¿POR QUE HAY UNA OBLIGACIÓN MORAL ABSOLUTA?
I STATUS
QUAESTIONIS
Desde
el lejano estoicismo, y sobre todo desde Kant, parece que moralidad y
obligatoriedad se han hecho sinónimos en la reflexión filosófica cuyo objeto es
la actividad humana. Hasta tal punto es así que Pío XII, al enfrentar una ética
sin dicha nota como lo es la existencialista[1],
consideró que ni siquiera merecía ser calificada de "moral". A
pesar de lo cual no es fácil hallar una justificación filosófica de tan curiosa
y única peculiaridad.
Porque
hay muchas cosas que son necesarias y así las padece el hombre. Pero esta
"necesidad" moral es libre por lo que no es "padecida" sino
libremente aceptada y querida, al menos entre las personas maduras. El mirar la
moral como una restricción es clara evidencia de inmadurez y tontería. Hasta
el extremo de que, cuando se logran las cimas de la moralidad, el sujeto se
siente, por fin, plenamente libre. Y, sin embargo, no se le oculta a ese hombre
maduro la obligatoriedad que acompaña a la realidad moral.
Dado
el fracaso kantiano en su esfuerzo por justificar esta obligatoriedad, ya M.
Guyau[2]
trató de establecer una moral sin obligación ni sanción, y desde el
existencialismo se ha extendido al cristianismo esta nueva visión en virtud de
la cual la obligatoriedad debe ser eliminada del ámbito moral. Ahora la
llamamos "ética de situación" y el número de adeptos no ha dejado de
crecer. Casi podríamos decir que es la ética "oficial" del
anglicanismo actual y desde allí ha contaminado al luteranismo y al catolicismo[3].
Antes
de entrar en materia conviene que precisemos el sentido de nuestra
investigación. No se trata de identificar moralidad con obligación. Si bien es
verdad que la obligación de hacer el bien y evitar el mal jamás cesan, no es
menos cierto que muchos de los actos moralmente más meritorios lo son
justamente por no estar sujetos a obligación alguna. Entre los bienes siempre
se puede elegir libremente y los más difíciles de realizar y, por lo mismo, a
menudo moralmente superiores, no son objeto de obligación. Es eso lo que
celebramos en el sacrificio de las personas que renuncian a su voluntad
mediante el voto de obediencia, por ejemplo, y no la obligatoriedad de tal
renuncia. Esta es una de las críticas que se puede hacer a la moral kantiana:
la de dejar fuera de su famoso imperativo categórico los actos heroicos que
constituyen el más hermoso fruto de la capacidad moral del hombre.
Pero
no sólo me interesa el que haya obligación en la esfera moral, sino el que ésta
sea absoluta, independiente de los gustos y afinidades de la persona que la
"sufre"; aspecto que, si no me equivoco fue tan bien exaltado por el
ilustre pensador de Königsberg y que, a mi parecer, constituye la mayor gloria
de su meditación ética.
II. LOS ORÍGENES
Nuestra civilización occidental tiene su origen en la Edad Media. En
ella confluyen la herencia grecorromana y la tradición judeocristiana. Bastaría
con decir romana y cristiana, pero he querido señalar los orígenes de ambas
tradiciones donde radica la remota cuna de nuestra cultura.
La
obligatoriedad de la moral es clara para un judío. Proviene de un pacto
realizado entre Jahvéh y Moisés con cláusulas muy claras[4].
Jahvéh se compromete a proteger al pueblo elegido y éste a cumplir ciertas obligaciones
que se han tradicionalmente resumido en las "tablas de la ley"
recibidas en los faldeos del Sinaí. En caso de no cumplir su parte, Jahvéh no
se limitará a no cumplir la suya, sino que castigará al pueblo de dura cerviz.
En otras palabras: Israel no puede desahuciar este pacto. Nadie, en particular,
puede abstraerse, ni el pueblo, en conjunto, puede repudiarlo. Como puede
verse, es un pacto sumamente peculiar. Mas, sea de ello lo que fuere, lo que
queda claro es la razón de la obligatoriedad. Notemos, al pasar, que derecho y
moralidad coinciden plenamente en la teocracia israelí.
El
cristianismo no es más que la prolongación del pacto a toda la humanidad. No
hay una novedad absoluta por lo que Jesús hablará de una nueva alianza que
reemplaza y perpetúa a la antigua: "No penséis que he venido a suprimir la
Ley y los profetas; no he venido a abrogarla sino a consumarla"[5].
Muy
distinto es el caso en la cultura griega. Se ha llegado a decir que "el
concepto de deber no existe propiamente en la ética estoica ni en general, en
la moral antigua"[6].
Me parece exagerada esta apreciación si bien puede ser exacta si nos referimos
a la religión oficial grecorromana[7]
cuya mitología abunda en ejemplos de actos inmorales atribuidos a los dioses.
Sin embargo, nos resulta difícil comprender su ausencia, sobre todo, si
recordamos la frase del apóstol: "en verdad, cuando los gentiles, guiados
por la razón natural, sin Ley, cumplen los preceptos de la Ley, son para sí
mismos Ley"[8].
Para
nuestra tradición el más importante pensador griego es, sin duda, Aristóteles.
Son muchos los autores que niegan que en este autor se dé algo parecido al
imperativo categórico kantiano, modelo, al parecer, de obligatoriedad; es más,
aunque nos parezca increíble, se ha llegado a sostener que carece de la noción
de deber[9].
Tal
vez la afirmación más contundente que he hallado sea la siguiente:
"Es
preciso notar que los conceptos de "deber" y "obligación"
y lo que ahora se denomina el sentido "moral" de "debería",
son supervivencias de una concepción legal de la ética. El sentido moderno de
"moral" es así mismo un derivado tardío de estas supervivencias.
Ninguna de estas nociones se presentan en Aristóteles. La idea de que las
acciones que resultan necesarias para apegarse a la justicia y las otras
virtudes son exigencias de la ley divina se encontraba en los estoicos y se
generalizó a través de la cristiandad, cuyas nociones éticas provienen de la
Torá"[10].
Los
dominicos Gauthier y Jolif, en su monumental comentario a la "Ética a Nicómaco",
junto con reconocer que no hay nada parecido a un imperativo categórico, niegan
terminantemente que el Estagirita haya carecido de tal concepto. Lo que ocurre, explican, es que en griego la
palabra "deber" no tiene uso como substantivo, pero sí como verbo;
aquél es reemplazado por el participio neutro: to deón[11].
Es más, la "medida justa", que hace buena a una cosa, depende de un
"lógos", término que habría que traducir, a su juicio, por
"regla racional". También nos llaman la atención sobre el hecho de
que el verbo "déin" - deber - aparece nada menos que 170 veces en
esta ética y, a menudo, con el sentido de obligación que proviene de la
conciencia o de la ley[12].
Todo lo cual nos obliga a reconocer la presencia de la noción de deber en la
Ética Nicomaquea.
Sabemos
tan poco del estoicismo antiguo que prefiero limitarme al romano. Es verdad que
aquéllos hablaban de un lógos, pero es difícil distinguirlo del fuego; de una
providencia, mas parece identificarse con un destino fatal. En cambio, en
Cicerón está clara la idea de una ley universal, eterna, que rige al cosmos[13]. Además, destaca la existencia de una ley
natural que es la misma para griegos y romanos y todos los pueblos[14].
En el estoicismo tardío encontramos emocionantes palabras que exaltan el
cumplimiento del deber sin esperar recompensa, por ej. en Epícteto y en Marco
Aurelio. Mas sólo he hallado un texto que nos da la razón de ello:
"Por
dos razones debes amar todo lo que te sobrevenga: 1) pues te concierne a ti, ha
sido establecido para ti ... y está urdido conjuntamente con tu destino desde
el comienzo de las causas antiguas; 2) ...Pues se mutila el todo si extirpas de
la concatenación y de la continuidad cualquier cosa que sea de las partes o de
las causas"[15]
Como
podemos apreciar, la razón última es el fatalismo de la antigua escuela que aún
no ha sido superado, lo que está bastante lejos del deber tal como es entendido
en los tiempos modernos.
IV.
MANUEL KANT
Pienso
que no se puede abordar el tema de la obligatoriedad sin examinar el estudio
kantiano. Precisemos que solo nos interesa el porqué, es decir, su causa y no
su naturaleza ni su función en la vida moral. Hemos de reconocer que la
principal intención del maestro de Königsberg era este último aspecto.
Según
A. Marc, en Kant la razón es la única fuente de la obligación; pero, por
desgracia, no logró fundamentar el porqué[16].
Su aserto se basa en el siguiente texto:
"Pues
cómo una ley por sí, e inmediatamente, pueda ser fundamento de determinación de
la voluntad (lo cual es lo esencial en toda moralidad), eso es un problema
insoluble para la razón humana y es idéntico con este otro: cómo una voluntad
libre sea posible. Así, pues, tendremos que señalar a priori no el fundamento
por el cual la ley moral en sí proporciona un motor, sino qué es lo que ella,
siendo motor, efectúa en el espíritu (o mejor dicho, debe efectuar)"[17].
Imposibilidad
reconocida en su "Cimentación para la metafísica de las costumbres":
"Aquí
se encuentra, pues, el último límite de toda investigación moral ... No es,
pues, ninguna falta de nuestra deducción del principio supremo de la moralidad,
sino un reproche que habría que hacerle a la razón humana, en general, que no
pueda hacer concebible, según su necesidad absoluta, una ley práctica incondicional
(aquélla que debe ser imperativo categórico) ..."[18].
Digamos,
en descargo de tan notable pensador, que su incapacidad para explicar este
aspecto del problema procede de su "Crítica de la razón pura".
Aceptado ese análisis, quedaba su autor imposibilitado para el que intentamos
ahora. Tan sólo podemos lamentarlo y agregar que Kant estaba muy consciente de
la precariedad de todo su esfuerzo; el que, casi de inmediato, será víctima de
la implacable crítica a que lo sometió Schopenhauer, para quien resultaba casi
una contradicción una postura como la defendida por Kant. A ello se debe, según
muchos de sus estudiosos, la "Crítica del juicio" que procura hacer
más aceptable - o más racional - la "Crítica de la razón práctica".
Esfuerzo, al parecer, infructuoso. Por todo lo cual nos excusamos de profundizar
su explicación.
IV. LOS TOMISTAS
CONTEMPORÁNEOS
Para
sorpresa mía, después de haber consultado numerosos manuales, he podido
comprobar que ninguno trata suficientemente la cuestión que aquí me he planteado.
Simplemente se explica, entre las características de la ley natural, su obligatoriedad.
Así, por ej. en el notable libro que el P. Sertillanges O.P. dedica a exponer
"La filosofía moral de santo Tomás de Aquino" apenas se menciona el
tema[19];
tampoco E. Gilson en su precioso "Santo Tomás de Aquino", editado en
la colección "Les Moralistes Chrétiens"[20].
Por supuesto que, al hablar de la ley, señalan que una de sus características
es la de ser obligatoria, pero no parece interesarles mayormente y, menos aún,
responder a nuestra pregunta. En el índice analítico de "Etre et
Agir" del P. J. de Finance S.I. ni siquiera aparece la palabra
"obligación" y el mismísimo J. Gredt O.S.B. apenas dedica un párrafo
- el 942 - a decir qué es obligación, que hace depender de la sanción, y otro
- el 943 - a indicar sus diferentes tipos, para pasar, en seguida, a señalar
que Dios es la norma suprema. Otro tanto podría decirse de Donat S.I. quien
dedica tan sólo los párrafos 94 a 96 de su Ethica Generalis al tema[21].
J. Leclerq, en cambio, le dedica más atención. A su juicio se trata de un dato
secundario, sin dejar de ser esencial, que procede de la necesidad de unidad
que sólo se halla en el bien del hombre[22].
Parece algo tan obvio que pocos se detienen a profundizarlo; en verdad, obtiene
un mayor desarrollo cuando se explican las nociones de deber y derecho.
Con
todo hay algunas ilustres excepciones: René Simon le dedicará un capítulo
completo - el sexto - a nuestro tema. En él estudia la versión de Kant y la de
Bergson para terminar haciendo una buena exposición de la posición tomista en
la que critica a algunos de nuestros contemporáneos. Así, por ej., rechaza a
los que la fundamentan en la voluntad de Dios como a los que privilegian la
sanción. A su parecer hay que situarla en la necesidad del fin ante la
contingencia de los medios: la razón descubre el valor del bien y lo impone a
la voluntad[23].
Más
significativo para nuestro propósito es el caso del P. André Marc S.I. quien
divide su "Dialectique de l'agir" en tres libros dedicando el
segundo a la obligación moral. Ocupa casi 240 páginas en su explicación. Parece
que aquí encontraremos la respuesta que buscamos.
Como
no podía ser menos comienza discutiendo con Kant e invirtiendo los términos (si
bien no es un asunto importante): no se trata de que la moral derive del deber,
sino a la inversa: aceptado el mundo moral, se concluye en su obligatoriedad[24].
Además estudia la concepción de Fichte, Hamelin, Le Senne, Nietzsche, Suárez,
etc., lo que no nos interesa en este momento.
El
capítulo tercero está íntegramente dedicado al deber que no es más que la
necesidad propia de la moral; en otras palabras, la obligación es la necesidad
de actuar moralmente bien[25].
Y he aquí que nuestro autor nos explica su fundamento: la verdad. La obligación
no es más que el valor absoluto de la verdad, como ya lo vio Parodi[26].
Curiosamente, tres páginas más adelante, Marc nos da otra explicación, esta vez
basado en el P. Laversin O.P.: es el valor absoluto de la ley que nos somete al
orden universal[27].
Finalmente
se hace la pregunta decisiva: ¿Por qué la moral se presenta como absolutamente
imperativa? ¿Cómo podríamos justificar el imperativo categórico que Kant tan
bien vio pero jamás justificó? Su respuesta es muy matizada y, como vimos a
propósito de su fundamento, oscila entre diversas explicaciones sin decidirse
por ninguna.
En
primer lugar, porque procede de un Dios creador y legislador supremo; es decir,
nos refugiamos en la respuesta judía. En segundo lugar, porque mi naturaleza
tiende necesariamente a un cierto fin del cual no puedo renegar sin negarla,
que es la razón más invocada por los tomistas[28].
A pesar de lo dicho, unas páginas más adelante, Marc vuelve a su primera
justificación: la verdad es absolutamente obligatoria; la razón, como tal, se
presenta como obligación ante la voluntad. El deber no es más que esta necesidad
racional en diálogo con la voluntad. Esta recibe dicha verdad como un bien y,
además, obligatorio, por ser verdad[29].
Finalmente,
citando a Pío IX, Marc nos recuerda que la perfección es obligatoria para
todos, tal como lo enseña Jesús en el Evangelio[30].
Hay, pues, que buscar la perfección; de modo humano, claro está.
Su
explicación se nos complica mucho más cuando nos espeta, sin prepararnos el ánimo,
que la persona es un fin en sí misma y que, además, tenemos "el deber de
ser persona"[31].
Pero como todos nacimos gozando de tal atributo y lo seremos siempre, tenemos
ya cumplido el fin. En tales condiciones ¿por qué hay obligación?
V.- A MODO DE SOLUCIÓN
No
está demás reconocer que hay mucho de verdad en las diversas respuestas que
hemos hallado en los filósofos y teólogos contemporáneos recientemente citados.
Tal vez a más de alguien le sorprenda esta variedad de soluciones e incluso
refutaciones al interior de la Escuela. Nada tiene de sorprendente para quien
conozca la libertad de que gozamos los que nos inspiramos en el Angélico.
La
mejor respuesta que he hallado a la inquietud que me ha movido a investigar
este tema se debe a la pluma de A. Millán Puelles[32].
Su tesis consiste en meditar sobre la esencia de la moralidad que radica en una
"libre aceptación de nuestro ser"[33].
Nuestro ser es poseído de modo pura y simplemente natural, como lo hacen todas
las cosas; o bien de modo especulativo o bien de modo práctico. Estos últimos
modos son exclusivos de la creatura racional. En moral sólo interesa el
tercero, si bien el segundo es supuesto, obviamente. En otras palabras, somos
"un ser que se puede tomar la libertad de ser fiel a su ser"[34].
Somos libres, es decir, no estamos hechos del todo; pero somos, o sea, tampoco
lo tenemos todo por hacer. Contra el existencialismo tipo Sartre, Millán
Puelles insiste en que nuestra naturaleza nos exige un determinado modo de
realización que no queda del todo indeterminado. Por ello los preceptos de la
ley natural son descubiertos por santo Tomás siguiendo como guía las
inclinaciones naturales propias del hombre[35].
Nuestra libertad, pues, no es absoluta; está condicionada por el ser
(naturaleza) que somos. El deber no es más que la conciencia de dichas
exigencias impuestas desde nuestro interior; las que no nos privan de nuestra
libertad.
La
palabra ser está indicando, en este artículo, la naturaleza. Y esto por una
razón muy simple: por ser principio de operación. Ocurre que toda creatura está
orientada a la operación, única vía de realización que posee. Hay en ella,
pues, un deseo natural de actividad, el que no es un hecho psicológico sino
ontológico: es un "appetitum naturale" que deberá, más tarde,
convertirse en psicológico y verificarse en una elección.
La
forma del deber es la obligación. Y su contenido será, en última instancia, el
lograr que "un ser (el hombre) se enlace con su ser"[36].
Es decir, el hombre ha de actualizar cognoscitivamente el mismo ser que ya
posee por naturaleza y, además, lo ha de realizar en un libre quererse y libre
hacerse. Se trata de que se ratifique, en el plano de la conducta, nuestro ser
natural. Todo deber, pues, adquiere así la forma de un diálogo del ser consigo
mismo en virtud del cual acepta o no actualizarse en conformidad con las
exigencias de su propia naturaleza.
Este
hermoso análisis de la raíz del deber, que aceptamos plenamente, nos deja, sin
embargo abierta la posibilidad de buscar una fundamentación aún más profunda;
porque, en definitiva, no sólo se trata de que estemos sometidos a un deber,
sino de que éste sea absoluto. Absoluto, en este contexto, implica la idea de
no admitir excepción alguna, y de ser inamovible. Nuestra naturaleza, al
realizarse en un ser humano, queda afectada por la contingencia propia del
sujeto que la realiza; no pasa de ser una naturaleza más dentro de las
innumerables que pueblan el planeta, el cual existió millones de años antes que
ella y podría sobrevivirla de la misma manera. Por muy necesaria que sea, desde
cierto punto de vista, una naturaleza, no parece ser el fundamento último de
una obligación absoluta. Por lo que creo que habrá que investigar aún algo más.
Por
otra parte, las discrepancias halladas entre los tomistas contemporáneos nos
aclaran suficientemente que a santo Tomás no le interesó responder a nuestra
pregunta. He consultado diversos índices analíticos de sus obras en los que
suele no aparecer la palabra "obligatio" ni "officium " u
otras similares. Tal vez se deba a lo que tan bien señala E. Gilson:
"Se
ve inmediatamente que la moral, precisamente porque no es sino un caso
particular del gobierno divino, se reduce al problema siguiente: ¿cómo una
criatura racional y libre puede y debe utilizar el movimiento hacia Dios que
ha recibido de El?"[37]
Santo
Tomás, pues, no observa el mundo moral desde la ley y su obligatoriedad, sino
desde el fin y su atracción. Pero, eso no impide que la moral sea absolutamente
obligatoria. Pienso que si releemos la cita de Gilson con más cuidado
encontraremos lo que creo es la mejor solución: "la moral... no es más que
un caso particular del gobierno divino".
La
cuestión clave en nuestra inquisición será, pues, saber cuál es el objetivo del
gobierno divino. Ya todos sabemos que el único fin digno de Dios es Dios mismo;
pero lo que tal vez se nos ha pasado es que lo es en cuanto bien común del
universo. Ciertamente, pensar que Dios pueda ser bien privado del hombre sería
una blasfemia pues haría al hombre superior a Dios. Siendo esto así, no quedaba
más que hacer una creación múltiple para que, desde su seno, la creatura
racional se pudiera abrir a su Bien Común.
Ahora
bien, la relación con el bien común es muy diferente a la relación con el bien
privado. Nos interesa subrayar tan sólo un aspecto: al bien común se dirige
una persona subordinándose, entregándose a él, y, con ello, es alzada a un
nivel al que no podría siquiera aspirar en su calidad de mero individuo. Este
es, justamente, el efecto del bien común en el hombre: lo eleva a cimas a las
que los bienes privados jamás podrían alzarlo. Dada, pues, la inmensa
superioridad del bien común, no queda más que declararlo fuera del alcance de
la persona. Por ello es necesaria la comunidad, de tal manera que las aportaciones
diferentes de los individuos permitan lo que en soledad les era imposible. ¿Qué
ocurre si uno falla en su colaboración? No sólo se daña a sí mismo, sino que
perjudica a todos los demás[38].
Siendo
esto así, la clave de toda la cuestión está en una correcta interpretación de
lo que es la ley. La más sencilla explicación la he hallado en E. Gilson[39].
Como es obvio, en sentido general, una ley es una regla y se da allí donde se
realiza una acción que procura un fin; si no cumple la regla podrá marrar el
fin.
"Cuando
uno se esfuerza por extraer el carácter esencial que designa la palabra ley,
se descubre, más allá de la idea de una simple norma, una mucho más profunda,
la de obligación"[40].
Aunque
nuestro autor no lo diga, tal concepto sólo se aplica en propiedad a las creaturas
racionales. Su extensión a las irracionales, como lo ha hecho la ciencia
moderna, es meramente analógica e impropia.
Prosigue
el análisis de nuestro autor:
"Aún
más, no basta que haya orden imperativo de la razón para que haya ley, es
preciso también que este orden tienda a otro fin que nuestros fines puramente
individuales"[41].
Os
obvio que Gilson está basado en el tratado de la ley de la Suma de Teología y
ha ampliado el análisis que, en ésta, se refiere a la ley civil, aplicándolo a
la noción misma de ley y, en consecuencia, válido también para la natural y la
eterna.
Llegamos
así, a la misma conclusión que desarrollamos más arriba:
"Queda
una última condición que, aunque en una primera instancia sea más exterior, no
es un elemento menos importante de su definición. Puesto que la ley se propone
esencialmente la realización del bien, sin ninguna reserva, no podría limitarse
al bien de los individuos particulares; lo que ella prescribe ES EL BIEN
ABSOLUTO, por tanto, el BIEN COMÚN, y, en consecuencia, también el de una
colectividad"[42].
He
subrayado las palabras claves. Si bien Gilson no profundiza la cuestión que ha
planteado ni saca las mismas consecuencias que he presentado en este trabajo,
me parece que están implícitas al poner esta última condición como parte de la
misma definición de ley - ampliada, como hemos visto, desde la civil a todas
las demás - y agregando una distinción entre el bien común y el de una
colectividad. ¿Estaba pensando en el bien común trascendente, es decir, Dios mismo,
supremo analogado de todos los bienes comunes? Es muy posible porque poco
después señala que hay muchos tipos de comunidades: "la primera y la más
vasta es el universo mismo" regido por la ley eterna.
V.- CONCLUSIÓN : TODO ES UNO
Hay
ciertos textos del Evangelio, cuna de la civilización occidental, que no
suelen explicarse ni unirse como debieran. El primero ya nos lo citó Pío IX:
"Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto"[43].
Pero el día del juicio - y sea éste el segundo - no seremos juzgados,
aparentemente, sobre nuestra perfección sino sobre las obras de misericordia
como el mismo Jesús nos lo enseñó[44].
El tercer texto que me interesa es el que nos incita a imitar la bondad de
Dios que "hace salir el sol sobre justos y pecadores"[45].
Es
que todo es uno en el Bien Común del universo. Justamente la perfección divina
que hemos de imitar es su bondad en virtud de la cual, precisamente, es bien
común, y uno de los medios al alcance de todos está manifestado en las obras de
misericordia.
De
la misma manera hallamos en santo Tomás una sentencia clave que, a pesar de su
importancia, jamás la he hallado citada en los manuales de ética:
"Dado
que todo hombre es parte de su ciudad, es imposible que un hombre sea bueno si
no está en buena relación (bene proportionatus) con el bien común..."[46]
Si
nos sorprende esta observación y quisiéramos restarle importancia, permítaseme
poner un ejemplo muy simple. ¿Hay algo más personal y privado que la virtud de
la castidad? Hace algunos días leía un título sensacionalista a propósito de
los raptos de adolescentes: "toda mujer está amenazada". Lo que por
cierto no se dice es que el principal culpable de tan ominosa situación es,
justamente, la campaña en contra de la virtud de castidad llevada a cabo con tanto
éxito por medios de comunicación de masas. Parece que pocos han advertido que
dicha virtud es una obligación impuesta por el bien común ya que del respeto a
la mujer depende su seguridad y la estabilidad de los hogares; de la que
depende, a su vez, la salud mental de los seres humanos todos. Sólo un varón
casto es capaz de observar tal conducta en todas las ocasiones en que deba
primar el respeto debido a la mujer lo que disminuiría la plaga de divorcios
con todas las desastrosas consecuencias que los sociólogos y psicólogos están
comenzando a apreciar, para no mencionar todas las enfermedades biológicas que
la lujuria trae consigo.
No
podía ser de otra manera. Por ser su fin el Bien Común, el hombre sólo podía
ser creado con carácter social y con una moral absolutamente obligatoria. De
otro modo, no sería natural su sometimiento a la moral, ni sería necesaria la
relación que se da entre dicha obligación y su perfección humana. Por lo mismo
queda claro que, cualquier desviación de un hombre singular respecto de la
norma moral, daña a todos: porque un bien común es conseguido entre todos; y,
por lo mismo, resalta su carácter absoluto, ya que nadie tiene derecho a
impedir a otros alcanzar dicho bien, y, así, dañar la creación de Dios. Lo que
nos hace comprender - dicho sea de paso - la máxima gravedad del pecado de
escándalo por el cual podríamos impedir que nuestro prójimo logre el Bien Común[47].
Porque, en definitiva, todo procede de la misma fuente y debe asemejarse a
ella: la bondad de Dios, bien común del universo "que hace salir el sol
sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos"[48].
JUAN
CARLOS OSSANDÓN VALDÉS
[1] Al menos en dos ocasiones Pío XII rechaza
estas ideas: en 1952, en que las califica de existencialistas (AAS. Vol. 44,
pág. 413 y ss.) y en 1953, en que las llama: “moral personalista” (AAS. Vol.
45, pág. 278). De aquí que el 20 de febrero de 1955, la S.C. del Santo Oficio
proscribiera la “nueva moralidad” de todos los seminarios y facultades de
teología. (Cfr. J. Flechter: “Ética de Situación”. Trad. Udina. Ariel.
Barcelona. 1970. Pág. 47 y 72.
[2] J.M. Guyau (1854-88) autor de una “Esquisse
d’une morale san obligation ni sanction” que pretende desarrollar la filosofía
de Spencer.
[3] Una buena y sintética exposición de esta
ética, que es más un ambiente que una doctrina, se halla en el libro citado en
la nota Nº 1.
[4] Ex. XIX, 3-6; XXIV; XXXIV, 10-35. También
podría citarse la alianza pactada con Abraham, Gn. XII, 1-3.
[6] Julián Marías: “Biografía de la filosofía”.
Revista de Occidente. Pág. 137.
[7] Tal
juicio no sería aceptado por el gran conocedor de la sociedad romana de la
época imperial: L. Friedländer. “La sociedad romana”. Trad. Roces. Fondo de
Cultura Económica. Madrid. 1982, cap. 13, págs. 996-1080.
[8]
Rom. 2,14. Si bien es cierto que “Ley”, en san Pablo, designa propiamente a la
religión judía - por ello Nácar-Colunga la escribe con mayúscula - no es menos
cierto que por algo esa religión quería se conocida como “Ley”.
[9] A vía de ejemplo podemos citar: Brochard en
“La morale ancienne et la morale moderne”, Révue Philosophique Nº 26. 1901,
pág. 35. Este autor, ajuicio de Gauthier, ha influido en Zeller, Burnet, Ros y
Jaeger. (Comentario a la Ética a Nicómaco. Gothier y Jolif O.P. págs. 566-567).
El P. Sertillanges O.P. tampoco duda: “no se menciona (en Aristóteles) ningún
imperativo categórico de tipo kantiano” (El cristianismo y las filosofías, pág.
189)
[11] O.c. págs. 568-569.
[12]
Ibíd. 570-572.
[13]
“Lex est ratio summa, insita in natura, quae iubet ea quae facienda sunt,
prohibetque contraria”. De legibus I,6. Trad. R. Labrouse. U.
De Puerto Rico. 1968.
[14]
Ibíd.
[15] Marco Aurelio: “Pensamientos”. V,8. Trad.
Rodolfo Mondolfo: “El pensamiento antiguo” pág. 205-6
[17] KRP. Trad. Miñana y Morente. E.V. Suárez.
Madrid. 2ª edición. 1963. Pág. 143.
[18]
Trad. C. Martín. Aguilar. Buenos Aires. 3ª edición, 1968. Págs. 179-181.
[19] Cfr. C. V, págs. 94-96. Aubier. Paris. 1961
[20] Iª parte, c. V, pág. 270. Trad. González.
Aguilar. 4ª edición. Madrid. 1964.
[21] Págs. 68-79. Cito la 7ª edición. Herder.
Barcelona. s.d.
[24] O.c. L. II, c.1, Nº 2. Pág. 299.
[25] Págs. 375-376.
[26] D. Parodi: “Le problème moral et la pensée
contemporaine”. 1910. Págs. 97-98, cit. Por A. Marc en pág. 380.
[27] M.J. Laversin O.P.: “La loi”: I-II, qq.
90-97, citados en la pág. 382.
[28] Págs. 386-389.
[29] Cfr. Págs. 428-432.
[30] Marc cita la encíclica “Rerum omnium” en la
que el Pontífice comenta las palabras de Nuestro Señor: “sed perfectos como
vuestro Padre celestial es perfecto”. Pág. 442.
[31] Págs. 435-439.
[32] “Ser y deber ser” en “Sobre el hombre y la
sociedad”. Rialp. Madrid. 1976.
[33] Pág. 55.
[34] Pág.
57.
[35] Cfr. S.
Th. I-II, q.94, a.3.
[36]
Pág. 79.
[37]
Pág. 39.
[38] Sobre el tema del bien común, tan mal
entendido en la actualidad, me permito recomendar: “De la primacía del bien
común contra los personalistas”. Ch. De Koninck. Trad. Artigas. Cultura
Hispánica. Madrid. 1952.
[39] “El tomismo” 3ª parte, c.1,4. págs. 469-478.
[40] Ibíd. 468-479.
[41] Ibíd. Pág. 470.
[42] Ibíd. 471.
[43] Mt. VI,48.
[44] Mt. XXV,31-46.
[45] Mt.
V,45.
[46] Iª-IIª,
q.92, a.1, ad.3m.
[47] Mt.
XVIII,6-10.
[48] Mt.
V,45.
alguien me podría dar la respuesta a en que se basa el autor para decir que la obligación moral es absoluta?
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