REALIZACIÓN PERSONAL Y BIEN COMÚN
Los términos que
sirven de título a estas líneas expresan
el gran problema que todas las utopías tratan de solucionar. Por desgracia, el
éxito no acompaña a las intenciones y siempre se presentan dichos términos en
grave oposición. No ha sido rara la solución que, olvidando los extremos, ha
dejado tan sólo al otro en acción. Así el liberalismo se ha preocupado de la
realización personal, suponiendo que de ella dependía la del todo. Una sociedad de individuos felices es una
sociedad feliz, y como toda sociedad está compuesta por individuos, tan sólo
importa la realización personal de estos. Las terribles consecuencias del
capitalismo, las injusticias sin cuenta y los abismos que creó entre ricos y
pobres, hicieron ver, hasta a los más ciegos, que la utopía democrático-liberal
no servía. Como reacción, y pretendiendo salvar la democracia, surgió el
socialismo; para el cual lo realmente importante era el bien común olvidado por
la otra tendencia. Una sociedad que logre realizarse como sociedad hará felices
a los individuos que la componen. Pero, entre los que han tenido que padecer
esa sociedad, hasta los más obtusos han comprendido su falacia: por muy
“progresista” que sea, una sociedad de esclavos no logra satisfacer a ninguno
de ellos.. Podríamos compara los campos de concentración y trabajo forzado
creados por los socialismos “reales” con las casuchas miserables y “Villas
miserias” que brotan en el otro sistema.
Parece,
pues, imposible conciliar los extremos. Si se busca primera y únicamente el
bien común, se esclaviza a los ciudadanos; mas si se lo olvida para proclamar
que únicamente interesa la realización personal de los individuos, aparecen las
más increíbles injusticias y diferencias entre los miembros de la comunidad.
Tal
vez el error fundamental radique en que ambas doctrinas han fallado en la
correcta intelección de lo que
constituye tan básicos conceptos. Incluso entre los católicos, iluminados por
la doctrina social de la Iglesia, y hasta entre los tomistas, no parece que
siempre se comprenda con claridad en qué consistan. Pero, aunque se los
entienda bien, queda el terrible problema de su conciliación; que es lo que
parece más difícil de lograr.
Para
todo cristiano, la realización personal se logra en la bienaventuranza eterna,
y no es posible otra. Esta verdad ha
sido olvidado una y otra vez, especialmente en política. En el aspecto teórico,
empero, si excluimos a los apóstata contaminados de marxismo, parece que todos
tuvieran muy clara dicha aserción. Por lo demás es una de las verdades más
repetidas por el mismo Salvador, por lo que se necesita de una muy peculiar
grosería espiritual para no comprenderlo. Lo que no resulta nada fácil de
refutar es la terrible acusación, lanzada por M. Kant, en contra de esta
concepción. Si el hombre busca su propia bienaventuranza, lo que realmente
pretende es su bien personal, y, por lo mismo, es el supremo egoísta; expresado
con otras palabras más violentas: el supremo inmoral.
Para
ayudar a comprender tan difícil tema nos apoyaremos en santo Tomás de Aquino y
intentaremos comprender que Dios, como fin último del hombre, no puede ser
considerado como su bien particular, lo que sería amarse a sí mismo en vez de
amar a Dios; sino como el bien común de la creación, y, por lo tanto, bien del
hombre en cuanto es parte de ella. Además, entenderemos que la búsqueda de la
felicidad propia no es un acto de egoísmo ni excluye el amor de Dios por sí
mismo, sino que lo supone. O, mejor dicho, el amor de Dios por sí mismo produce
la bienaventuranza que el hombre anhela.
Tal
parece que se nos hubiera olvidado el preámbulo político con el que comenzamos
nuestras consideraciones y nos hubiésemos desviado totalmente del propósito
inicial. Recordemos que hemos sospechado que el problema puede radicar en una
mala conceptualización de orden doctrinal, previa a la estructuración política
que las doctrinas mencionadas han procurado construir. Por lo mismo, hay que
elevarse a la metafísica para juzgar a la política si queremos llegar al meollo
de la cuestión. Una vez comprendido a esas alturas los conceptos de los que
partimos, nos será posible descender a su aplicación política e intentar una
nueva solución.
La
noción que, tal vez, más sorprenda es la que declara que Dios es el bien común
del hombre y que, en cuanto tal, es su fin. No es, pues, el hombre como
individuo quien tiene por fin último a su Creador, sino el hombre como parte
del universo al que pertenece. Por lo que no hay esa pretendido línea directa
con Dios que tantos se esfuerzan por hallar
buscándola afanosamente en los Himalayas o en el valle del Elqui.
Por
estar aquí, a nuestro juicio, la clave del problema, será éste el primer tema a
tratar.
EL BIEN COMÚN
Cuando
hablamos del bien común, nos referimos a un bien honesto; es decir, a algo que
es bueno en sí mismo, cuya bondad no aparece en dependencia de ninguna otra. Si
tal fuera el caso, estaríamos ante un bien útil o deleitable, cuya bondad
depende de otra. Por otra parte, el bien común se distingue del particular o
privado. Mas comencemos con su noción general:
“(el bien común es) aquel que pertenece a este o aquel en cuanto
es parte de algún todo, como al militar en cuanto es parte del ejército y al
ciudadano en cuanto es parte de la ciudad”[1]
Si
comprendemos que el hombre es parte del universo y que sólo como tal puede
orientarse a Dios, deberemos aceptar que Dios es su fin en cuanto bien común,
no como su bien privado. Tal es la tesis de Tomás de Aquino, enseñada en tantos
pasajes que no es del caso enumerar[2]. Más
interesante es saber por qué el hombre debe ser considerado así. En el tercer
libro de su “Suma contra los gentiles”, encontramos el siguiente razonamiento:
“Todo el que busca algún fin se preocupa más de aquello que está
más próximo a fin último: porque este es también el fin de los otros. El último
fin de la divina voluntad es su propia bondad, de la que lo más próximo en las
cosas creadas es el bien del orden de todo el universo: puesto que a este, como
a su fin, se ordena todo bien particular de esta o aquella cosa, como lo menos
perfecto se ordena a lo más perfecto. Por esto toda parte es por su todo. Por
lo tanto, lo que más procura Dios en las cosas creadas es el orden del
universo”[3]
Con
esta densa argumentación, el Santo nos intentaba demostrar la presencia en el
mundo de la divina providencia; para lo cual mostraba que su objetivo principal
era el orden del universo que tanto nos maravilla. Mas, al mismo tiempo,, nos
enseña que todo, en el universo, debe ser considerado parte del mismo, cuyo fin único es el Creador, ya que
así fue ideado por Dios. Notemos que lo realmente intentado es mostrar la
bondad de Dios; ciertamente, cada creatura la manifiesta de un modo
parcialísimo, siendo el universo total lo que mejor la presenta. En
consecuencia, es el universo total lo que propiamente y en primer lugar ha sido
creado; cada cosa, pues, es creada como
parte, en y por el todo del cual es. El hombre no puede ser una excepción.
La
verdad de la primacía del todo sobre las partes ha sido redescubierta y puesta
de actualidad por los descubrimientos ecológicos. Muy digno y excelente será el
ser humano, pero si olvida su sumisión al orden total, pagará las
consecuencias. “Toda parte es por el todo” es el principio metafísico que el
ecólogo no hace más que confirmar en la experiencia catastrófica de los últimos
años. Nuestra tan exaltada dignidad nos hizo creer que podíamos jugar con las
creaturas que nos pertenecían; mas nos olvidamos que nosotros también
pertenecemos al todo y que debemos mirar primero a este y sólo después a
nuestro bien privado.
Según
esto, el fin de la creación es el orden del universo que se subordina,
naturalmente, al mismo Dios. Santo Tomás aclara que el primero es el fin último
inmanente, mientras el segundo es el trascendente[4]. A este
se subordina aquel[5]. En efecto, el orden, como es
fácil de comprender, supone partes desiguales relacionadas entre sí
convenientemente en vistas a algo que es el principio del orden. Este algo,
principio del orden, extrínseco al orden mismo, es el bien común trascendente.
Por
lo cual Dios crea el universo completa en vistas a sí mismo, para que
participe, como Él, de la existencia y de la bondad; lo que crea un orden en
él, una de cuyas partes es el hombre. Por esto podemos repetir con Tomás: “Dios
es el bien común de todo el universo y de todas sus partes”[6].
El
hombre, pues, como parte del universo tiene a Dios como su fin; pero en cuanto
es el bien común de todo el universo y no como su bien privado. El bien
particular del hombre en ningún caso podrá oponerse a este bien común, puesto
que el bien de cada parte es tal en cuanto está debidamente ordenado a aquel,
y, al revés, el que busca el bien común, por ello mismo encuentra en él su bien
particular, ya que el bien del todo es el bien de cada una de sus partes. Si el
bien privado se opusiera al común, ipso facto, dejaría de ser bueno y el hombre
ya no sería parte del universo lo que es absolutamente imposible. Como fue
creado como parte, el resultado de tal pretensión no puede ser más que una
catástrofe. De modo que el que no está bien orientado al bien común, no es un
hombre bueno, en tanto que hombre[7].
Podría
pensarse que el bien común es querido por la parte en cuanto coincide con el
bien particular de la misma, especialmente en el caso del agente libre. Pero
eso no estaría bien. Lo correcto es exactamente lo contrario, sin que ello
implique una suerte de disolución en el Nirvana en donde quedaría aniquilada la
personalidad. Expresémoslo con las
palabras del Doctor Común:
“La parte ciertamente ama el bien del todo en cuanto le conviene:
mas no de tal modo que refiere el bien del todo a sí misma, sino, más bien, de
modo que se refiere ella misma al bien del todo”[8].
A la parte le conviene el bien del todo, ya
que sin él, ella, en cuanto parte, carecería de todo bien. Por muy verdadero
que esto sea, no la autoriza a alzarse con el bien común como si fuese privado,
sino a participar de su bondad en su mera realidad de parte.
Esta
doctrina tal vez nos parezca muy dura, “inhumana” dirían hoy, pues supone
aniquilar, en su raíz, el menor asomo de egoísmo y de ese individualismo al que
nos tiene acostumbrado el mundo liberal. Pero es fácil conocer la razón
metafísica que la justifica. Hela aquí:
“Todo lo que, en las cosas naturales, según su naturaleza, eso
mismo que es, es de otro, fundamentalmente se inclina más hacia aquello de lo
cual es que a sí misma”[9].
Toda
creatura, y el hombre lo es, es de Dios hasta lo más íntimo de su ser; por lo
cual, naturalmente, tiende más a Dios, del cual es, que a sí misma. Quien
comprenda la verdad de esta afirmación no puede dejar de estremecerse ante la
monstruosidad que implica el ateísmo, y, pero aún, cuando ve que, como la mejor
sociedad posible, se nos trata d imponer una democracia atea y amorfa, con lo
que están de acuerdo ¡hasta los católicos!
Conviene
que nos detengamos un instante en este punto pues no es fácil de comprender.
Podemos resumir la tesis tomista en la siguiente proposición: “cada parte ama
naturalmente la todo más que a sí misma”[10].
Observemos ese “naturalmente” que tiene enorme fuerza en el pensamiento del Angélico
pues quiere decir que tal es por “naturaleza”, por esencia; como quien dice:
porque así fue diseñado por su constructor.
Ahora
bien, todo ser, al obrar, tiende, al menos implícitamente, hacia Dios; porque,
como muy acertadamente dice Gilson: “Lo que está hecho para Dios, por el sólo
hecho de que obra, tiende espontáneamente hacia El en virtud de una ley
inscrita en la sustancia misma de su ser”[11].
No
podía ser de otra manera, supuesto que el hombre esté bien hecho, como que ha
sido creado por la sabiduría infinita. Es Dios mismo quien produce en sus
creaturas ese amor a Él, puesto que tal es el fin para el cual las creó[12]. Sería
absurdo pensar que dicho amor a Dios fuese fruto del egoísmo, sino que es
necesario reconocer que se dirige a Dios por el único motivo válido para dirigirse
a Él: por ser quien es.
Las
doctrinas metafísicas de la participación y de la analogía nos ayudan a
comprender que esto es necesariamente así, puesto que “el amor de Dios en
nosotros es nuestra participación finita en el amor infinito por el cual El se
ama a sí mismo”[13]. Tal amor se funda en la
perfección infinita que Él posee; en consecuencia, nuestro amor a Dios, para
que sea una participación de aquél, ha de nacer de esa perfección y no del
egoísmo.
Es
indiscutible, para los que reconocemos que todas las cosas han sido creadas por
Dios y para participar en Él, que éstas deben tener inscritas en sí mismas ese
fin último y seguirlo por encima de sus fines particulares. En nuestro caso, el
amor, que es nuestro modo propio de tender hacia el fin, debe dirigirse a aquel
por la perfección o bondad que en sí encierra.
Todo
lo dicho hasta aquí vale para cualquier creatura. Nos parece que, aunque el
hombre también lo sea, debemos aproximarnos a su caso particular ya que
presenta ciertas circunstancias especiales, además de ser la creatura mejor
conocida por nosotros y la que constituye el objetivo principal de este trabajo.
Todo
ser tiende al bien. El bien por excelencia es Dios, bien por esencia, bien
común del universo. Para saber tales cosas se necesita ser un ente inteligente.
Los irracionales “tienden” a Dios sin saberlo. Pero, como bien puntualiza De
Koninck: “cuanto más perfecto es un ser, dice una relación mayor al bien común,
y más hace por este bien, que es, no solamente en sí, sino también para él, el
mejor”[14].
Si
demostramos la verdad de la tesis de De Koninck, habremos borrado toda huella
de egoísmo e individualismo, y habremos mostrado, al menos en teoría, que no
hay oposición entre realización personal y bien común; puesto que aquella se
realiza en y por este.
Nuevamente
santo Tomás acude en nuestra ayuda probando que el amor al bien común es mayor
y más humano que el amor al bien privado:
“Como la afección sigue al conocimiento, cuanto más universal es
el conocimiento, tanto más mira al bien común la afección que le sigue; y
cuanto el conocimiento es más particular, tanto más la afección que le sigue
mira al bien privado. Por esto, en nosotros, el amor privado nace del conocimiento
sensible, en cambio, el amor del bien absoluto y común nace del conocimiento
espiritual””[15]
Por
esto podemos afirmar que “el bien común es en sí y para nosotros más amable que
el bien privado”[16]. Lo primero está claro y no
ofrece lugar a dudas. Lo segundo encuentra la resistencia del egoísmo y la
concupiscencia, hay tan exacerbadas, y, por ello, es tan admirable encontrar
gentes que llegan al total olvido de sí mismas por una auténtica entrega al
bien común. Es eso lo que nos hace rendir homenaje a los héroes, en el plano
cívico y a los santos, en el religioso.
Es, pues,
insostenible la posición de aquellos que pretenden poner el bien personal por
encima del bien común. Como dice el Santo Doctor, en el amor al bien de la
persona singular, al bien privado, el objeto principal de tal amor es la
persona misma por la cual se ama a ese bien. En cambio, continúa el Santo, en
el amor al bien común, el objeto principal es aquello en lo que consiste tal
bien. La caridad, culminación del amor cristiano, es un amor de este segundo
tipo[17]
Con
cuanta razón De Koninck sostiene que
“si el bien divino fuese formalmente un bien propio del hombre en
cuanto persona singular, seríamos nosotros mismos la medida de este bien, lo
que es, sencillamente, una abominación”[18]
Sería
el mundo al revés: Dios a nuestro servicio y disposición, en lugar de ser
nosotros seres cuya existencia misma se debe a un acto creador divino, cuyo fin
es el mismo Dios. Por lo demás ya vimos que mientras más perfecta es una
creatura más tiene a lo universal; por lo tanto, en la bienaventuranza eterna,
la universalidad misma del bien es principio de beatitud para la persona
singular. De otra manera, la voluntad, cuyo objeto es el bien universal, no
podría saciarse.
Las
creaturas racionales están, como todas las demás, ordenadas al bien común. Pero
este orden lo deben realizar por sí mismas, ya que son libres, y, en este
sentido, se puede decir que el bien común es para ellas: para que con su acción
lo alcancen y lo posean; pero en tanto que bien común. Con esto no lo
particularizan, porque éste continúa siendo poseíble por las demás creaturas
racionales que la rodean y en comunión con las cuales cada una lo posee. En
otras palabras, como el bien común es esencialmente participable, por ser
común, jamás se privatiza. Por lo mismo la felicidad, que puede ser considerada
desde el punto de vista del que la goza, también puede serlo desde el objeto
que la produce; el cual es, de suyo, comunicable al infinito, por ser común[19].
Por
otra parte
“ninguna persona creada posee una naturaleza proporcionada ni
proporcionable al bien pura y simplemente universal como a su bien propio en
tanto que persona singular. En otro caso, cualquier persona sería Dios”[20].
La
razón de lo cual es clara: el fin y la forma tienen que ser proporcionados, ya
que ésta es por aquél. Si Dios es nuestro fin último, nuestra alma ha de
guardar alguna proporción con Él. La hallamos en la capacidad de infinito
propia de la inteligencia. Pero, si Dios
pasa a ser mi bien particular, entonces su capacidad privatizadora se agotaría
en mí, y yo sería Dios. Lo cual es una vulgar blasfemia. En cambio, si yo poseo
a Dios, mi fin último, como bien común, en comunidad con los demás seres
racionales, resulta que quedan a salvo ambos extremos: mi participación real en
el fin último y la infinita superioridad de éste con respecto al ser que, en
cierto sentido, lo posee. Por lo cual san Tomás dice que la contemplación y la
felicidad consiguiente de cada uno es inferior y se subordina a la felicidad y
contemplación de la comunidad[21].
De
aquí brota una reflexión moral de la mayor importancia:
“Así, pues, amar el bien que es participado por los
bienaventurados para tenerlo y poseerlo, no dispone bien al hombre para la
beatitud, porque también los malos desean aquel bien; pero, amar ese bien por
él mismo, para que permanezca y se difunda, para que nada se haga en su contra,
esto dispone bien al hombre para la sociedad de bienaventurados, y esta es la
caridad que ama a Dios por El mismo y a los prójimos que son capaces de
beatitud, como ellos mismos”[22].
Es
claro que si amamos a Dios como bien privado o particular nuestro, cometemos un
grave desorden, ya que nos ponemos nosotros en el lugar de Dios, rebajándolo a
nuestro nivel, y quien actúa así, rompe el orden natural. La falta es
gravísima, porque atenta al orden natural mismo del universo en lo que tiene de
más esencial, y, sobre todo, vicia radicalmente la raíz misma de nuestra
existencia. Por lo cual santo Tomás dirá:
“porque el bien universal es el mismo Dios y bajo este bien está
contenido tanto el ángel como el hombre y toda creatura, porque toda creatura,
naturalmente, según aquello que es, es de Dios; se sigue que con amor natural,
tanto el ángel como el hombre aman más y principalmente a Dios que a sí mismo”[23].
Y, a
renglón seguido, anota una razón teológica de gran peso:
“de otro modo, si naturalmente se amara más a sí mismo que a Dios,
se seguiría que el amor natural sería perverso y que no sería perfeccionado por
la caridad, sino destruido”.
Recordemos
que san Juan nos revela que Dios es amor, además de ser verdad y vida; lo cual
es perfectamente razonable ya que Él es perfección suma, y es justamente la perfección
del objeto la que engendra el amor. La caridad, virtud teologal, es una
participación sobrenatural en ese amor divino, nos enseña la sagrada teología.
Pero uno de los principios más valorados por el Angélico es aquel que sostiene
que lo sobrenatural jamás destruye lo natural sino que su misión es
perfeccionarlo. Luego, en el amor natural del hombre a Dios, la raíz no puede
ser el egoísmo sino la perfección del bien común.
Con
lo dicho creemos haber demostrado, hasta donde nos es posible, lo primero que
nos propusimos: Dios es el bien común y no un bien privado, por lo cual el
hombre no puede amarle para sí mismo, sino que le ama movido por la bondad
propia de tal bien.
EL AMOR DEL BIEN COMÚN
Detengámonos
un momento en este aspecto del problema que, por su importancia, amerita ser
tratado con un poco de más calma.
Diremos,
en primer lugar, que el amor que cada ser tiene por su propia perfección es
causado por Dios mismo, y es perfectamente análogo al amor que Dios se tiene a
sí mismo. Es natural que así sea porque el hombre ha sido creado a imagen y
semejanza divina - para usar el lenguaje bíblico - o por participación y
analogía - si preferimos el metafísico. Ahora bien, mientras el ser infinito
desea el bien infinito, el ser finito desea bienes finitos, a su alcance.
“Faltándole lo que es necesario para mantenerse en el ser o para
perfeccionarse, lo desea y lo desea para sí mismo”[24]; es
decir, los bienes que desean son relativos a su propio ser y perfección
personal. Por lo mismo, “en este sentido, normalmente, todo amor humano es
espontáneamente, normalmente, un amor más o menos interesado”[25].
Es
preciso aclarar que estas afirmaciones son válidas en una primera aproximación
fijándonos principalmente en el aspecto animal del ser humano. Basta mirarnos
para verificar que es verdad. Hasta el extremo que los mismos teólogos
medievales, siguiendo a los filósofos paganos, hicieron extenso uso de la sed
de felicidad personal que todos experimentamos para investigar en qué consista
nuestro fin último. De aquí nació la acusación de “egoísmo moral” lanzada
contra ellos. Pero, y ahora viene la cuestión capital: ¿se agota aquí la
capacidad de amar del hombre?
Si el
amor humano fuera siempre y exclusivamente interesado, como el de todo animal,
sería imposible que amara a Dios; puesto que, como lo hemos visto, eso no sería
amor de Dios, sino atropello del orden natural. Pero todos reconocemos diversas
facultades en el hombre por lo cual éste es capaz de diversos amores. El amor
interesado - de concupiscencia lo llamaban los medievales - es propio del
conocimiento sensible que compartimos con las bestias; mientras que el
desinteresado - amor de benevolencia - es propio de la capacidad en cierto modo infinita de la
voluntad que, en esto, sigue a la inteligencia. El bien común realiza
adecuadamente esa exigencia de infinitud y universalidad, por lo que exige una amor desinteresado.
Aclaremos
que el amor desinteresado no excluye la posesión y goce del objeto amado, posesión
y goce espirituales, por cierto, sino que tan solo significa que el motivo
determinante es la bondad del objeto, en vez del goce que produce, y se abre a
la participación de muchos en la misma posesión y goce.
Si
profundizamos un poco en el amor propiamente humano, advertimos que consiste en
“querer el bien del objeto amado”; vale decir, querer el objeto mismo por lo
que de perfecto tenga o pueda llegar a tener. Lo que implica q que todo amor es, al menos hasta
cierto punto, desinteresado.
Por
otra parte, el amor de benevolencia tiene su recompensa en sí mismo, pues el
que ama de esa forma es feliz por ello mismo. Así se explica que una creatura
pueda sentirse satisfecha con este amor, despojado de todo interés, ya que en
él encuentra lo que busca. Curiosamente, su interés radica en llegar a amar
desinteresadamente. La dificultad radica en saber si le es posible al hombre
olvidarse por entero de sí mismo. Santo Tomás nos asegura que ése es el orden
natural, pero que el pecado original lo ha herido. Primitivamente, según la
revelación bíblica, el hombre era capaz de amar a Dios por El mismo y más que a
sí propio naturalmente, y por esto a Gracia puede hacer, sin violentar la
naturaleza, que nuevamente sea capaz de dicha perfección[26] . La
caída ha roto el orden natural y de aquí provienen las dificultades y
repugnancias que experimentamos para olvidarnos de nosotros mismos. Sin
embargo, ciertas reflexiones, y lo que se ha dicho, nos ayudarán a comprender
que esta tesis tiene sólidas bases filosóficas en que apoyarse, aparte de lo
que la Revelación enseña.
En
efecto, dice muy bien Gilson: “es imposible amar la imagen sin amar al mismo
tiempo al modelo si se sabe que esa imagen no es más que una imagen, como lo
sabemos”[27]. Es verdad que la palabra
“imagen” es de raigambre bíblica, pero podemos cambiarla por participación y
hallamos la misma doctrina expresada con más rigurosidad filosófica. Todo lo
cual quiere decir que cuando amamos cualesquiera cosas, incluso cuando nos
amamos a nosotros mismos, estamos amando a Dios del cual somos participación analógica
y del cual hemos recibido todo lo que nos hace amables, como todas las demás
creaturas.
Pero
hay una razón más profunda, si cabe, que terminará por aclarar las dudas que
nos puedan asaltar. Podemos preguntarnos: ¿en qué consiste la perfección del
hombre? En que alcance el fin para el que fue creado. ¿Cuál es ese fin? Dios.
Pero el hombre alcanza a Dios conociéndolo y amándolo, y este amor, para que
sea amor de Dios, ha de ser un amor que ama a Dios por ser quien es: por su
perfección, por su bondad; y no por los beneficios que nos pueda reportar, ya
que, en ese caso, nos amaríamos a nosotros en vez de a Dios, como ya
vimos.
Por
esto Gilson se atreve a expresar la profunda identidad que se da entre la
tendencia a la realización personal y la también exigente tendencia al bien
común: “Tender hacia lo que es bueno es indiferentemente desear su propia
perfección o desear la semejanza divina, pues su perfección consiste en parecerse
a Dios”[28].
¿Cómo
se parece el hombre a Dios? Amándolo con amor desinteresado, como El se ama.
ES más, “amar a un bien particular en cuanto se asemeja al bien
universal, es amar primera y principalmente al bien supremo que no puede ser
amado en vista a otro bien particular”[29].
Por
difícil que pueda parecernos superar el amor egoísta no es imposible: buenos
ejemplos vemos en los héroes, mártires, santos. Si no se quiere llegar a esos
casos extraordinarios, ¿no es ese olvido total de sí misma lo que honramos en
la madre, símbolo sublime del amor natural? Tal vez por eso ha siempre ha sido
la madre, y no los novios, el símbolo del amor; porque en los novios suele
haber mucho egoísmo, placer personal, mientras que en la madre luce mejor el
desinterés del amor.
CONCLUSIÓN
Iniciamos
estas líneas con la contraposición política entre el liberalismo y el
socialismo, haciendo ver que tanto el uno como el otro no son capaces de
comprender al verdadero bien común, ni la verdadera realización personal del
ser humano. Terminaremos las mismas llamado la atención sobre la diferencia que
hay entre la doctrina social cristiana, cuyos fundamentos metafísicos hemos
visto, y el personalismo representado entre nosotros por la Democracia
Cristiana, su caricatura y perversión[30]
En
Maritain apareció esta doctrina, con sus implicaciones democráticas, como una
adaptación de la tradicional católica, al comprender que ésta es impracticable
en las naciones dominadas por la masonería y el ateísmo. En su base
antropológica aparece la famosa distinción entre individuo y persona. El individuo, según ellos, se somete
enteramente al Estado y al bien común; en cambio la persona está por encima de
ambos y busca su realización personal en algo más alto que el bien común: en
Dios mismo. Somos individuos por nuestra animalidad, personas por nuestra
espiritualidad. Parecía tan clara la distinción creada por el P. Gillet O.P.,
que Maritain la aceptó, fundamentó metafísicamente y sacó sus consecuencias. En
la práctica, sin embargo, vinimos a caer en uno de los más queridos principios
liberales, muy apreciado por los masones: el ciudadano en el parlamento y el
cura en la sacristía. En otras palabras, se consagra así el Estado laico, la
escuela laica, la empresa laica, etc. Podemos ser católicos el Domingo en Misa,
el Estado liberal graciosamente nos lo permite, siempre que lo olvidemos a
partir del Lunes a primera hora.
El
personalismo cristiano, en política, es liberal y ha permitido, desde el
Concilio, su triunfo en el seno de la misma Iglesia. En lo económico se fue
inclinando paulatinamente hacia el socialismo al punto de llegar a ser, en los
años sesenta, prácticamente indiscernibles.
Muy
otra es la doctrina social e la Iglesia Católica, la que no reconoce tan
extraña distinción, sino que sostiene la existencia de un solo fin último, que
es, a su vez, el bien común del universo. Por ello no hay dos actividades
inconexas sino muchas actividades especificadas por sus objetos inmediatos,
pero subordinadas al bien común como los medios al fin. No hay, pues, un Estado
laico, ni un liceo laico, etc., que sea legítimo; a lo más podrá ser tolerado
como mal menor dada la incapacidad de los católicos de vivir su propia fe. Todo
ha de ser confesional porque todo ha de estar subordinado y conducir al único
bien común real de los hombres; es decir, se han de reconocer a sí mismos como
simples medios o instrumentos, como partes encaminadas a un mismo bien, al fin
último del hombre y del universo. Por ello todavía se usa bendecir las primeras
piedras de las diversas construcciones, aunque sean tan “laicas” como un banco
o una carretera. No se trata de ser católico el Domingo, sino siempre y en
todo, y que se note, incluso en política. Lo que no implique la política siga
siendo política y nada más; como no dejan de ser banco y carretera por el hecho
de haber recibido una bendición en su inauguración. Es que todo tiene que estar
subordinado al único bien común, el que debe ser buscado a través de todo sin
excepción. Por supuesto que se respeta la naturaleza del instrumento que se
usa, lo que permitirá distinguir una actividad de otra, ser eficaz en ella e
impedirá usar los mismos criterios en todas. El Estado, pues, está al servicio
del mismo bien común que la Iglesia, sólo que lo sirve de otra manera en virtud
de su diferencia de naturaleza.
No se
trata, por supuesto, de crear una especia de teocracia, sino de poner al Estado
al servicio del único bien común que existe, y no crear un bien común “privado”
del Estado. De este modo, como todas
están al servicio del mismo bien, se armonizan sus esfuerzos y se respetan sus
modalidades propias. Cómo contribuye el Estado será muy diferente a cómo
contribuya la familia y la Iglesia; pero todos buscan lo mismo, en última
instancia.
Si es
verdad, como creemos haberlo demostrado más arriba, que la realización personal
se identifica con su sumisión al bien común, resulta de ello que todo lo que no
esté a dicho servicio, por ese solo hecho deja de contribuir a dicha
realización. Este es el trágico destino de tanta utopía y movimiento mesiánico,
de tanto ideología política que se aparta de la verdadera doctrina social e la
Iglesia: ni sirven al bien común, ni ayudan a la realización personal. Esta es
la verdad que, religiosamente, Jesús expresa de modo tan contundente: “el que
no está conmigo, está en contra de Mí; el que conmigo no recoge, desparrama”[31].
JUAN CARLOS OSSANDÓN VALDÉS
[1] Q.D. De Caritate a.4, ad
2m.
[2] Baste un ejemplo: I-II,
q.2, a.8, ad 2m.
[3]
3 C.G., c. 64 ad unumquodque
intendens.
[5]
Cfr. S. Th. I. Q.22, a.3c.
[6]
Quodlibetum primum, q.4, a.3. “Bonum autem summum, quod est Deus, est
bonum commune, cum ex eo universorum bonum dependeat. 3 C.G., c. 17 ad bonum
particulare.
[7] Cfr. S.Th. I-II, q.92, a.1, ad 3m;
II-II, q.47, a.10, ad 2m.
[8]
S.Th.. I-II, q.26, a.3, ad 2m.
[9]
S.Th. I, q.60, a.5c.
[10]
S.Th. I, q.60, a.5, ad 1m.
[11]
“L’Esprit de la philosophie médiévale”
J. Vrin, 2ª edition, Paris, 1969. C. XIV, pág.
269. (La traducción es nuestra)
[12] Cfr. “In librum de Divinis
Nominibus” Lec. XI.
[13] Gilson o.c. ibíd., pág
270.
[14] “De la primacía del bien
común”. Trad. Artigas. Cultura Hispánica. Madrid. 1952. Cap. 1º, pág. 34.
[15]
“De spiritualibus creaturis” a.8, ad 5m.
[16] De Koninck, o.c. c.1, pág. 37.
[17] Cfr. De caritate, a.4, ad
2m.
[18] O.c., ibíd., pág. 47.
[19] De Koninck, o.c., objeción
VI, pág. 96-97.
[20] Id. , apéndice 4, pág. 203.
[22] De Caritate, a.2c.
[23]
S.Th., I, q.60, a.5c.
[24]
Gilson, o.c., c. XIV, pág. 273.
[25]
Ibíd.
[26]
Cfr. S. Th., I-II, q.109, a.3.
[27] o.c. Ibíd., pág. 280..
[28] Ibíd., pág. 281.
[29] Ibíd.
[30] “Perversión”, en ese
lugar, no tiene carácter moral ni peyorativo, sólo indica un hecho: se presenta
como lo que no es. Pervertir = trastocar el orden natural de una cosa; el
personalismo se presenta como la expresión social del cristianismo, pero, en
verdad lo trastoca gravemente.
[31] Mt. 12,30.
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