Prof: JUAN CARLOS OSSANDON VALDES
REFLEXIONES EN TORNO A LA
ETICA DE SITUACION
1.- UNA ETICA
LIBERAL
En
los últimos años una moral nueva o nueva moral parece haber ido inundando las
universidades occidentales. Más conocida técnicamente como “ética de situación”
se presenta como la ética propia del Occidente que brotó de la segunda guerra
mundial. Son muchos los autores que militan en ella, mas, a la hora d precisar
conceptos nos hallamos con enormes problemas: lo que dice uno lo niega el otro.
Por lo demás, tal fenómeno se da siempre en los pensamientos filosóficos poco
profundos, que no están bien estructurados, que son un sentimiento general en
vez de ser una doctrina bien elaborada.
La
filosofía kantiana, por poner como ejemplo la más combatida por estos
pensadores, está solidísimamente armada; en cambio, lo que llamamos liberalismo
presenta de modo paradigmático el mismo panorama que hemos observado en esta
ética. Nos parece que éste es el primer indicio del parentesco que liga ambas
actitudes mentales y que yo creo que hay que llevar al extremo de considerar
que la ética d situación es la moralidad propia del liberalismo.
En
el siglo pasado, la mayoría de los liberales, casi sin darse cuenta, por una
cierta ósmosis, recibían y seguían la moralidad cristiana que dominaba sin contrapesos
el ambiente europeo y americano. No era raro hallar liberales que defendían la
indisolubilidad del matrimonio y otras normas morales impuestas por el
cristianismo, al menos públicamente. Muchos de ellos eran intachables desde el
punto de vista de la exigencias básicas de la moralidad cristiana, sea
luterana, anglicana o católica, dependiendo del país en donde se habían
criado.. Era una prueba más de la escasa consistencia intelectual de este
panfletario movimiento intelectual.
Ahora,
empero, creo que, por fin, esas ideas han dado origen a una moralidad
plenamente congruente con sus postulados. Y como, en la actualidad, el
liberalismo parece dominar el ambiente político y económico mundial sin
contrapeso, especialmente desde la caída del muro de Berlín y el derrumbe del
socialismo real, esta ética se ha ido imponiendo como si naturalmente fuera la
única vigente. Por lo que, si queremos escapar a su influjo, hemos de hacer un
notable esfuerzo de purificación, una katarsis como diría un griego, para escapar de dicho ambiente.
Quisiera
destacar que el liberalismo, a pesar de su vaguedad, presenta ciertas
características básicas bastante universales: el individualismo que tanto
dominó el pensamiento político del pasado siglo y el culto a la libertad que
domina al actual. Detengámonos un instante en este último aspecto.
Lo
que le importa por encima de todo, a un liberal, es ser libre. ¿Mas, qué se ha
de entender por “ser libre”? En general podemos decir que estos autores se
limitan al aspecto exterior, político, del ejercicio de la libertad; si se
interioriza la cuestión nos encontramos con la sorpresa de que muchos de ellos
son deterministas. Precisando la noción, si es que es posible tal audacia ante
un pensamiento tan vago, lo que les interesa es poder decir que la decisión la
he tomado yo, que soy yo, el individuo humano quien realmente decide y que
nadie puede imponerle nada, por ningún motivo. Aunque mi decisión fuese
exactamente la misma que me quieren imponer, si me es impuesta la rechazo; en
cambio si soy yo quien lo determina, la acepto. No importa para nada el
contenido de la misma, sino que sea el individuo quien la adopte. El poner esto
como valor supremo es típicamente liberal. Así comprendemos que sólo acepten el
régimen “democrático” en el que, de modo absolutamente misterioso, se supone
que cada individuo forma la ley a través de sus “representantes”. Si el
gobernante no es elegido, no importa cuán hábil sea, es condenado por la
“intelligentsia” mundial.
Este
modo de pensar da origen, obviamente, a lo que suele llamarse “permisivismo” y que parece dominar absolutamente el clima
moral de Occidente en la hora presente. Hasta hace poco, por ejemplo, veíamos
en el cine a un padre increpar a su hijo por una conducta impropia, a lo que éste
respondía: “no me vengas con sermones, yo soy un ser libre”. Poco después
veíamos a los padres dar consejos a su hijo advirtiendo, eso sí, que por ningún
motivo lo tomara por un sermón. Ahora ningún padre se atreve a apostrofarlo,
más bien le pide perdón por no estar de acuerdo con él, procura evitar
comportarse en forma “anticuada” y termina por disfrazarse de joven hasta en su
modo de vestirse. El auge de las academias dedicadas a la cultura física
obedece, en buena medida, a esta actitud. Por aquí podemos ver hasta qué punto
ha triunfado el liberalismo y el permisivismo en nuestra sociedad.
Con
lo dicho entronca también ese nuevo movimiento que llamamos “personalismo”. No
nos dejemos engañar: es el mismo viejo individualismo al que el han cambiado el
nombre. Hoy se proclama, como si fuera la última novedad, la primacía de la
persona, tal como ayer se exaltaba al individuo; mero cambio de nombre, no de
doctrina.
Tal
vez quien mejor haya visto las consecuencias morales de dicho clima intelectual
fue Jean Paul Sartre, quien expresó con notable virtuosismo el concepto de libertad
liberal llevándolo a sus últimas consecuencias. Por supuesto que podríamos
comenzar con autores anteriores - como profesor de medieval estoy acostumbrado
a que, en esa época, para narrar la historia de un simple pozo se comenzara con
Adán y Eva - pero, en homenaje a la brevedad limitémonos al conocido pensador
galo.
Terminada
la segunda guerra mundial, pocos autores podían gozar de tanto aprecio
internacional como Sartre. Sus obras se traducían a todos los idiomas cultos y
se estudiaban en las universidades. Hoy está bastante pasado de moda - la que
reina hasta en filosofía - pero hemos de reconocer que su impronta marcó a toda
una generación y sus secuelas están vivas en la ética que nos ocupa. Pues bien, este hombre se definía como antinomista,
es decir, no admitía ley alguna. Como el hombre es libertad, y la libertad
consiste en la autodeterminación, toda ley es inmoral: ha sido causada por la
“mala fe”; único vicio que su moral admite. Dada su innegable capacidad
metafísica, nuestro autor fundamenta profundamente sus doctrinas, no como lo
hacían los liberales anteriores. Lo que ocurre es que el hombre carece de
esencia, puesto que Dios no existe, de modo que tiene que construirla él mismo.
En consecuencia, su valor fundamental - casi usé la palabra “esencial” - es la
libertad. Con lo que la libertad se convierte en una angustiosa e ineludible
carga de la que muchos quieren “liberarse”. De ahí la mala fe: entregar el
cuidado de determinar mi conducta a otro. En definitiva no importa qué haga una
persona, lo relevante es que lo haya decidido él mismo[1].
Es
famoso el caso que nos presenta, que suponemos real, y que afectó a un joven
que estuvo acuciado por la duda ante la invasión de su patria. ¿Qué actitud
tomar? ¿Ir a Inglaterra y unirse a las fuerzas francesas libres o quedarse en
casa? Es de advertir que su madre estaba separada, que su hermano mayor había
muerto durante la invasión, que eran pobres por lo que aquélla lo necesitaba en
casa. Sartre analiza diversas alternativas, tomadas de las morales vigentes en
la Europa de su época - entre ellas la católica, por supuesto, - y concluye que
ninguna tiene respuesta alguna satisfactoria que ofrecerle al angustiado joven.
La guerra ha terminado, pero no su perplejidad. En definitiva, para él, lo único
que cuenta es lo qué decidió ese joven y por qué lo decidió; es decir, “que la
libertad sea el fundamento de todos los valores”[2]
Es
fácil comprender que una moral, cuyo principio supremo es la elección personal,
en que la propia decisión es la que lo justifica todo[3], tiene
que terminar aceptando cualquier actividad. Estamos, pues, en pleno
permisivismo, en la más completa inmoralidad disfrazada de suprema moralidad en
la que el hombre se ha otorgado a sí mismo el carácter de absoluto, de fundador
de la ley moral. De este modo la moralidad que da vaciada de todo contenido
positivo ya que la persona, cada persona ha de fundar su moralidad sin tener la
posibilidad siquiera de solicitar ayuda. Por lo tanto, vemos que estamos ante
una cierta coherencia de uno consigo mismo y que la misma investigación de la
moralidad de una acción carece de sentido. Sólo lo tiene la buena fe, vale
decir, yo fundo el criterio de mi moralidad.
Por
desgracia estas ideas han ido penetrando en el cristianismo. Como la posición
sartreana, tan escuetamente esbozada, es tan violenta, va tan directamente
contra la voz de la conciencia, ninguna persona que alguna decencia conserve,
la puede tolerar. Por ello no me voy a referir ya a ella sino a la que está más
de moda entre los teólogos luteranos y anglicanos, e incluso ha penetrado en la
Iglesia, y que , en general, parece se va imponiendo en los seminarios y
universidades aceptando una actitud que podríamos denominar sartrismo moderado
revestido con ropajes cristianos.
Explicaré
muy brevemente esta última actitud moral, partiendo de la base de que hay
diversos autores - leerlos a todos sería de nunca acabar - con muchas
diferencias entre sí, por lo que nos limitaremos a aclarar algunas líneas
generales donde hallemos cierta moderación que la podría presentar como
atractiva para un cristiano.
Para
dar una idea de su extensión e importancia, indiquemos que entre los luteranos
más famosos que la cultivan o preanuncian, se hallan: Barth, Bonhöfer, Bultman;
entre los anglicanos y episcopales: Fletcher, Phillips, Bangor, Wood; y entre
los católicos: Brunner, Tillich, Lepp, Häring, Vidal García, etc. Claro está
que, comparados con Sartre o con algún luterano, hay teólogos católicos que, aunque se
autocalifiquen así, poco tienen en común con ellos.
2.- ALGUNAS CARACTERISTICAS
La
primera nota, y la más notable, que quisiera destacar es su acendrado
antinomismo. Un antinomismo moderado, por cierto; porque, al fin y al cabo, los
teólogos tienen que reconocer que Moisés dio mandamientos y que Jesucristo
dijo: “quien me ama cumple mis mandamientos” y “un mandamiento nuevo os doy”[4]. Tanto
aparece esta palabra en toda la Sagrada Escritura que no se puede comprender
que un teólogo pretenda ser antinomista. De este modo los situacionistas
moderados reconocen la vigencia de la ley promulgada por Moisés y todas las que
la tradición judía agregó, incluyendo, por cierto las del Nuevo Testamento;
pero cambian la significación de la palabra “ley”.
En
su interpretación, la ley ha de entenderse como un consejo, como una
invitación, o tal vez, una guía a tomar en consideración a la hora de decidir y
nada más. Luces, en fin, si queremos usar otra metáfora. Es necesario comprender
que llegará el momento en que será necesario violar una determinada ley, en
otro, otra; en consecuencia, habrá que, a lo largo de una vida, haber violado
toda la ley. Mas, ¿quién o qué nos autoriza a cometer tal atropello?
Simplemente el pragmatismo. La nueva moral, como ya lo decía William James,
establece que la verdad es aquello que se acomoda a nuestro modo de pensar y la
bondad lo que se acomoda a nuestro modo de querer[5]; con lo
cual damos vuelta enteramente lo que tradicionalmente se pensaba. Lo normal era
pensar que nuestro modo de pensar tenía que acomodarse a la realidad, justo lo
que no hace el loco, mas ahora descubrimos que no hay tal adecuación a la
realidad la que resulta perfectamente inalcanzable. Así mismo creíamos que el
bien moral era aquello a lo cual debíamos acomodar nuestra conducta; mas no, es
al revés, el bien moral es el que se acomoda a nuestro arbitrio. Tal cual lo
decía Sartre. Obviamente queda así muy brevemente expuesto tan complejo
pensamiento, pero, en definitiva, queremos resaltar que, en esta óptica, no hay
un bien moral en sí, tan sólo lo hay en cuanto se adecue a nuestra “situación”.
En otras palabras: la actitud que yo he tomado es la adecuada al momento que
estoy viviendo aquí y ahora, y por ello es lo moralmente bueno. Si para ello
una ley me sirve de algo, un mandamiento me ilumina, ¡enhorabuena! En caso
contrario lo dejo de lado aunque sea un mandamiento dado directamente por Dios
a Moisés, cosa que la crítica alemana hace tiempo dejó de creer, o por Jesús,
san Pablo o quien sea. Así, la segunda nota que nos permite caracterizar este
clima espiritual es su pragmatismo que le impide verse encasillado por
mandamientos o principios morales rígidos.
En
tercer lugar podemos caracterizarlo por su personalismo. Ya decíamos que se
trata del viejo individualismo al que le cambiaron el nombre y, como quien
dice, lo envolvieron en mejor envase; mas nos venden el mismo producto. La
persona, dicen, es el absoluto[6]; lo cual
resulta incomprensible para alguien que estudia metafísica, ya que “absoluto”
implica carecer de toda relación; pero una persona humana, que es una creatura,
existe en virtud de una relación. Ella es nada más que un efecto del acto
creador Divino; en consecuencia, entre creatura y Creador hay una relación de
dependencia que posibilita su mismo existir. Por lo tanto, una persona humana
jamás podrá ser un absoluto.
Si
no hay principios que obliguen realmente a la persona ¿qué hay para que podamos
seguir hablando de moral? Aquí viene la palabra clave, la palabra que parece
que todo lo soluciona: “amor”. La ética de situación quiere ser la ética del
amor en vez de serlo de la obligación. Si lo que hago, lo hago por amor, poco
importa qué haga, es bueno; si lo hago sin amor, no importa qué haga, es malo.
Dada
mi calidad de profesor de historia de la filosofía medieval no puede callar un
hecho sorprendente. Aunque el lenguaje haya cambiado, hemos regresado al siglo
XII. En efecto, ya Abelardo había llegado a la conclusión, que no le fue
aceptada, por cierto, de que no importa qué haga una persona, si lo hace con
buena intención, es bueno.
La
única ley que ellos aceptan, que carece de excepción, que rige siempre, es el
amor. Como hemos sido formados en el tomismo, de inmediato preguntamos: ¿qué es
el amor? Eso no se puede decir, nadie sabe qué es el amor, nos responden;
porque si dijéramos qué es, ya pondríamos un principio que tendría que regir
siempre los actos humanos y que no aceptaría variación alguna, lo que repugna a
la ética que estudiamos. Con lo cual, mutatis mutandi, volvemos a la posición
de Sartre: el hombre es libertad, está condenado a ser libre; una acción no
tiene más valor que el hecho de haber sido elegida[7]. Sólo
que ahora sostenemos que lo único que siempre es bueno es el amor. Nos sentimos,
pues, con derecho a exigir que se nos aclare lo mejor posible qué sea el amor
ya que tiene el valor absoluto que se niega a todo lo demás.
3.- EL AMOR, PRINCIPIO SUPREMO
El
obispo anglicano Robinson, exégeta bastante notable que ha llegado a reconocer
el valor de ciertas interpretaciones tradicionales católicas y uno de los
pocos teólogos anglicanos que se opuesto
a esta nueva moral, ha recomendado un autor: Joseph Flechter, por lo que le
daremos preferencia a su visión[8].
Lo
que este autor hace es una caracterización del amor en base a san Pablo de
quien aprovecha íntegro lo que se ha llamado “himno al amor”. Como buen
conocedor del Nuevo Testamento, trata de introducirnos en el concepto griego
del “agape”, que san
Jerónimo, con sabiduría, tradujo por “caritas”. Mas, como estamos en ética de
situación, no hemos de buscar un sentido preciso como el que ha alcanzado la
voz “caritas” en la teología católica.
Fletcher
comienza sosteniendo que no se puede confundir el amor con un sentimiento,
porque éstos van y vienen como las primaveras, y eso, claro está, no podría ser
el principio iluminador de toda la moralidad. El agape, en cambio, es un amor dirigido siempre al prójimo y
nunca a uno mismo, lo que cierra las puertas al egoísmo. No es un amor puramente
sentimental, ni, mucho menos, pasional; lo que realmente lo distingue es el
desinterés hasta el extremo de que si no es desinteresado no es amor.
Es
curioso que este profesor, tan versado en moral, parezca ignorar que lo que él
llama agape, es lo que
en la tradición cristiana se ha denominado “amor casto”. Por oposición al amor
carnal, el casto no busca ninguna recompensa, ni siquiera la del placer de
amar, como tan bien lo explicó san Bernardo en el justamente famoso “De
Diligendo Deo”, una de las obras clásicas en esta materia.
A
diferencia de los clásicos católicos que ponen como primer objeto de tal amor a
Dios mismo, los situacionistas, en general y Flechter en particular, reducen el
amor al amor al prójimo exclusivamente. Así, pues, si uno ama al prójimo está
haciendo el bien, porque el amor es siempre recto. Con lo que caemos en un
círculo vicioso: el amor busca siempre desinteresadamente el bien del prójimo;
mas, el bien es el amor. En otras palabras, nos ocurre lo que a esos
adolescentes que se enamoran del amor. Para que estas fórmulas tuvieran algún
sentido, habría que distinguir bien de amor, lo que nuestra moral nueva no hace
pues los identifica. El bien es el amor, el amor es el bien, o, como les gusta
expresarlo: “sólo el amor es siempre bueno”[9] ¿Cuál
es, en esas condiciones, el criterio de moralidad? Me parece, pues, que estos
autores se quedan encerrados en una permanente tautología.
Nuestro
autor enfrenta un problema muy serio. Jesús subordina el amor al cumplimiento
de los mandamientos y será más grande quien cumpla hasta el más mínimo de ellos[10]. Su
solución al problema que él mismo plantea es la típica de todo hereje: lo que
ocurre, nos revela, es que ni Mateo, ni Lucas, ni Marcos, ni Juan, ni ninguno
de los otros discípulos, entendieron al Maestro. Envueltos en la mentalidad
legalista propia de su formación veterotestamentaria, subordinaron el amor al
cumplimiento de los mandamientos. Hasta Pablo cae en el mismo error del que nos
liberan los teólogos contemporáneos.
Me
parece a mí que Jesús niega que ame quien se siente amando, sino quien cumple
los mandamientos que El nos ha dado por mínimos que nos parezcan. Estos
teólogos, por el contrario, enseñan que sólo ama el que es capaz de olvidar
todos los mandamientos, hasta los mayores. Flechter tiene la audacia de
sostener que san Juan no dijo que “Dios es amor”, sino “el amor es Dios”[11].
Amar
al prójimo consiste en servirlo desinteresadamente, como ya vimos, en buscar su
bien. Mas ¿cuál es su bien? Eso depende de las circunstancias. Lo que hoy es
bueno, mañana será malo; lo que aquí es bueno, allá es malo. La diferencia
entre virtud y vicio es cuestión de opinión y de circunstancias. Conviene, al
llegar a este punto, que veamos cómo enfrenta Flechter una nueva dificultad.
Todos los moralistas cristianos suelen citar un famoso aforismo: “el fin no
justifica los medios”. Para un situacionista la verdad es exactamente la
contraria: todo medio es justificado por su fin. Nos cuenta este autor que, en
cierta ocasión, objetaron a Lenín las matanzas que había desatado en Rusia. Tal
cosa alarmó a algunos de sus secuaces que, si bien aceptaban la revolución, no
les parecía bien que se asesinase a multitudes; porque, al fin y al cabo: “el
fin no justifica los medios”. Se dice que Lenín habría respondido: ¿Si el fin
no los justifica, qué los justifica?. Parece que nadie le supo responder y nos
es presentado aquí como si fuera una autoridad. Podría haber elegido otra más
recomendable, porque citar en un libro de moral a uno de los mayores asesinos
que conoce la humanidad, al responsable de la desaparición de aproximadamente
cincuenta millones de personas, resulta algo sorprendente.
En
realidad, tal aserción es un principio realmente vital en la perspectiva
pragmática y personalista en que conscientemente se ha puesto esta ética. A
pesar de su dominio del Nuevo Testamento, nuestro profesor parece haber olvidado
que san Pablo enseña: “¿Y por qué no decir lo que algunos calumniosamente nos
atribuyen asegurando que decimos: hagamos el mal para que venga el bien? La
condenación de éstos es segura”[12]. La
razón de la afirmación tradicional es muy simple: para hacer algo hay que
querer hacerlo. Quien hace el mal, aunque sea como medio, quiere el mal y eso
es lo que nunca acepta la conciencia de una persona sana.
Para
los situacionistas, pues, da lo mismo que medios se usen; es decir, qué se
haga, si el fin es bueno, y, como el fin es amar, si yo hago algo por amor, es
bueno necesariamente. El único imperativo, el único mandamiento, es el amor; él
es el absoluto, todo debe entregarse a él y sin condiciones, sin segundas
intenciones. Todo es medio, absolutamente todo, salvo el amor. ¡El amor es
Dios!
Pero
el amor debe dirigirse a personas, no a cosas. Dado que el amor se refiere al
prójimo, amar cosas es un desorden moral. Las cosas serán siempre medios, las
personas nunca, tal como lo enseñó Kant. Pero no reconocen la voz de la
conciencia tan privilegiada por dicho autor y enseñada expresamente por san
Pablo. Al menos no aceptan que sea calificada de “voz de Dios”. En verdad no es
nada más que el esfuerzo que hace el hombre para descubrir en una circunstancia
determinada qué es bueno para el hombre. Lo que, de paso, nos revela que el
amor no se identifica con el bien. Se trata, pues, solamente de una actividad y
como el valor supremo es la persona (¿no era el amor?), la decisión valorativa
última le pertenece a ella y a nadie más que a ella. En consecuencia, no
importa qué conclusión, que determinación haya tomado; como ella era la única
en esa situación, ella es la única que puede juzgar. A pesar de esta enseñanza
tan explícita y tan reiterada, Flechter no cesa de condenar a personas y
actitudes, como al fariseo de la parábola que, en el Templo desprecia al
publicano. Dada la flojedad intelectual de este movimiento constantemente uno
los sorprende en contradicción con sus postulados y principios. Cerremos el
paréntesis y volvamos a lo que estábamos, que es un punto esencial: desde el
exterior nadie puede juzgar a otro y censurarlo; porque sólo desde dentro, en
el momento y circunstancias precisas de esa persona, de acuerdo con el amor que
tiene por el prójimo, se determina el valor de la acción moral. Así, Flechter
no tiene rubor en reconocer que los distintos tipos de “amor” que se practican
hoy en el mundo, dependen de las circunstancias subjetivas de quienes los
practican; no hay por qué limitarse al heterosexual[13].
Como lo estableció ya Bonhöfer: no
se puede dictar leyes porque las leyes siempre engendran desorden. Sólo la
persona, en sus circunstancias, en su situación personal podrá ver cuál es su
acto de amor hacia el prójimo, y eso es lo único moralmente aceptable. Si se
dicta una ley que obligue a su cumplimiento en toda circunstancia, como pretenden
los partidarios de la moral tradicional - por ej., el conocido mandamiento
mosaico: “no matarás” - simplemente tal ley no vale. Porque una determinada
circunstancia podrá llevarme a matar por amor y el acto será no solo lícito
sino moralmente bueno, el único bueno en esa circunstancia.
4.- LA OPCION FUNDAMENTAL
Entre
los autores católicos más o menos inficionados por esta nueva moral, lo que se
nota, sobre todo, cuando estudiamos su ética sexual, he hallado una curiosa
teoría tomada de la fenomenología y de sus cultores católicos, como von
Hildebrand, por ejemplo.
Se trata de lo
que algunos llaman “opción fundamental”, aunque suelen usarse otros términos
que expresan la misma idea. Por razones de brevedad haré sólo algunas
observaciones a uno de ellos que me parece ser el más moderado, como lo era
Flechter entre los episcopales. Me refiero a Bernhard Häring. De su numerosa
obra he elegido su “Libertad y fidelidad en Cristo” y, muy en especial, el tomo
primero dedicado a los fundamentos. Pero no expondré su doctrina, que es
bastante lata, sino que me limitaré a mostrar cuánto han dañado a tan preclaro
autor tales elucubraciones.
Härting
trata de convencernos de que la “opción fundamental” sería prácticamente la
misma teoría del fin último, de la felicidad, propia de los escolásticos, sólo
que expresada en términos psicológicos, acordes con los progresos de la
fenomenología moderna[14].
Confusión ruinosa a mi juicio de la que brotarán conclusiones asombrosas. Se
supone que toda persona nace con esta opción fundamental “hecha” ( y se supone
que estamos amparados por la psicología moderna) la que lo orienta al bien y al
prójimo. Implica un conocimiento profundo del bien, pero no de tipo conceptual,
lo que nos daría una conciencia o “corazón” puro inicial. Pero Häring, con poca
lógica, limita las consecuencias brutales que tales conceptos implican, pues
aclara que esta opción fundamental puede debilitarse e, incluso, ser anulada por el pecado. Lo que, digamos de
paso, nos muestra que poco tiene que ver con la concepción del fin último entre
los escolásticos. Justamente el mayor sufrimiento del condenado es la pena de
daño, provocada por su incapaz de cumplir su fin último; en otras palabras, su
orientación al fin último jamás cesa, porque no es un dato psicológico ni,
mucho menos, una “opción”, sino una necesidad natural. Por ser propia del
espíritu, esta necesidad no nos priva de la libertad, pero nos hace sufrir si
la desairamos.
En
todo caso, cambiar la opción fundamental es muy difícil, imposible para los
niños y los preadolecentes[15]. Es
más, incluso un adulto debe ser debilitado por muchos pecados veniales para
lograrlo. Por ello, un pecado debido a la debilidad, aunque se trate de materia
grave, no es mortal[16]; para
que lo fuera, debería haber revocado la opción fundamental.
Al
explayarse en las características de esta opción, parece claro que este autor
no está para nada consciente de las consecuencias del pecado original. De
hecho, en todo el capítulo dedicado al tema - el quinto del volumen primero de
casi sesenta páginas de extensión - jamás aparece mencionado tal pecado. El
hombre nace bueno, la sociedad lo corrompe, como decía Rousseau. En efecto,
Häring explica el mal como influencia de esta sociedad desquiciada, mas el
Espíritu Santo, desde la opción fundamental, arrastra a toda la persona hacia
sí[17]. No
creo que ningún psicólogo moderno pueda justificar tal lirismo; por el
contrario, la experiencia que tengo como educador y padre de familia me ha
hecho apreciar cuán crueles son los niños, cuánta inclinación al mal muestran
desde la infancia. Por algo es tan difícil educar.
Terminemos,
para no salirnos de los límites que el editor nos ha fijado, con una simple
consecuencia de lo dicho que nos aclarará bastante hasta dónde puede llevarnos
la contaminación de esta escuela por mucho que luchemos contra ella: Häring
llega a creer que se puede decidir el divorcio con fidelidad a Dios[18].
Obviamente nos da algunos ejemplos del Antiguo Testamento, pero todos sabemos
que en esa época la Revelación estaba incompleta. Lo que realmente nos importa
recalcar es la facilidad con que llegamos a violar la ley en nombre del “amor”,
“opción fundamental” o cualquier otra disculpa con lo que nos alejamos de la
Revelación. ¿No se referiría de antemano a esta curiosa “opción” el texto del
Evangelio que nos dice: “No todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el
Reino de los Cielos, sino el que hiciere la voluntad de mi Padre”?[19]
5.- ALGUNAS REFLEXIONES CRITICAS
A
pesar de la extraordinaria benevolencia de santo Tomás hacia todos los autores
porque hasta los errores enseñan, sin embargo, ante ciertos dislates de gran
calibre, perdió la paciencia. Tampoco nosotros somos capaces de leer con
paciencia una moral como la sartriana. Según santo Tomás, cuando los errores
morales son demasiado fundamentales, se deben a la incapacidad de un intelecto
para apartar los argumentos sofísticos - es decir a su debilidad -; o bien a su
protervia, a la obstinación en la maldad[20].
Estamos tentados de aplicar tan lapidario juicio a esta moral que nada deja de
la ley moral, de los principios de la conciencia, de la obligación. ¿Podemos
seguir, en tales circunstancias, hablando de moral? Desde el momento que el
valor supremo es la libertad y lo malo es la mala fe que limita la libertad y
la entrega a otro, según Sartre; la moral misma vendría a ser la maldad suprema,
ya que nos enseña a limitar la libertad, o si se prefiere, es la ciencia que
enseña los límites del uso de la libertad. Los situacionistas que siguen más de
cerca tales conceptos simplemente no tienen derecho a usar la palabra moral.
Por eso he preferido limitar mi exposición a los moderados.
Comencemos
refiriéndonos a los aciertos que nos parece vislumbrar en tan curiosa doctrina,
si es que podemos llamarla así. Por razones de brevedad los reduciremos a tres.
El
primero radica en el descubrimiento de la virtud de la prudencia. Algunos de
estos moralistas, los que sienten
admiración por la labor de los antiguos pensadores, subrayan la función de esta
virtud en los escritos clásicos. Ella era la reina de las virtudes y la que
hacía que todas las otras fuesen realmente virtudes; porque su ausencia impide
que sus actos sean virtuosos. ¿Cómo distinguir al hombre osado del valiente; al
casto del insensible; al timorato del cauto; al justo del cruel? Unos son
viciosos, otros virtuosos aunque, a primera vista, hagan lo mismo. Sólo quien
posee la prudencia es capaz de advertir la diferencia. Porque ella es la que
determina cuando un acto es moralmente aceptable y cuando no lo es; cuando es
obligatorio y cuando es optativo; cuando es legítimo y cuando no lo es. Por
ello santo Tomás considera que el hombre más peligroso es el que posee virtudes
morales pero carece de prudencia; por aquéllas será eficaz en lo que emprenda,
pero por carecer de ésta pondrá sus virtudes al servicio de malas causas
convirtiéndolas en vicios de nefastos resultados.
Un
segundo acierto creemos encontrarlo en el redescubrimiento de la superioridad
de la justicia ante la templanza y la fortaleza. Tal parece que, a fines del
siglo pasado, la moralidad se reducía al sexto y décimo mandamientos. Nada
había más vergonzoso que ser descubierto en un desliz, que la sospecha de carecer
del dominio necesario sobre los apetitos vergonzosos. Se llegó hasta el extremo
de desarrollar todo un vocabulario simbólico para mencionar ciertas partes del
cuerpo o funciones consideradas inmencionables. La crudeza de las expresiones
antiguas resultaba chocante. Nadie se atrevía a gritar espontáneamente un
“bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron” como
lo hizo aquella israelita que mereció quedar en el Evangelio[21];
tampoco era posible seguir el ejemplo de don Juan de Austria que jamás ocultó
su calidad de bastardo. Pero, al mismo
tiempo, se aceptaba la esclavitud, la ley de la oferta y la demanda sin
escrúpulo alguno, la ley de bronce de los salarios, etc. Tienen razón los
situacionistas al preferir la justicia que regula nuestras relaciones con el
prójimo y busca evitar esos abusos que nos hacen recordar aquella época como la
del “capitalismo salvaje” por inhumano.
Su
tercer mérito reside en el hecho de haber destronado la moral kantiana, y su
hija la puritana, que reinaban sin contrapeso en los países de obediencia
protestante. Los aciertos que ya mencioné inciden en este punto. Porque el
kantismo supone un sometimiento ciego a normas inmutables que se aplican
unívocamente sin importar las circunstancias ni los factores subjetivos, tan
decisivos en moral. Una de las mayores fallas de dicha concepción estribaba en
su desprecio del amor, francamente increíble en un cristiano que pretendía
seguir el Evangelio al pié de la letra, como lo hacía Kant. En estos ambientes
se privilegió la templanza y la fortaleza y se olvidó la caridad y la
prudencia; exactamente al contrario de la visión tradicional.
Reconocido
lo que había que reconocer, digamos a continuación que los desaciertos de la
moral de situación superan con crecer sus aciertos. Por razones de brevedad me
limitaré también a tres aspectos.
Sea
el primero su imposibilidad de reconstruir la virtud de la prudencia. Porque
esta virtud pertenece a la inteligencia por lo que exige reconocer su capacidad
de lograr apoderarse de la realidad y calar hondo en ella. Cuando lo consigue,
determina ciertas constantes profundas que la cruzan - las denominadas esencias
- y las distingue de ocasionales diferencias. Es absolutamente necesario
conseguir este fruto para poder juzgar las circunstancias y distinguirlas de lo
que realmente es el objeto del acto moral. Si no se distingue lo que
constantemente varía de lo que no, lo que incide en el valor moral de lo que
no, en suma, si no es usa adecuadamente la inteligencia, no es posible el
juicio prudencial. Mas los situacionistas no ocultan su inspiración pragmatista
de carácter abiertamente nominalista. La verdad, en el fondo, es construida por
el hombre según sus procesos de asimilación de los datos que recibe; es más un
resultado psíquico activo que la recepción pasiva de información, en ningún
caso habría lo que tradicionalmente se ha llamado verdad objetiva[22]. En
este ambiente intelectual no tiene sentido hablar de prudencia y queda libre la
vía para justificar cualquier conducta, aún la más inmoral, y los
situacionistas se glorían de ello[23].
Le
será fácil a un buen dialéctico, con estas premisas, encontrar amor en la base
de toda conducta - al fin y al cabo sólo quien lo experimenta sabe si actúa por
amor o no - y así declararla lícita y obligatoria. En los libros que hemos
leído hemos encontrado abundantes ejemplos de inmoralidades justificadas con
tan fácil expediente. Se presentan casos difíciles y se solucionan con tan
simple razón: el amor. Valga como ejemplo decisivo su decisión irrestricta del
abominable crimen del más inocente y débil de todos los hombres: el que aún no
ha nacido[24].
Sea
el segundo su total inepcia para determinar la función del fin y de los medios
en moral. Resulta inadmisible sostener que el amor es el fin que lo justifica
todo. Simplemente porque el amor es subjetivo, pertenece al sujeto, quien
deberá desarrollarlo como deberá cultivar el conocimiento y tantas y tantas
habilidades de las que está provisto. En consecuencia, el amor tiene carácter
de principio y no de fin. Enamorarse del amor es un defecto psíquico, digno de
estudio médico, y no una virtud. Lo que importa es el verdadero objeto que
jamás será el amor. Por ello hay amores buenos y malos, como ya lo sabía san
Agustín: “Dos amores fundaron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el
desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo,
la celestial”[25].
Semejante sentencia carece de sentido para un situacionista.
Se
me podrá objetar que, para estos pensadores, el amor de sí mismo no es amor,
sino egoísmo, dado que aquél ha de ser siempre desinteresado. Como se trata de
teólogos, ¿me podrían explicar porque Nuestro Señor nos dijo: “ama a tu prójimo
como a ti mismo”?[26]. Pero
Grullo dedujo que no sólo el amor de sí mismo es legítimo sino que es el paradigma
que el amor al prójimo ha de seguir. Pero el contexto agrava la lección que
Jesús nos quiere dar porque está respondiendo a la pregunta de ¿cuál es el
mayor precepto de la ley? Jesús lo convierte en dos preceptos, siendo el citado
el segundo y agrega: “De estos dos preceptos pende toda la ley y los profetas”;
es decir, toda la religión.
Íntimamente
relacionado con este tema está su absurda pretensión de que la persona es el
absoluto, que es siempre fin y jamás medio. Porque nacemos siendo persona. Si
fuese el fin, naceríamos en el fin y toda la moral y su esfuerzo serían vanos.
En efecto, nadie se esfuerza por poseer lo que desde siempre ha poseído. Somos
persona y lo seremos siempre, incluso sepultados en el infierno. La persona
humana, pues, no es fin, sino medio; todos somos medios para todos. En eso
consiste precisamente la sociedad, en que nos ayudemos unos a otros poniéndonos
a su disposición como si fuésemos medios. El liberalismo, al destruir la
sociabilidad humana por su acendrado individualismo, dio origen a tan nefasta
doctrina. Quien se crea fin de sí mismo será un monstruo de egoísmo y no un
santo.
Así
comprendemos que los situacionistas sean perfectamente incapaces de comprender
el adagio ya citado: “el fin no justifica los medios”. Como para ellos lo único
bueno es el amor y, en cierto sentido, la persona, y ambos son principios
subjetivos, desaparece todo el angustioso problema moral que consiste en
determinar qué hechos son objetivamente buenos y cuáles malos. En cambio en la
moral tradicional - no sólo en la tomista - tanto el amor como la persona son
los principios de la acción moral; el primero el hábito de la voluntad y el
segundo la substancia - principio próximo y remoto de acción respectivamente -,
por lo que ambos pueden ser buenos o malos. Hay personas moralmente buenas como
las hay moralmente malas; como también hay buenos y malos amores. ¿O habría que
considerar bueno el amor que uno experimenta por la mujer de otro? Si bien es
cierto algunos de estos moralistas se esfuerzan en separar el amor del
sentimiento, no es posible despojar la palabra de toda su carga sentimental y
hacer tabla rasa de ella. Al fin y al cabo, el sentimiento de amor, también es
amor. Por ello en moral es preciso solucionar el problema que consiste en
determinar amando qué una persona se hace buena; porque no parece humano un
amor en el cual no haya sentimiento alguno y éste puede dirigirse a cualquier
objeto o sobrepasar los límites de lo razonable y caer en el fanatismo.
Y
por aquí llegamos a su tercer fallo grave: su incomprensión del valor de los
mandamientos, o, si se prefiere, de la ley moral. Nada se saca con usar
metáforas cuando, a la hora de la verdad, se atropellan todos y cada uno de los
mandamientos y se hace de tal eventualidad la cumbre de la rectitud moral. ¿Son
guías o luces cuando tienen que ser suprimidos cada vez que así lo estimemos en
virtud de un criterio puramente subjetivo? Tan grave es esta falencia que les
resulta inexplicable - y se trata de teólogos cristianos - el que Jesús haya
podido decir que el mandamiento máximo consiste en amar a Dios, cuando Dios no
puede ser amado sino tan sólo el prójimo. La Iglesia, desde toda antigüedad lo
ha expresado en concisa fórmula: “amar a Dios por encima de todas las cosas”. Y
aquí entendemos por “cosa” a todas las realidades que la experiencia nos
presenta, sean objetos inanimados, sean personas humanas, seamos nosotros
mismos. En virtud de lo cual comprendemos que la moralidad cristiana
tradicional ha siempre sostenido que es preciso amar más a Dios que al prójimo
y a uno mismo. Lo que es refrendado por todos los mártires descollando entre
ellos el caso de las santas Perpetua y Felicidad: la primera hubo de abandonar
a su hijo recién nacido y la segunda resistió las súplicas de su padre y
también hubo de dejar su hijo de corta edad para enfrentar a las fieras por ser
fiel a Cristo. Si hubiesen preferido el amor de sus seres queridos al amor de
Dios, la Iglesia las habría considerado apóstatas; los situacionistas las
habrían justificado. ¿Qué clase de teólogos son éstos que entran en conflicto
con lo que siempre ha entendido la Iglesia? Son herejes.
En
verdad, un cristiano entiende todos los mandamientos a la luz de este primero y
un filósofo entiende todas las leyes a la luz del primer principio de la
moralidad que tiene valor objetivo: haz el bien y evita el mal, o dicho en
términos afectivos: ama el bien y odia al mal. Obviamente el bien y el mal son
diferentes del amor y del odio; pues, si no, bastaría con decir: ama y no
odies, o algo así.
Hay
que reconocer que Kant no estuvo acertado al conceptualizar la moral en función
del imperativo categórico a priori y darle esa rigidez que tanto se destaca en
los puritanos. Los mandamientos o leyes morales expresan esencias morales tal
como pueden ser aprehendidas por nuestra inteligencia. Entendemos, pues, que se
aplican siempre, pero la prudencia habrá de juzgar las circunstancias para
saber cuál de ellos y bajo qué modalidad se aplica. De este modo comprendemos
que el mismo Moisés que recibe en las tablas de la ley el “no matarás”,
prescribe la pena de muerte para el adulterio, la herejía, etc. Como explica
san Pablo, no hay atropello a la ley porque la autoridad representa a Dios para
castigo de los que obran el mal[27]. En
otras palabras, la prudencia tiene una función que cumplir que no consiste en
enseñarnos a violar la ley sino a obedecerla correctamente. Tal labor determina
el modo más conveniente de cumplirla, jamás el negarla. Dado que nuestra comprensión
de las esencias no es exhaustiva, tampoco nuestro modo de expresión de las
leyes morales lo es. Por lo mismo enunciamos muchas leyes, muchos principios;
unos más radicales que otros; unos ceden su puesto cuando entran en conflicto
con otros, por lo que distinguimos niveles en dicho legislación. Ninguna huella
de todo esto he hallado en estos situacionistas que carecen de la finura
intelectual que la tradición ha otorgado a los moralistas que la siguen.
Aquí
se abre, pues, un enorme campo a la virtud de la prudencia, lleno de dificultad
por la limitación de nuestra inteligencia, donde tanta importancia tiene la
rectificación del apetito. La prudencia ha de juzgar a nivel individual y ya
sabemos que “omne individuum ineffabile”, como reza el adagio escolástico. Toda
la fuerza de la argumentación situacionista se basa en enfrentar un apetito no
rectificado a la dificultad de juzgar el caso individual. Presentados los casos
con habilidad concluyen en la destrucción de la ley. Por ello presenté un caso
realmente dramático y el juicio tradicional de la Iglesia que estos teólogos dicen
servir. De este modo se ve que han traicionado al Evangelio, por aquello de:
“quien a vosotros escucha a Mí me escucha y quien a vosotros rechaza a mí me
rechaza[28]”. Con
el situacionismo desaparece la necesidad
de cumplir con el arduo deber y, si llegamos a su formulación más
exagerada, la sartreana, el hombre se convierte en el legislador supremo para
su caso individual, el único que, para él, existe.
Por
ello en la moral tradicional cristiana el
mandamiento básico ha sido siempre el varias veces recordado y que pone
a Dios primero, antes de toda creatura; de tal manera que su amor será el que
rectifique todo otro amor y, además, de modo que el amor no se resuelva en
sentimiento, si bien no lo niega. A Dios, obviamente, no se lo ama sentimentalmente
sino voluntariamente y, para ello, hay que hacerse violencia. Expresado en
forma más filosófica, lo que queremos subrayar es que la determinación de lo
justo en cada circunstancia no queda al arbitrio nuestro, no depende de un
criterio meramente humano, ni, mucho menos, subjetivo, sino de la voluntad de
Dios expresada en la obra creadora y comprendida por la inteligencia humana con
las limitaciones indicadas. Porque todo lo creó Dios para su Gloria y esto es
comprensible para nuestra inteligencia y será la luz que guíe nuestros pasos.
No basta tener buena intención, no basta amar al prójimo, criterios subjetivos;
es necesario hacer el bien. Las leyes son esos criterios seguros que iluminan
nuestra decisión. Primero hay que establecer qué es bueno y después amarlo y no
al revés.
Por
otra parte creo que es conveniente insistir en la insuficiencia del criterio
situacionista. Ya lo vieron los antiguos romanos, el pueblo que nos legó su
famoso derecho, por lo que establecieron un principio importantísimo: “nemo
iudex in causa sua”, nadie ha de ser juez en su propia causa. La razón es
clara: fácilmente me engañaré por ser parte interesada. Necesitaría haber
rectificado mi apetito en formal tal que no incidiese para nada en mi juicio.
¿Quién es capaz de ello? De modo que la presunción situacionista es manifiesta.
Sostener que el único capacitado para juzgar “mi” caso soy yo, es un claro
retroceso respecto de lo conocido ya en tan remota época. Una líneas más atrás
descubríamos que la “nueva” moral nos retrotrae a la concepción defendida por
Abelardo en el siglo XII; ahora descubrimos que los romanos ya la habían
rechazado hace más de dos mil años.
Su
Santidad Pío XII juzgó duramente esta nueva moral. Si bien hay que advertir que
se refería a la más exagerada, no deja de ser aplicable a la moderada en cuanto
insiste en ser “nueva”. Ya en 1952
fueron condenadas las ideas del eminente situacionista Emil Brunner y el Santo
Oficio prohibió terminantemente enseñar esta ética en los seminarios y
facultades de teología en 1956.
JUAN CARLOS
OSSANDON VALDES
[1] Un estupendo resumen de su
posición se halla en “L’existentialisme est un humanisme” - hay traducción
española -. Las ideas que expresamos están tomadas de dicho libro. Ed.
Gallimard. Paris. 1996.
[2] o.c. pág. 69
[3] o.c. pág. 37.
[4] S. Juan XIV, 15 y XIII, 34.
[5] “Pragmatismo. Trad. L. Rodríguez. Sarpe. Madrid. 1985. Cfr.
Especialmente la segunda conferencia: págs. 59-83. Aunque no sean palabras
textuales del autor, creo que resumen su pensamiento, si bien, para ser justos,
habría que agregar que lo que realmente le importaba era que la verdad fuese un
principio de acción (pragma).
[6] “Il n’y a aucune différence entre être
librement, être comme projet, comme existence qui choisit son essence, et ÊTRE
ABSOLU”. Sartre. O.c. pág. 62 (Las mayúsculas son
mías).
[7] o.c. págs. 37
y 39.
[8] “Honest to God” Trad. Española en Ariel S.A. Barcelona 1967. Pág. 185.
[9] Flechter “Ética de situación”. Trad. J.M. Udina. Ariel. Barcelona
1970. (Título de uno de los capítulos de la obra) Pág. 81.
[10] S. Mateo V, 19.
[11] o.c. pág. 70.
[12] Rom. III, 8
[13] “que las diversas formas
de la sexualidad (hetero, homo o autosexualidad) sean buenas o malas, eso
depende de cómo en ellas sea plenamente servido el amor”. O.c. pág. 214.
[14] B. Häring, o.c. Pág. 177-178. Cito por la traducción de A. Martínez, Herder, Barcelona, 1981
[15] O.c. pág. 221-225.
[16] O.C. 225-226.
[17] O.c. pág. 214.
[18]
O.c. pág. 204.
[19] Mt. VIII, 22.
[20] De Malo q. VI, in c.
[21] Lc. XI, 27.
[22] W. James. O.c. cap VI págs. 163-189.
[23] “Con toda humildad y plenamente consciente de no poder eludir el
margen de error humano, el situacionista - según la afortunada expresión de
Lutero - pecará con valentía” (Fletcher o.c. pág. 206)
[24] Paradigmático, en este
sentido, resulta el apartado que le dedica Flechter al tema, cuyo título lo
dice todo: “ el aborto: una situación” (o.c. págs. 51-54)
[25] De
Civitate Dei, XIV, 28.
[26]
Mt. XXII, 39.
[27] Cfr. Rom. XIII, 1-5.
[28] Lc. X, 16.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Solo se publicarán comentarios constructivos y que no contengan groserías y sean mal intencionados.