ASISTENCIA A MISA
El R.P. Martín de Cochem, capuchino,
escribió una notable “Explicación del santo sacrificio de la Misa”, hace ya
mucho tiempo. Entre las muchas reflexiones del autor, merece destacarse su
visión del rito como el de una renovación de toda la vida de Nuestro Señor.
Idea bastante antigua, por lo demás, y perfectamente tradicional. Por ejemplo,
Dioniso de Chartres sostiene que “toda la vida de Cristo no fue más que una
sola Misa solemne, en la que Él fue el templo, el altar, el sacerdote y la
víctima”.
Comprendida así la santa Misa, creo que nos
resultará más fácil y provechoso asistir a ella y sacar más fruto espiritual de
nuestra participación en los sagrados misterios. Por cierto, no hay una sola
manera provechosa de asistir a ella. Los seglares podemos usar nuestra
iniciativa y nuestra imaginación para unirnos más íntimamente a nuestro
Redentor. Ofrezco, pues, estas líneas al que quiera aprovecharlas si le ayudan
a seguir mejor la ceremonia litúrgica.
La idea básica radica en acercarse al altar
pensando en que vamos a acompañar a Nuestro Señor en su vida. Dada la ciencia
divina de que gozaba desde entonces, bien podemos estar seguros de que Él lo
sabía y lo tenía en cuenta.
Comencemos por advertir que el sacerdote
ingresa al presbiterio revestido de ornamentos sacerdotales; es decir, de
vestiduras altamente simbólicas. En muchos misales aparece la significación de
cada una de ellas. Invito al lector a releer esas páginas que mucho enseñan.
Pero ahora quiero limitarme a un detalle: ¿Se ha fijado en que la cruz preside
esas vestiduras? La casulla lleva una enorme cruz grabada en las espaldas del
oficiante, y así también, aunque más pequeña, la cruz aparece en todas ellas.
El mismo altar debe representar el aspecto de un sarcófago y contener las
reliquias de un mártir y estar situado bastante más alto que el resto de la
iglesia. Por ello, literalmente “se sube” al altar. Todo lo cual quiere
despertar en nosotros la conciencia de que, cuando asistimos a la ceremonia, lo
que estamos haciendo es acompañar a Nuestro Señor en el Gólgota, el mismísimo
Viernes Santo. Si toda la Misa la pasásemos con este pensamiento ¡cuanto nos
aprovecharía! Por lo mismo una gran cruz preside el altar. Lástima que la
reforma haya suprimido muchos de estos símbolos. Podemos pensar que nuestra
presencia en algo alivió su supremo dolor.
La historia de nuestra salvación se inició con
la encarnación del Verbo Eterno. En ese instante el Hijo de Dios se revistió de
nuestra humanidad e ingresó en nuestro mundo. Veamos también en la obligación
de revestirse del sacerdote un símbolo de dicha encarnación. En la noche de la
Navidad, se presentó revestido de nuestra humanidad. El canto del Gloria nos
lleva directamente a recordar esa noche maravillosa. No es causal que, en
cierto modo, con ella comienza la Misa. En efecto, el canto del salmo y el
confiteor son un acto de purificación previos
al sacrificio. El mismo introito, por algo se llama así, no era más que
el canto que acompañaba al celebrante mientras se dirigía al altar. La Misa,
pues, comienza recordando el canto de los ángeles en esa bendita noche.
Cantémoslo con nuestra mente fija en el pesebre.
Enseguida el sacerdote reza la colecta que nos
recuerda esas noches que pasó Nuestro Redentor implorando la misericordia de
Dios sobre nosotros pecadores. Al rezarla nos unimos a su oración. Mas el Señor
no se limitó a rezar, también dedicó su tiempo a instruirnos, lo que en la Misa
se realiza principalmente mediante la lectura de la epístola y del evangelio.
Sobre todo, cuando se lee este último, es fácil recordar el momento histórico e
incluso, a veces, podemos identificar el lugar en que se desarrolló la historia
que el texto nos narra y acompañar a Jesús como si hubiésemos estado presentes.
Sigue el ofertorio de los fieles, como se le
llamaba en la liturgia anterior a la fatídica reforma. San José y la Sma.
Virgen, ambos seglares, presentaron al Niño en el templo y lo ofrecieron al
Eterno Padre. En ese momento podemos recordar a Simeón y a Ana y ofrecer
nosotros mismos a Nuestro Redentor al Padre; con lo que nos adelantamos, tal
como lo hicieron María y José, al ofrecimiento que El mismo hizo desde la cruz.
Aprovechemos de ofrecernos a nosotros mismos y aceptemos de antemano cualquier
dolor o humillación que nos depare el futuro en unión a los de Cristo Redentor.
De este modo, la Misa se prolonga en nuestra vida diariamente, aunque no
podamos asistir a ella.
¿Cuántas veces cantó Jesús las alabanzas del Señor? En el prefacio
tenemos la oportunidad de unirnos a sus himnos y entonarlos junto a Él, para
gloria de Dios, agradeciéndole sus beneficios. Todo el pueblo de Jerusalén lo
recibió ese primer Domingo de Ramos cantando: “bendito sea el que viene en
nombre del Señor, hosanna al Hijo de David”, tal como lo hacemos en el sanctus.
Nueva ocasión de recordar el hecho y representarnos la escena. Perfecta
introducción al sacrificio que se consumará esa misma semana.
El canon recuerda la Última Cena en la que se ofreció la primera Misa.
Durante esa noche, Jesús oró por sus discípulos y por todos los que tendrían fe
en Él hasta el fin de los tiempos; es decir, por nosotros y por nuestros
difuntos. De allí que el canon reserve un “memento” por los vivos y otro por
los difuntos.
Moisés ratificó la antigua alianza rociando al pueblo con la sangre de
los animales sacrificados al pie del Sinaí. En la Misa, la consagración
separada del pan y del vino recuerda la muerte del Señor y la ceremonia de
Moisés. Por ello, el sacerdote, al consagrar el vino dice: “...Sangre de la
alianza nueva y eterna...”. En ese momento, místicamente, el nuevo Moisés nos
rocía con su sangre purificándonos de nuestros delitos. La ceremonia del
asperges, también suprimida, del inicio de la Misa, nos debe servir de imagen
de esta nueva aspersión. Es que Jesucristo no quiso permanecer sólo algunas
horas en la cruz y purificar con su muerte únicamente a los asistentes de ese
día. Gracias a la Misa, Él permanece en ella purificando con su sangre a todos
hasta el fin de los tiempos. ¿Comprendemos ahora por qué la Santa Iglesia nos obliga
a asistir al Santo Sacrifico todos los Domingos? Es que en la Misa se reparten
los dones que Cristo mereció en la cruz, se perdonan los pecados y se aumenta
la Gracia Santificante en los que asisten a ella. Claro está que la Santa Misa
no suprime a la confesión de las faltas graves. Quien asiste a Misa en estado
de pecado mortal, no recibe tales Gracias ni el perdón; pero sí gracia actual
que le prepara para la confesión sacramental.
Es fácil imaginar que asistimos a aquella ocasión memorable en que los
Apóstoles le piden al Señor que les enseñe a orar y Él responde con el Padre
Nuestro. Tal vez por ello, incluso en la misa reformada, esa oración la reza el
sacerdote solo mientras el pueblo permanece en silencio. En el agnus Dei
recordamos a san Juan y al centurión que reconoció el carácter divino del
ajusticiado en el Gólgota. Finalmente, cuando el sacerdote nos despide dándonos
la bendición podemos recordar que del mismo modo se despidió Jesús de sus
discípulos al ascender al Padre.
Mucho más podría decirse del Santo Sacrificio del altar, mas con lo
visto espero que nos ayuden las reflexiones del buen capuchino que consultamos.
ASISTENCIA A MISA II
¡Qué ingratos somos los hombres! ¡Qué
difícil es hallar uno que sepa realmente ser agradecido por los favores
recibidos! Y, sin embargo, ¡cuánto nos duele la ingratitud! Tan conscientes
estamos de nuestro deber en esta materia, que decimos que quedamos en deuda con
quien nos favoreció. Por ello me dolió muy particularmente el empobrecimiento
del Padre Nuestro en su nueva traducción: “perdónanos nuestras ofensas”. La
palabra griega y la latina dicen clara e inequívocamente: “deudas”. Si bien san
Lucas introduce la voz “pecado”, san Mateo usa la palabra que la antigua
traducción había conservado: “deudas”. Ahora bien, esta última expresión
incluye la anterior y agrega ese deber de reconocimiento a que estamos
obligados por todos los beneficios recibidos de Dios. Mas, se pregunta el
salmista: “¿Qué daré a Yahvé por todo lo que Él me ha dado?” (Ps. 115, 3).
Tomemos conciencia de que todo lo debemos a
Dios: nuestro cuerpo y nuestra alma. El mundo entero que ha puesto a nuestra
disposición y el universo infinito que estamos comenzando a explorar. Pero todo
esto, con ser inmenso, es nada ante los dones sobrenaturales. Con cuánta razón
san Juan exclama: “Mirad qué amor nos ha mostrado el Padre, para que seamos
llamados hijos de Dios. Y lo somos” (1ª carta, 3,1). Y, por ello, agrega san
Pablo: “Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de
Cristo” (Rom. 8,17). ¿Y la paciencia de Dios? Ciertamente hemos merecido el
castigo, mas ha preferido darnos tiempo en espera de nuestra contrición y
penitencia.
Mas, ¿qué podríamos ofrecerle que fuera digno
de él? El inspirado salmista nos da la respuesta: “tomaré la copa de la salud y
publicaré el nombre de Yahvé” (Ps. 115, 4). Para comprender este versículo del
salmo hay que recordar que en Israel había muchos tipos de sacrificios:
holocausto, propiciatorio, de acción de gracias, etc. Este último incluía el
rito de la cena durante la cual se comía parte del animal sacrificado. Después
de comerlo, el jefe de familia tomaba una copa de vino, la ofrecía al Señor,
bebía un sorbo y la hacía circular entre los asistentes. Todos bebían de ella.
Esa copa se llamaba de la salud.
Entre nosotros hay uno solo: la Santa Misa.
Pero ocurre que ésta los incluye a todos. Por ello una buena manera de asistir
a Misa es meditar sobre la gratitud debida a Dios y su congrua satisfacción.
Como ya lo decía san Ireneo, uno de los
primeros grandes teólogos de la antigua Roma: “el divino sacrificio ha sido
instituido para que no seamos ingratos ante Dios” (citado por Martín de Cochem:
“Explication du Saint-Sacrifcie de la Messe” p. 146). Muchos otros Santos
Padres y teólogos del pasado han insistido en este aspecto de la liturgia. Por
lo demás el rito lo deja bien claro, sobre todo en el prefacio:
S. Elevad vuestros corazones.
P. Los tenemos puestos en el Señor.
S. Demos gracias al Señor, Dios nuestro.
P. Es digno y justo.
En
verdad es digno y justo, razonable y saludable, daros gracias en todo tiempo y
en todo lugar...
Meditemos un poco esta oración y
hallaremos que es un hermoso canto de agradecimiento que la Iglesia eleva al
Padre en seguimiento de las tantas veces que Nuestro Señor lo hizo en su vida.
Pero muy especialmente en esa primera Misa que ofició la noche que había de ser
traicionado. Justamente en el momento en que había de realizar el gran milagro
y misterio de la transubstanciación y del ofrecimiento de la víctima al Padre
hace una acción de gracias que la liturgia recuerda así:
“El cual, el
día antes de su pasión, tomó el pan en sus venerables y santas manos y
levantando los ojos al cielo, dándoos gracias a Vos, ¡OH Dios!, su Padre
todopoderoso...”
Esta acción de Gracias de la Segunda Persona
de la Santísima Trinidad, hecha en nombre nuestro, cumple satisfactoriamente
nuestro deber de gratitud hacia con Él. Por ello no hay mejor modo de cumplir
con tan sagrado deber que asistir al Santo Sacrificio y unirse a esta acción de
Gracias realizada por nuestro Redentor. Concentrarnos en este aspecto de
nuestra Misa no es una mala manera de asistir a ella.
ASISTENCIA A MISA III
¿A qué vamos a Misa? A realizar la obra más
santa y más divina, nos enseña el Concilio de Trento, a ofrecer al Padre Eterno
el sacrificio de su Hijo. ¿Pero, acaso no es obra exclusiva del sacerdote?
Pues, no. Como nos enseña san Pedro, somos un pueblo sacerdotal. Es verdad que
nuestro “sacerdocio” seglar se limita a dos funciones: ofrecer nuestros
sacrificios en unidad con el de Jesucristo, como las gotas de agua se mezclan
con el vino en el cáliz, y cooperar con el sacerdote en el ofrecimiento del
Santo Sacrificio. Esto lo enseña el rito de la Misa en una preciosa oración: el
Orate fratres. Como nos lo recuerda el P. Martín de Cochem, el sacerdote nos
pide ayuda para que su sacrificio, “que también es vuestro”, sea agradable a
Dios. Por ello es conveniente, en el momento de la elevación, adorar al Señor
y, en unión con el sacerdote, ofrecer al Padre la Hostia inmaculada.
Dado que está de moda menospreciarla para
engrandecer las virtudes morales o las obras de misericordia, conviene recordar
cuán grande es asistir a Misa[1].
Nos recuerda san Ignacio que el hombre fue
creado para alabar y reverenciar a Dios Nuestro Señor. La mejor manera de
hacerlo es reconocerlo como Señor; es decir, amo absoluto de todo lo creado. El
sacrificio es el acto que sirve para el propósito; por ello es el acto
religioso por antonomasia. Pero hay muchos tipos de sacrificio como lo
establece la meticulosa legislación judía. Mas a nosotros nos basta con la
Santa Misa. ¿Cómo así?
La Santa Misa puede ser llamada también
eucaristía; es decir, sacrificio de acción de gracias. El sacrificio del altar
es el más perfecto de todos ellos. También existe el sacrificio de alabanza:
nuevamente la Misa es el más perfecto. Cuando el hombre se siente aplastado por
sus pecados, ¿qué mejor que ofrecer un sacrificio de satisfacción? La
renovación del sacrificio de la cruz resulta ser infinitamente superior a todo
lo que pudiéramos intentar. ¿Pedimos ayuda para no continuar nuestra vida de
pecado? No hay mejor sacrificio de impetración que éste.
En definitiva, estamos ante el sacrificio
propiciatorio, es decir, el que hace que el Padre Eterno, que nos miraba como
“hijos de la ira”, nos mire como a sus hijos adoptivos, hermanos de su
Unigénito, santificados por su Espíritu. No olvidemos que la idea de “santo”
implica la de “agradable a Dios”, por lo que el Apóstol suele llamar santos,
sin más a todos los bautizados. ¿Qué nos hizo santos, agradables a Dios? El
sacrificio redentor que renovamos en la Misa.
Cuando Moisés recibió las tablas de la ley y
las leyó ante el pueblo, roció a los asistentes con sangre tomada del
sacrificio que había ofrecido diciendo: “He aquí la sangre de la alianza que
Yahvé ha hecho con vosotros” (Ex. XXIV, 8). Esta acción sagrada fue recordada
por Jesús en su Última Cena. Por ello no dijo: “esta es mi sangre”, tal como
había dicho al tomar el pan; sino “este es el cáliz de mi sangre”, y para que todos
entendieran que terminaba la de Moisés y comenzaba una totalmente nueva,
continuó: “de la nueva alianza”. Sólo falta que seamos rociados con la sangre
como hizo Moisés con los israelitas presentes a su sacrificio. Hemos de creer
que tal cosa nos ocurre cada vez que asistimos a la santa Misa. En efecto, en
ese momento se nos aplican las gracias que Jesús mereció por nosotros. Somos,
pues, rociados por la divina sangre. Por ello el Padre nos mira como a sus
hijos, hermanos del suyo.
Intentemos, pues, asistir diariamente a Misa
y consideremos tal acto como el mejor que podemos realizar. Al fin y al cabo,
¿hay algo mejor que tener a Dios propicio? Hay un sólo modo eficaz: asistir al
Santo Sacrificio. Por ello en nada se parece la cena protestante a nuestra Misa.
La de ellos es un mero memorial, el nuestro es la aplicación del único
sacrificio de la cruz a nosotros, los que asistimos a él. Es lo que oculta el
nuevo rito postconciliar y es la razón de nuestra oposición. No digo que una
misa celebrada con el nuevo rito no sea misa, no sea sacrificio propiciatorio,
siempre que sea dicha con recta intención; sino que tal carácter queda oculto.
Hasta tal punto es verdad que los luteranos y otros herejes han reconocido “las
virtudes” del nuevo rito, mientras consideran “abominable” al antiguo.
Es más, todas nuestras acciones se hacen
meritorias ante Dios en cuanto son sobrenaturales, en cuanto se unen al
sacrificio de Cristo, en cuanto se unen a nuestra Misa. Es verdad que debemos
cultivar las virtudes morales y las obras de misericordia; pero si no las
sobrenaturalizamos mediante su incorporación a nuestra Misa, nada valen. San
Agustín se lamentaba al ver a tantos que corrían tan bien por el camino de la
virtud, lástima que de nada les sirviera porque corrían por un camino
equivocado. Sus obras no se vertían en el cáliz de la Misa, por lo que quedaban
sin valor. San Pablo lo enseña magistralmente en lo que se ha venido conociendo
como “himno a la caridad” (1 Cor. XIII): “si repartiese mi hacienda toda, y si
entregara mi cuerpo para ser quemado, mas no tengo caridad, nada me aprovecha”.
La nueva teología en boga desde el fatal
Concilio ha olvidado completamente que lo natural no sirve para ganar el Cielo.
–como éste es un premio sobrenatural, es necesario sobrenaturalizar lo natural
mediante la gracia divina que nos mereció Jesús con su sacrificio. La Santa
Misa, renovación incruenta de aquel, nos aplica sus frutos.
Recordemos que los israelitas en Egipto
fueron salvados del ángel exterminador mediante una estratagema: untar el
dintel de sus casas con la sangre del cordero inmolado. Al que le parezca
infantil el relato, invito a meditar en las palabras de san Pablo: todo aquello
ocurrió como figura de lo que había de venir. Al elevar el sacerdote el cáliz
con la sangre del Redentor, pensemos en los dinteles salvadores gracias a la
sangre de la hostia. Pues hostia significa: víctima ofrecida en sacrificio a
Dios. En ese momento, Cristo nos limpia con su sangre y evita nuestra
condenación.
Del mismo modo, nos relata el libro de los
Números que las víboras mordían a muchos. Moisés ordena construir una serpiente
de bronce y alzarla a la vista de todos. El mordido miraba la efigie y quedaba
curado. ¿Otro relato infantil? Cuando el sacerdote alza sobre su cabeza a la
Víctima Inmaculada, mirémosla con la misma fe con que la miraron los judíos en
el desierto. Que junto a nosotros está una serpiente harto más peligrosa que
las que había en el desierto y confiemos en que Jesús nos librará de su
insidiosa mordida.
En fin, espero que estas breves reflexiones
nos ayuden a asistir con más respeto y devoción al santo sacrificio.
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