lleva a la consecución del bien común. Es fruto de la
experiencia, mas sólo la poseen las personas virtuosas, porque la prudencia
exige la presencia de las virtudes que moderan el apetito, es decir, dominan la
concupiscencia.
Por lo tanto, el concilio pastoral
debía reflexionar sobre las estrategias conducentes a hacer que los católicos
practicaran su fe del modo más adecuado a las circunstancias actuales y las más
aptas para atraer al seno de la Iglesia a los que languidecen fuera de ella. El
primer efecto del último concilio fue la práctica supresión de las numerosas conversiones
de protestantes y el segundo fue la apostasía de tantos y tantos católicos. En
suma, la Iglesia se debate en una crisis que, si no se advierte y se pone fin,
parece ser terminal.
Por ello es necesario de que nos
esforcemos en hacer comprender la situación a los ciegos empedernidos que nos
rodean. Para ello sirven ciertas evidencias que no pueden ser negadas que las
desnudan.
La Conferencia Episcopal chilena,
por ejemplo, ha dado a conocer ciertas cifras que vale la pena conocer y
comentar. Para comprenderlas en todo su valor, pongamos como horizonte los
antiguos censos que daban a conocer la calidad religiosa de los chilenos. En
1902, el censo estableció que el 98% de los habitantes de este país se
consideraban a sí mismos católicos. Claro está que no se medía para nada la
adhesión de los tales a su Iglesia. Recién cerrado el Concilio, el censo de
1970 estableció que esa adhesión había bajado a 91%. Es decir, en 68 años se había
retrocedido 7 puntos. Esta cifra no ha dejado de bajar. Por desgracia, el censo
de 2012 no se ha publicado aún por ciertas divergencias de detalle que hay que
esclarecer. Tal parece que la adhesión ha descendido a poco más de 67%. Vale
decir, mientras en 68 años descendió 7 puntos, en 32, ha perdido 14 puntos
adicionales. A esta velocidad es posible que apenas sobreviva a finales del
presente siglo. ¿Le parece que exagero? Veamos, pues, las cifras que nos ofrece
la Conferencia Episcopal.
El número de bautizos realizados en
2002 ascendía a 157.479; en 2006, a 149.782 y en 2011, a 133.239. Es decir, un
descenso del orden del 15,3%. Sería así si la población de 2011 fuera la misma
que la de 2002. Como no tenemos el último censo, no sabemos cuánto ha aumentado;
cuando lo sepamos, tal vez veamos que se aproxima a un 20%. Lo que nos confirma
sobre el futuro que le espera a nuestra querida Iglesia en el futuro próximo si
no despierta de una vez. Pero si comparamos estas cifras con el número de
nacimientos, el panorama se hace más ominoso. El número de niños nacidos vivos
en 2001 fue de 202.208; es decir, tan sólo un 60% de los niños fue bautizado.
En 2011, los nacidos vivos fueron 256.542, lo que implica que sólo el 51,5% fue
bautizado. Como hay algunos jóvenes y adultos que se bautizan, la cifra es aún
peor. Notemos que si se confirma que el número de católicos hoy alcanza al
67%de la población, pero los bautizos es algo menor al 51%, nuestro futuro no
es halagüeño. La Iglesia está envejeciendo a ojos vista.
Las primeras comuniones confirman la
tendencia. En 2001, éstas ascendieron a 110.086; en 2005, a 91.952, y en 2011,
a 73.564; es decir, una caída de 33% si la población se hubiera mantenido
estable. Como no es el caso, la pérdida es bastante mayor. El sacramento de
Confirmación nunca ha sido tan popular como los anteriores. Las cifras son: en
2001, 92.219; en 2005, 87.680, y en 2011, 61.234. Vale decir, una pérdida del
orden del 25% si la población se hubiese mantenido estable. Cosa curiosa, si
bien no alcanzan al número de primeras comuniones, han descendido menos.
Los matrimonios son afectados de
manera similar. Se casaron en la Iglesia 28.644 parejas en 2001; 22.973, en
2006 y 17.400 en 2011. La caída alcanza a un impresionante 39%. Como sólo los
matrimonios católicos bautizan a sus hijos, ya podemos pensar en lo que nos
espera. No está mal comparar estas cifras con las de los matrimonios civiles.
En 2001 alcanzaron los 66.132, y en 2011, los 65.290. Como es más fácil
divorciarse y volver a casarse en el Estado que en la Iglesia, no es posible sacar
una conclusión convincente. En todo caso, llama la atención que el número de
matrimonios católicos alcancen a ser tan sólo un 43%del total en 2001, y un 35%
en 2001. Tal parece que entre los jóvenes sólo un 35% es suficientemente
católico como para ir a la Iglesia a casarse.
Si hay un aspecto de la pastoral que
es prioritario es el que lleva a los católicos a la práctica sacramental. Las
cifras no dejan lugar a la duda: estamos ante un fracaso pastoral
impresionante. Pero mientras nuestras autoridades lo sigan negando, ¿Qué
podemos hacer nosotros? De ninguna manera declara las sedes vacantes o algo
parecido. Bien sabemos que san Pedro gobernó mal la iglesia de Antioquía a
juicio de san Agustín. Nos resta el recordar el Evangelio. En cierta ocasión,
los discípulos no pudieron expulsar un demonio que atormentaba a un niño. Lo
llevaron ante Jesús, el cual increpó al demonio y éste dejó libre al niño.
Cuando los discípulos le preguntaron la razón de su fracaso, Jesús les
respondió: “… en cuanto a esta ralea, no se va sino con oración y ayuno” (Mt.
17,21).
JUAN
CARLOS OSSANDÓN VALDÉS
Cuanta razon tiene! Pero nadie lo quiere ver.
ResponderEliminarRodrigo