EN TORNO AL ORIGEN Y
DESTINO DEL HOMBRE
JUAN CARLOS
OSSANDON VALDES
INTRODUCCION
Es muy posible que el tema más
estudiado sea el hombre. Por ello elegimos tan sólo dos aspectos que, por su
naturaleza, han sido objeto de la preocupación de nuestro querido profesor, a
quien se dedican estas líneas. Se perdonará, pues, que no mencione tantas y
tantas cuestiones que, no menos interesantes, prolongarían indefinidamente
estas páginas.
Me interesa meditar acerca del origen
del hombre y mostrar la insuficiente de la teoría evolucionista tal como la
entienden los neodarwinistas; también me acercaré al fin del hombre desde una
perspectiva poco abordada: la del bien común y del orden que de él dimana.
1. ORIGEN
Nos parece que la teoría de la
evolución, en su pretensión de eliminar a Dios en el origen de la naturaleza,
ha caído en una doble falsificación. En primer lugar se ha calificado la
evolución como un "hecho" siendo que es una simple teoría[1]; en segundo lugar se han
extrapolado ciertas experiencias mucho más allá de lo legítimo.
Llamamos "hecho" a una
realidad objeto de experiencia. En este sentido los científicos declaran
atenerse únicamente a los "hechos". Pero es evidente que la evolución
no ha sido jamás objeto de experiencia, por lo que no puede ser favorecida con
tal término[2]. Por
otra parte, parece obvio que los antepasados de los animales que hoy habitan el
planeta no son, en algunos casos, idénticos a los actuales. Los ejemplos más
socorridos son el del caballo y el del hombre. Pero se nos oculta que, desde el
primero hasta el último, estamos ante caballos y ante hombres; es decir, dentro
de la misma especie. Nadie ha discutido que ejemplares muy diversos entre sí
pueden pertenecer a la misma especie; lo que es objeto de polémica es el paso
de una a otra.
Ahora bien, el que al interior de la
misma se vaya produciendo un cambio gradual no nos permite extrapolar la
experiencia y afirmar como demostrado el paso de una especie a otra, de un
género a otro, etc. Pero es bastante grave para la teoría el descubrimiento
reciente de la facilidad con que el proceso puede ser revertido y lograr reproducir
al supuesto caballo original en el tiempo actual. Darwin sospechó tal eventualidad
y consideró que, en tal caso, toda su teoría nada valía[3].
Es obvio que, por el hecho de no haber
sido probada, no se sigue que sea falsa. Sin embargo, es bueno consignar aquí
que las diversas explicaciones causales propuestas han resultado ser
ineficaces. La misma "selección natural" - suerte de aplicación de la
teoría liberal a la naturaleza - es conservadora. En verdad, tal selección lo
único que hace es destruir al ser vivo que se aparta de la norma. Sólo nace una
creatura que cumpla los requerimientos específicos, cualquier malformación
esencial impide su nacimiento o lo elimina a poco de nacer. Los estudios
ecológicos nos van mostrando la necesidad de que cada especie realice su
aporte, por lo que ninguna es eliminada, a menos que otra realice la misma
función; observación que limita drásticamente la supuesta guerra inmisericorde
entre las poblaciones. Lo que hoy se revela ante los asombrados ojos de los
naturalistas es la ayuda mutua que las diferentes especies se prestan entre sí.
En el fondo, la "evolución"
realmente observada es de dos tipos: La ontogénesis de los animales y vegetales
"superiores" - aunque sea muy discutible tal calificativo - nos
muestra el paso de una célula única a un conjunto de múltiples células
extremadamente diversas entre sí y que, a pesar de ello, conforman un solo
ser. Por otra parte, la diferenciación racial al interior de la especie - que
algunos llaman evolución - presenta una gran diversificación en caracteres
accidentales. Ya lo sé que es muy resistida en la ciencia actual la voz
esencia; mas, en cuanto los científicos se olvidan del "deber" que
tienen de negarla, recurren a ella. Porque todos sabemos que, para que se
produzca un fenómeno, hay factores determinantes y otros aleatorios. Hemos
cambiado las palabras, mas no la idea. Por supuesto que es muy difícil
distinguir unos de otros y, a menudo, nos hemos equivocado; pero la justeza de
la distinción está fuera de discusión: de otro modo no habría forma de hablar
de especie y que se entendiera a qué nos estamos refiriendo.
Porque desde hace mucho se ha
privilegiado la concepción nominalista por encima de la realista. Según ésta,
una especie reúne todos los ejemplares que realizan una misma esencia. Según
aquélla, se trata tan sólo de una facilidad metodológica para poder referirse
con comodidad a los animales agrupándolos artificialmente. Supongamos válida
la primera concepción. En ese caso el libro de Darwin "El origen de las
especies" nos explicaría cómo se originan esas cómodas denominaciones
artificiales; en otras palabras, nos explicaría el origen de ciertas palabras,
sería una especie de diccionario. La teoría de la "evolución" se
referiría a cómo se originaron esos vocablos, mas nada diría de los seres
reales. Vemos, una vez más, que ciertos científicos tienen una extraordinariamente
acentuada tendencia a "suicidarse" intelectualmente.
Dado que el hombre es un animal más, su
origen debería explicarse de la misma manera como el de aquéllos. Al menos
debería aceptarse la teoría en lo referente al cuerpo. Con Santo Tomás de
Aquino rechazamos absolutamente tal pretensión. Aun en el supuesto de que la
hipótesis llegue a demostrarse - lo que está fuera del alcance de la ciencia
actual - no podríamos aplicarla al ser humano. Porque un ser vivo es un todo -
y éste es algo más que la suma de sus partes - es imposible reducir su origen
al de una de ellas.
Somos un compuesto de materia y
espíritu. No basta, pues, explicar a uno de ellos para tener aclarado el todo.
¿De dónde proviene el alma espiritual? El Doctor Común de la Iglesia Católica
terminó con las dudas y vacilaciones de los Santos Padres y nos dio los
argumentos decisivos. Porque debe haber congruencia entre el modo de ser y la
forma cómo se llega al ser. El alma humana, gracias a la cual una materia
adquiere dignidad humana, es un espíritu subsistente en sí mismo; que, además,
da vida a aquélla. En consecuencia, su modo de llegar a ser deberá corresponder
a su estatuto ontológico. No podemos pensar en el absurdo de que una materia
pueda originar un espíritu. Si lo pudiese no habría diferencia esencial entre
ambos. ¿Podrá hacerlo el espíritu de sus padres? Tampoco, puesto que, por
carecer de extensión, no puede dividirse. Sólo resta que el espíritu sea creado
directamente por Dios. Mas, como el hombre es el compuesto, y éste es quien propiamente
existe, no puede ser creado el cuerpo o el alma con independencia el uno del
otro, sino que ambos fueron co-creados por Dios en el mismo instante[4].
El hombre, pues, comienza a ser
realmente tan sólo cuando su espíritu llega al ser y esto ocurre cuando Dios
crea su alma. La hipótesis evolucionista tendría, tal vez, asidero en vegetales
y bestias cuyas almas no son espirituales; pero no tiene cabida alguna en el
origen del hombre. Algunos suponen que podría el cuerpo originarse por
evolución y, en ese cuerpo así desarrollado, en el momento oportuno, Dios
infundiría un alma. Tal pensamiento es perfectamente posible a condición de que
se distingan con claridad dos momentos: a) hay una bestia, como cualquier otra,
que nada tiene de humano. b) Dios crea un hombre al infundir el espíritu allí
donde no había nada de humano. Hecha esta distinción, esa bestia reemplazaría
al limo del texto bíblico sin mayor provecho. Porque lo que configura al hombre
y le da el ser tal es el espíritu, resulta indiferente que éste sea recibido en
una materia pre-existente o que ésta sea co-creada con él.
2. EL FIN ULTIMO DEL HOMBRE
Dado que el fin y el origen se
corresponden, el comprender éste nos ayudará a entender mejor a aquél. Mas no
sólo ellos son congruentes entre sí, es la misma esencia del ente la que
también está correlacionada con ellos. En otras palabras, si tal es la esencia,
tal debe ser el origen y tal el fin. Esta es la razón que nos ha llevado a
estas breves reflexiones: conocidos mejor el principio como el fin,
comprenderemos más cabalmente al ser mismo del hombre. En todo estudio es el
fin el que tiene la primacía. Porque queremos que vuele un avión le construimos
alas y porque queremos que abrigue un tejido lo hacemos de lana. La esencia se
acomoda al fin. De este modo, algunas consideraciones sobre este fin nos
ayudarán a desechar, si quedara alguna duda, la hipótesis evolucionista del
origen del hombre.
A decir verdad, si dicha hipótesis
tuviese razón - me refiero al neodarwinismo, que es su versión más divulgada -
y todo es fruto de mutaciones azarosas, carece de sentido preguntarse por el
fin de lo que es producto del azar. Porque el azar carece de finalidad. Si,
pues, nos vemos forzados a reconocer que el hombre está hecho para un determinado
fin, ipso facto nos veremos forzados a abandonar una supuesta explicación que
lo haría imposible.
No es un misterio para nadie que el
cristianismo enseña que existe un fin sobrenatural al cual están destinados
todos los hombres que cumplan ciertos requisitos sintetizados en la práctica
de las tres virtudes teologales que definen al cristiano: fe, esperanza y
caridad. Comprendemos que, por su carácter sobrenatural, escapa a la
comprensión del filósofo. A pesar de lo cual, Santo Tomás de Aquino observa que
la filosofía logra demostrar que todo hombre tiene un deseo natural de
contemplar la naturaleza divina, al menos a nivel implícito. Y como un deseo
natural no puede ser vano - como lo prueba en su comentario a la
"Etica" de Aristóteles[5] - debe cumplirse de alguna
manera. Es justamente el modo cómo se realiza tal visión lo que escapa
absolutamente al filósofo, si bien, hasta cierto punto, algo puede decir el
teólogo.
Al alcance de nuestra razón está lo que
la experiencia nos muestra: mediante la actividad de las facultades superiores,
el hombre se va perfeccionando y goza con ello. Pero la inteligencia no se
contenta con la contemplación amorosa de cualquier cosa, sino que obtiene mayor
satisfacción en cuanto más perfecto sea el objeto conocido. Por eso E. Gilson
sostiene que:
"mientras haya
hombres para conocer la existencia de Dios, habrá hombres para querer conocer
su naturaleza, para saber que su alma no tiene descanso ni bienaventuranza
mientras esté privada de este conocimiento e, incluso, para sufrir miserias
peores que los otros hombres; porque, los que no son conscientes de su
ignorancia, tampoco lo son del bien magnífico que les falta"[6].
De este modo, el filósofo se acerca al teólogo
hasta donde le es posible y la mente humana tiene el agrado de ver coincidir
perfectamente lo que ella puede alcanzar según sus propias fuerzas y lo que
gratuitamente - como decían los teólogos medievales - la Divina Sabiduría le
comunica.
3. FIN Y ORDEN
Dado que Santo Tomás aclaró
admirablemente lo que se puede saber sobre la felicidad en las maravillosas
cuestiones con las que comienza su exposición de la moral cristiana[7], prefiero en esta ocasión
referirme a ciertos temas menos conocidos y que, por lo mismo, presentan un
mayor flanco a la crítica y a la duda.
Sea el primero el saber si, real y
efectivamente, podemos tener plena seguridad de que todo hombre tiene un fin
para el cual fue hecho; lo que, de paso, nos obligaría a rechazar la hipótesis
neodarwinista.
Se trata de la causa final del ser humano,
de aquello en lo que descansa el agente cuando lo logra y que da sentido a toda
la actividad desarrollada[8]. Mas, como Dios es el
autor del hombre, parece que esta vía no sería la más apropiada para nuestro
propósito ya que no es posible preguntar al Creador cuál fue su intención.
Sin negar que es posible llegar a
alguna conclusión por esta vía, quisiera internarme por otra. Desde que la
ecología ha redescubierto la importancia primordial del orden, busquemos qué
luces nos puede proporcionar su estudio.
Es obvio que el orden supone
desigualdad y distinción de partes que se unen y convienen entre sí[9]. Podemos preguntaros:
¿Por qué esos distintos y desiguales elementos hacen algo uno? Si son lo que se
dice, deberían alejarse en vez de unirse; porque "lo diverso en cuanto tal
no hace algo uno"[10].Es evidente que, para que
se unan, se requerirá la acción de una causa. Basado en tan sencilla razón,
Santo Tomás sentará un principio evidente para todo el que reflexione un
instante: "omne compositum causam habet"[11]. Si es compuesto, está
construido a base de partes disímiles; las que, de suyo, no pueden unirse a
menos que una fuerza las reduzca a la unidad. Esa fuerza es, cabalmente, la
causa.
¿Qué causa? Prescindamos de la material
y de la formal, que no pueden causar sino bajo el influjo de la eficiente. Es
ésta la que, con su acción, produce el ser del efecto. Pero no actúa sino en
cuanto un fin la mueve; es decir, del fin recibe su causalidad gracias a la
cual puede producir el efecto[12].
Si se trata de actividad humana en la
que interviene la inteligencia y la voluntad, la experiencia nos muestra
suficientemente la verdad de lo dicho: partimos de un modelo o ejemplar, fin
próximo que nos mueve a realizar la obra que, de otro modo, no iniciaríamos[13].
Los neodarwinistas niegan la finalidad
y responden que es el azar quien produce el orden. El premio Nobel J. Monod ha
escrito un libro dedicado exclusivamente a demostrarlo[14]. Pero los mismos biólogos
dudan de tan peregrina afirmación: ¿cómo puede el desorden producir el orden?[15] No sólo ocurre que ciertas
partes disímiles se unen, contra toda probabilidad, sino que siempre, o la
mayor parte de las veces, lo hacen. Y de un modo perfectamente predecible y
funcional. De hecho, todo el avance científico descansa en la regularidad de
los procesos naturales, gracias a los cuales podemos saber cómo criar ganado y
cultivar los campos. Como muy bien puntualiza E. Gilson:
"Trátese de la
naturaleza o del artesano, hay una finalidad cada vez que una serie regular y
constante de términos desemboca, siempre o muy a menudo, en un mismo término
final"[16].
Hay una objeción tan antigua como la
ciencia misma: ¿No es antropomórfica esta interpretación de los hechos? Porque
el fin sólo puede entenderse como concebido por una inteligencia que se
esfuerza por llevarlo a la realidad. Tal vez sea ésta la razón última de los
desesperados esfuerzos de los biólogos por negarla y el penoso espectáculo que
ofrecen cuando cambian la palabra "finalidad" por
"teleonomía" u otra similar. Quieren negarla por temor a que su
reconocimiento los obligue a aceptar la existencia de un Dios creador, lo que
los sacaría de la ciencia empírica que cultivan. El mismo Aristóteles parece
dar fundamento a la objeción cuando expone su razonamiento:
"pues decir cuáles
son las substancias últimas de que está hecho un animal, decir, por ejemplo,
que está hecho de fuego o de tierra es tan insuficiente como si se explicara
del mismo modo una cama o cualquier cosa del mismo tipo. Pues no debe bastar
con decir que la cama está hecha de metal o de madera o de lo que sea, sino que
hay que intentar describir la intención que ha motivado su fabricación o su
modo de composición"[17].
Es verdad que desconocemos la
explicación de este hecho, lo que no nos autoriza a negarlo. Aunque ignoremos
para qué fueron hechas las aves o los peces, no podemos negar que son el fruto
de un orden que recién estamos comenzando a comprender en sus niveles
microscópicos. Por poco que sepamos de él, su evidencia se nos impone: son
producto de una causa eficiente impulsada por un fin, como todo orden.
Aristóteles la atribuye a cierta realidad interior a la naturaleza, dado que no
necesita aprender por tanteos - como lo hacen los artistas - y no falla casi
nunca. Por eso se sintió obligado a reconocer una realidad: el alma. Es decir,
la presencia de la finalidad en la naturaleza le hace suponer la existencia, en
el interior de todo ser vivo, de una realidad insensible. No es casual, pues,
que junto con negar la finalidad en la naturaleza, el mecanicismo haya expulsado
de su repertorio la noción de alma; puesto que, en ese ambiente, ya no
explicaba nada[18].
Es verdad que el biólogo no puede
recurrir a una inteligencia trascendente sin abandonar su biología y tiene toda
la razón a negarse a dejar de ser biólogo. Pero, ¿por qué, en nombre de la
biología, hemos de negar tal recurso al filósofo que estudia la causa del ente
en cuanto ente? Lo importante es reconocer el hecho tal como se presenta. Si
bien el biólogo se limita a eso y nada más, no puede impedir que el filósofo
continúe la investigación. Este, y sólo éste, comprende que el orden exige la
presencia de la causa eficiente que actúa impulsada por el fin. Es más, la
manera más fácil de reconocer si algo está ordenado o no, proviene de la
consideración de éste. Cuando lo conocemos, podemos juzgar esa realidad y
determinar si está convenientemente ordenada o no, como lo hace el mecánico que
arregla el motor descompuesto. La presencia de la regularidad y consistencia de
una operación son un indicio cierto de la presencia de la finalidad; pero el
camino opuesto es mucho más sencillo. Mientras en el primer caso desconocemos
la finalidad concreta que, a lo más, podemos barruntar, en el segundo, podemos
juzgar la correcta disposición de las partes y, llegado el caso, corregirla.
Uno de los filósofos que mejor
comprendió esta realidad fue H. Bergson. Es una lástima que no comprendiera la
postura del Filósofo, como se le llamó
en la Edad Media, por lo que no dudó en criticarlo. Rescatemos lo positivo de
este convencido partidario del evolucionismo: la naturaleza está transida de
finalidad. Con ello nos proporcionó una contundente refutación del mecanicismo
que predominaba en Francia desde hacía varios siglos.
Aristóteles no concibió la naturaleza
como un artesano, según le reprocha Bergson[19], siguiendo un plan
preconcebido y esforzándose por llevarlo a la práctica. Para aquél, la
finalidad estaba inscrita naturalmente en la forma o alma, tal como está dada a
la flecha su orientación al blanco. Esta se clava en aquél de modo natural, sin
ensayos previos, simplemente porque es capaz de surcar el aire. Desde que fue
lanzada es incapaz de evitarlo. Por eso el genial filósofo griego nos repite
una y otra vez que la naturaleza no hace nada en vano: tiene impresa la
finalidad y se limita a ejecutarla. Por desgracia, el agudo crítico del
Estagirita, víctima de la eliminación de las almas por el pensamiento
moderno, tuvo que recurrir a un supuesto "élan vital", con
características sorprendentes que desmerecen su trabajo después de tantos
aciertos.
No podemos terminar este breve excurso
por la filosofía moderna sin mencionar a M. Kant. A pesar del desilusionante
resultado de su investigación acerca de la razón en su ejercicio puro, pasa a
meditar sobre los seres vivos y su asombrosa organización, lo que le lleva a
reconocer el hecho innegable de la finalidad. Es una lástima que, impedido por
los resultados obtenidos en su anterior estudio, haya considerado a este
aspecto de la realidad como subjetivo; es decir, como una suerte de necesidad
humana de ver las cosas así. A pesar de lo cual su testimonio es explícito:
"Cuando hay que
juzgar una relación de causa a efecto, la experiencia conduce nuestra facultad
de juzgar al concepto de una finalidad objetiva y material, es decir, al
concepto de un fin de la naturaleza"[20].
Pero aún llega más lejos, los seres
vivos se nos presentan como
"objetos única y
exclusivamente explicables según leyes naturales que podemos concebir solamente
bajo la idea de los fines como principios y sólo son intrínsecamente
cognoscibles de esta suerte, según su forma intrínseca"[21].
Sin duda, Aristóteles habría estado de
acuerdo. Mas, Kant se detiene, porque comprende que ha entrado en contradicción
con su concepción de la razón en su uso teórico o puro y expresará su
convicción hablando de una nueva antinomia que opone la causalidad eficiente
ciega, mecánica - estudiada en la "Crítica de la Razón Pura" - a la
finalidad descubierta en esta "Crítica del Juicio"[22].
Nosotros, empero, que seguimos la
tradición escolástica, no creemos en tal oposición, sino que, como ya lo hemos
visto, pensamos que la finalidad es la que, lejos de oponerse, otorga a la
eficiencia su misma causalidad. En otras palabras, si no hay fin, la causa
eficiente no actúa. Posiblemente sea Kant el responsable de la imposibilidad en
la que se encuentran los científicos de la actualidad para comprender la
conciliación entre ambas causalidades que, desde Aristóteles, a nadie había
turbado. La situación actual es explicada así por E. Gilson:
"En biología, el
mecanicista puro es un hombre cuya actividad entera tiene como fin el
descubrimiento del cómo de las operaciones vitales en la planta y en el animal.
Al no buscar otra cosa, no ve otra cosa, y puesto que no puede integrar el
resto a su investigación, lo niega"[23].
Comprendemos perfectamente que toda
investigación científica deberá limitarse a algunos aspectos de la realidad
abandonado otros. Negar su existencia, después de haberlos apartado
metodológicamente, es un error imperdonable. Pero la finalidad se venga:
expulsada por la puerta, se cuela por la ventana. Ha sido tanta la presión, que
se comienza a aceptar su realidad, si bien, como ya lo advertimos, se acude a
otro vocablo para disimular el fracaso. Sin embargo, la verdad es que nunca
dejó de estar presente. Porque, en definitiva, ¿qué otra cosa implican voces
como: función, organismo, organización, adaptación al medio, selección natural,
equilibrio ecológico"? Hasta el mismo azar es usado con una evidente finalidad:
la de hacer posible la construcción de una combinación viable y descartar la
que no le es.
Nada de extraño tiene que muchos
neodarwinistas subordinen toda la evolución a una cierta finalidad. Uno de los
libros más exitosos en esta segunda mitad del siglo XX la pone en el mismo
título: "El sentido de la evolución"[24]. El sentido es justamente
conocido cuando se descubre la finalidad y no antes; el azar, en cambio, lo
hace imposible, viene a ser sinónimo de "sin sentido". Por ello
Bergson supone que es la atracción del fin el que produce la evolución. De este
modo se logra una hipótesis que, al menos, no es incoherente y puede ser
aceptada por un filósofo. Lo que, por supuesto, no la prueba. Para ello habría
que descubrir la ley o las leyes que rigen el proceso y que todavía se
mantienen perfectamente ocultas. Porque el fin es la causa de la regularidad de
los fenómenos y ésta es expresada por la ley. En consecuencia, mientras no se
la descubra, la hipótesis evolucionista se mantendrá en su calidad de tal.
Cerremos ya este largo paréntesis y
recojamos su enseñanza: todo hombre tiene un fin que se nos impone desde el
momento que observamos el orden que lo constituye y que le permite desarrollar
su operación propia. Agreguemos que, a pesar de la enorme multiplicidad de
funciones desplegadas por el ser humano, todas se subordinan y someten al todo
del que son parte. Pero el todo es movido por la inteligencia al proponer a la
voluntad el bien que ha de querer. Esta, a su vez, impera sobre las fuerzas apetitivas
que movilizan al resto en pos de lo que aquélla propuso. De este modo
comprendemos que toda la actividad humana se ordena a que la inteligencia pueda
cumplir la suya. Por ello es obvio que nadie acepte vivir en estado vegetativo,
perdida la conciencia. Esa no es vida humana ya que no permite a nuestra razón
ejercer el papel que le corresponde[25].
4. ORDEN Y BIEN COMUN
Lo dicho sobre el fin último del hombre
parece muy a propósito para monjes contemplativos, pero no para hombres de
acción. De hecho, Santo Tomás de Aquino y sus sucesores parecen no advertir lo
que a muchos seglares preocupa: semejante fin último es muy poco atractivo y,
sobre todo, no tiene relación alguna con nuestro trabajo actual. Sólo los
monjes se dedican desde esta vida a la contemplación de Dios, nosotros luchamos
por sobrevivir y hacer más cómoda nuestra residencia en este fugaz mundo. ¿Qué
relación se da entre nuestro ajetreo diario y nuestro último fin? Muchos
seglares desearían ver una relación que otorgase sentido a su diario afán. En
ninguna obra dedicada a estudiar este tema he visto planteada tal pregunta,
pero sí la hallo entre los seglares.
Tal vez a más de alguno sorprenda mi
respuesta: el fin último del hombre es el bien común; y como los bienes comunes
se incluyen como medio en bienes comunes superiores, el afán diario, en la
medida que coopera al bien común, me prepara y conduce al bien común
trascendente, fin último del hombre.
No cabe la menor duda de que, entre las
múltiples ocupaciones cotidianas, el bien común ocupa un lugar importantísimo.
Casi todas nuestras acciones se dirigen a él, si bien no todas directamente.
Recordemos que hay muchos bienes comunes: de la familia, empresa, región, etc.
Allí donde hay una sociedad, no
necesariamente jurídica, allí hay un bien común; es decir, un bien que nos
corresponde en cuanto somos partes de un todo y no en cuanto individuos
aislados y autosuficientes. Como padre, hijo o hermano, pertenezco a una
familia y sigo su suerte, benficiándome de sus aciertos y perjudicándome con
sus errores. De tal manera que, casi sin advertirlo, estamos trabajando por un
bien común, recibiendo solicitudes de parte de quienes comparten ese mismo bien
y respondiendo a ellas.
Porque toda reunión de personas que
cree una realidad única, como un club deportivo o una empresa financiera, está
presidida por un bien común que los obliga a ejecutar muchos actos en su
beneficio. Será necesario proporcionar un ambiente de paz entre todos, para lo
cual hemos de ayudarnos mutuamente y hemos de ordenar nuestras iniciativas a
fin de que no se estorben. Todos estos son bienes comunes, como por ejemplo,
la paz. Es obvio que se da entre todos o no se da, que nos impone deberes muy
precisos y nos favorece a todos. En una palabra: es un bien común. ¿Podríamos
lograrla sin mutua ayuda? Esta es también un bien común a la que se dedican de
modo muy especial los políticos. A los juristas y metafísicos - si bien por
distintas razones - les agrada más ensalzar el orden.
Los seres humanos - y también los animales
- se unen por la necesidad que tienen de obtener un bien común. Gracias a él, a
pesar de ser muchos, conforman una sola cosa: una sociedad o comunidad. No
parece dejar lugar a dudas la primacía del bien común en la constitución de
toda sociedad. Pero no parece tan fácil de comprender que Dios, fin último del
hombre, sea un bien común.
Ya San Agustín advertía que llamábamos
a las criaturas "universo" porque conformaban una unidad[26]. Hemos asegurado que
cuando se presentan partes que es necesario aunar debemos reconocer la
presencia de una causalidad. Mas no basta la explicación que se reduce a la
eficiencia; es necesario comprender la necesidad del fin, sin el cual la causa
eficiente nada hace. En nuestro caso, en que las partes son todos - son personas
- ese fin ha de ser un bien común. El universo total, pues, ha de ser explicado
de la misma manera. La causa eficiente del mundo ha de tener en vista un bien
común que Santo Tomás señalaba con toda precisión: el orden, gracias al cual
existe como universo[27].
Ahora bien, como el orden es la recta
disposición de las partes según el fin, y como dicho fin es un bien común, se
deduce que es éste el que produce el orden al atraer a la causa agente a
crearlo, a fin de obtenerlo. En otras palabras, más allá del orden - bien común
inmanente de toda sociedad - hay un bien común trascendente al que se somete y
de quien recibe la razón de ser. Y no se crea que estamos descubriendo algo
extraordinario. Ya lo había enseñado Santo Tomás, si bien no alude a él cuando
trata del fin último del hombre:
"Doble es el bien
del universo. Uno separado, a saber, Dios que es como el jefe en el ejército; y
otro que está en las mismas cosas y es el orden de las partes del universo,
como el orden de las partes del ejército es su bien"[28].
En otro lugar, por si quedara alguna
duda, nos enseña:
"Dios es el bien
común de todo el universo y de todas sus partes"[29].
Unidas estas enseñanzas del Doctor
Común a lo que habíamos dicho sobre el fin último del hombre, se desprende que
Dios es nuestro fin en tanto bien común del universo y que nosotros podemos
aspirar a El tan sólo en cuanto somos partes de aquél. Pero ya advertimos que
los bienes comunes no se excluyen necesariamente, como los bienes privados,
sino que, por el contrario, se implican. De este modo, la paz social supone la
paz en las empresas, la que supone la paz familiar. ¿No observan constantemente
los profesores que, cuando se rompe la unidad familiar, los niños se
convierten en un problema para la escuela? Y así descubrimos que no hay
solución de continuidad entre nuestro afán diario y nuestro fin último. Todo lo
que hacemos por estos bienes comunes inmediatos nos va preparando para el bien
común trascendente. Y no hay otro modo de ascender hasta El.
J. Maritain no aceptaría semejante
conclusión. Para él
"la persona humana
está directamente ordenada a su fin último absoluto, y esta ordenación directa
a Dios transciende todo el bien común creado, bien común intrínseco del
universo"
y, citando
al P. Th. Eschman O.P., continuaba:
"lo que
primariamente se propone el tomismo ... es asegurar que ninguna instancia rompa
el contacto personal de cada una de las criaturas intelectuales con Dios ... interponer el universo entre Dios y las
criaturas intelectuales es cosa típicamente griega y pagana"[30].
Hemos destacado la palabra directamente
porque ahí está el error del filósofo contemporáneo, como el cometido por
Lutero y los demás reformadores del siglo XVI. Si fuera verdad, habría que
declarar superflua a la Iglesia y su autoridad suprema. Añadamos que la
referencia al tomismo carece de todo valor, es una mera afirmación gratuita del
P. Eschman; así como la alusión a los griegos y paganos que carecieron de la
noción de un Dios similar al cristiano. No; esta relación directa con Dios es
típicamente protestante. Por ello nuestro opositor intentará fundar su falsa
tesis en que, siempre según Santo Tomás,: "ratio partis contrariatur
rationi personae"[31]. Difícil texto que podríamos
traducir así: "el carácter de parte es contrario a la noción de
persona".
En lo que respecta al teólogo medieval,
Maritain comete un grave error de interpretación. Porque Santo Tomás está
hablando de la ontología de la persona y allí ésta aparece como el individuo,
como el todo completo; por ello le es contrario el carácter de parte. En
cambio, en nuestra discusión, estamos hablando del universo cuyas partes son, a
su vez, todos en sí mismos. Es aquí donde la persona - todo en sí misma -
aparece como una parte. Por lo mismo, en moral, Santo Tomás aclarará que si un
hombre no se comporta como buena parte del todo al que pertenece, no es
un hombre bueno[32]. Por
ningún modo se han de confundir las perspectivas: la persona es un todo
completo, un individuo; por lo cual su alma no es una persona: es parte de un
todo y no un todo. Pero todo el hombre es parte de la ciudad y del universo, de
tal manera que su perfección moral se logra sólo si está bien relacionado con
el bien común. Por ello hemos de rechazar toda la corriente personalista tan
en boga en la actualidad[33].
Desde otro punto de vista podemos
aclarar toda la cuestión y, de paso, advertir el enorme error cometido por
Maritain y los personalistas. Ante el bien común se alza el bien privado.
Preguntémonos: ¿Como qué es Dios bien del hombre? Habrá que elegir: será su
bien privado o su bien común.
Como el liberalismo nos ha hecho
olvidar el concepto y la realidad del bien común, será conveniente hacer
algunas aclaraciones. Esta desaparición condujo al error socialista, el cual
nos lleva a pensar que el bien común prescinde del bien privado; en esa
corrienmte sería el bien de la comunidad al que se someten todos los bienes
privados de los cuales se prescinde absolutamente.
Recordemos que hemos sostenido que el
bien común es el fin que permite que varios hombres se unan entre sí y
conformen una comunidad o sociedad. Así, por ejemplo, una varón y una mujer se
casan para tener hijos: éstos son su bien común. De modo que no hay que pensar
en abstractas elucubraciones que nadie entiende; el bien común es el pan
nuestro de cada día. Por ello es tan adecuada la definición de santo Tomás:
"es aquél bien que pertenece a éste o a aquél en cuanto forman parte de
una comunidad"[34]. Podemos preguntarnos:
¿de quién son los hijos? De sus padres; pero ni el varón ni la mujer los pueden
tener sin la colaboración del otro. Por ello son su bien común. Les pertenecen
en cuanto conformaron una sociedad conyugal de la cual son parte. Queda claro
que el bien común llega a todos y cada uno de los miembros de la sociedad, de
lo contrario no tendría derecho a ser calificado de "común".
Parece que algunos oponen bien común a
bien personal; al menos me parece que este error está en la base del extravío
maritainiano. Ya dijimos que se oponía a bien privado, lo que es muy distinto.
En realidad, bien personal implica que un bien pertenece a personas y, en
nuestro caso, tanto el privado como el común les pertenecen. Ahora bien - y una
vez más hemos de citar al "Angel de las escuelas" - un bien
"propio" puede ser tal desde distintos puntos de vista:
- Podría
pertenecerle a la persona en su carácter de bien individual y, de este modo,
todo animal apetece su comida.
-
Podríamos considerar a una persona como miembro de una especie - la humana -
y, en ese caso, su bien propio sería la prole.
- Pero
toda persona también pertenece a un cierto género, es decir, comunica su ser,
de alguna manera con otras especies. Todos ellos tendrán un cierto bien propio:
el ecosistema. El desastre ecológico que hoy padecemos nos hace advertir la
clarividencia del genial monje medieval.
- El
meditativo dominico eleva su mirada al infinito y observa que la persona guarda
analógica semejanza con su principio primero. Y en este recóndito sentido
puede afirmarse que su bien será el mismo Creador que a todos da el existir[35].
Notemos que, de estos cuatro bienes
personales, sólo el primero es privado, los otros tres son comunes.
Más si aún tenemos alguna duda,
insistamos en la diferencia que separa y opone, hasta cierto punto, al bien
privado del bien común. Sabemos a qué atenernos cuando nos hallamos ante un
letrero que reza: "propiedad privada". En efecto, implica la
exclusividad de la propiedad. En otras palabras, el bien privado se agota al
satisfacer a su propietario y es incapaz de pertenecer a otro; es decir, no es
compartido. El común, en cambio, como su mismo nombre lo indica, es compartido;
no puede ser agotado por un único propietario sino que, por naturaleza, tiene
que ser poseído, al mismo tiempo, por muchos.
Preguntémonos ahora si es posible que
Dios sea bien privado del ser humano. Al punto comprendemos que tal pretensión
es blasfema; implicaría poner al infinito, al omnipotente al servicio de un
hombre. En semejante hipótesis, el hombre pasa a ser el fin y Dios el medio, lo
que supone que aquél es superior a Este. En la misma hipótesis habría que decir
que, cuando busca a Dios, tan sólo se busca a sí mismo. El Señor pasaría a ser
un utensilio usado por aquél para lograr su satisfacción. Ninguna persona en
su sano juicio aceptará estas conclusiones; en consecuencia, deberá negar que
Dios sea bien privado del hombre. Mas, en tal caso, es a través del bien común
inferior como el hombre se ordena al bien común superior y no hay tal
"ordenación directa" como quería Maritain.
Ante la objeción que podría alguien
esgrimir considerando el culto a los anacoretas que gusta la Iglesia inculcar
en sus hijos, la respuesta es sencilla. No es superior el anacoreta por
establecer una relación directa con Dios - su relación pasa necesariamente por
la Iglesia -, sino por haber sacrificado algo muy profundo: el instinto
gregario. En virtud de su pertenencia al Cuerpo Místico, el solitario se
mantiene en comunicación vital con todos los hermanos en la fe, a los que
favorece con sus oraciones y sacrificios, y de la Iglesia recibe la redención
que nos mereció el Salvador. No hay, pues, relación directa con Dios, sino a
través de Jesucristo y de su Iglesia.
Terminemos citando una vez más a Santo
Tomás:
"Por ello en el
hombre así admitido a la vida celestial son necesarias ciertas virtudes
sobrenaturales (gratuitae), las que son virtudes infusas. Para la debida
operación de éstas se exige al bien común de toda la sociedad, que es el divino
bien en cuanto es objeto de beatitud"[36].
5. CONCLUSION
Todo el mundo sabe, y los especialistas
lo confirman, que el matrimonio hace madurar. También logra el mismo fin
ejercer un cargo que implique responsabilidad. Por ello la paternidad es tan
eficaz en este sentido. Me parece que la respuesta es clara: responsable ante un
bien común que depende directamente de ella, la persona madura prontamente. Y
como hemos sido creados para el bien común, al esforzarnos por construir
alguno, maduramos, es decir, nos perfeccionamos. Pienso que el mejor medio de
perfeccionamiento y crecimiento interior radica en ese abismarse en una tarea
común, en una causa que sobrepase infinitamente nuestra individualidad y nos
ponga enteramente al servicio de un fin común. Tal vez aquí esté la raíz oculta
del éxito del marxismo, por ejemplo, para conquistar a las juventudes.
Con todo, no caigamos en la ilusión de
tantos y tantos "teólogos" más o menos ateos que hoy abundan y que
creen que basta con perseguir un bien común terrenal para lograr la perfección
espiritual a que nos llama el Evangelio. No. La última cita de santo Tomás deja
bien en claro que eso no basta: no hay allí virtudes sobrenaturales, sin las
cuales es imposible agradar a Dios. Porque, como nos lo recuerda una vez más el
monje medieval tantas veces citados:
"una virtud
ordenada hacia un fin inferior no ejecuta un acto ordenado hacia un fin
superior, sino mediante una virtud superior"[37].
Si no poseemos las virtudes
sobrenaturales que el bautismo infunde, no podemos realizar obra sobrenatural.
Sin embargo, la Gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. Es,
pues, natural que nuestra orientación al bien común comience en este mundo y
que se perfeccione y acabe en el próximo y definitivo. Por ello, esa sumisión
al bien común inferior es el primer paso en el correcto sendero que conduce al
superior. De este modo comprendemos que nuestro ajetreo diario no es vano, sino
el camino que conduce al bien común trascendente. Claro está que por sí mismo
no basta; sin embargo, es el preámbulo lógico y natural.
Queda claro, pues, que tanto el origen
como el fin se corresponden y, por ser así, ilustran convenientemente nuestra
naturaleza intelectual y gregaria. De bien común en bien común, la inteligencia
y la voluntad van purificando su actividad hasta lograr su perfección. Quien se
encierra en su egoísmo y rechaza su necesaria subordinación al bien común deja
estéril el tesoro que su Creador le confió y del cual deberá rendir cuenta en
el postrero día. Por ello la absoluta imposibilidad de reconciliar al cristianismo
con el liberalismo: se trata de una oposición metafísica donde no se dan
términos medios.
Hi, і геad youг blog ocсaѕiοnally аnd i оwn a ѕimilar one and i
ResponderEliminarwas juѕt curious if you gеt a lot of spam feeԁbacκ?
Ιf so how do yοu ρгеvent it, anу plugin or
anything you сan adviѕe? I gеt so much latеlу іt's driving me mad so any assistance is very much appreciated.
Here is my page acne cleanser ()