sábado, 5 de enero de 2013

ORIGEN Y DESTINO DEL HOMBRE


 

         EN TORNO AL ORIGEN Y DESTINO DEL HOMBRE

 

               JUAN CARLOS OSSANDON VALDES

 

INTRODUCCION

 

         Es muy posible que el tema más estudiado sea el hombre. Por ello elegimos tan sólo dos aspectos que, por su naturaleza, han sido objeto de la preocupación de nuestro querido profesor, a quien se dedican estas líneas. Se perdonará, pues, que no mencio­ne tantas y tantas cuestiones que, no menos interesantes, prolon­garían indefinidamente estas páginas.

         Me interesa meditar acerca del origen del hombre y mostrar la insuficiente de la teoría evolucionista tal como la entienden los neodarwinistas; también me acercaré al fin del hombre desde una perspectiva poco abordada: la del bien común y del orden que de él dimana.

 

1.  ORIGEN

 

         Nos parece que la teoría de la evolución, en su preten­sión de eliminar a Dios en el origen de la naturaleza, ha caído en una doble falsificación. En primer lugar se ha calificado la evolución como un "hecho" siendo que es una simple teoría[1]; en segundo lugar se han extrapolado ciertas experiencias mucho más allá de lo legítimo.

         Llamamos "hecho" a una realidad objeto de experiencia. En este sentido los científicos declaran atenerse únicamente a los "hechos". Pero es evidente que la evolución no ha sido jamás objeto de experiencia, por lo que no puede ser favorecida con tal térmi­no[2]. Por otra parte, parece obvio que los antepasados de los animales que hoy habitan el planeta no son, en algunos casos, idénticos a los actuales. Los ejemplos más socorridos son el del caballo y el del hombre. Pero se nos oculta que, desde el primero hasta el último, estamos ante caballos y ante hombres; es decir, dentro de la misma especie. Nadie ha discutido que ejem­plares muy diversos entre sí pueden pertenecer a la misma espe­cie; lo que es objeto de polémica es el paso de una a otra.

         Ahora bien, el que al interior de la misma se vaya producien­do un cambio gradual no nos permite extrapolar la experiencia y afirmar como demostrado el paso de una especie a otra, de un género a otro, etc. Pero es bastante grave para la teoría el descubrimien­to reciente de la facilidad con que el proceso puede ser reverti­do y lograr repro­du­cir al supuesto caballo original en el tiempo actual. Darwin sospechó tal even­tua­lidad y consideró que, en tal caso, toda su teoría nada valía[3].

         Es obvio que, por el hecho de no haber sido probada, no se sigue que sea falsa. Sin embargo, es bueno consignar aquí que las diversas explicaciones causales propuestas han resultado ser ineficaces. La misma "selección natural" - suerte de aplicación de la teoría liberal a la naturaleza - es conserva­dora. En verdad, tal selección lo único que hace es destruir al ser vivo que se aparta de la norma. Sólo nace una creatura que cumpla los requerimientos específicos, cualquier malformación esencial impide su nacimiento o lo elimina a poco de nacer. Los estudios ecológicos nos van mostrando la necesidad de que cada especie realice su aporte, por lo que ninguna es elimina­da, a menos que otra realice la misma función; observación que limita drástica­mente la supuesta guerra inmisericorde entre las pobla­ciones. Lo que hoy se revela ante los asombrados ojos de los naturalistas es la ayuda mutua que las diferentes especies se prestan entre sí.

         En el fondo, la "evolución" realmente observada es de dos tipos: La ontogénesis de los animales y vegetales "superio­res" - aunque sea muy discutible tal calificativo - nos muestra el paso de una célula única a un conjunto de múltiples células extremadamente diversas entre sí y que, a pesar de ello, confor­man un solo ser. Por otra parte, la diferenciación racial al interior de la especie - que algunos llaman evolución - presenta una gran diversificación en caracteres accidentales. Ya lo sé que es muy resistida en la ciencia actual la voz esencia; mas, en cuanto los científicos se olvidan del "deber" que tienen de negar­la, recurren a ella. Porque todos sabemos que, para que se produzca un fenómeno, hay factores determinantes y otros aleato­rios. Hemos cambiado las palabras, mas no la idea. Por supuesto que es muy difícil distinguir unos de otros y, a menudo, nos hemos equivocado; pero la justeza de la distinción está fuera de discusión: de otro modo no habría forma de hablar de especie y que se entendiera a qué nos estamos refiriendo.

         Porque desde hace mucho se ha privilegiado la concep­ción nominalista por encima de la realista. Según ésta, una especie reúne todos los ejemplares que realizan una misma esen­cia. Según aquélla, se trata tan sólo de una facilidad metodoló­gi­ca para poder referirse con comodidad a los animales agrupán­dolos artificialmen­te. Supongamos válida la primera concepción. En ese caso el libro de Darwin "El origen de las especies" nos explica­ría cómo se originan esas cómodas denominaciones artifi­ciales; en otras palabras, nos explicaría el origen de ciertas palabras, sería una especie de diccionario. La teoría de la "evolución" se referiría a cómo se originaron esos vocablos, mas nada diría de los seres reales. Vemos, una vez más, que ciertos científicos tienen una extraordinariamente acentuada tendencia a "suicidarse" intelectual­mente.

         Dado que el hombre es un animal más, su origen debería explicarse de la misma manera como el de aquéllos. Al menos debería aceptarse la teoría en lo referente al cuerpo. Con Santo Tomás de Aquino rechazamos absolutamente tal preten­sión. Aun en el supuesto de que la hipótesis llegue a demostrarse - lo que está fuera del alcance de la ciencia actual - no podríamos aplicarla al ser humano. Porque un ser vivo es un todo - y éste es algo más que la suma de sus partes - es imposible reducir su origen al de una de ellas.

         Somos un compuesto de materia y espíritu. No basta, pues, explicar a uno de ellos para tener aclarado el todo. ¿De dónde proviene el alma espiritual? El Doctor Común de la Iglesia Católica terminó con las dudas y vacilaciones de los Santos Padres y nos dio los argumentos decisivos. Porque debe haber congruencia entre el modo de ser y la forma cómo se llega al ser. El alma humana, gracias a la cual una materia adquiere dignidad humana, es un espíritu subsistente en sí mismo; que, además, da vida a aquélla. En consecuencia, su modo de llegar a ser deberá corresponder a su estatuto ontológico. No podemos pensar en el absurdo de que una materia pueda originar un espíri­tu. Si lo pudiese no habría diferencia esencial entre ambos. ¿Podrá hacerlo el espíritu de sus padres? Tampoco, puesto que, por carecer de extensión, no puede dividirse. Sólo resta que el espíritu sea creado directamente por Dios. Mas, como el hombre es el compues­to, y éste es quien propia­mente existe, no puede ser creado el cuerpo o el alma con indepen­dencia el uno del otro, sino que ambos fueron co-creados por Dios en el mismo instante[4].

         El hombre, pues, comienza a ser realmente tan sólo cuando su espíritu llega al ser y esto ocurre cuando Dios crea su alma. La hipótesis evolucionista tendría, tal vez, asidero en vegetales y bestias cuyas almas no son espirituales; pero no tiene cabida alguna en el origen del hombre. Algunos suponen que podría el cuerpo originarse por evolución y, en ese cuerpo así desarrollado, en el momento oportuno, Dios infundiría un alma. Tal pensamiento es perfectamente posible a condición de que se distingan con claridad dos momentos: a) hay una bestia, como cualquier otra, que nada tiene de humano. b) Dios crea un hombre al infundir el espíritu allí donde no había nada de humano. Hecha esta distinción, esa bestia reemplazaría al limo del texto bíblico sin mayor provecho. Porque lo que configura al hombre y le da el ser tal es el espíritu, resulta indiferente que éste sea recibido en una materia pre-existente o que ésta sea co-creada con él.

        

2.  EL FIN ULTIMO DEL HOMBRE

 

         Dado que el fin y el origen se corresponden, el com­prender éste nos ayudará a entender mejor a aquél. Mas no sólo ellos son congruentes entre sí, es la misma esencia del ente la que también está correlacionada con ellos. En otras palabras, si tal es la esencia, tal debe ser el origen y tal el fin. Esta es la razón que nos ha llevado a estas breves reflexiones: conoci­dos mejor el principio como el fin, comprenderemos más cabalmente al ser mismo del hombre. En todo estudio es el fin el que tiene la primacía. Porque queremos que vuele un avión le construimos alas y porque queremos que abrigue un tejido lo hacemos de lana. La esencia se acomoda al fin. De este modo, algunas consideraciones sobre este fin nos ayudarán a desechar, si quedara alguna duda, la hipótesis evolucionista del origen del hombre.

         A decir verdad, si dicha hipótesis tuviese razón - me refiero al neodarwinismo, que es su versión más divul­gada - y todo es fruto de mutaciones azarosas, carece de sentido pregun­tarse por el fin de lo que es producto del azar. Porque el azar carece de finalidad. Si, pues, nos vemos forzados a reconocer que el hombre está hecho para un determinado fin, ipso facto nos veremos forzados a abandonar una supuesta explicación que lo haría imposible.

         No es un misterio para nadie que el cristianismo enseña que existe un fin sobrenatural al cual están destinados todos los hombres que cumplan ciertos requisitos sintetizados en la prácti­ca de las tres virtudes teologales que definen al cristiano: fe, esperanza y caridad. Comprendemos que, por su carácter sobrenatu­ral, escapa a la comprensión del filósofo. A pesar de lo cual, Santo Tomás de Aquino observa que la filosofía logra demostrar que todo hombre tiene un deseo natural de contemplar la naturale­za divina, al menos a nivel implícito. Y como un deseo natural no puede ser vano - como lo prueba en su comentario a la "Etica" de Aristóteles[5] - debe cumplirse de alguna manera. Es justamente el modo cómo se realiza tal visión lo que escapa absolutamente al filósofo, si bien, hasta cierto punto, algo puede decir el teólogo.

         Al alcance de nuestra razón está lo que la experiencia nos muestra: mediante la actividad de las facultades superiores, el hombre se va perfeccionando y goza con ello. Pero la inteli­gencia no se contenta con la contemplación amorosa de cualquier cosa, sino que obtiene mayor satisfacción en cuanto más perfecto sea el objeto conocido. Por eso E. Gilson sostiene que:

"mientras haya hombres para conocer la existencia de Dios, habrá hombres para querer conocer su naturaleza, para saber que su alma no tiene descanso ni bienaventu­ranza mientras esté privada de este conocimiento e, incluso, para sufrir miserias peores que los otros hombres; porque, los que no son conscientes de su ignorancia, tampoco lo son del bien magnífico que les falta"[6].

          De este modo, el filósofo se acerca al teólogo hasta donde le es posible y la mente humana tiene el agrado de ver coincidir perfectamente lo que ella puede alcanzar según sus propias fuerzas y lo que gratuitamente - como decían los teólogos medievales - la Divina Sabiduría le comunica.

 

3.  FIN Y ORDEN

 

         Dado que Santo Tomás aclaró admirablemente lo que se puede saber sobre la felicidad en las maravillosas cuestiones con las que comienza su exposición de la moral cristiana[7], prefiero en esta ocasión referirme a ciertos temas menos conocidos y que, por lo mismo, presentan un mayor flanco a la crítica y a la duda.

         Sea el primero el saber si, real y efectivamente, podemos tener plena seguridad de que todo hombre tiene un fin para el cual fue hecho; lo que, de paso, nos obligaría a rechazar la hipótesis neodarwinista.

         Se trata de la causa final del ser humano, de aquello en lo que descansa el agente cuando lo logra y que da sentido a toda la actividad desarrollada[8]. Mas, como Dios es el autor del hombre, parece que esta vía no sería la más apropiada para nuestro propósito ya que no es posible preguntar al Creador cuál fue su intención.

         Sin negar que es posible llegar a alguna conclusión por esta vía, quisiera internarme por otra. Desde que la ecología ha redescubierto la importancia primordial del orden, busquemos qué luces nos puede proporcionar su estudio.

         Es obvio que el orden supone desigualdad y distinción de partes que se unen y convienen entre sí[9]. Podemos pregunta­ros: ¿Por qué esos distintos y desiguales elementos hacen algo uno? Si son lo que se dice, deberían alejarse en vez de unirse; porque "lo diverso en cuanto tal no hace algo uno"[10].Es evidente que, para que se unan, se requerirá la acción de una causa. Basado en tan sencilla razón, Santo Tomás sentará un principio evidente para todo el que reflexione un instante: "omne composi­tum causam habet"[11]. Si es compuesto, está construido a base de partes disímiles; las que, de suyo, no pueden unirse a menos que una fuerza las reduzca a la unidad. Esa fuerza es, cabalmente, la causa.

         ¿Qué causa? Prescindamos de la material y de la formal, que no pueden causar sino bajo el influjo de la eficiente. Es ésta la que, con su acción, produce el ser del efecto. Pero no actúa sino en cuanto un fin la mueve; es decir, del fin recibe su causalidad gracias a la cual puede producir el efecto[12].

         Si se trata de actividad humana en la que interviene la inteligencia y la voluntad, la experiencia nos muestra suficien­temente la verdad de lo dicho: partimos de un modelo o ejemplar, fin próximo que nos mueve a realizar la obra que, de otro modo, no iniciaríamos[13].

         Los neodarwinistas niegan la finalidad y responden que es el azar quien produce el orden. El premio Nobel J. Monod ha escrito un libro dedicado exclusivamente a demostrarlo[14]. Pero los mismos biólogos dudan de tan peregrina afirmación: ¿cómo puede el desorden producir el orden?[15] No sólo ocurre que cier­tas partes disímiles se unen, contra toda probabilidad, sino que siempre, o la mayor parte de las veces, lo hacen. Y de un modo perfectamente predecible y funcional. De hecho, todo el avance científico descansa en la regularidad de los procesos naturales, gracias a los cuales podemos saber cómo criar ganado y cultivar los campos. Como muy bien puntualiza E. Gilson:

"Trátese de la naturaleza o del artesano, hay una finalidad cada vez que una serie regular y constante de términos desemboca, siempre o muy a menudo, en un mismo término final"[16].

         Hay una objeción tan antigua como la ciencia misma: ¿No es antropomórfica esta interpretación de los hechos? Porque el fin sólo puede entenderse como concebido por una inteligencia que se esfuerza por llevarlo a la realidad. Tal vez sea ésta la razón última de los desesperados esfuerzos de los biólogos por negarla y el penoso espectáculo que ofrecen cuando cambian la palabra "finalidad" por "teleonomía" u otra similar. Quieren negarla por temor a que su reconocimiento los obligue a aceptar la existencia de un Dios creador, lo que los sacaría de la ciencia empírica que cultivan. El mismo Aristóteles parece dar fundamento a la obje­ción cuando expone su razonamiento:

"pues decir cuáles son las substancias últimas de que está hecho un animal, decir, por ejemplo, que está hecho de fuego o de tierra es tan insuficiente como si se explicara del mismo modo una cama o cualquier cosa del mismo tipo. Pues no debe bastar con decir que la cama está hecha de metal o de madera o de lo que sea, sino que hay que intentar describir la intención que ha motivado su fabricación o su modo de composición"[17].

         Es verdad que desconocemos la explicación de este hecho, lo que no nos autoriza a negarlo. Aunque ignoremos para qué fueron hechas las aves o los peces, no podemos negar que son el fruto de un orden que recién estamos comenzando a comprender en sus niveles microscópicos. Por poco que sepamos de él, su evidencia se nos impone: son producto de una causa eficiente impulsada por un fin, como todo orden. Aristóteles la atribuye a cierta realidad interior a la naturaleza, dado que no necesita aprender por tanteos - como lo hacen los artistas - y no falla casi nunca. Por eso se sintió obligado a reconocer una realidad: el alma. Es decir, la presencia de la finalidad en la naturaleza le hace suponer la existencia, en el interior de todo ser vivo, de una realidad insensible. No es casual, pues, que junto con negar la finalidad en la naturaleza, el mecanicismo haya expulsa­do de su repertorio la noción de alma; puesto que, en ese ambien­te, ya no explicaba nada[18].

         Es verdad que el biólogo no puede recurrir a una inteligencia trascendente sin abandonar su biología y tiene toda la razón a negarse a dejar de ser biólogo. Pero, ¿por qué, en nombre de la biología, hemos de negar tal recurso al filósofo que estudia la causa del ente en cuanto ente? Lo importante es reconocer el hecho tal como se presenta. Si bien el biólogo se limita a eso y nada más, no puede impedir que el filósofo conti­núe la investiga­ción. Este, y sólo éste, comprende que el orden exige la presencia de la causa eficiente que actúa impulsada por el fin. Es más, la manera más fácil de reconocer si algo está ordenado o no, proviene de la consideración de éste. Cuando lo conocemos, podemos juzgar esa realidad y determinar si está convenientemente ordenada o no, como lo hace el mecánico que arregla el motor descompuesto. La presencia de la regularidad y consistencia de una operación son un indicio cierto de la presen­cia de la finalidad; pero el camino opuesto es mucho más senci­llo. Mientras en el primer caso descono­cemos la finalidad concre­ta que, a lo más, podemos barruntar, en el segundo, podemos juzgar la correcta disposición de las partes y, llegado el caso, corregirla.

         Uno de los filósofos que mejor comprendió esta realidad fue H. Bergson. Es una lástima que no comprendiera la postura del  Filósofo, como se le llamó en la Edad Media, por lo que no dudó en criti­carlo. Rescatemos lo positivo de este convencido partida­rio del evolu­cionismo: la naturaleza está transida de finalidad. Con ello nos proporcionó una contundente refutación del mecani­cismo que predominaba en Francia desde hacía varios siglos.

         Aristóteles no concibió la naturaleza como un artesano, según le reprocha Bergson[19], siguiendo un plan preconcebido y esforzándose por llevarlo a la práctica. Para aquél, la finalidad estaba inscrita naturalmente en la forma o alma, tal como está dada a la flecha su orientación al blanco. Esta se clava en aquél de modo natural, sin ensayos previos, simplemente porque es capaz de surcar el aire. Desde que fue lanzada es incapaz de evitarlo. Por eso el genial filósofo griego nos repite una y otra vez que la naturaleza no hace nada en vano: tiene impresa la finalidad y se limita a ejecutarla. Por desgracia, el agudo crítico del Estagiri­ta, víctima de la eliminación de las almas por el pensa­miento moderno, tuvo que recurrir a un supuesto "élan vital", con características sorprendentes que desmerecen su trabajo después de tantos aciertos.

         No podemos terminar este breve excurso por la filosofía moderna sin mencionar a M. Kant. A pesar del desilusionante resultado de su investigación acerca de la razón en su ejercicio puro, pasa a meditar sobre los seres vivos y su asombrosa organi­zación, lo que le lleva a reconocer el hecho innegable de la finali­dad. Es una lástima que, impedido por los resultados obtenidos en su anterior estudio, haya considerado a este aspecto de la realidad como subjetivo; es decir, como una suerte de necesidad humana de ver las cosas así. A pesar de lo cual su testimonio es explícito:

"Cuando hay que juzgar una relación de causa a efecto, la experiencia conduce nuestra facultad de juzgar al concepto de una finalidad objetiva y material, es decir, al concepto de un fin de la naturaleza"[20].

         Pero aún llega más lejos, los seres vivos se nos presentan como

"objetos única y exclusivamente explicables según leyes naturales que podemos concebir solamente bajo la idea de los fines como principios y sólo son intrínsecamente cognoscibles de esta suerte, según su forma intrínse­ca"[21].

         Sin duda, Aristóteles habría estado de acuerdo. Mas, Kant se detiene, porque comprende que ha entrado en contradicción con su concepción de la razón en su uso teórico o puro y expresa­rá su convicción hablando de una nueva antinomia que opone la causali­dad eficiente ciega, mecánica - estudiada en la "Crítica de la Razón Pura" - a la finalidad descubierta en esta "Crítica del Juicio"[22].

         Nosotros, empero, que seguimos la tradición escolásti­ca, no creemos en tal oposición, sino que, como ya lo hemos visto, pensamos que la finalidad es la que, lejos de oponerse, otorga a la eficiencia su misma causalidad. En otras palabras, si no hay fin, la causa eficiente no actúa. Posiblemente sea Kant el responsable de la imposibilidad en la que se encuentran los científicos de la actualidad para comprender la conciliación entre ambas causalidades que, desde Aristóteles, a nadie había turbado. La situación actual es explicada así por E. Gilson:

"En biología, el mecanicista puro es un hombre cuya actividad entera tiene como fin el descubrimiento del cómo de las operaciones vitales en la planta y en el animal. Al no buscar otra cosa, no ve otra cosa, y puesto que no puede integrar el resto a su investiga­ción, lo niega"[23].

         Comprendemos perfectamente que toda investigación científica deberá limitarse a algunos aspectos de la realidad abandonado otros. Negar su existencia, después de haberlos aparta­do metodológicamente, es un error imperdonable. Pero la finali­dad se venga: expulsada por la puerta, se cuela por la ventana. Ha sido tanta la presión, que se comienza a aceptar su realidad, si bien, como ya lo advertimos, se acude a otro vocablo para disimular el fracaso. Sin embargo, la verdad es que nunca dejó de estar presente. Porque, en definitiva, ¿qué otra cosa implican voces como: función, organismo, organización, adaptación al medio, selección natural, equilibrio ecológico"? Hasta el mismo azar es usado con una evidente finalidad: la de hacer posible la construc­ción de una combinación viable y descartar la que no le es.

         Nada de extraño tiene que muchos neodarwinistas subor­dinen toda la evolución a una cierta finalidad. Uno de los libros más exitosos en esta segunda mitad del siglo XX la pone en el mismo título: "El sentido de la evolución"[24]. El sentido es justa­mente conocido cuando se descubre la finalidad y no antes; el azar, en cambio, lo hace imposible, viene a ser sinónimo de "sin sentido". Por ello Bergson supone que es la atracción del fin el que produce la evolución. De este modo se logra una hipótesis que, al menos, no es incoherente y puede ser aceptada por un filósofo. Lo que, por supuesto, no la prueba. Para ello habría que descubrir la ley o las leyes que rigen el proceso y que todavía se mantienen perfectamente ocultas. Porque el fin es la causa de la regularidad de los fenómenos y ésta es expresada por la ley. En consecuencia, mientras no se la descu­bra, la hipótesis evolucionista se mantendrá en su calidad de tal.

         Cerremos ya este largo paréntesis y recojamos su enseñanza: todo hombre tiene un fin que se nos impone desde el momento que observamos el orden que lo constituye y que le permite desarrollar su operación propia. Agreguemos que, a pesar de la enorme multiplicidad de funciones desplegadas por el ser humano, todas se subordinan y someten al todo del que son parte. Pero el todo es movido por la inteligencia al proponer a la voluntad el bien que ha de querer. Esta, a su vez, impera sobre las fuerzas apetiti­vas que movilizan al resto en pos de lo que aquélla propuso. De este modo comprendemos que toda la actividad humana se ordena a que la inteligencia pueda cumplir la suya. Por ello es obvio que nadie acepte vivir en estado vegetativo, perdida la conciencia. Esa no es vida humana ya que no permite a nuestra razón ejercer el papel que le corresponde[25].

 

4.  ORDEN Y BIEN COMUN

 

         Lo dicho sobre el fin último del hombre parece muy a propósito para monjes contemplativos, pero no para hombres de acción. De hecho, Santo Tomás de Aquino y sus sucesores parecen no advertir lo que a muchos seglares preocupa: semejante fin último es muy poco atractivo y, sobre todo, no tiene relación alguna con nuestro trabajo actual. Sólo los monjes se dedican desde esta vida a la contemplación de Dios, nosotros luchamos por sobrevivir y hacer más cómoda nuestra residencia en este fugaz mundo. ¿Qué relación se da entre nuestro ajetreo diario y nuestro último fin? Muchos seglares desearían ver una relación que otorgase sentido a su diario afán. En ninguna obra dedicada a estudiar este tema he visto planteada tal pregunta, pero sí la hallo entre los seglares.

         Tal vez a más de alguno sorprenda mi respuesta: el fin último del hombre es el bien común; y como los bienes comunes se incluyen como medio en bienes comunes superiores, el afán diario, en la medida que coopera al bien común, me prepara y conduce al bien común trascendente, fin último del hombre.

         No cabe la menor duda de que, entre las múltiples ocupa­ciones cotidianas, el bien común ocupa un lugar importantí­simo. Casi todas nuestras acciones se dirigen a él, si bien no todas directamente. Recordemos que hay muchos bienes comunes: de la familia, empresa, región, etc. Allí donde hay una sociedad,  no necesariamente jurídica, allí hay un bien común; es decir, un bien que nos corresponde en cuanto somos partes de un todo y no en cuanto individuos aislados y autosuficientes. Como padre, hijo o hermano, pertenezco a una familia y sigo su suerte, benficián­dome de sus aciertos y perjudicándome con sus errores. De tal manera que, casi sin advertirlo, estamos trabajando por un bien común, recibiendo solicitudes de parte de quienes comparten ese mismo bien y respondiendo a ellas.

         Porque toda reunión de personas que cree una realidad única, como un club deportivo o una empresa financiera, está presidida por un bien común que los obliga a ejecutar muchos actos en su beneficio. Será necesario proporcionar un ambiente de paz entre todos, para lo cual hemos de ayudarnos mutuamente y hemos de ordenar nuestras iniciativas a fin de que no se estor­ben. Todos estos son bienes comunes, como por ejemplo, la paz. Es obvio que se da entre todos o no se da, que nos impone deberes muy precisos y nos favorece a todos. En una palabra: es un bien común. ¿Podríamos lograrla sin mutua ayuda? Esta es también un bien común a la que se dedican de modo muy especial los políti­cos. A los juristas y metafísicos - si bien por distintas razones - les agrada más ensalzar el orden.

         Los seres humanos - y también los animales - se unen por la necesidad que tienen de obtener un bien común. Gracias a él, a pesar de ser muchos, conforman una sola cosa: una sociedad o comunidad. No parece dejar lugar a dudas la primacía del bien común en la constitución de toda sociedad. Pero no parece tan fácil de comprender que Dios, fin último del hombre, sea un bien común.

         Ya San Agustín advertía que llamábamos a las criaturas "universo" porque conformaban una unidad[26]. Hemos asegurado que cuando se presentan partes que es necesario aunar debemos recono­cer la presencia de una causalidad. Mas no basta la expli­cación que se reduce a la eficiencia; es necesario comprender la necesi­dad del fin, sin el cual la causa eficiente nada hace. En nuestro caso, en que las partes son todos - son personas - ese fin ha de ser un bien común. El universo total, pues, ha de ser explicado de la misma manera. La causa eficiente del mundo ha de tener en vista un bien común que Santo Tomás señalaba con toda precisión: el orden, gracias al cual existe como universo[27].

         Ahora bien, como el orden es la recta disposición de las partes según el fin, y como dicho fin es un bien común, se deduce que es éste el que produce el orden al atraer a la causa agente a crearlo, a fin de obtenerlo. En otras palabras, más allá del orden - bien común inmanente de toda sociedad - hay un bien común trascendente al que se somete y de quien recibe la razón de ser. Y no se crea que estamos descubriendo algo extraordinario. Ya lo había enseñado Santo Tomás, si bien no alude a él cuando trata del fin último del hombre:

"Doble es el bien del universo. Uno separado, a saber, Dios que es como el jefe en el ejército; y otro que está en las mismas cosas y es el orden de las partes del universo, como el orden de las partes del ejército es su bien"[28].

         En otro lugar, por si quedara alguna duda, nos enseña:

"Dios es el bien común de todo el universo y de todas sus partes"[29].

         Unidas estas enseñanzas del Doctor Común a lo que habíamos dicho sobre el fin último del hombre, se desprende que Dios es nuestro fin en tanto bien común del universo y que nosotros podemos aspirar a El tan sólo en cuanto somos partes de aquél. Pero ya advertimos que los bienes comunes no se excluyen necesariamente, como los bienes privados, sino que, por el contrario, se implican. De este modo, la paz social supone la paz en las empresas, la que supone la paz familiar. ¿No observan cons­tan­temente los profesores que, cuando se rompe la unidad fami­liar, los niños se convierten en un problema para la escuela? Y así descubrimos que no hay solución de continuidad entre nuestro afán diario y nuestro fin último. Todo lo que hacemos por estos bienes comunes inmediatos nos va preparan­do para el bien común trascendente. Y no hay otro modo de ascender hasta El.

         J. Maritain no aceptaría semejante conclusión. Para él

"la persona humana está directamente ordenada a su fin último absoluto, y esta ordenación directa a Dios transciende todo el bien común creado, bien común in­trínseco del universo"

y, citando al P. Th. Eschman O.P., continuaba:

"lo que primariamente se propone el tomismo ... es asegurar que ninguna instancia rompa el contacto perso­nal de cada una de las criaturas intelectuales con Dios  ... interponer el universo entre Dios y las criaturas intelectuales es cosa típicamente griega y pagana"[30].

         Hemos destacado la palabra directamente porque ahí está el error del filósofo contemporáneo, como el cometido por Lutero y los demás reformadores del siglo XVI. Si fuera verdad, habría que declarar superflua a la Iglesia y su autoridad suprema. Añadamos que la referencia al tomismo carece de todo valor, es una mera afirmación gratuita del P. Eschman; así como la alusión a los griegos y paganos que carecieron de la noción de un Dios similar al cristiano. No; esta relación directa con Dios es típicamente protestante. Por ello nuestro opositor intentará fundar su falsa tesis en que, siempre según Santo Tomás,: "ratio partis contra­ria­tur rationi perso­nae"[31]. Difícil texto que po­dríamos traducir así: "el carácter de parte es contrario a la noción de persona".

         En lo que respecta al teólogo medieval, Maritain comete un grave error de interpretación. Porque Santo Tomás está hablan­do de la ontología de la persona y allí ésta aparece como el indivi­duo, como el todo completo; por ello le es contrario el carácter de parte. En cambio, en nuestra discusión, estamos hablando del universo cuyas partes son, a su vez, todos en sí mismos. Es aquí donde la persona - todo en sí misma - aparece como una parte. Por lo mismo, en moral, Santo Tomás aclarará que si un hombre no se comporta como buena parte del todo al que pertenece, no es un hombre bueno[32]. Por ningún modo se han de confundir las perspecti­vas: la persona es un todo completo, un individuo; por lo cual su alma no es una persona: es parte de un todo y no un todo. Pero todo el hombre es parte de la ciudad y del universo, de tal manera que su perfección moral se logra sólo si está bien relacio­nado con el bien común. Por ello hemos de rechazar toda la corriente persona­lista tan en boga en la actua­lidad[33].

         Desde otro punto de vista podemos aclarar toda la cuestión y, de paso, advertir el enorme error cometido por Maritain y los personalistas. Ante el bien común se alza el bien privado. Preguntémonos: ¿Como qué es Dios bien del hombre? Habrá que elegir: será su bien privado o su bien común.

         Como el liberalismo nos ha hecho olvidar el concepto y la realidad del bien común, será conveniente hacer algunas aclaracio­nes. Esta desaparición condujo al error socialista, el cual nos lleva a pensar que el bien común prescinde del bien privado; en esa corrienmte sería el bien de la comunidad al que se someten todos los bienes privados de los cuales se pres­cinde absolutamente.

         Recordemos que hemos sostenido que el bien común es el fin que permite que varios hombres se unan entre sí y conformen una comunidad o sociedad. Así, por ejemplo, una varón y una mujer se casan para tener hijos: éstos son su bien común. De modo que no hay que pensar en abstractas elucubraciones que nadie entien­de; el bien común es el pan nuestro de cada día. Por ello es tan adecuada la definición de santo Tomás: "es aquél bien que perte­nece a éste o a aquél en cuanto forman parte de una comuni­dad"[34]. Podemos pregun­tarnos: ¿de quién son los hijos? De sus padres; pero ni el varón ni la mujer los pueden tener sin la colaboración del otro. Por ello son su bien común. Les pertenecen en cuanto conformaron una sociedad conyugal de la cual son parte. Queda claro que el bien común llega a todos y cada uno de los miembros de la sociedad, de lo contrario no tendría derecho a ser calificado de "común".

         Parece que algunos oponen bien común a bien personal; al menos me parece que este error está en la base del extravío maritainiano. Ya dijimos que se oponía a bien privado, lo que es muy distinto. En realidad, bien personal implica que un bien pertenece a personas y, en nuestro caso, tanto el privado como el común les pertenecen. Ahora bien - y una vez más hemos de citar al "Angel de las escuelas" - un bien "propio" puede ser tal desde distintos puntos de vista:

- Podría pertenecerle a la persona en su carácter de bien indivi­dual y, de este modo, todo animal apetece su comida.

- Podríamos considerar a una persona como miembro de una espe­cie - la humana - y, en ese caso, su bien propio sería la prole.

- Pero toda persona también pertenece a un cierto género, es decir, comunica su ser, de alguna manera con otras especies. Todos ellos tendrán un cierto bien propio: el ecosistema. El desastre ecológico que hoy padecemos nos hace advertir la clari­videncia del genial monje medieval.

- El meditativo dominico eleva su mirada al infinito y observa que la persona guarda analógica semejanza con su princi­pio primero. Y en este recóndito sentido puede afirmarse que su bien será el mismo Creador que a todos da el existir[35].

         Notemos que, de estos cuatro bienes personales, sólo el primero es privado, los otros tres son comunes.

         Más si aún tenemos alguna duda, insistamos en la diferencia que separa y opone, hasta cierto punto, al bien privado del bien común. Sabemos a qué atenernos cuando nos hallamos ante un letrero que reza: "propiedad privada". En efecto, implica la exclusividad de la propiedad. En otras pala­bras, el bien privado se agota al satisfacer a su propietario y es incapaz de pertenecer a otro; es decir, no es compartido. El común, en cambio, como su mismo nombre lo indica, es compartido; no puede ser agotado por un único propietario sino que, por naturaleza, tiene que ser poseído, al mismo tiempo, por muchos.

         Preguntémonos ahora si es posible que Dios sea bien privado del ser humano. Al punto comprendemos que tal pretensión es blasfema; implicaría poner al infinito, al omnipotente al servicio de un hombre. En semejante hipótesis, el hombre pasa a ser el fin y Dios el medio, lo que supone que aquél es superior a Este. En la misma hipótesis habría que decir que, cuando busca a Dios, tan sólo se busca a sí mismo. El Señor pasaría a ser un utensilio usado por aquél para lograr su satis­facción. Ninguna persona en su sano juicio acepta­rá estas conclusiones; en conse­cuencia, deberá negar que Dios sea bien privado del hombre. Mas, en tal caso, es a través del bien común inferior como el hombre se ordena al bien común superior y no hay tal "ordenación direc­ta" como quería Maritain.

         Ante la objeción que podría alguien esgrimir conside­rando el culto a los anacoretas que gusta la Iglesia inculcar en sus hijos, la respuesta es sencilla. No es superior el anacoreta por establecer una relación directa con Dios - su relación pasa necesariamente por la Iglesia -, sino por haber sacrificado algo muy profundo: el instinto gregario. En virtud de su pertenencia al Cuerpo Místico, el solitario se mantiene en comunicación vital con todos los hermanos en la fe, a los que favorece con sus oraciones y sacrificios, y de la Iglesia recibe la redención que nos mereció el Salvador. No hay, pues, relación directa con Dios, sino a través de Jesucristo y de su Iglesia.

         Terminemos citando una vez más a Santo Tomás:

"Por ello en el hombre así admitido a la vida celestial son necesarias ciertas virtudes sobrenaturales (gratui­tae), las que son virtudes infusas. Para la debida operación de éstas se exige al bien común de toda la sociedad, que es el divino bien en cuanto es objeto de beatitud"[36].

 

5.  CONCLUSION  

 

         Todo el mundo sabe, y los especialistas lo confirman, que el matrimonio hace madurar. También logra el mismo fin ejercer un cargo que implique responsabilidad. Por ello la paternidad es tan eficaz en este sentido. Me parece que la respuesta es clara: responsable ante un bien común que depende directamente de ella, la persona madura prontamente. Y como hemos sido creados para el bien común, al esforzarnos por construir alguno, maduramos, es decir, nos perfeccionamos. Pienso que el mejor medio de perfeccionamiento y crecimiento interior radica en ese abismarse en una tarea común, en una causa que sobrepase infinitamente nuestra individualidad y nos ponga enteramente al servicio de un fin común. Tal vez aquí esté la raíz oculta del éxito del marxismo, por ejemplo, para conquistar a las juventu­des.

         Con todo, no caigamos en la ilusión de tantos y tantos "teólogos" más o menos ateos que hoy abundan y que creen que basta con perseguir un bien común terrenal para lograr la perfec­ción espiritual a que nos llama el Evangelio. No. La última cita de santo Tomás deja bien en claro que eso no basta: no hay allí virtudes sobrenaturales, sin las cuales es imposible agradar a Dios. Porque, como nos lo recuerda una vez más el monje medieval tantas veces citados:

"una virtud ordenada hacia un fin inferior no ejecuta un acto ordenado hacia un fin superior, sino mediante una virtud superior"[37].

         Si no poseemos las virtudes sobrenaturales que el bautismo infunde, no podemos realizar obra sobrenatural. Sin embargo, la Gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfec­ciona. Es, pues, natural que nuestra orientación al bien común comience en este mundo y que se perfeccione y acabe en el próximo y definitivo. Por ello, esa sumisión al bien común inferior es el primer paso en el correcto sendero que conduce al superior. De este modo comprendemos que nuestro ajetreo diario no es vano, sino el camino que conduce al bien común trascendente. Claro está que por sí mismo no basta; sin embargo, es el preámbulo lógico y natural.

         Queda claro, pues, que tanto el origen como el fin se corresponden y, por ser así, ilustran convenientemente nuestra naturaleza intelectual y gregaria. De bien común en bien común, la inteligencia y la voluntad van purificando su actividad hasta lograr su perfección. Quien se encierra en su egoísmo y rechaza su necesaria subordinación al bien común deja estéril el tesoro que su Creador le confió y del cual deberá rendir cuenta en el postrero día. Por ello la absoluta imposibilidad de reconciliar al cristia­nismo con el liberalismo: se trata de una oposición metafísica donde no se dan términos medios.



    [1] Cfr. el esfuerzo notable que hace para justificar tal cosa R.J. Nogar O.P. en "La evolución y la filosofía cristia­na". Trad. I. Antich, Herder, Barcelona, 1966, pp. 35-37.
    [2] E. Gilson la califica de impostura. Cfr. "De Aristóteles a Darwin (y vuelta)". Trad. A. Clavería, Eunsa, 2ª ed., Pamplona 1980, p. 41.
    [3]  Ch. Darwin "El origen de las especies". Trad. A. Troufe. Edaf., Madrid, 1985, p. 65.
    [4] "Summa Theologiae" I q. 90 y 91. En especial, el art. 4 de la q. 90, que explica por qué el alma no pudo ser creada antes que el cuerpo; y el art. 2  de la q. 91 que aclara que tampoco el cuerpo pudo haber sido creado antes que aquélla.
    [5]  c.2, Nº 21.
    [6] "L'Esprit de la Philosophie Médiévale", J. Vrin, París, 1969, c. XIII p. 259.
    [7] "Summa Theologiae" I-II qq. 1 hasta 5. El mejor comentario de estas cuestiones que conozco es el escrito por S.M. Ramírez O.P., "De Hominis Beatitudine" en 5 gruesos volúmenes y editado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Insti­tuto Luis Vives, Madrid, España.
    [8] Cfr. 3 Contra Gentes, c. 3 ad "finis est".
    [9] Cfr. S.M. Ramírez O.P., "De Ordine", Biblioteca de Teólo­gos Españoles, Salmantice, 1963, p. 16.
    [10] Cfr. 2 Contra Gentes, c. 41 ad "A diversis causis".
    [11] "Summa Theologiae", I q. 3 a 7c.
    [12] Cfr. S. Tomás, In Metaph. II Nº 775.
    [13] Cfr. S. Tomás, In VIII Phys., L.2, l.1.
    [14] "El azar y la necesidad", Trad. F. Ferrer, Ed. Orbis, Hyspamerica, Madrid, España, 1986.
    [15] P.P. Grassé dedica todo el capítulo IV de su "Evolución de lo viviente" a demostrar la incongruencia de tal suposición. Trad. Fernández y Plazaola, H. Blume, Madrid, España, 2ª ed., 1984.
    [16] "De Aristóteles a Darwin (y vuelta)". Trad. A. Clavería, Eunsa, 2ª ed., Pamplona, España, 1980, p. 39.
    [17] "De las partes de los animales", I, 1. Cit. por Gilson en la obra citada en la nota 16, p. 37.
    [18] Cfr. Gilson op.cit. p. 45.
    [19] Cfr. "L'Evolution créatrice", PUF, París, 1959, p. 571. Cit. por Gilson, ibíd., p. 219.
    [20] "Crítica del Juicio". Trad. francesa de Gibelin, J. Vrin, 4ª ed., París, 1960, Nº 63.
    [21] Ibíd., Nº 68.
    [22] Ibíd., Nº 70.
    [23] Gilson. op.cit. p. 42.
    [24] George Gaylord Simpson, "The meaning of evolu­tion", publicada en 1951 y pronto traducida al español; ya en 1984 conocía seis ediciones en esta última lengua.
    [25] Cfr. 3 Contra Gentes, c. 25 ad In omnibus agentibus.
    [26] Cfr. De Ordine Nº3. En BAC, "Obras Completas", vol. 1, 5ª ed, Madrid, 1979.
    [27]  Cfr. 3 Contra Gentes, c. 64 ad "unumquodque intendens".
    [28] In I Sent. d. 44, 2c. Cfr. S.M.Ramírez O.P. op. cit., Nº 655.
    [29] Quodlibetum primum q. 4 a 3. Cfr. 3 Contra Gentes, c. 17 ad "bonum particulare".
    [30]  "La persona y el bien común". Trad. L. de Sesma, Club de Lectores, Buenos Aires, 1968, Pp. 17-18.
    [31] Ibíd. El texto de Santo Tomás aparece en In 3 Sent., d. 5, 3, 2.
    [32]  "Summa Theologiae" I-II, q. 92, a 1, ad 3.
    [33]  Cfr. nota preliminar de L.E. Palacios al libro de Ch. de Koninck: "De la primacía del bien común". Trad. J. Artigas, ed. Cultura Hispánica, Madrid, 1952.
    [34]  De Caritate 4 ad. 2.
    [35] 3 Contra Gentes, c. 24 ad "bonum autem suum". La alusión a la ecología, por cierto, no pertenece al monje medieval.
    [36]  De Caritate, a 2.
    [37]  Ibíd.

1 comentario:

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