ORÍGENES DE
NUESTRO MUNDO ACTUAL:
DE MAQUIAVELO A ROUSSEAU
RESUMEN:
La concepción de nuestro mundo “moderno” se halla, en
muchos aspectos, en las antípodas de la concepción medieval de la que proviene.
El autor busca subrayar esas diferencias. Para ello pasa revista a las ideas
básicas de Maquiavelo, Bodin, Hobbes y Rousseau; tal vez, los más
representativos de este período y cuyos principios siguen rigiendo el nuestro.
El
pensamiento político moderno parece cumplir a la perfección la profecía proferida
por san Pablo en la segunda epístola dirigida a los fieles de Tesalónica:
"Que nadie en modo alguno os
engañe, porque primero ha de venir la apostasía que ha de revelar al hombre del
pecado, al hijo de la perdición, que se opone y se alza contra todo lo que se
dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y presentarse a sí
mismo como Dios" (versículos 3 y 4).
Tan
sólo después de esto, continúa el Apóstol, vendrá la Parusía y terminará la
historia de este mundo. En otras palabras, nuestra historia humana terminará
como comenzó: Dios creó al hombre y éste intentó proclamarse Dios: “conocedor
de la ciencia del bien y del mal”[1],
es decir, capaz de determinar por sí y ante sí qué es bueno y qué es malo, por
lo que fue expulsado del Paraíso; volverá a pretenderlo - delito por sobre todo
otro delito - y esta vez será borrado de la faz de la tierra.
Para
demostrar mi aserto podría acudir a muchísimos pensadores políticos o a instituciones; lo único difícil sería cuál
escoger. Por muy discutible que sea mi elección, en esta ocasión me limitaré
tan solo a cuatro intelectuales que nos mostrarán cómo pasamos del teocentrismo
medieval, que sujeta el hombre y a la sociedad a Dios, al actual antropocentrismo o humanismo moderno que
lo libera; es decir, del reconocimiento de la autoridad divina sobre el hombre
a la exaltación de éste por encima de todas las cosas; o, lo que viene a ser lo
mismo, su divinización.
Nos
limitaremos, por cierto, a unos pocos conceptos claves para comprender el
sentido del cambio de perspectiva que nos explicará cómo hemos llegado a la
actual situación a la que tan bien se le
puede aplicar lo profetizado por el Apóstol.
I NICOLAS MAQUIAVELO (1469-1527)
Este
autor debe su fama a una sola obra: "El Príncipe", la que, por lo
demás, ha sido muy diversamente interpretada. Aclaremos que fue publicada
después de su muerte, en 1532. Según parece se trataba de un informe interno de
la cancillería de Lorenzo de Médici y
no de una obra destinada al gran público. En honor de los siglos XVI y XVII, digamos que fue duramente criticada y
combatida[2].
Su éxito se irá acentuando con el correr del tiempo, y, tal vez, hay que
esperar a los nuestros para hallar personas tan cínicas como para poder admirarlo sin reservas.
Su
concepto de política, al menos el que se desprende de su lectura, es lo más
opuesto al tradicional. Este enseñaba que la política era la parte de la moral
que se dedicaba a estudiar la perfección
de la vida pública o social de los hombres. Ahora, en cambio, pasará a
significar "el arte de crear, engrandecer y conservar el reino"[3].
Su objetivo, por lo tanto, será técnico y su guía el éxito. Ahora bien, como lo
más útil para ello es el atinado uso de la fuerza, Maquiavelo ha sido
considerado el primer teórico de la fuerza como el instrumento propio de la
política. Así comprendemos que, algunos siglos después, se podrá decir que
"la política es la continuación de la guerra por otros medios".
Su
cinismo queda patente al proclamar, como axioma: "qui nescit dissimulare,
nescit regnare" (quien no sabe disimular, no sabe gobernar) y lo
ejemplifica advirtiendo que el príncipe ha de hablar siempre de paz, pero hacer
constantemente la guerra[4].
Tal axioma lo cumplen a la perfección los marxistas que han llegado a llamar
"paz" a la guerra en la que ellos triunfan, por lo cual no han dudado
en conferir el premio de la paz a Ho Chi Min.
El
ataque de Maquiavelo al cristianismo y, más concretamente a la Iglesia
Católica, es radical. Detengámonos tan sólo en dos puntos:
a) El cristianismo favorece el gobierno de los malvados,
porque desvía a las mejores inteligencias
hacia el cultivo de la contemplación, hacia la preocupación por obtener el
Cielo. Es más, favorece la humildad y el desprecio de las cosas de este mundo
y, si alguna vez incita al heroísmo, se trata de sufrir y no de actuar[5].
b) Cuando un cristiano gobierna, es débil; porque el
cristianismo le impone reglas morales que debe acatar, lo que le prohíbe
realizar muchas acciones favorables a sus propósitos políticos. Buen ejemplo de
esta doctrina es el permiso que da este autor a los príncipes para que falten a
la palabra dada cada vez que les convenga[6].
Es sabido que el señor feudal prefería
morir a perder el honor - es decir no cumplir la palabra empeñada -, pero tal
actitud es incomprensible en la visión política de Maquiavelo.
Sin
embargo, nuevo ejemplo de cinismo, se recomienda a los príncipes italianos no
cesar en sus alabanzas a "nuestra santa religión", puesto que ésta
es un buen instrumento para someter al pueblo[7].
Por esta razón Marx, confundiendo este consejo con la religión misma, acusará
al cristianismo de ser “el opio del pueblo”.
Así
comprendemos que el reino pasa a ser el principio supremo de toda política,
destronando al mismo Dios. En términos clásicos lo enunciará: "salus
populi, suprema lex" (la ley suprema es la salvación del pueblo).
Aprovecho la ocasión para destacar cuán difícil es leer un libro antiguo sin la
preparación adecuada. Porque ¿qué ha de entenderse aquí por "pueblo"?
El príncipe. Efectivamente, no puede sobrevivir el reino a su príncipe, en él
radica su salvación. En términos nietscheanos, podríamos aclarar que lo que
este autor renacentista nos propone, es un hombre que esté "más allá del
bien y del mal"; lo que hemos visto cumplido a cabalidad en cuanto tirano
socialista nos ha tocado padecer en este siglo.
Podríamos
decir que ha nacido esa extraña doctrina que tanto éxito ha tenido y que hoy
denominamos "razón de Estado", una de las claves de la política contemporánea.
En toda caso conviene aclarar que el concepto de Estado, tal como lo manejamos
hoy, solo verá la luz cuando los filósofos alemanes se dediquen a meditar en
las “enseñanzas” que nos dejara ese genocidio que eufemísticamente se llama
“Revolución Francesa”; tiempo en el que se cumplieron de modo ejemplar las
tesis contenidas en la doctrina que tan parcialmente comentamos.
George
Gordon Catlin, en su monumental "Historia de los Filósofos
Políticos", ya citada, considera que, en el fondo, Maquiavelo es
republicano y demócrata[8].
Claro está que, dada la época en que vivió, no pudo decirlo abiertamente. Pero
¿qué otro sentido puede tener su exigencia de eliminar a nobles y a ricos[9]?
Lo que más le conviene al príncipe,
sentencia, es que todos sean pobres, lo que parece ser el ideal del socialismo.
Por otra parte proclama la superioridad del gobierno que es ejercido por todo
el pueblo. Tal vez tenga razón este historiador, pero reconozcamos que
Maquiavelo tiene, al menos, perfectamente clara la superioridad del bien común.
La democracia y la república actuales,
en cambio, niegan tal tesis y prefieren siempre el bien privado.
Para no
limitarnos tan solo a lo negativo, señalemos que Maquiavelo fue un auténtico patriota, por lo que su suprema
aspiración era la de expulsar a los “bárbaros” de su amada Italia[10],
lo que le valió la admiración de Mussolini.
II
JEAN BODIN (1530-1596)
Uno de los primeros pensadores políticos del protestantismo nos dará
otra de las nociones claves de la política actual. Poco conocido entre
nosotros, ha merecido que J. Maritain le consagre un capítulo de su ensayo
"El hombre y el Estado"[11]. Pero antes de abordar este estudio digamos
dos palabras sobre el ilustre hugonote.
Su
pensamiento, a primera vista, es sumamente tradicional. Insiste en el valor de
estudiar la historia, maestra de la política, y se muestra respetuoso de los
antepasados y de las instituciones que nos legaron. Por ello su profunda y
revolucionaria originalidad pasa desapercibida, tanto más cuanto que es un
decidido partidario de la monarquía y rechaza con indignación el amoralismo de
Maquiavelo. Según Fraile, es una curiosa muestra de racionalismo y superstición
la que nos presente este autor[12].
Como
buen racionalista - avant la lettre, por supuesto - Bodin es el creador del moderno
concepto de "soberanía". La palabra que más usa este autor es
"maiestas", pero en la versión francesa ya apareció la palabra que
hoy se impone por doquier. Se trata de
"la potencia absoluta y perpetua que posee una república"[13].
Observemos tan solo que nos enfrentamos a la actitud típica de los racionalistas,
heredada por los partidos políticos de la actualidad: la tendencia a desconocer
la realidad y poner en su lugar meros conceptos. Porque los conceptos pueden
ser "absolutos y perpetuos", pero no las repúblicas. Y si éstas no
lo son: ¿cómo pueden gozar de una "potencia absoluta y perpetua"? No
pensemos que esta observación es bizantina, ya veremos dónde nos lleva tan
grave error intelectual.
Precisando
más su definición, Bodin nos aclara que la soberanía es "summa in cives ac
subditos legibusque soluta potestas[14]",
es decir, el poder supremo, desligado de la ley, sobre ciudadanos y súbditos.
Nada puede limitar a la soberanía, puesto que es absoluta, ni siquiera la misma
ley. Sin embargo, Bodin hace una excepción: la ley natural que procede del
mismo Creador. De aquí surgirá la curiosa idea de que los reyes sólo dan cuenta
a Dios de sus actos. Tal idea no es rara en un hugonote pues está clara en Calvino, pero santo Tomás ya la
había rechazado al referirse a la insolente pretensión de Nicanor, tirano griego que se sintió libre de toda ley. Ha
nacido el absolutismo, la más pura creación de la modernidad. Pronto aparecerá
un nuevo vocablo para expresar esta realidad: "Estado". Y también su
principal característica: la de administrar todo. Una vez más vemos que estas
ideas se realizarán en el socialismo de un modo ejemplar.
III
THOMAS HOBBES (1588-1679)
G. G. Catlin nos aclara que el problema fundamental al que responde
toda la obra de Hobbes es el siguiente: ¿cómo se puede construir una sociedad
con hombres egoístas por naturaleza?[15]
Si siguieran su inclinación natural, reinaría la anarquía. Pero no se puede
anular lo que se posee por naturaleza, por lo que es forzoso contar con dicho
egoísmo. Este modo tan artificial y absurdo, como luego veremos, de plantear el
problema político dará origen a lo que hoy llamamos liberalismo.
Creo
que el acta de nacimiento de este modo de comprender al mundo político está
expresado por primera vez en el capítulo XIV de la primera parte del Leviatán.
Usando términos clásicos, Hobbes dirá exactamente lo contrario de lo que con
ellos se había expresado hasta la fecha; lo curioso es que tuvo éxito en el
sentido de originar un modo de presentar dichos problemas que prevalece hasta
el día de hoy. Veamos brevemente los rasgos principales de su “revolución
intelectual”, sin salirnos de tan importante capítulo.
"El derecho de la naturaleza,
que los escritores comúnmente llaman "jus naturale", es la libertad
que cada hombre tiene para usar su propio poder como el mismo quiera, para la
conservación de su propia naturaleza - es decir, de su propia vida - y, en consecuencia,
de hacer aquello que, según su propio juicio y razón, pueda concebir como el
más apto medio para ello"[16].
Nadie,
en la Edad Media ni en la Antigüedad clásica, había identificado al derecho con
la libertad, y si con algo se lo había identificado era más bien con el deber,
como sucedió en la escolástica renacentista. En el concepto tradicional, el
derecho era una relación entre personas en la que lo que importaba era hacerla
“justa”, es decir, que ajustara. Para ello había que considerar, en primer
lugar, al bien común y a la posición de los involucrados en el litigio. Con
estos elementos, el “juez” atribuía a cada cual lo suyo, su “derecho” (jus).
Con
razón los españoles, mucho más tarde, en las Cortes de Cádiz, atendida su exaltación
de la libertad hasta el exceso inaceptable de confundirla con el derecho, los
llamaron "liberales". Observemos que así se sanciona[17]
el egoísmo y la más completa arbitrariedad:
uno mismo se convierte en supremo legislador de su propia actividad en su
propio provecho. Con lo que Hobbes destruye el principio básico de toda
justicia: "Nemo iudex in causa sua" (nadie es juez en su propia
causa). Por otra parte, este supuesto “derecho”
es ilimitado: cada cual usará de los medios que estime más convenientes a sus
propósitos. A esto se le suele llamar la ley de la selva.
"Por libertad se entiende,
según la significación propia de la palabra, la ausencia de impedimentos exteriores;
estos impedimentos pueden, a menudo,
quitar parte del poder del hombre para hacer lo que quisiera, pero no pueden
impedirle usar el poder que le ha sido dado según lo que su juicio y razón
puedan dictarle".
Jamás
había sido entendida así la libertad que, en este texto, se confunde con
capacidad de acción exterior, es decir, autonomía. La libertad era entendida
como una propiedad de la voluntad en virtud de la cual ésta es capaz de
decidirse. El pensamiento tradicional tenía muy claro que la acción exterior
podía dañar al prójimo, por lo que la justicia la rige y, por supuesto, en caso
de conflicto, será un tercero quien determine dónde se halla ésta y no los
interesados. En este autor, en cambio, la libertad es infinita; ya que si bien
reconoce las limitaciones físicas del hombre, éstas solo pueden entorpecer su
ejercicio sin dañar su esencia. De lo que se deduce que la libertad llega hasta
donde llegue el poder de un individuo: a más poder, más libertad. Esto es: se
sanciona el “derecho” del más fuerte sin limitación alguna.
"Una ley natural, "lex
naturalis", es un precepto o regla general, encontrado por la razón, por
el cual se prohíbe a un hombre hacer lo que es destructivo de su vida o quita
los medios para conservarla y omitir aquello por lo que piensa puede ser mejor
conservada".
La ley,
pues, deja de preservar el bien común y se pone enteramente al servicio del
bien privado, al servicio del egoísmo de la persona humana individual. El bien
común ha desaparecido - pero sin él, no hay ley en el pensamiento tradicional –
y es reemplazado por el goce de la vida. Es notable el carácter negativo y
limitado de su concepto de ley referida únicamente a la realidad biológica de la
conservación de la existencia del animal humano y su mejor disfrute.
"...el derecho consiste en la
libertad para hacer o prohibir, mientras que la ley determina y ata a uno de
éstos; así la ley y el derecho difieren tanto como la obligación y la libertad,
que en una y la misma naturaleza son incompatibles".
En otro
lugar he señalado cómo nace aquí el concepto moderno de "derecho" -
de donde proceden los derechos humanos - en contradicción con el sentido
clásico. Pero, a pesar de la oposición señalada, atendamos a que, a juicio de
Hobbes, coinciden en su fin: servir al individuo exclusivamente. Una de las
mayores novedades que nos trae este capítulo
es precisamente esta curiosa oposición entre ley y derecho. En el pensamiento
tradicional, la ley era la fuente de todo derecho de tal modo que si éste no
era sancionado por aquélla, no existía. Ahora, en cambio, se oponen. Todavía
Hobbes dará la primacía a la ley; hoy se la damos al derecho y vemos cómo la
corrupción se ha apoderado de la sociedad: era la consecuencia necesaria de tan
desatinada conceptualización.
"(la condición del hombre es la
guerra de todos contra todos)... en consecuencia, todo hombre tiene derecho a
todo, incluso al cuerpo del otro".
Con lo
que se ha hallado un nuevo fundamento a la esclavitud. Hay que reconocerle un
mérito a este filósofo: es el único liberal que ha comprendido cuán desastroso
era ese supuesto “estado natural”; los demás creyeron que era el paraíso
perdido. Basta reflexionar un poco
para advertir que, esta vez, la razón lo acompaña; mas si meditamos un poco más
comprenderemos cuán absurdo y artificial es este extraño “estado natural” que
implica la negación de la sociabilidad natural del hombre; porque habría que
decir, más bien, que sin sociedad no hay hombre, verdad ya comprendida por
Aristóteles[18]
.
Volvemos
a encontrarnos con el carácter infinito de la libertad humana, ya que derecho y
libertad coinciden y aquel se extiende a todo, como ya hemos visto.
"Todo hombre debe procurar la
paz, en tanto tenga esperanzas de obtenerla, y cuando no pueda obtenerla, puede
buscar y usar todas las ayudas y ventajas de la guerra. La primera parte de
esta regla contiene la primera y fundamental ley de la naturaleza, que es
buscar la paz y seguirla. La segunda, el resumen del derecho natural, que es
que podemos defendernos por cualquier medio".
Este
egoísmo fundamental tiene una consecuencia previsible: nace aquí el modo
moderno de hacer la guerra con prescindencia de toda ley moral. Observemos,
eso sí, que habrá que esperar al siglo veinte para que se lleve a la realidad
tal concepción.
"De esta fundamental ley de la
naturaleza, por la que los hombres son imperados a procurar la paz, se deriva
esta segunda ley: que un hombre esté dispuesto,
cuando otros hombres también lo están, en tanto cuanto piense que es necesario
para la paz y defensa de sí mismo, a abandonar su derecho a todas las cosas
para contentarse con tanta libertad contra los otros cuanta él permita a los
otros hombres en contra de sí mismo".
Hallamos
aquí esbozada la curiosísima teoría del contrato social que tanta fortuna
habría de conocer más adelante y la máxima liberal que pretende resolver todos
los conflictos de derechos que surgen
de su doctrina: mi derecho termina donde nace el tuyo. ¿Por qué no decimos,
mejor, que tu derecho nace donde termina el mío? En la práctica es la segunda
fórmula, jamás expresada claramente, la que se usa en la realidad; la primera
se reserva para las declamaciones. Pero ambas carecen de toda rigurosidad.
Porque, si somos iguales, ¿qué determinará el límite? No lo puedo poner yo ni
tu, ya que somos iguales y nuestro
derecho, como ya vimos, es ilimitado. En el pensamiento tradicional intervenía
el bien común, fuente de todo derecho; por lo que había un criterio que hacía
posible solucionar los conflictos. En esta nueva visión, en cambio, el orden
natural queda trastocado por completo: la paz, bien común, es puesta la
servicio del bien privado y la libertad es comprendida como “libertad contra
los otros” en vez de estar a su servicio. En otras palabras, la libertad del
filósofo moderno es esencialmente inmoral. En toda esta conceptualización es
evidente la influencia de Lutero y su “servo arbitrio”, es decir, una voluntad esclava
del pecado).
Hobbes
no nos entrega justificación alguna de tan importante capítulo: no hay
autoridades antiguas que justifiquen los conceptos que maneja, no respalda sus
asertos en la Biblia como hacían sus contemporáneos. Asistimos al disimulado
nacimiento de un nuevo modo de entender
al hombre y su vida social al que hoy llamamos liberalismo. El crudo egoísmo
que lo inspira será desnudado por Bernard Shaw, para quien,
"Jamás en la historia, al menos
por lo que sabemos, ha existido una tentativa tan determinada, tan ricamente
subvencionada y políticamente organizada, para persuadir al género humano de
que todo el progreso, toda la prosperidad, toda la salvación individual y
social, depende de un indiscriminado conflicto por el alimento y el dinero, de
la supresión y eliminación del débil por el fuerte, del libre comercio, del
libre contrato, de la libre competencia, de la libertad natural, del
laisser-faire: en síntesis, de abatir impunemente a nuestro prójimo"[19].
Con
Hobbes, pues, hallamos que el fundamento de la vida social radica en el terror
y su resultado será la tiranía. Pues el derecho así definido engendra una
guerra de la que no salimos más que renunciando a todo derecho en favor del
tirano. Por lo mismo, como ya lo habíamos visto en Bodin, éste está por encima
de toda ley y de todo derecho; por encima de la moral y de la religión; nada
hay ni puede haber superior al soberano.
Todo
este poder se lo da la naturaleza al hombre, a todo hombre. Bastará que los
pensadores se fijen en esto para que la teoría, concebida para servir al rey, pase
a servir a la democracia. Realmente tal cambio no le habría gustado a su autor
que había definido la democracia como una "aristocracia de oradores"
y no sintió más que desprecio por ella.
IV
JEAN JACQUES ROUSSEAU (1712-1778)
Según el filósofo David Hume, Rousseau era incapaz de pensar. Alguna
razón tendría para sostener tan duro
aserto quien lo conoció personalmente e, incluso, lo alojó en su casa por un
largo período. De hecho, el ginebrino se contradice con notable frecuencia y
parece no notarlo: interpreta a Platón de un modo realmente fantasioso, cree
seguir la ideología liberal y envía sus escritos a Voltaire quien advierte, de
inmediato, cuán anti-liberal es; por ello, y como a pesar suyo, inicia el
socialismo.
Una de
sus primeras obras es su famoso "Discurso sobre el origen de la desigualdad
entre los hombres" en el cual no dice casi nada sobre tal origen sino que,
por el contrario, establece que ella es el origen de todos los males. Acoge con
entusiasmo la hipótesis liberal y absurda de un "estado natural",
previo a todo tipo de sociedad. Pero ya la idea ha sido suficientemente criticada
para mantenerla en su sentido original, por lo que Rousseau la entiende como
referida a la libre vida familiar. Ya no es el hombre solitario sino la familia
solitaria. En esta etapa el hombre es inocente y libre. Pero cuidado con esta
palabra, porque nuestro autor no entiende por "libre" lo mismo que
nosotros. Para él es libre quien da satisfacción a sus instintos sin control
racional alguno. Esta situación es idílica, es la natural y de ella jamás debió
salir el hombre. Como ocurre con todos los autores liberales, no podrá hacernos
comprender por qué se perdió tan paradisíaco modo de vida.
Según
parece, los hombres cometieron diversos errores e intentaron impedir que se
siguieran cometiendo. Entonces tuvieron la mala idea de proceder a crear la
sociedad, a darse reyes y sacerdotes que los dirigieran. Nace así el gobierno.
Es el gran error de la humanidad, la versión rousseauniana del pecado original
bíblico.
Aunque
dedica poco espacio al tema, el único origen de la desigualdad que nos propone
el autor es la institución de la propiedad privada. El origen de ésta, empero,
queda en el más absoluto misterio:
"El primero que habiendo
cerrado un terreno y osó decir: "esto es mío", y halló gentes lo suficientemente
simples como para creerlo, fue el verdadero fundador de la sociedad
civil"[20].
Tal parece que Rousseau hubiese hallado a todo el mundo
en tan lamentable estado, agregamos nosotros. Realmente no sé si ha habido
alguien tan simple para creer tamaña simplicidad, pero la obra tuvo - y tiene
aún - un éxito enorme.
Conocido
el supuesto origen de la sociedad, del mal y de la desigualdad, que es siempre
el mismo, veamos qué solución nos propone Rousseau. No es otra que el viejo
"contrato social". Así como Hobbes halló en la renuncia a todo
derecho la solución al problema tal
como él lo había entendido, lo mismo hará Rousseau. Pero, aunque parezca
increíble, el ginebrino no pedirá la abolición de la propiedad privada, como
su planteamiento del problema
requería, sino su confirmación:
"Hallar una forma de asociación
que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada
asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca más que a sí
mismo y quede tan libre como antes. Tal es el problema fundamental que soluciona
el contrato social"[21].
En
otras palabras, conservando la institución de la propiedad privada que había
causado todo el mal, no lo olvidemos, con lo que quedan tranquilos los
liberales, se propone regresar a la
libertad propia del estado natural, anterior a la creación de la propiedad y de la sociedad. Pero, ahora, esa
libertad será defendida por toda la sociedad con lo cual no se podrá repetir el
error original. Volvemos a encontrar aquí, aunque sutilmente disfrazado, el egoísmo de Hobbes
y la ausencia total del bien común, clave para explicar la existencia de la
comunidad en el pensamiento clásico. Lo que jamás intenta justificar siquiera es por qué, dado
que la propiedad privada es la que originó la desigualdad entre los hombres y,
con ello, todos los males, su defensa será la finalidad que le propone a la
sociedad ideal.
Por
ello no nos sorprende que, desde el remoto pasado, renazca Hobbes. Porque este
contrato posee ciertas cláusulas:
"Estas cláusulas, bien
comprendidas, se reducen a una sola: a saber, la alienación total que hace cada
asociado de todos sus derechos en favor de toda la comunidad"[22].
Hay,
pues, una novedad: en vez de ser el soberano el agraciado con tan extraordinario
don, lo es la sociedad por nacer. Ante la posible protesta del lector, Rousseau
se apresura a tranquilizarlo:
"Cada cual, al darse a todos,
no se da a nadie; y como no habrá un asociado sobre el cual no adquiera el
mismo derecho que le cede sobre sí mismo, se gana el equivalente de todo lo
que se pierde y, además, la fuerza para conservar lo que se tiene".
En
definitiva, pues, lo importante es que se salva la propiedad privada. Podemos
ya comprender en qué consiste, en su esencia, el famoso contrato social:
"Cada uno de nosotros pone en
común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad
general, y así recibimos a cada miembro como una parte indivisible del
todo"[23].
Con lo que descubrimos que todo lo que ha cambiado,
respecto de Hobbes, aparte del lenguaje, es que en vez del rey será la voluntad
general la que disponga de todo. Importa, pues, saber qué sea tan curiosa
realidad. Del pasado regresa Bodin con
su noción de soberanía. En cierto modo
Rousseau las identifica: la soberanía no es más que el ejercicio de la voluntad
general, nos aclara, y proporciona a ésta las propiedades que Bodin otorgó a
aquélla. Nos interesan sobre manera estas precisiones que nuestro autor explica
latamente.
"Se sigue de lo que precede que
la voluntad general siempre es correcta (droite) y siempre tiende a la utilidad
pública: pero de ello no se sigue que las deliberaciones del pueblo tengan
siempre la misma corrección"[24].
¿Cómo
traducir ese "droite"? Tal como "derecho", en español,
tiene numerosos sentidos: recto, rectilíneo, correcto, ley, privilegio, etc.,
etc. Rousseau comenta que se puede engañar al pueblo, pero no corromperlo; por
lo que estimo que debe dársele el valor de corrección moral más que de acierto
circunstancial, aunque no excluya este último
sentido. ¿Habrá alguien tan simple que
crea que el pueblo no puede ser corrompido?
En
seguida nos explica que no se trata de la voluntad de todos, mucho menos de la
mayoría:
"Hay, a menudo, gran diferencia
entre la voluntad de todos y la voluntad general; ésta no atiende más que al
interés común, la otra atiende al interés privado: no es más que la suma de
voluntades particulares. Mas, quitad a estas
mismas voluntades el más y el menos que se destruyen entre sí, queda, como suma de diferencias, la voluntad
general"[25].
Parece
que Rousseau está recordando la bella disquisición aristotélica sobre la
virtud. El Filósofo había enseñado que toda virtud moral residía en un justo
medio, equidistante de dos vicios:
uno por defecto, otro por exceso. Pero Aristóteles hablaba de virtud, mientras
que aquí se trata de verdad y ésta no siempre radica en un supuesto medio.
Tampoco las virtudes intelectuales y, mucho menos, las teologales se ajustan a
esta doctrina. En el fondo, Aristóteles sabía muy bien que, en biología, lo
importante es guardar el equilibrio. La virtud moral lo respeta. Tal como la
enfermedad se produce por defecto o exceso de los mismos elementos integrantes
de nuestro cuerpo, el vicio moral no se distingue de la virtud más que por esa
falta de proporción que el bien del ser humano exige. Este justo medio, por cierto,
no es meramente cuantitativo, porque no todo en nuestro ser puede reducirse a
cantidad. En efecto, no es la cantidad de palabras lo que distingue al hombre
veraz del mentiroso; además de que la virtud moral, a veces, obliga a callar.
En
suma, nos parece que el ginebrino estima que si buscamos un término medio entre
las opiniones vertidas, que caerá, tal vez, en una solución que nadie ha pensado,
equidistante de las extremas, allí se dará la "voluntad general" y
ésa habrá de ser impuesta a todos. De más está decir que tal noción no ha sido
realizada jamás por ningún sistema político. ¿Sería Rousseau un matemático? Porque
su modo de alcanzar la voluntad general es tan ilusorio que no puede provenir
de alguien que medite sobre los problemas reales de los hombres que conviven en
un mismo lugar. Tal vez entre números se pueda quitar “el más y el menos” y
obtener la respuesta justa; pretender obtener la paz entre los hombres con tal
proceso matemático solo mueve a risa. Hace pensar más en la magia que en el
difícil arte político. Esta curiosa forma de obtener la “voluntad general”
implica un problema filosófico insoluble.
Según este autor, la voluntad de todos es egoísta, mas, hecho el cálculo
matemático que inventó, se logra la voluntad general que es altruista. El misterio
estriba en que hay un cambio cualitativo notable que queda sin justificación. ¿Creerá
alguien que el mejor método de hallar la verdadera religión será el de la
supresión de las diferencias entre el budismo, el judaísmo, el cristianismo, el
espiritismo, etc., etc.? En matemáticas tal vez resulte porque los números son
homogéneos, pero los conceptos no lo son; es más, se excluyen, por lo que no se
prestan para tales malabarismos.
Mas
continuemos leyendo:
"Como la naturaleza da a cada
hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo
político un poder absoluto sobre los suyos, y es este mismo poder el que,
dirigido por la voluntad general, como lo he dicho, recibe el nombre de
soberanía"[26].
Tal
como en Hobbes y Bodin, henos aquí en un totalitarismo absoluto. Digamos que
ningún buen moralista podría aceptar ese "poder absoluto" que se
supone la naturaleza nos otorga, porque hemos de responder del buen uso de
nuestros cuerpos ante el Creador, como enseña san Pablo[27].
Hemos llegado al mismo resultado al que llegó Hobbes: por huir de ciertas
desagradables consecuencias derivados del supuesto estado natural, hemos caído
en un absolutismo muy real del que sólo saldremos verbalmente. La última
justificación será: peor era aquello. Mas nadie ha demostrado que ese mítico
estado natural haya existido jamás.
Por lo
dicho se ve que muchos estarán en desacuerdo con esa voluntad general. ¿Qué
ocurre con el que se niega a obedecer? Rousseau anota, con perspicacia, que uno
puede creer que es independiente y mirará su contribución a la causa común como
si fuese gratuita. Si esta opinión cunde, se arruina el cuerpo social.
"Para que el pacto social no
sea un vano formulario, encierra tácitamente esta obligación, la única que
puede dar fuerza a las otras, en virtud de la cual cualquiera que se niegue a obedecer a la
voluntad general será forzado a ello por todo el cuerpo; lo que no significa
más que se le forzará a ser libre"[28].
Rousseau
nos autoriza, pues, a usar la violencia con plena tranquilidad de conciencia.
El totalitarismo queda plenamente justificado y el hombre pasa a ser un mero
tornillo dentro del cuerpo social al que pertenece por entero. Se le exige la
misma entrega que se supone ofrece el monje a Dios. Ese “se le forzará a ser libre” es una “joya”
intelectual que confirma plenamente el aserto de Hume.
Estamos,
en verdad, en plena religión. Por ello "El Contrato Social" termina
con una serie de reflexiones dignas de examinar. En efecto, nuestro autor
distingue tres religiones: la humana, la ciudadana y la del sacerdote. La
primera es un culto interior a Dios y a los deberes de la moral, carece de
templos, ritos, etc.; su mejor versión se halla en el Evangelio tal como lo
entiende el ginebrino, por supuesto. La segunda pertenece a un sólo país, con
su culto, ritos, etc., de la que no participan los ciudadanos de otra nación,
como eran las religiones de la antigüedad. La tercera es muy extraña, a juicio
del ginebrino, porque da a los hombres dos jefes, dos leyes, dos patrias,
sometiéndolos así a deberes contradictorios. Es obvio que Rousseau es enemigo absoluto de tan extraña religión. Tal
es el cristianismo romano. Para nosotros, en cambio, justamente es esa característica
de la Iglesia la que ha terminado con el totalitarismo al poner una autoridad
moral por encima de la política que
sirva de límite a ésta y dé refugio a los ciudadanos
El
juicio crítico de Rousseau es claro. La religión del sacerdote es "tan malvada
que sería perder el tiempo detenerse a demostrarlo"[29].
Con semejante juicio retórico se evita la desagradable tarea de tener que
demostrar tan injusta y arbitraria sentencia. Por su parte, la ciudadana es
mejor, porque unifica el culto a Dios y el amor a la ley, pero se basa en una
mentira. Resta la religión del hombre, que es el cristianismo, pero no el actual, la Iglesia Católica, sino el Evangelio
que es algo, a su juicio, completamente diferente:
"Por esta religión santa,
sublime, verdadera, los hombres, hijos del mismo Dios, se reconocen como
hermanos, y la sociedad que los une no se disuelve ni siquiera a la
muerte"[30].
Con
todo, y a pesar de las alabanzas que le prodiga, termina por reconocer que tiene
un grave defecto: es contraria al espíritu social. Tanto lo es, que una
sociedad de verdaderos cristianos, no sería ya una sociedad de hombres. En este
punto repite los ataques que hemos visto
en Maquiavelo en virtud de los cuales se concluye que el malvado terminará por
gobernar a los cristianos como a mansos corderillos que se dejan atropellar por
el “representante de Dios”. Por lo demás ya los paganos habían proferido las
mismas críticas a las que respondiera acertadamente san Agustín en la Ciudad de
Dios[31]. Surge aquí una dificultad que el bueno de
Rousseau ni siquiera sospecha. Como ya vimos, el estado natural del hombre era
la soledad de la que salió en virtud del pacto social. Si tal es la naturaleza
del hombre, ¿cómo habrá de conciliarse
con la sociedad religiosa que no se “disuelve ni siquiera con la muerte”? ¿Hubo un pacto social religioso que la fundó?
Podríamos seguir haciéndonos preguntas inútilmente ya que el ginebrino, como lo
advirtió Hume, no se preocupa de sutilezas intelectuales.
Llegamos
a la triste conclusión de que toda religión es malsana para el Estado, y, sin
embargo, es necesario que los ciudadanos posean una religión que los haga amar
su deber. Lo importante es que las opiniones interiores no interfieran con los
deberes sociales, con lo que llegamos al total sometimiento de todo pensamiento
a lo que el Estado determine. Hay, pues, una fe puramente civil que no se
impone para ser creída, pero, si alguien no la cree, el Estado puede exiliarlo,
es más, puede condenarlo a muerte[32].
¿Será ésta otra manera de hacerlo “libre”?
También
habrá dogmas en esta "religión civil", los que pueden ser positivos y
negativos:
"Existencia de la Divinidad
poderosa, inteligente, bienhechora, previsora y providente; la vida venidera;
la felicidad de los justos; el castigo de los malvados; la santidad del contrato social y de
las leyes: he aquí los dogmas positivos. En cuanto a los negativos, los limito
a uno solo: la intolerancia: ésta
pertenece a los cultos que hemos excluido"[33].
Henos
aquí en plena intolerancia, pero, como buen liberal, tiene una buena excusa: se
trata de ser intolerante con los intolerantes. Hemos de tolerar a todas las religiones
que toleran otras religiones - tal como antaño acostumbraba a hacer el Imperio
Romano, por lo que prohibió y persiguió al cristianismo - siempre y cuando no
tengan dogmas contrarios a los deberes de los ciudadanos:
"Pero si alguno osa decir:
"fuera de la Iglesia no hay salvación", debe ser expulsado del
Estado, a menos que el Estado sea la Iglesia y que el príncipe sea el
pontífice"[34].
Rousseau
ha citado al concilio de Trento, máxima expresión de la teología católica. Fue
allí donde la Iglesia expresó con toda claridad y lucidez lo que siempre había
creído y el Evangelio había proclamado, aunque Rousseau no se enterara:
"quien creyere y se bautizare, se salvará, pero quien no creyere, será
condenado"[35]. Mas atendamos a la restricción que hace el
ginebrino: “salvo que el Estado sea la Iglesia”. Asistimos, pues, a la suplantación de la Iglesia por el Estado. Su
total y completa divinización, incoada en el Ginebrino, queda reservada a los
tiempos contemporáneos, a Hegel y a su ala izquierda hasta que, a partir de
Feuerbach y Niesztche, el hombre ocupe definitivamente el lugar de Dios.
V CONCLUSIÓN
Comenzamos
nuestra exposición citando a san Pablo. Terminemos reconociendo que la profecía
se ha cumplido a la perfección. Por salir del período que he querido recordar,
no relato las últimas fases y, sobre todo, la novísima, la que estamos
viviendo, la apostasía que precede a la aparición del hombre del pecado[36].
Sin embargo, espero que quede claro cómo se han ido cumpliendo las etapas que
nos conducen a ella y, cómo, en todas, observamos el mismo hecho: se parte de
una ilusión que se cree verdadera y se sacan las conclusiones lógicas de tal
punto de partida.
Permítasenos
acercarnos a esa crítica tan antigua que volvió a aparecer en Maquiavelo y
recoge ahora Rousseau: el cristianismo es completamente inepto para crear
gobierno. El Ginebrino, incluso, como los antiguos paganos, atribuye la caída
del imperio romano a su conversión al cristianismo. La mejor respuesta la da la
historia. La Iglesia insufló vida a un imperio agonizante y creó esa maravilla
política que fue el imperio bizantino cuya duración es sorprendente: más de mil
años. El tan famoso imperio romano occidental tan sólo duró la mitad y sigue
siendo un buen ejemplo de una construcción política exitosa. Las monarquías occidentales,
especialmente la del reino franco y la del imperio romano germánico tuvieron
larga duración y fueron pródigas en la creación de instituciones políticas
novedosas y sabias. Estos cristianos, supuestamente incapaces de gobernar,
salieron de Europa en el siglo XV y conquistaron continentes enteros creando
nuevos sistemas políticos con instituciones originales. En fin, sólo un ciego
puede mantener una acusación que la historia desmiente en forma constante y
sin apelación. Por otra parte, ¿quién ignora que numerosos reyes, reinas y
príncipes han sido elevados a los altares por la Iglesia? Parece que algunos
pensadores desconocen absolutamente que, a juicio del mayor de los teólogos de
la Iglesia, los buenos gobernantes obtendrán un grado supremo de gloria en el
Cielo[37].
Toda ella
parte de una ilusión: el cristiano es incapaz de acción. Es verdad que el fiel
todo lo espera de Dios, pero sabe que Dios no hace milagros en vano y que
premia el esfuerzo prudente. Por lo tanto, si bien todo lo espera de Dios, pone
de su parte el empeño necesario para tener éxito en la empresa como si sólo
dependiera de él. El fatalismo es propio de la teología musulmana, no de la cristiana.
Esperar de Dios el éxito sin poner los medios naturales es un pecado con un
nombre bien preciso: tentar a Dios.
Mas no
hemos de desanimarnos por el aparente triunfo del humanismo sin Dios, porque el
mismo san Pablo, con quien iniciamos nuestro estudio, termina su profecía con
las siguientes palabras:
"Porque el misterio de
iniquidad está ya en acción; sólo falta que el que le retiene sea apartado.
Entonces se manifestará el inicuo a quien el Señor Jesús matará con el aliento de su boca,
destruyéndole con el esplendor de su venida"[38].
Buen
ejemplo de ello tenemos en el aparente triunfo del marxismo que, de pronto, hemos
visto evaporarse ante nuestros ojos. No creamos que la lucha ha terminado, tal
vez han perdido una batalla y presenciamos tan sólo una retirada estratégica.
Pero lo cierto es que el que aparecía invencible y siempre avanzando,
conquistando más y más pueblos, hoy se presenta sin fuerzas y extenuado. Así
también acontecerá con este humanismo que se presenta como Dios y se hace
adorar como si lo fuera; su éxito, en definitiva, será tan efímero como aquél.
JUAN
CARLOS OSSANDON VALDÉS
[1]
Gen. 3,5
[2]
Entre otros, escribieron contra su obra y la refutaron con vigor: san Roberto
Bellarmino, T. Campanella, F. Bacon, P. De Rivadeneira, J. Bodin, etc. Entre
sus admiradores podemos citar a Montesquieu, Mustafá III, que la hizo traducir
al árabe, Napoleón y Mussolini.
[3]
Juicio de G. Fraile O.P.: “Historia de la filosofía”, vol. 3º, BAC. Madrid.
1966, pág. 302
[4]
Juicio de G.G. Catlin: “Historia de los filósofos políticos” Trad. L. Fabricant.
2ª edición. Peuser. Buenos Aires. 1956. Pág. 224. Cfr. “El Príncipe” c. 19.
[5]
Discorsi II,2; citado por Fraile o.c. pág. 304.
[6]
El Príncipe, c. 18.
[7]
Discursi I, 12. Citado por Fraile Ibíd.
[8]
Tal vez basa su afirmación en la doctrina expuesta en el c. 9 de “El Príncipe”.
[9]
Discorsi I,4, citado por Catlin, o.c. pág. 229.
[10]
Cfr. El Príncipe, c. 26.
[11]
Es el capítulo segundo del que extraemos algunas ideas. Consultaremos, además,
la obra de Catlin ya citada, Págs. 234-239.
[12]
O.c. Págs. 339-340.
[13]
De la République. L. 1, c.8. Citado por Maritain o.c. pág. 62.
[14]
Citada por Catlin o.c. pág. 238.
[15]
O.c. pág. 264.
[16] Editions The Bobbs-Merril Company. New York.
1959. Págs. 109 y ss. (La traducción es nuestra.) Las
siguientes citas están tomadas de allí mismo.
[17]
Uso el término en su sentido etimológico de “hacer santo”.
[18]
Cfr. Política I,1.
[19]
Citado por G. Sermonti y R. Fondi en: “Más allá de Darwin”. Trad. N. Valenti. UNSTA. Tucumán. Argentina. 1984. Pág. 1.
[20]
Discours sur l’origine de l’inégalité parmi les hommes”. Incluido en el tomo
“Du contrat social”. Union
Générale d’Editions. Paris. 1963. Pág. 292 (la
traducción es nuestra)
[21]
Du contrat social. Pág. 61.
[22]
Ibíd.
[23]
O.c. Pág. 62.
[24]
O.c. Pág. 73.
[25]
Ibíd.
[26]
O.c. Pág. 74.
[27]
“Esta es la voluntad de Dios, a saber: vuestra santificación: que os abstengáis
de la fornicación, y que sepa cada uno de vosotros que su propio cuerpo es un
vaso de santificación y de honor, que no debe entregar a sus pasiones, como
hacen los gentiles, que no conocen a Dios... Porque no os llamó Dios a la
inmundicia, sino a la santidad, en Jesucristo Señor nuestro” (I Tesal. 4-7).
[28] Rousseau o.c. pág. 64.
[29]
O.c. pág. 181.
[30]
Ibíd. Pág 182.
[31]
En esta obra s. Agustín responde a tantas objeciones y calumnias que sería de
nunca acabar citar todos los lugares relacionados con el tema. Un buen resumen
de las principales objeciones paganas y su respuesta se halla en la Ep. 138.
[32] Rousseau o.c. pág. 186.
[33]
Ibíd.
[34]
O.c. pág. 187.
[35]
Mc. XVI,16.
[36]
S.S. Pío X piensa que la profecía de san Pablo se cumplirá en este siglo XX.
Cfr. E Summi Pontificatus, primera encíclica de su pontificado.
[37]
S. Tomás de Aquino, “De Regimine Principum” L. 1, c. 9.
[38]
2 Tesal. 2,7-8.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Solo se publicarán comentarios constructivos y que no contengan groserías y sean mal intencionados.