martes, 5 de julio de 2016

¿POR QUE HAY UNA OBLIGACIÓN MORAL ABSOLUTA?

¿POR QUE HAY UNA OBLIGACIÓN MORAL ABSOLUTA?


I  STATUS QUAESTIONIS


     Desde el lejano estoicismo, y sobre todo desde Kant, parece que moralidad y obligatoriedad se han hecho sinónimos en la reflexión filosófica cuyo objeto es la actividad humana. Hasta tal punto es así que Pío XII, al enfrentar una ética sin dicha nota como lo es la existencialista[1], consideró que ni si­quie­ra merecía ser calificada de "moral". A pesar de lo cual no es fácil hallar una justificación filosófica de tan curiosa y única peculiaridad.
     Porque hay muchas cosas que son necesarias y así las padece el hombre. Pero esta "necesidad" moral es libre por lo que no es "padecida" sino libremente aceptada y querida, al menos entre las personas maduras. El mirar la moral como una restric­ción es clara evidencia de inmadurez y tontería. Hasta el extremo de que, cuando se logran las cimas de la moralidad, el sujeto se siente, por fin, plenamente libre. Y, sin embargo, no se le oculta a ese hombre maduro la obligatoriedad que acompaña a la realidad moral.
     Dado el fracaso kantiano en su esfuerzo por justificar esta obligatoriedad, ya M. Guyau[2] trató de establecer una moral sin obligación ni sanción, y desde el existencialismo se ha extendido al cristianis­mo esta nueva visión en virtud de la cual la obligato­riedad debe ser eliminada del ámbito moral. Ahora la llamamos "ética de situación" y el número de adeptos no ha dejado de crecer. Casi podríamos decir que es la ética "oficial" del anglicanismo actual y desde allí ha contaminado al luteranismo y al catolicis­mo[3].
     Antes de entrar en materia conviene que precisemos el sentido de nuestra investigación. No se trata de identificar moralidad con obligación. Si bien es verdad que la obligación de hacer el bien y evitar el mal jamás cesan, no es menos cierto que muchos de los actos moralmente más meritorios lo son justamente por no estar sujetos a obligación alguna. Entre los bienes siempre se puede elegir libremente y los más difíciles de reali­zar y, por lo mismo, a menudo moralmente superiores, no son objeto de obligación. Es eso lo que celebramos en el sacrificio de las personas que renuncian a su voluntad mediante el voto de obedien­cia, por ejemplo, y no la obligatoriedad de tal renuncia. Esta es una de las críticas que se puede hacer a la moral kantia­na: la de dejar fuera de su famoso imperativo categórico los actos heroicos que constitu­yen el más hermoso fruto de la capaci­dad moral del hombre.
     Pero no sólo me interesa el que haya obligación en la esfera moral, sino el que ésta sea absoluta, independiente de los gustos y afinidades de la persona que la "sufre"; aspecto que, si no me equivoco fue tan bien exaltado por el ilustre pensador de Königsberg y que, a mi parecer, constituye la mayor gloria de su meditación ética.

II.  LOS ORÍGENES


     Nuestra civilización occidental tiene su origen en la Edad Media. En ella confluyen la herencia grecorromana y la tradición judeocristiana. Bastaría con decir romana y cristiana, pero he querido señalar los orígenes de ambas tradiciones donde radica la remota cuna de nuestra cultura.
     La obligatoriedad de la moral es clara para un judío. Proviene de un pacto realizado entre Jahvéh y Moisés con cláusu­las muy claras[4]. Jahvéh se compromete a proteger al pueblo ele­gi­do y éste a cumplir ciertas obligaciones que se han tradicio­nal­mente resumido en las "tablas de la ley" recibidas en los faldeos del Sinaí. En caso de no cumplir su parte, Jahvéh no se limitará a no cumplir la suya, sino que castigará al pueblo de dura cerviz. En otras palabras: Israel no puede desahuciar este pacto. Nadie, en particular, puede abstraerse, ni el pueblo, en conjun­to, puede repudiarlo. Como puede verse, es un pacto suma­mente peculiar. Mas, sea de ello lo que fuere, lo que queda claro es la razón de la obligatoriedad. Notemos, al pasar, que derecho y moralidad coinciden plenamente en la teocracia israelí.
     El cristianismo no es más que la prolongación del pacto a toda la humanidad. No hay una novedad absoluta por lo que Jesús hablará de una nueva alianza que reemplaza y perpetúa a la antigua: "No penséis que he venido a suprimir la Ley y los profetas; no he venido a abrogarla sino a consumarla"[5].
     Muy distinto es el caso en la cultura griega. Se ha llegado a decir que "el concepto de deber no existe propiamente en la ética estoica ni en general, en la moral antigua"[6]. Me parece exagerada esta apreciación si bien puede ser exacta si nos referimos a la religión oficial grecorromana[7] cuya mitología abunda en ejemplos de actos inmorales atribuidos a los dioses. Sin embargo, nos resulta difícil comprender su ausencia, sobre todo, si recordamos la frase del apóstol: "en verdad, cuando los gentiles, guiados por la razón natural, sin Ley, cumplen los preceptos de la Ley, son para sí mismos Ley"[8].
     Para nuestra tradición el más importante pensador griego es, sin duda, Aristóteles. Son muchos los autores que niegan que en este autor se dé algo parecido al imperativo categórico kantiano, modelo, al parecer, de obligatoriedad; es más, aunque nos parezca increíble, se ha llegado a sostener que carece de la noción de deber[9].
     Tal vez la afirmación más contundente que he hallado sea la siguiente:
     "Es preciso notar que los conceptos de "deber" y "obli­gación" y lo que ahora se denomina el sentido "moral" de "debería", son supervivencias de una concepción legal de la ética. El sentido moderno de "moral" es así mismo un derivado tardío de estas supervivencias. Ninguna de estas nociones se presentan en Aristóteles. La idea de que las acciones que resultan necesarias para apegarse a la justicia y las otras virtudes son exigencias de la ley divina se encontraba en los estoi­cos y se generalizó a través de la cristiandad, cuyas nociones éticas provienen de la Torá"[10].
     Los dominicos Gauthier y Jolif, en su monumental comentario a la "Ética a Nicómaco", junto con reconocer que no hay nada parecido a un imperativo categórico, niegan terminante­mente que el Estagirita haya carecido de tal concepto.  Lo que ocurre, explican, es que en griego la palabra "deber" no tiene uso como substantivo, pero sí como verbo; aquél es reem­plazado por el participio neutro: to deón[11]. Es más, la "medida justa", que hace buena a una cosa, depende de un "lógos", término que habría que traducir, a su juicio, por "regla racional". También nos llaman la atención sobre el hecho de que el verbo "déin" - deber - aparece nada menos que 170 veces en esta ética y, a menu­do, con el sentido de obligación que proviene de la conciencia o de la ley[12]. Todo lo cual nos obliga a reconocer la presencia de la noción de deber en la Ética Nicomaquea.
     Sabemos tan poco del estoicismo antiguo que prefiero limitarme al romano. Es verdad que aquéllos hablaban de un lógos, pero es difícil distinguirlo del fuego; de una providencia, mas parece identificarse con un destino fatal. En cambio, en Cicerón está clara la idea de una ley universal, eterna, que rige al cos­mos[13].  Además, destaca la existencia de una ley natural que es la misma para grie­gos y romanos y todos los pueblos[14]. En el estoi­cismo tardío encontramos emocio­nantes palabras que exaltan el cumplimien­to del deber sin esperar recompensa, por ej. en Epícte­to y en Marco Aurelio. Mas sólo he hallado un texto que nos da la razón de ello:
     "Por dos razones debes amar todo lo que te sobrevenga: 1) pues te concierne a ti, ha sido establecido para ti ... y está urdido conjuntamente con tu destino desde el comienzo de las causas antiguas; 2) ...Pues se mutila el todo si extirpas de la concatenación y de la conti­nuidad cualquier cosa que sea de las partes o de las causas"[15]
     Como podemos apreciar, la razón última es el fatalismo de la antigua escuela que aún no ha sido superado, lo que está bastante lejos del deber tal como es entendido en los tiempos modernos.
                  
IV.  MANUEL KANT

     Pienso que no se puede abordar el tema de la obligato­riedad sin examinar el estudio kantiano. Precisemos que solo nos interesa el porqué, es decir, su causa y no su naturaleza ni su función en la vida moral. Hemos de reconocer que la principal intención del maestro de Königsberg era este último aspecto.
     Según A. Marc, en Kant la razón es la única fuente de la obligación; pero, por desgracia, no logró fundamentar el porqué[16]. Su aserto se basa en el siguiente texto:
     "Pues cómo una ley por sí, e inmediatamente, pueda ser fundamento de determinación de la voluntad (lo cual es lo esencial en toda moralidad), eso es un problema insolu­ble para la razón humana y es idéntico con este otro: cómo una voluntad libre sea posible. Así, pues, tendremos que señalar a priori no el fundamento por el cual la ley moral en sí proporciona un motor, sino qué es lo que ella, siendo motor, efectúa en el espíritu (o mejor dicho, debe efectuar)"[17].
     Imposibilidad reconocida en su "Cimentación para la metafísica de las costumbres":
     "Aquí se encuentra, pues, el último límite de toda investigación moral ... No es, pues, ninguna falta de nuestra deducción del principio supremo de la morali­dad, sino un reproche que habría que hacerle a la razón humana, en general, que no pueda hacer concebible, según su necesidad absoluta, una ley práctica incondi­cional (aquélla que debe ser imperativo categórico) ..."[18].
     Digamos, en descargo de tan notable pensador, que su incapacidad para explicar este aspecto del problema procede de su "Crítica de la razón pura". Aceptado ese análisis, quedaba su autor imposibilitado para el que intentamos ahora. Tan sólo podemos lamentarlo y agregar que Kant estaba muy consciente de la precariedad de todo su esfuerzo; el que, casi de inmediato, será víctima de la implacable crítica a que lo sometió Schopen­hauer, para quien resultaba casi una contradicción una postura como la defendida por Kant. A ello se debe, según muchos de sus estudio­sos, la "Crítica del juicio" que procura hacer más acepta­ble - o más racional - la "Crítica de la razón práctica". Esfuerzo, al parecer, infructuoso. Por todo lo cual nos excusamos de profundi­zar su explicación.

IV.  LOS TOMISTAS CONTEMPORÁNEOS


     Para sorpresa mía, después de haber consultado numero­sos manuales, he podido comprobar que ninguno trata suficiente­mente la cuestión que aquí me he planteado. Simplemente se explica, entre las características de la ley natural, su obliga­toriedad. Así, por ej. en el notable libro que el P. Sertillanges O.P. dedica a exponer "La filosofía moral de santo Tomás de Aquino" apenas se menciona el tema[19]; tampoco E. Gilson en su precioso "Santo Tomás de Aquino", editado en la colección "Les Moralistes Chrétiens"[20]. Por supuesto que, al hablar de la ley, señalan que una de sus características es la de ser obligatoria, pero no parece intere­sarles mayormente y, menos aún, responder a nuestra pregunta. En el índice analítico de "Etre et Agir" del P. J. de Finance S.I. ni siquiera aparece la palabra "obligación" y el mismísimo J. Gredt O.S.B. apenas dedica un párrafo - el 942 - a decir qué es obliga­ción, que hace depender de la sanción, y otro - el 943 - a indicar sus diferentes tipos, para pasar, en seguida, a señalar que Dios es la norma suprema. Otro tanto podría decirse de Donat S.I. quien dedica tan sólo los párrafos 94 a 96 de su Ethica Generalis al tema[21]. J. Leclerq, en cambio, le dedica más atención. A su juicio se trata de un dato secunda­rio, sin dejar de ser esencial, que procede de la necesidad de unidad que sólo se halla en el bien del hombre[22]. Parece algo tan obvio que pocos se detienen a profundizarlo; en verdad, obtiene un mayor desa­rrollo cuando se expli­can las nocio­nes de deber y derecho.
     Con todo hay algunas ilustres excepciones: René Simon le dedicará un capítulo completo - el sexto - a nuestro tema. En él estudia la versión de Kant y la de Bergson para terminar haciendo una buena exposición de la posición tomista en la que critica a algunos de nuestros contemporáneos. Así, por ej., rechaza a los que la fundamentan en la voluntad de Dios como a los que privilegian la sanción. A su parecer hay que situarla en la necesidad del fin ante la contingencia de los medios: la razón descubre el valor del bien y lo impone a la voluntad[23].
     Más significativo para nuestro propósito es el caso del P. André Marc S.I. quien divide su "Dialectique de l'agir" en tres libros dedi­cando el segundo a la obligación moral. Ocupa casi 240 páginas en su explicación. Parece que aquí en­con­traremos la respues­ta que buscamos.
     Como no podía ser menos comienza discutiendo con Kant e invirtiendo los términos (si bien no es un asunto importante): no se trata de que la moral derive del deber, sino a la inversa: aceptado el mundo moral, se conclu­ye en su obligatoriedad[24]. Además estudia la concepción de Fichte, Hamelin, Le Senne, Nietzsche, Suárez, etc., lo que no nos interesa en este momento.
     El capítulo tercero está íntegramente dedicado al deber que no es más que la necesidad propia de la moral; en otras palabras, la obligación es la necesidad de actuar moralmente bien[25]. Y he aquí que nuestro autor nos explica su fundamento: la verdad. La obligación no es más que el valor absoluto de la verdad, como ya lo vio Parodi[26]. Curiosamente, tres páginas más adelante, Marc nos da otra explicación, esta vez basado en el P. Laversin O.P.: es el valor absoluto de la ley que nos somete al orden universal[27].
     Finalmente se hace la pregunta decisiva: ¿Por qué la moral se presenta como absolutamente imperativa? ¿Cómo podríamos justificar el imperativo categórico que Kant tan bien vio pero jamás justificó? Su respuesta es muy matizada y, como vimos a propósito de su fundamento, oscila entre diversas explicaciones sin decidirse por ninguna.
     En primer lugar, porque procede de un Dios creador y legislador supremo; es decir, nos refugiamos en la respuesta judía. En segundo lugar, porque mi naturaleza tiende necesaria­mente a un cierto fin del cual no puedo renegar sin negarla, que es la razón más invocada por los tomistas[28]. A pesar de lo di­cho, unas páginas más ade­lan­te, Marc vuelve a su primera justifi­cación: la verdad es absolu­tamente obligatoria; la razón, como tal, se presenta como obliga­ción ante la voluntad. El deber no es más que esta necesi­dad racional en diálogo con la voluntad. Esta recibe dicha verdad como un bien y, además, obligatorio, por ser verdad[29].
     Finalmente, citando a Pío IX, Marc nos recuerda que la perfección es obligatoria para todos, tal como lo enseña Jesús en el Evangelio[30]. Hay, pues, que buscar la perfección; de modo humano, claro está.
     Su explicación se nos complica mucho más cuando nos espeta, sin prepararnos el ánimo, que la persona es un fin en sí misma y que, además, tenemos "el deber de ser persona"[31]. Pero como todos nacimos gozando de tal atributo y lo seremos siempre, tenemos ya cumplido el fin. En tales condiciones ¿por qué hay obligación? 

V.- A MODO DE SOLUCIÓN


     No está demás reconocer que hay mucho de verdad en las diversas respuestas que hemos hallado en los filósofos y teólogos contemporáneos recientemente citados. Tal vez a más de alguien le sorprenda esta variedad de soluciones e incluso refutaciones al interior de la Escuela. Nada tiene de sorprendente para quien conozca la libertad de que gozamos los que nos inspiramos en el Angélico.
     La mejor respuesta que he hallado a la inquietud que me ha movido a investigar este tema se debe a la pluma de A. Millán Puelles[32]. Su tesis consiste en meditar sobre la esencia de la moralidad que radica en una "libre aceptación de nuestro ser"[33]. Nuestro ser es poseído de modo pura y simplemente natural, como lo hacen todas las cosas; o bien de modo especulativo o bien de modo práctico. Estos últimos modos son exclusivos de la creatura racional. En moral sólo interesa el tercero, si bien el segundo es supuesto, obviamente. En otras palabras, somos "un ser que se puede tomar la libertad de ser fiel a su ser"[34]. Somos libres, es decir, no estamos hechos del todo; pero somos, o sea, tampoco lo tenemos todo por hacer. Contra el existencialismo tipo Sartre, Millán Puelles insiste en que nuestra naturaleza nos exige un determinado modo de realización que no queda del todo indetermi­nado. Por ello los preceptos de la ley natural son descubiertos por santo Tomás siguiendo como guía las inclinaciones naturales propias del hombre[35]. Nuestra libertad, pues, no es absoluta; está condicionada por el ser (naturaleza) que somos. El deber no es más que la conciencia de dichas exigencias impuestas desde nuestro interior; las que no nos privan de nuestra libertad.
     La palabra ser está indicando, en este artículo, la naturaleza. Y esto por una razón muy simple: por ser principio de operación. Ocurre que toda creatura está orientada a la opera­ción, única vía de realización que posee. Hay en ella, pues, un deseo natural de actividad, el que no es un hecho psicológico sino ontológico: es un "appetitum naturale" que deberá, más tarde, convertirse en psicológico y verificarse en una elección.
     La forma del deber es la obligación. Y su contenido será, en última instancia, el lograr que "un ser (el hombre) se enlace con su ser"[36]. Es decir, el hombre ha de actualizar cog­noscitiva­men­te el mismo ser que ya posee por naturaleza y, además, lo ha de realizar en un libre quererse y libre hacerse. Se trata de que se ratifique, en el plano de la conducta, nuestro ser natural. Todo deber, pues, adquiere así la forma de un diálogo del ser consigo mismo en virtud del cual acepta o no actualizarse en conformidad con las exigencias de su propia naturaleza.
     Este hermoso análisis de la raíz del deber, que acepta­mos plenamente, nos deja, sin embargo abierta la posibilidad de buscar una fundamentación aún más profunda; porque, en definiti­va, no sólo se trata de que estemos sometidos a un deber, sino de que éste sea absoluto. Absoluto, en este contexto, implica la idea de no admitir excepción alguna, y de ser inamovible. Nuestra naturaleza, al realizarse en un ser humano, queda afectada por la contingencia propia del sujeto que la realiza; no pasa de ser una naturaleza más dentro de las innumerables que pueblan el planeta, el cual existió millones de años antes que ella y podría sobrevivirla de la misma manera. Por muy necesaria que sea, desde cierto punto de vista, una naturaleza, no parece ser el fundamento último de una obligación absoluta. Por lo que creo que habrá que investigar aún algo más.
     Por otra parte, las discrepancias halladas entre los tomistas contemporáneos nos aclaran suficiente­mente que a santo Tomás no le interesó responder a nuestra pregun­ta. He consultado diversos índices analíticos de sus obras en los que suele no aparecer la palabra "obligatio" ni "officium " u otras similares. Tal vez se deba a lo que tan bien señala E. Gilson:
     "Se ve inmediatamente que la moral, precisamente porque no es sino un caso particular del gobierno divino, se reduce al problema siguiente: ¿cómo una criatura racio­nal y libre puede y debe utilizar el movimiento hacia Dios que ha recibido de El?"[37]
     Santo Tomás, pues, no observa el mundo moral desde la ley y su obligatoriedad, sino desde el fin y su atracción. Pero, eso no impide que la moral sea absolutamente obligatoria. Pienso que si releemos la cita de Gilson con más cuidado encontraremos lo que creo es la mejor solución: "la moral... no es más que un caso particular del gobierno divino".
     La cuestión clave en nuestra inquisición será, pues, saber cuál es el objetivo del gobierno divino. Ya todos sabemos que el único fin digno de Dios es Dios mismo; pero lo que tal vez se nos ha pasado es que lo es en cuanto bien común del universo. Ciertamente, pensar que Dios pueda ser bien privado del hombre sería una blasfemia pues haría al hombre superior a Dios. Siendo esto así, no quedaba más que hacer una creación múltiple para que, desde su seno, la creatura racional se pudiera abrir a su Bien Común.
     Ahora bien, la relación con el bien común es muy diferente a la rela­ción con el bien privado. Nos interesa subra­yar tan sólo un aspecto: al bien común se dirige una persona subordi­nándose, entregándose a él, y, con ello, es alzada a un nivel al que no podría siquiera aspirar en su calidad de mero individuo. Este es, justamente, el efecto del bien común en el hombre: lo eleva a cimas a las que los bienes privados jamás podrían alzarlo. Dada, pues, la inmensa superioridad del bien común, no queda más que declararlo fuera del alcance de la persona. Por ello es necesaria la comunidad, de tal manera que las aportacio­nes diferentes de los individuos permitan lo que en soledad les era imposible. ¿Qué ocurre si uno falla en su colabo­ración? No sólo se daña a sí mismo, sino que perjudica a todos los demás[38].
     Siendo esto así, la clave de toda la cuestión está en una correcta interpretación de lo que es la ley. La más sencilla explicación la he hallado en E. Gilson[39]. Como es obvio, en sen­ti­do general, una ley es una regla y se da allí donde se realiza una acción que procura un fin; si no cumple la regla podrá marrar el fin.
     "Cuando uno se esfuerza por extraer el carácter esen­cial que designa la palabra ley, se descubre, más allá de la idea de una simple norma, una mucho más profunda, la de obligación"[40].
     Aunque nuestro autor no lo diga, tal concepto sólo se aplica en propiedad a las creaturas racionales. Su extensión a las irracionales, como lo ha hecho la ciencia moderna, es mera­mente analógica e impropia.
     Prosigue el análisis de nuestro autor:
     "Aún más, no basta que haya orden imperativo de la razón para que haya ley, es preciso también que este orden tienda a otro fin que nuestros fines puramente indivi­duales"[41].
     Os obvio que Gilson está basado en el tratado de la ley de la Suma de Teología y ha ampliado el análisis que, en ésta, se refiere a la ley civil, aplicándolo a la noción misma de ley y, en consecuencia, válido también para la natural y la eterna.
     Llegamos así, a la misma conclusión que desarro­llamos más arriba:
     "Queda una última condición que, aunque en una primera instancia sea más exterior, no es un elemento menos importante de su definición. Puesto que la ley se propone esencialmente la realización del bien, sin ninguna reserva, no podría limitarse al bien de los individuos particulares; lo que ella prescribe ES EL BIEN ABSOLUTO, por tanto, el BIEN COMÚN, y, en conse­cuencia, también el de una colectividad"[42].
     He subrayado las palabras claves. Si bien Gilson no profundiza la cuestión que ha planteado ni saca las mismas consecuencias que he presentado en este trabajo, me parece que están implícitas al poner esta última condición como parte de la misma definición de ley - ampliada, como hemos visto, desde la civil a todas las demás - y agregando una distinción entre el bien común y el de una colectividad. ¿Estaba pensando en el bien común trascendente, es decir, Dios mismo, supremo analogado de todos los bienes comunes? Es muy posible porque poco después señala que hay muchos tipos de comunidades: "la primera y la más vasta es el universo mismo" regido por la ley eterna.

V.- CONCLUSIÓN : TODO ES UNO


     Hay ciertos textos del Evangelio, cuna de la civiliza­ción occidental, que no suelen explicarse ni unirse como debie­ran. El primero ya nos lo citó Pío IX: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto"[43]. Pero el día del juicio - y sea éste el segundo - no seremos juzgados, aparentemente, sobre nuestra perfec­ción sino sobre las obras de misericordia como el mismo Jesús nos lo enseñó[44]. El tercer texto que me interesa es el que nos inci­ta a imitar la bondad de Dios que "hace salir el sol sobre justos y pecadores"[45].
     Es que todo es uno en el Bien Común del universo. Justamente la perfección divina que hemos de imitar es su bondad en virtud de la cual, precisamente, es bien común, y uno de los medios al alcance de todos está manifestado en las obras de misericordia.
     De la misma manera hallamos en santo Tomás una senten­cia clave que, a pesar de su importancia, jamás la he hallado citada en los manuales de ética:
     "Dado que todo hombre es parte de su ciudad, es impo­sible que un hombre sea bueno si no está en buena relación (bene proportionatus) con el bien común..."[46]   
     Si nos sorprende esta observación y quisiéramos restar­le importancia, permítaseme poner un ejemplo muy simple. ¿Hay algo más personal y privado que la virtud de la castidad? Hace algunos días leía un título sensacionalista a propósito de los raptos de adolescentes: "toda mujer está amena­zada". Lo que por cierto no se dice es que el principal culpable de tan ominosa situación es, justa­mente, la campaña en contra de la virtud de castidad llevada a cabo con tanto éxito por medios de comunica­ción de masas. Parece que pocos han advertido que dicha virtud es una obligación impuesta por el bien común ya que del respeto a la mujer depende su seguridad y la estabilidad de los hogares; de la que depende, a su vez, la salud mental de los seres humanos todos. Sólo un varón casto es capaz de observar tal conducta en todas las ocasio­nes en que deba primar el respeto debido a la mujer lo que disminuiría la plaga de divorcios con todas las desastrosas consecuencias que los sociólogos y psicólogos están comenzando a apreciar, para no mencionar todas las enfermedades biológicas que la lujuria trae consigo.
     No podía ser de otra manera. Por ser su fin el Bien Común, el hombre sólo podía ser creado con carác­ter social y con una moral absolutamen­te obliga­toria. De otro modo, no sería natural su sometimiento a la moral, ni sería necesaria la rela­ción que se da entre dicha obligación y su perfección humana. Por lo mismo queda claro que, cualquier desviación de un hombre singular respecto de la norma moral, daña a todos: por­que un bien común es conseguido entre todos; y, por lo mismo, resalta su carácter absoluto, ya que nadie tiene derecho a impedir a otros alcanzar dicho bien, y, así, dañar la creación de Dios. Lo que nos hace comprender - dicho sea de paso - la máxima gravedad del pecado de escándalo por el cual podríamos impedir que nuestro prójimo logre el Bien Común[47]. Porque, en definitiva, todo pro­ce­de de la misma fuente y debe aseme­jarse a ella: la bondad de Dios, bien común del univer­so "que hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos"[48].




                  JUAN CARLOS OSSANDÓN VALDÉS



[1]  Al menos en dos ocasiones Pío XII rechaza estas ideas: en 1952, en que las califica de existencialistas (AAS. Vol. 44, pág. 413 y ss.) y en 1953, en que las llama: “moral personalista” (AAS. Vol. 45, pág. 278). De aquí que el 20 de febrero de 1955, la S.C. del Santo Oficio proscribiera la “nueva moralidad” de todos los seminarios y facultades de teología. (Cfr. J. Flechter: “Ética de Situación”. Trad. Udina. Ariel. Barcelona. 1970. Pág. 47 y 72.
[2]  J.M. Guyau (1854-88) autor de una “Esquisse d’une morale san obligation ni sanction” que pretende desarrollar la filosofía de Spencer.
[3]  Una buena y sintética exposición de esta ética, que es más un ambiente que una doctrina, se halla en el libro citado en la nota Nº 1.
[4]  Ex. XIX, 3-6; XXIV; XXXIV, 10-35. También podría citarse la alianza pactada con Abraham, Gn. XII, 1-3.
[5] Mt. V, 17. Cfr. El diálogo con la samaritana, Jn. V, 20-26.
[6]  Julián Marías: “Biografía de la filosofía”. Revista de Occidente. Pág. 137.
[7] Tal juicio no sería aceptado por el gran conocedor de la sociedad romana de la época imperial: L. Friedländer. “La sociedad romana”. Trad. Roces. Fondo de Cultura Económica. Madrid. 1982, cap. 13, págs. 996-1080.
[8] Rom. 2,14. Si bien es cierto que “Ley”, en san Pablo, designa propiamente a la religión judía - por ello Nácar-Colunga la escribe con mayúscula - no es menos cierto que por algo esa religión quería se conocida como “Ley”.
[9]  A vía de ejemplo podemos citar: Brochard en “La morale ancienne et la morale moderne”, Révue Philosophique Nº 26. 1901, pág. 35. Este autor, ajuicio de Gauthier, ha influido en Zeller, Burnet, Ros y Jaeger. (Comentario a la Ética a Nicómaco. Gothier y Jolif O.P. págs. 566-567). El P. Sertillanges O.P. tampoco duda: “no se menciona (en Aristóteles) ningún imperativo categórico de tipo kantiano” (El cristianismo y las filosofías, pág. 189)
[10]  G.E.M. Anscombe: “Intention”. Pág. 138, nota 15.
[11]  O.c. págs. 568-569.
[12] Ibíd. 570-572.
[13] “Lex est ratio summa, insita in natura, quae iubet ea quae facienda sunt, prohibetque contraria”. De legibus I,6. Trad. R. Labrouse. U. De Puerto Rico. 1968.
[14] Ibíd.
[15]  Marco Aurelio: “Pensamientos”. V,8. Trad. Rodolfo Mondolfo: “El pensamiento antiguo” pág. 205-6
[16]  “Dialectique de l’agir”. E. Vitte. Paris. 1949. Pág. 396-404.
[17]  KRP. Trad. Miñana y Morente. E.V. Suárez. Madrid. 2ª edición. 1963. Pág. 143.
[18] Trad. C. Martín. Aguilar. Buenos Aires. 3ª edición, 1968. Págs. 179-181.
[19]  Cfr. C. V, págs. 94-96. Aubier. Paris. 1961

[20]  Iª parte, c. V, pág. 270. Trad. González. Aguilar. 4ª edición. Madrid. 1964.
[21]  Págs. 68-79. Cito la 7ª edición. Herder. Barcelona. s.d.
[22] “Las grandes líneas de la filosofía moral”. Trad. Pérez. BHF. 1960. Pág. 261.
[23]  “Moral”. Trad. Kirchener. 5ª edición. Herder. Barcelona. 1984. Págs. 266-303.
[24]  O.c. L. II, c.1, Nº 2. Pág. 299.
[25]  Págs. 375-376.
[26]  D. Parodi: “Le problème moral et la pensée contemporaine”. 1910. Págs. 97-98, cit. Por A. Marc en pág. 380.
[27]  M.J. Laversin O.P.: “La loi”: I-II, qq. 90-97, citados en la pág. 382.
[28]  Págs. 386-389.
[29]  Cfr. Págs. 428-432.
[30]  Marc cita la encíclica “Rerum omnium” en la que el Pontífice comenta las palabras de Nuestro Señor: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. Pág. 442.
[31]  Págs. 435-439.
[32]  “Ser y deber ser” en “Sobre el hombre y la sociedad”. Rialp. Madrid. 1976.
[33]  Pág. 55.
[34]  Pág. 57.
[35]  Cfr. S. Th. I-II, q.94, a.3.
[36] Pág. 79.
[37] Pág. 39.
[38]  Sobre el tema del bien común, tan mal entendido en la actualidad, me permito recomendar: “De la primacía del bien común contra los personalistas”. Ch. De Koninck. Trad. Artigas. Cultura Hispánica. Madrid. 1952.
[39]  “El tomismo” 3ª parte, c.1,4. págs. 469-478.
[40]  Ibíd. 468-479.
[41]  Ibíd. Pág. 470.
[42]  Ibíd. 471.
[43]  Mt. VI,48.
[44]  Mt. XXV,31-46.
[45]  Mt. V,45.
[46]  Iª-IIª, q.92, a.1, ad.3m.
[47]  Mt. XVIII,6-10.
[48]  Mt. V,45.

1 comentario:

  1. alguien me podría dar la respuesta a en que se basa el autor para decir que la obligación moral es absoluta?

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