martes, 8 de enero de 2013

De Maquiavelo a Rousseau


ORÍGENES DE NUESTRO MUNDO ACTUAL:


DE MAQUIAVELO A ROUSSEAU


 

 

RESUMEN:

La concepción de nuestro mundo “moderno” se halla, en muchos aspectos, en las antípodas de la concepción medieval de la que proviene. El autor busca subrayar esas diferencias. Para ello pasa revista a las ideas básicas de Maquiavelo, Bodin, Hobbes y Rousseau; tal vez, los más representativos de este período y cuyos principios siguen rigiendo el nuestro.

 

            El pensamiento político moderno parece cumplir a la perfección la profecía proferida por san Pablo en la segunda epístola dirigida a los fieles de Tesalónica:

            "Que nadie en modo alguno os engañe, porque primero ha de venir la apostasía que ha de revelar al hombre del pecado, al hijo de la perdición, que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y presentarse a sí mismo como Dios" (versículos 3 y 4).

            Tan sólo después de esto, continúa el Apóstol, vendrá la Parusía y terminará la historia de este mundo. En otras palabras, nuestra historia humana terminará como comenzó: Dios creó al hombre y éste intentó proclamarse Dios: “conocedor de la ciencia del bien y del mal”[1], es decir, capaz de determinar por sí y ante sí qué es bueno y qué es malo, por lo que fue expulsado del Paraíso; volverá a pretenderlo - delito por sobre todo otro delito - y esta vez será borrado de la faz de la tierra.

            Para demostrar mi aserto podría acudir a muchísimos pensadores políticos o a  instituciones; lo único difícil sería cuál escoger. Por muy discutible que sea mi elección, en esta ocasión me limitaré tan solo a cuatro intelectuales que nos mostrarán cómo pasamos del teocentrismo medieval, que sujeta el hombre y a la sociedad a Dios, al actual      antropocen­trismo o humanismo moderno que lo libera; es decir, del reconocimiento de la autoridad divina sobre el hombre a la exaltación de éste por encima de todas las cosas; o, lo que viene a ser lo mismo, su divinización.

            Nos limitaremos, por cierto, a unos pocos conceptos claves para comprender el sentido del cambio de perspectiva que nos explicará cómo hemos llegado a la actual  situación a la que tan bien se le puede aplicar lo profetizado por el Apóstol.

            I    NICOLAS MAQUIAVELO (1469-1527)


            Este autor debe su fama a una sola obra: "El Príncipe", la que, por lo demás, ha sido muy diversa­mente interpretada. Aclaremos que fue publicada después de su muerte, en 1532. Según parece se trataba de un informe interno de la cancillería de Lorenzo de   Médici y no de una obra destinada al gran público. En honor de los siglos XVI y XVII,    digamos que fue duramente criticada y combatida[2]. Su éxito se irá acentuando con el correr del tiempo, y, tal vez, hay que esperar a los nuestros para hallar personas tan  cínicas como para poder admirarlo sin reser­vas.

            Su concepto de política, al menos el que se desprende de su lectura, es lo más opuesto al tradicional. Este enseñaba que la política era la parte de la moral que se   dedicaba a estudiar la perfec­ción de la vida pública o social de los hombres. Ahora, en cambio, pasará a significar "el arte de crear, engrandecer y conservar el reino"[3]. Su objetivo, por lo tanto, será técnico y su guía el éxito. Ahora bien, como lo más útil para ello es el atinado uso de la fuerza, Maquiavelo ha sido considerado el primer teórico de la fuerza como el instrumento propio de la política. Así compren­demos que, algunos siglos después, se podrá decir que "la políti­ca es la continuación de la guerra por otros medios".

            Su cinismo queda patente al proclamar, como axioma: "qui nescit dissimulare, nescit regnare" (quien no sabe disimu­lar, no sabe gobernar) y lo ejemplifica advirtiendo que el príncipe ha de hablar siempre de paz, pero hacer constantemente la guerra[4]. Tal axioma lo cumplen a la perfección los marxistas que han llegado a llamar "paz" a la guerra en la que ellos triunfan, por lo cual no han dudado en conferir el premio de la paz a Ho Chi Min.

            El ataque de Maquiavelo al cristianismo y, más concre­ta­mente a la Iglesia Católica, es radical. Detengámonos tan sólo en dos puntos:

a) El cristianismo favorece el gobierno de los malvados, porque desvía a las mejores   inteligencias hacia el cultivo de la contem­plación, hacia la preocupación por obtener el Cielo. Es más, favorece la humildad y el desprecio de las cosas de este mundo y, si alguna vez incita al heroísmo, se trata de sufrir y no de actuar[5].

b) Cuando un cristiano gobierna, es débil; porque el cristianismo le impone reglas morales que debe acatar, lo que le prohíbe realizar muchas acciones favorables a sus propósitos políticos. Buen ejemplo de esta doctrina es el permiso que da este autor a los príncipes para que falten a la palabra dada cada vez que les convenga[6]. Es sabido que el señor  feudal prefería morir a perder el honor - es decir no cumplir la palabra empeñada -, pero tal actitud es incomprensible en la visión política de Maquiavelo.

            Sin embargo, nuevo ejemplo de cinismo, se recomienda a los príncipes italianos no cesar en sus alabanzas a "nuestra santa reli­gión", puesto que ésta es un buen instrumento para someter al pueblo[7]. Por esta razón Marx, confundiendo este consejo con la religión misma, acusará al cristianismo de ser “el opio del pueblo”.

            Así comprendemos que el reino pasa a ser el principio supremo de toda política, destronando al mismo Dios. En términos clásicos lo enunciará: "salus populi, suprema lex" (la ley suprema es la salvación del pueblo). Aprovecho la ocasión para destacar cuán difícil es leer un libro antiguo sin la prepara­ción adecuada. Porque ¿qué ha de entenderse aquí por "pueblo"? El príncipe. Efectivamente, no puede sobrevivir el reino a su príncipe, en él radica su salvación. En términos nietscheanos, podríamos aclarar que lo que este autor renacentista nos propone, es un hombre que esté "más allá del bien y del mal"; lo que hemos visto cumplido a cabalidad en cuanto tirano socialista nos ha tocado padecer en este siglo.

            Podríamos decir que ha nacido esa extraña doctrina que tanto éxito ha tenido y que hoy denominamos "razón de Estado", una de las claves de la política contemporánea. En toda caso conviene aclarar que el concepto de Estado, tal como lo manejamos hoy, solo verá la luz cuando los filósofos alemanes se dediquen a meditar en las “enseñanzas” que nos dejara ese genocidio que eufemísticamente se llama “Revolu­ción Francesa”; tiempo en el que se cumplieron de modo ejemplar las tesis contenidas en la doctrina que tan parcialmente comentamos.

            George Gordon Catlin, en su monumental "Historia de los Filósofos Políticos", ya citada, considera que, en el fondo, Maquiavelo es republicano y demócrata[8]. Claro está que, dada la época en que vivió, no pudo decirlo abiertamente. Pero ¿qué otro sentido puede tener su exigencia de eliminar a nobles y a ricos[9]? Lo que más le conviene al     príncipe, sentencia, es que todos sean pobres, lo que parece ser el ideal del socialismo. Por otra parte proclama la superioridad del gobierno que es ejercido por todo el pueblo. Tal vez tenga razón este historiador, pero reconozcamos que Maquiavelo tiene, al menos, perfectamente clara la superioridad del bien común. La democracia y la república     actuales, en cambio, niegan tal tesis y prefieren siempre el bien privado.

            Para no limitarnos tan solo a lo negativo, señalemos que Maquiavelo fue un      auténtico patriota, por lo que su suprema aspiración era la de expulsar a los “bárbaros” de su amada Italia[10], lo que le valió la admiración de Mussolini.

            II    JEAN BODIN (1530-1596)    


            Uno de los primeros pensadores políticos del protestan­tismo nos dará otra de las nociones claves de la política actual. Poco conocido entre nosotros, ha merecido que J. Maritain le consagre un capítulo de su ensayo "El hombre y el Estado"[11].  Pero antes de abordar este estudio digamos dos palabras sobre el ilustre hugonote.

            Su pensamiento, a primera vista, es sumamente tradicio­nal. Insiste en el valor de estudiar la historia, maestra de la política, y se muestra respetuoso de los antepasados y de las instituciones que nos legaron. Por ello su profunda y revolucio­naria originalidad pasa desapercibida, tanto más cuanto que es un decidido partidario de la monarquía y rechaza con indignación el amoralismo de Maquiavelo. Según Fraile, es una curiosa muestra de racionalismo y superstición la que nos presente este autor[12].

            Como buen racionalista - avant la lettre, por supues­to - Bodin es el creador del moderno concepto de "soberanía". La palabra que más usa este autor es "maiestas", pero en la versión francesa ya apareció la palabra que hoy se impone por doquier.  Se trata de "la potencia absoluta y perpetua que posee una república"[13]. Observemos tan solo que nos enfrentamos a la actitud típica de los racionalistas, heredada por los partidos políticos de la actualidad: la tenden­cia a desconocer la realidad y poner en su lugar meros conceptos. Porque los conceptos pueden ser "absolutos y perpetuos", pero no las repú­blicas. Y si éstas no lo son: ¿cómo pueden gozar de una "potencia absoluta y perpetua"? No pensemos que esta observación es bizantina, ya veremos dónde nos lleva tan grave error intelectual.

            Precisando más su definición, Bodin nos aclara que la soberanía es "summa in cives ac subditos legibusque soluta potestas[14]", es decir, el poder supremo, desligado de la ley, sobre ciudadanos y súbditos. Nada puede limitar a la soberanía, puesto que es absoluta, ni siquiera la misma ley. Sin embargo, Bodin hace una excepción: la ley natural que procede del mismo Creador. De aquí surgirá la curiosa idea de que los reyes sólo dan cuenta a Dios de sus actos. Tal idea no es rara en un hugonote pues  está clara en Calvino, pero santo Tomás ya la había rechazado al referirse a la insolente pretensión de Nicanor, tirano  griego que se sintió libre de toda ley. Ha nacido el absolutismo, la más pura creación de la modernidad. Pronto aparecerá un nuevo vocablo para expresar esta realidad: "Estado". Y también su principal caracte­rística: la de administrar todo. Una vez más vemos que estas ideas se realizarán en el socialismo de un modo ejemplar.

            III  THOMAS HOBBES (1588-1679)


            G. G. Catlin nos aclara que el problema fundamental al que responde toda la obra de Hobbes es el siguiente: ¿cómo se puede construir una sociedad con hombres egoístas por naturaleza?[15] Si siguieran su inclinación natural, reinaría la anarquía. Pero no se puede anular lo que se posee por naturaleza, por lo que es forzoso contar con dicho egoísmo. Este modo tan artificial y absurdo, como luego veremos, de plantear el problema político dará origen a lo que hoy llamamos liberalis­mo.

            Creo que el acta de nacimiento de este modo de comprender al mundo político está expresado por primera vez en el capítulo XIV de la primera parte del Leviatán. Usando términos clásicos, Hobbes dirá exactamente lo contrario de lo que con ellos se había expresado hasta la fecha; lo curioso es que tuvo éxito en el sentido de originar un modo de presentar dichos problemas que prevalece hasta el día de hoy. Veamos brevemente los rasgos principales de su “revolución intelectual”, sin salirnos de tan importante capítulo.

            "El derecho de la naturaleza, que los escritores comúnmente llaman "jus naturale", es la libertad que cada hombre tiene para usar su propio poder como el mismo quiera, para la conservación de su propia naturaleza - es  decir, de su propia vida - y, en consecuencia, de hacer aquello que, según su propio juicio y razón, pueda concebir como el más apto medio para ello"[16].

            Nadie, en la Edad Media ni en la Antigüedad clásica, había identificado al derecho con la libertad, y si con algo se lo había identificado era más bien con el deber, como sucedió en la escolástica renacentista. En el concepto tradicional, el derecho era una relación entre personas en la que lo que importaba era hacerla “justa”, es decir, que ajustara. Para ello había que considerar, en primer lugar, al bien común y a la posición de los involucrados en el litigio. Con estos elementos, el “juez” atribuía a cada cual lo suyo, su “derecho” (jus).

            Con razón los españoles, mucho más tarde, en las Cortes de Cádiz, atendida su exaltación de la libertad hasta el exceso inaceptable de confundirla con el derecho, los llamaron "liberales". Observemos que así se sanciona[17] el egoísmo y la más completa  arbitrariedad: uno mismo se convierte en supremo legis­lador de su propia actividad en su propio provecho. Con lo que Hobbes destruye el principio básico de toda justicia: "Nemo iudex in causa sua" (nadie es juez en su propia causa). Por otra parte, este supuesto   “derecho” es ilimitado: cada cual usará de los medios que estime más convenientes a sus propósitos. A esto se le suele llamar la ley de la selva.

            "Por libertad se entiende, según la significación propia de la palabra, la ausencia de impedimentos exte­riores; estos impedimentos pueden, a      menudo, quitar parte del poder del hombre para hacer lo que quisiera, pero no pueden impedirle usar el poder que le ha sido dado según lo que su juicio y razón puedan dictarle".

            Jamás había sido entendida así la libertad que, en este texto, se confunde con capacidad de acción exterior, es decir, autonomía. La libertad era entendida como una propiedad de la voluntad en virtud de la cual ésta es capaz de decidirse. El pensamiento tradicional tenía muy claro que la acción exterior podía dañar al prójimo, por lo que la justicia la rige y, por supuesto, en caso de conflicto, será un tercero quien determine dónde se halla ésta y no los interesados. En este autor, en cambio, la libertad es infinita; ya que si bien reconoce las limitaciones físicas del hombre, éstas solo pueden entorpecer su ejercicio sin dañar su esencia. De lo que se deduce que la libertad llega hasta donde llegue el poder de un individuo: a más poder, más libertad. Esto es: se sanciona el “derecho” del más fuerte sin limitación alguna.

            "Una ley natural, "lex naturalis", es un precepto o regla general, encontrado por la razón, por el cual se prohíbe a un hombre hacer lo que es destructivo de su vida o quita los medios para conservarla y omitir aquello por lo que piensa puede ser mejor conservada".

            La ley, pues, deja de preservar el bien común y se pone enteramente al servicio del bien privado, al servicio del egoísmo de la persona humana individual. El bien común ha desaparecido - pero sin él, no hay ley en el pensamiento tradicional – y es reemplazado por el goce de la vida. Es notable el carácter negativo y limitado de su concepto de ley referida únicamente a la realidad biológica de la conservación de la existencia del animal humano y su mejor disfrute.

            "...el derecho consiste en la libertad para hacer o prohibir, mientras que la ley determina y ata a uno de éstos; así la ley y el derecho difieren tanto como la obligación y la libertad, que en una y la misma natura­leza son      incompatibles".

            En otro lugar he señalado cómo nace aquí el concepto moderno de "derecho" - de donde proceden los derechos humanos - en contradicción con el sentido clásico. Pero, a pesar de la oposición señalada, atendamos a que, a juicio de Hobbes, coinciden en su fin: servir al individuo exclusivamente. Una de las mayores novedades que nos trae este   capítulo es precisamente esta curiosa oposición entre ley y derecho. En el pensamiento tradicional, la ley era la fuente de todo derecho de tal modo que si éste no era sancionado por aquélla, no existía. Ahora, en cambio, se oponen. Todavía Hobbes dará la primacía a la ley; hoy se la damos al derecho y vemos cómo la corrupción se ha apoderado de la sociedad: era la consecuencia necesaria de tan desatinada conceptualización.

            "(la condición del hombre es la guerra de todos contra todos)... en consecuencia, todo hombre tiene derecho a todo, incluso al cuerpo del otro".

            Con lo que se ha hallado un nuevo fundamento a la esclavitud. Hay que reconocerle un mérito a este filósofo: es el único liberal que ha comprendido cuán desastroso era ese supuesto “estado natural”; los demás creyeron que era el paraíso perdido. Basta        reflexionar un poco para advertir que, esta vez, la razón lo acompaña; mas si meditamos un poco más comprenderemos cuán absurdo y artificial es este extraño “estado natural” que implica la negación de la sociabilidad natural del hombre; porque habría que decir, más bien, que sin sociedad no hay hombre, verdad ya comprendida por Aristóteles[18] .

            Volvemos a encontrarnos con el carácter infinito de la libertad humana, ya que derecho y libertad coinciden y aquel se extiende a todo, como ya hemos visto.

            "Todo hombre debe procurar la paz, en tanto tenga esperanzas de obtenerla, y cuando no pueda obtenerla, puede buscar y usar todas las ayudas y ventajas de la guerra. La primera parte de esta regla contiene la primera y fundamental ley de la naturaleza, que es buscar la paz y seguirla. La segunda, el resumen del derecho natural, que es que podemos defendernos por cualquier medio".

            Este egoísmo fundamental tiene una consecuencia previ­sible: nace aquí el modo moderno de hacer la guerra con prescin­dencia de toda ley moral. Observemos, eso sí, que habrá que esperar al siglo veinte para que se lleve a la realidad tal concepción.

            "De esta fundamental ley de la naturaleza, por la que los hombres son imperados a procurar la paz, se deriva esta segunda ley: que un hombre esté   dispuesto, cuando otros hombres también lo están, en tanto cuanto piense que es necesario para la paz y defensa de sí mismo, a abandonar su derecho a todas las cosas para contentarse con tanta libertad contra los otros cuanta él permita a los otros hombres en contra de sí mismo".

            Hallamos aquí esbozada la curiosísima teoría del contrato social que tanta fortuna habría de conocer más adelante y la máxima liberal que pretende resolver todos los   conflictos de derechos que surgen de su doctrina: mi derecho termina donde nace el tuyo. ¿Por qué no decimos, mejor, que tu derecho nace donde termina el mío? En la práctica es la segunda fórmula, jamás expresada claramente, la que se usa en la realidad; la primera se reserva para las declamaciones. Pero ambas carecen de toda rigurosidad. Porque, si somos iguales, ¿qué determinará el límite? No lo puedo poner yo ni tu, ya que somos  iguales y nuestro derecho, como ya vimos, es ilimitado. En el pensamiento tradicional intervenía el bien común, fuente de todo derecho; por lo que había un criterio que hacía posible solucionar los conflictos. En esta nueva visión, en cambio, el orden natural queda trastocado por completo: la paz, bien común, es puesta la servicio del bien privado y la libertad es comprendida como “libertad contra los otros” en vez de estar a su servicio. En otras palabras, la libertad del filósofo moderno es esencialmente inmoral. En toda esta conceptualización es evidente la influencia de Lutero y su “servo arbitrio”, es decir, una voluntad esclava del pecado).

            Hobbes no nos entrega justificación alguna de tan importante capítulo: no hay autoridades antiguas que justifiquen los conceptos que maneja, no respalda sus asertos en la Biblia como hacían sus contemporáneos. Asistimos al disimulado nacimien­to de un  nuevo modo de entender al hombre y su vida social al que hoy llamamos liberalismo. El crudo egoísmo que lo inspira será desnudado por Bernard Shaw, para quien,

            "Jamás en la historia, al menos por lo que sabemos, ha existido una tentativa tan determinada, tan ricamente subvencionada y políticamente organizada, para persua­dir al género humano de que todo el progreso, toda la prosperidad, toda la salvación individual y social, depende de un indiscriminado conflicto por el alimento y el dinero, de la supresión y eliminación del débil por el fuerte, del libre comercio, del libre contrato, de la libre competencia, de la libertad natural, del laisser-faire: en síntesis, de abatir impunemente a nuestro prójimo"[19].

            Con Hobbes, pues, hallamos que el fundamento de la vida social radica en el terror y su resultado será la tiranía. Pues el derecho así definido engendra una guerra de la que no salimos más que renunciando a todo derecho en favor del tirano. Por lo mismo, como ya lo habíamos visto en Bodin, éste está por encima de toda ley y de todo derecho; por encima de la moral y de la religión; nada hay ni puede haber superior al soberano.

            Todo este poder se lo da la naturaleza al hombre, a todo hombre. Bastará que los pensadores se fijen en esto para que la teoría, concebida para servir al rey, pase a servir a la democracia. Realmente tal cambio no le habría gustado a su autor que había definido la democracia como una "aristocra­cia de oradores" y no sintió más que desprecio por ella.

            IV    JEAN JACQUES ROUSSEAU (1712-1778)


            Según el filósofo David Hume, Rousseau era incapaz de pensar. Alguna razón    tendría para sostener tan duro aserto quien lo conoció personalmente e, incluso, lo alojó en su casa por un largo período. De hecho, el ginebrino se contradice con notable frecuencia y parece no notarlo: interpreta a Platón de un modo realmente fantasioso, cree seguir la ideología liberal y envía sus escritos a Voltaire quien advierte, de inmediato, cuán anti-liberal es; por ello, y como a pesar suyo, inicia el socialismo.

            Una de sus primeras obras es su famoso "Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres" en el cual no dice casi nada sobre tal origen sino que, por el contrario, establece que ella es el origen de todos los males. Acoge con entusiasmo la hipótesis liberal y absurda de un "estado natural", previo a todo tipo de sociedad. Pero ya la idea ha sido suficien­temente criti­cada para mantenerla en su sentido original, por lo que Rousseau la entiende como referida a la libre vida familiar. Ya no es el hombre solitario sino la familia solitaria. En esta etapa el hombre es inocente y libre. Pero cuidado con esta palabra, porque nuestro autor no entiende por "libre" lo mismo que nosotros. Para él es libre quien da satisfacción a sus instintos sin control racional alguno. Esta situación es idílica, es la natural y de ella jamás debió salir el hombre. Como ocurre con todos los autores liberales, no podrá hacernos comprender por qué se perdió tan paradisíaco modo de vida.

            Según parece, los hombres cometieron diversos errores e intentaron impedir que se siguieran cometiendo. Entonces tuvieron la mala idea de proce­der a crear la sociedad, a darse reyes y sacerdotes que los dirigieran. Nace así el gobierno. Es el gran error de la humani­dad, la versión rousseauniana del pecado original bíblico.

            Aunque dedica poco espacio al tema, el único origen de la desigualdad que nos propone el autor es la institución de la propiedad privada. El origen de ésta, empero, queda en el más absoluto misterio:

            "El primero que habiendo cerrado un terreno y osó decir: "esto es mío", y halló gentes lo sufi­ciente­mente sim­ples como para creerlo, fue el verdadero fundador de la sociedad civil"[20].

Tal parece que Rousseau hubiese hallado a todo el mundo en tan lamentable estado, agregamos nosotros. Realmente no sé si ha habido alguien tan simple para creer tamaña simplicidad, pero la obra tuvo - y tiene aún - un éxito enorme.

            Conocido el supuesto origen de la sociedad, del mal y de la desigualdad, que es siempre el mismo, veamos qué solución nos propone Rousseau. No es otra que el viejo "contrato social". Así como Hobbes halló en la renuncia a todo derecho la solución al  proble­ma tal como él lo había entendido, lo mismo hará Rousseau. Pero, aunque parezca increíble, el ginebrino no pedirá la aboli­ción de la propiedad privada, como su            planteamiento del problema requería, sino su confirmación:

            "Hallar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca más que a sí mismo y quede tan libre como antes. Tal es el problema fundamental que solucio­na el contrato social"[21].

            En otras palabras, conservando la institución de la propiedad privada que había causado todo el mal, no lo olvidemos, con lo que quedan tranquilos los liberales, se   propone regresar a la libertad propia del estado natural, ante­rior a la creación de la   propiedad y de la sociedad. Pero, ahora, esa libertad será defendida por toda la sociedad con lo cual no se podrá repetir el error original. Volvemos a encontrar aquí, aunque    sutilmente disfrazado, el egoísmo de Hobbes y la ausencia total del bien común, clave para explicar la existencia de la comunidad en el pensamiento clásico. Lo que jamás  intenta justificar siquiera es por qué, dado que la propiedad privada es la que originó la desigualdad entre los hombres y, con ello, todos los males, su defensa será la finalidad que le propone a la sociedad ideal.

            Por ello no nos sorprende que, desde el remoto pasado, renazca Hobbes. Porque este contrato posee ciertas cláusulas:

            "Estas cláusulas, bien comprendidas, se reducen a una sola: a saber, la alienación total que hace cada aso­ciado de todos sus derechos en favor de toda la comuni­dad"[22].

            Hay, pues, una novedad: en vez de ser el soberano el agraciado con tan extraordinario don, lo es la sociedad por nacer. Ante la posible protesta del lector, Rousseau se apresura a tranquilizarlo:

            "Cada cual, al darse a todos, no se da a nadie; y como no habrá un asociado sobre el cual no adquiera el mismo derecho que le cede sobre sí mismo, se gana el equiva­lente de todo lo que se pierde y, además, la fuerza para conservar lo que se tiene".

            En definitiva, pues, lo importante es que se salva la propiedad privada. Podemos ya comprender en qué consiste, en su esencia, el famoso contrato social:

            "Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y así recibimos a cada miembro como una parte indivisible del todo"[23].

Con lo que descubrimos que todo lo que ha cambiado, respecto de Hobbes, aparte del lenguaje, es que en vez del rey será la voluntad general la que disponga de todo. Importa, pues, saber qué sea tan curiosa realidad.   Del pasado regresa Bodin con su noción de  soberanía. En cierto modo Rousseau las identifica: la soberanía no es más que el ejercicio de la voluntad general, nos aclara, y proporciona a ésta las propiedades que Bodin otorgó a aquélla. Nos interesan sobre manera estas precisiones que nuestro autor explica      latamen­te.

            "Se sigue de lo que precede que la voluntad general siempre es correcta (droite) y siempre tiende a la utilidad pública: pero de ello no se sigue que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma co­rrección"[24].

            ¿Cómo traducir ese "droite"? Tal como "derecho", en español, tiene numerosos sentidos: recto, rectilíneo, correcto, ley, privilegio, etc., etc. Rousseau comenta que se puede engañar al pueblo, pero no corromperlo; por lo que estimo que debe dársele el valor de corrección moral más que de acierto circunstancial, aunque no excluya este  último sentido.  ¿Habrá alguien tan simple que crea que el pueblo no puede ser corrompido?

            En seguida nos explica que no se trata de la voluntad de todos, mucho menos de la mayoría:

            "Hay, a menudo, gran diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general; ésta no atiende más que al interés común, la otra atiende al interés privado: no es más que la suma de voluntades particulares. Mas, quitad a  estas mismas voluntades el más y el menos que se destruyen entre sí,    queda, como suma de diferencias, la voluntad general"[25].

            Parece que Rousseau está recordando la bella disquisi­ción aristotélica sobre la virtud. El Filósofo había enseñado que toda virtud moral residía en un justo medio,      equidistante de dos vicios: uno por defecto, otro por exceso. Pero Aristóteles hablaba de virtud, mientras que aquí se trata de verdad y ésta no siempre radica en un supuesto medio. Tampoco las virtudes inte­lectuales y, mucho menos, las teologales se ajustan a esta doctrina. En el fondo, Aristóteles sabía muy bien que, en biolo­gía, lo importante es guardar el equilibrio. La virtud moral lo respeta. Tal como la enfermedad se produce por defecto o exceso de los mismos elementos integrantes de nuestro cuerpo, el vicio moral no se distingue de la virtud más que por esa falta de proporción que el bien del ser   humano exige. Este justo medio, por cierto, no es meramente cuantitativo, porque no todo en nuestro ser puede reducirse a cantidad. En efecto, no es la cantidad de palabras lo que distingue al hombre veraz del menti­ro­so; además de que la virtud moral, a veces, obliga a callar.

            En suma, nos parece que el ginebrino estima que si buscamos un término medio entre las opiniones vertidas, que caerá, tal vez, en una solución que nadie ha pensado, equidistan­te de las extremas, allí se dará la "voluntad general" y ésa habrá de ser impuesta a todos. De más está decir que tal noción no ha sido realizada jamás por ningún sistema político. ¿Sería Rousseau un matemático? Porque su modo de alcanzar la voluntad general es tan ilusorio que no puede provenir de alguien que medite sobre los problemas reales de los hombres que conviven en un mismo lugar. Tal vez entre números se pueda quitar “el más y el menos” y obtener la respuesta justa; pretender obtener la paz entre los hombres con tal proceso matemático solo mueve a risa. Hace pensar más en la magia que en el difícil arte político. Esta curiosa forma de obtener la “voluntad general” implica un    problema filosófico insoluble. Según este autor, la voluntad de todos es egoísta, mas, hecho el cálculo matemático que inventó, se logra la voluntad general que es altruista. El misterio estriba en que hay un cambio cualitativo notable que queda sin justificación. ¿Creerá alguien que el mejor método de hallar la verdadera religión será el de la supresión de las diferencias entre el budismo, el judaísmo, el cristianismo, el espiritismo, etc., etc.? En matemáticas tal vez resulte porque los números son homogéneos, pero los conceptos no lo son; es más, se excluyen, por lo que no se prestan para tales malabarismos.

            Mas continuemos leyendo:

            "Como la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre los suyos, y es este mismo poder el que, dirigido por la voluntad general, como lo he dicho, recibe el nombre de soberanía"[26].

            Tal como en Hobbes y Bodin, henos aquí en un totalitarismo absolu­to. Digamos que ningún buen moralista podría aceptar ese "poder absoluto" que se supone la naturaleza nos otorga, porque hemos de responder del buen uso de nuestros cuerpos ante el Creador, como enseña san Pablo[27]. Hemos llegado al mismo resultado al que llegó Hobbes: por huir de ciertas desagradables consecuencias derivados del supuesto estado natural, hemos caído en un absolu­tismo muy real del que sólo saldremos verbalmente. La última justificación será: peor era aquello. Mas nadie ha demostrado que ese mítico estado natural haya existido jamás.

            Por lo dicho se ve que muchos estarán en desacuerdo con esa voluntad general. ¿Qué ocurre con el que se niega a obedecer? Rousseau anota, con perspicacia, que uno puede creer que es independiente y mirará su contribución a la causa común como si fuese gratuita. Si esta opinión cunde, se arruina el cuerpo social.

            "Para que el pacto social no sea un vano formulario, encierra tácitamente esta obligación, la única que puede dar fuerza a las otras, en virtud de la cual  cualquiera que se niegue a obedecer a la voluntad general será forzado a ello por todo el cuerpo; lo que no significa más que se le forzará a ser      libre"[28].

            Rousseau nos autoriza, pues, a usar la violencia con plena tranquilidad de conciencia. El totalitarismo queda plena­mente justificado y el hombre pasa a ser un mero tornillo dentro del cuerpo social al que pertenece por entero. Se le exige la misma entrega que se supone ofrece el monje a Dios.  Ese “se le forzará a ser libre” es una “joya” intelectual que confirma plenamente el aserto de Hume.

            Estamos, en verdad, en plena religión. Por ello "El Contrato Social" termina con una serie de reflexiones dignas de examinar. En efecto, nuestro autor distingue tres religiones: la humana, la ciudadana y la del sacerdote. La primera es un culto inte­rior a Dios y a los deberes de la moral, carece de templos, ritos, etc.; su mejor versión se halla en el Evangelio tal como lo entiende el ginebrino, por supuesto. La segunda pertenece a un sólo país, con su culto, ritos, etc., de la que no participan los ciudadanos de otra nación, como eran las religiones de la antigüedad. La tercera es muy extraña, a juicio del ginebrino, porque da a los hombres dos jefes, dos leyes, dos patrias, sometiéndolos así a deberes contradictorios. Es obvio que Rousseau  es enemigo absoluto de tan extraña religión. Tal es el cristianismo romano. Para nosotros, en cambio, justamente es esa característica de la Iglesia la que ha terminado con el totalitarismo al poner una autoridad moral por   encima de la política que sirva de límite a ésta y dé refugio a los ciudadanos

            El juicio crítico de Rousseau es claro. La religión del sacerdote es "tan malvada que sería perder el tiempo detenerse a demostrarlo"[29]. Con semejante juicio retórico se evita la desagradable tarea de tener que demostrar tan injusta y arbitraria sentencia. Por su parte, la ciudadana es mejor, porque unifica el culto a Dios y el amor a la ley, pero se basa en una mentira. Resta la religión del hombre, que es el cristianismo, pero no el  actual, la Iglesia Católica, sino el Evangelio que es algo, a su juicio, completamente   diferente:

            "Por esta religión santa, sublime, verdadera, los hom­bres, hijos del mismo Dios, se reconocen como hermanos, y la sociedad que los une no se disuelve ni siquiera a la muerte"[30].

            Con todo, y a pesar de las alabanzas que le prodiga, termina por reconocer que tiene un grave defecto: es contraria al espíritu social. Tanto lo es, que una sociedad de verdaderos cristianos, no sería ya una sociedad de hombres. En este punto repite los  ataques que hemos visto en Maquiavelo en virtud de los cuales se concluye que el malvado terminará por gobernar a los cristianos como a mansos corderillos que se dejan atropellar por el “representante de Dios”. Por lo demás ya los paganos habían proferido las mismas críticas a las que respondiera acertadamente san Agustín en la Ciudad de Dios[31].  Surge aquí una dificultad que el bueno de Rousseau ni siquiera sospecha. Como ya vimos, el estado natural del hombre era la soledad de la que salió en virtud del pacto social. Si tal es la naturaleza del  hombre, ¿cómo habrá de conciliarse con la sociedad religiosa que no se “disuelve ni siquiera con la muerte”?  ¿Hubo un pacto social religioso que la fundó? Podríamos seguir haciéndonos preguntas inútilmente ya que el ginebrino, como lo advirtió Hume, no se preocupa de sutilezas intelectuales.

            Llegamos a la triste conclusión de que toda religión es malsana para el Estado, y, sin embargo, es necesario que los ciudadanos posean una religión que los haga amar su deber. Lo importante es que las opiniones interiores no interfieran con los deberes sociales, con lo que llegamos al total sometimiento de todo pensamiento a lo que el Estado determine. Hay, pues, una fe puramente civil que no se impone para ser creída, pero, si alguien no la cree, el Estado puede exi­liar­lo, es más, puede condenarlo a muerte[32]. ¿Será ésta otra manera de hacerlo “libre”?

            También habrá dogmas en esta "religión civil", los que pueden ser positivos y negativos:

            "Existencia de la Divinidad poderosa, inteligente, bienhechora, previsora y providente; la vida venidera; la felicidad de los justos; el castigo de los  malvados; la santidad del contrato social y de las leyes: he aquí los dogmas positivos. En cuanto a los negativos, los limito a uno solo: la intolerancia:  ésta pertenece a los cultos que hemos excluido"[33].

            Henos aquí en plena intolerancia, pero, como buen liberal, tiene una buena excusa: se trata de ser intolerante con los intolerantes. Hemos de tolerar a todas las religiones que toleran otras religiones - tal como antaño acostumbraba a hacer el Imperio Romano, por lo que prohibió y persiguió al cristianismo - siempre y cuando no tengan dogmas contrarios a los deberes de los ciudadanos:

            "Pero si alguno osa decir: "fuera de la Iglesia no hay salvación", debe ser expulsado del Estado, a menos que el Estado sea la Iglesia y que el príncipe sea el pontífice"[34].

            Rousseau ha citado al concilio de Trento, máxima expresión de la teología católica. Fue allí donde la Iglesia expresó con toda claridad y lucidez lo que siempre había creído y el Evangelio había proclamado, aunque Rousseau no se enterara: "quien creyere y se bautizare, se salvará, pero quien no creyere, será condenado"[35].  Mas atendamos a la restricción que hace el ginebrino: “salvo que el Estado sea la Iglesia”. Asistimos, pues, a la  suplantación de la Iglesia por el Estado. Su total y completa diviniza­ción, incoada en el Ginebrino, queda reservada a los tiempos contemporáneos, a Hegel y a su ala izquierda hasta que, a partir de Feuerbach y Niesztche, el hombre ocupe definitivamente el lugar de Dios.

            V    CONCLUSIÓN


            Comenzamos nuestra exposición citando a san Pablo. Terminemos reconociendo que la profecía se ha cumplido a la perfección. Por salir del período que he querido recordar, no relato las últimas fases y, sobre todo, la novísima, la que estamos viviendo, la apostasía que precede a la aparición del hombre del pecado[36]. Sin embargo, espero que quede claro cómo se han ido cumpliendo las etapas que nos conducen a ella y, cómo, en todas, observamos el mismo hecho: se parte de una ilusión que se cree verdadera y se sacan las conclusiones lógicas de tal punto de partida.

            Permítasenos acercarnos a esa crítica tan antigua que volvió a aparecer en Maquiavelo y recoge ahora Rousseau: el cristianismo es completa­mente inepto para crear gobierno. El Ginebrino, incluso, como los antiguos paganos, atribuye la caída del imperio romano a su conversión al cristianismo. La mejor respuesta la da la historia. La Iglesia insufló vida a un imperio agonizante y creó esa maravilla política que fue el imperio bizantino cuya duración es sorprendente: más de mil años. El tan famoso imperio romano occidental tan sólo duró la mitad y sigue siendo un buen ejemplo de una construcción política exitosa. Las monarquías occidentales, especialmente la del reino franco y la del imperio romano germánico tuvieron larga duración y fueron pródigas en la creación de instituciones políticas novedosas y sabias. Estos cristianos, supuestamente incapaces de gobernar, salieron de Europa en el siglo XV y conquistaron continentes enteros creando nuevos sistemas políti­cos con instituciones originales. En fin, sólo un ciego puede mantener una acusación que la historia desmiente en forma cons­tan­te y sin apelación. Por otra parte, ¿quién ignora que numerosos reyes, reinas y príncipes han sido elevados a los altares por la Iglesia? Parece que algunos pensadores desconocen absolutamente que, a juicio del mayor de los teólogos de la Iglesia, los buenos gobernantes obtendrán un grado supremo de gloria en el Cielo[37].

            Toda ella parte de una ilusión: el cristiano es incapaz de acción. Es verdad que el fiel todo lo espera de Dios, pero sabe que Dios no hace milagros en vano y que premia el esfuerzo prudente. Por lo tanto, si bien todo lo espera de Dios, pone de su parte el empeño necesario para tener éxito en la empresa como si sólo dependiera de él. El fatalismo es propio de la teología musulmana, no de la cristiana. Esperar de Dios el éxito sin poner los medios naturales es un pecado con un nombre bien preciso: tentar a Dios.

            Mas no hemos de desanimarnos por el aparente triunfo del humanismo sin Dios, porque el mismo san Pablo, con quien inicia­mos nuestro estudio, termina su profecía con las siguientes palabras:

            "Porque el misterio de iniquidad está ya en acción; sólo falta que el que le retiene sea apartado. Entonces se manifestará el inicuo a quien el Señor   Jesús matará con el aliento de su boca, destruyéndole con el esplen­dor de su venida"[38].

            Buen ejemplo de ello tenemos en el aparente triunfo del marxismo que, de pronto, hemos visto evaporarse ante nuestros ojos. No creamos que la lucha ha terminado, tal vez han perdido una batalla y presenciamos tan sólo una retirada estratégica. Pero lo cierto es que el que aparecía invencible y siempre avanzando, conquistando más y más pueblos, hoy se presenta sin fuerzas y extenuado. Así también acontecerá con este humanismo que se presenta como Dios y se hace adorar como si lo fuera; su éxito, en definitiva, será tan efímero como aquél.

 

 

 

                                            JUAN CARLOS OSSANDON VALDÉS

                       



[1] Gen. 3,5
[2] Entre otros, escribieron contra su obra y la refutaron con vigor: san Roberto Bellarmino, T. Campanella, F. Bacon, P. De Rivadeneira, J. Bodin, etc. Entre sus admiradores podemos citar a Montesquieu, Mustafá III, que la hizo traducir al árabe, Napoleón y Mussolini.
[3] Juicio de G. Fraile O.P.: “Historia de la filosofía”, vol. 3º, BAC. Madrid. 1966, pág. 302
[4] Juicio de G.G. Catlin: “Historia de los filósofos políticos” Trad. L. Fabricant. 2ª edición. Peuser. Buenos Aires. 1956. Pág. 224. Cfr. “El Príncipe” c. 19.
[5] Discorsi II,2; citado por Fraile o.c. pág. 304.
[6] El Príncipe, c. 18.
[7] Discursi I, 12. Citado por Fraile Ibíd.
[8] Tal vez basa su afirmación en la doctrina expuesta en el c. 9 de “El Príncipe”.
[9] Discorsi I,4, citado por Catlin, o.c. pág. 229.
[10] Cfr. El Príncipe, c. 26.
[11] Es el capítulo segundo del que extraemos algunas ideas. Consultaremos, además, la obra de Catlin ya citada, Págs. 234-239.
[12] O.c. Págs. 339-340.
[13] De la République. L. 1, c.8. Citado por Maritain o.c. pág. 62.
[14] Citada por Catlin o.c. pág. 238.
[15] O.c. pág. 264.
[16] Editions The Bobbs-Merril Company. New York. 1959. Págs. 109 y ss. (La traducción es nuestra.) Las siguientes citas están tomadas de allí mismo.
[17] Uso el término en su sentido etimológico de “hacer santo”.
[18] Cfr. Política I,1.
[19] Citado por G. Sermonti y R. Fondi en: “Más allá de Darwin”. Trad. N. Valenti. UNSTA. Tucumán. Argentina. 1984. Pág. 1.
[20] Discours sur l’origine de l’inégalité parmi les hommes”. Incluido en el tomo “Du contrat social”. Union Générale d’Editions. Paris. 1963. Pág. 292 (la traducción es nuestra)
[21] Du contrat social. Pág. 61.
[22] Ibíd.
[23] O.c. Pág. 62.
[24] O.c. Pág. 73.
[25] Ibíd.
[26] O.c. Pág. 74.
[27] “Esta es la voluntad de Dios, a saber: vuestra santificación: que os abstengáis de la fornicación, y que sepa cada uno de vosotros que su propio cuerpo es un vaso de santificación y de honor, que no debe entregar a sus pasiones, como hacen los gentiles, que no conocen a Dios... Porque no os llamó Dios a la inmundicia, sino a la santidad, en Jesucristo Señor nuestro” (I Tesal. 4-7).
[28] Rousseau o.c. pág. 64.
[29] O.c. pág. 181.
[30] Ibíd. Pág 182.
[31] En esta obra s. Agustín responde a tantas objeciones y calumnias que sería de nunca acabar citar todos los lugares relacionados con el tema. Un buen resumen de las principales objeciones paganas y su respuesta se halla en la Ep. 138.
[32] Rousseau o.c. pág. 186.
[33] Ibíd.
[34] O.c. pág. 187.
[35] Mc. XVI,16.
[36] S.S. Pío X piensa que la profecía de san Pablo se cumplirá en este siglo XX. Cfr. E Summi Pontificatus, primera encíclica de su pontificado.
[37] S. Tomás de Aquino, “De Regimine Principum” L. 1, c. 9.
[38] 2 Tesal. 2,7-8.

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