domingo, 4 de agosto de 2013

Conmonitorio.

CONMONITORIO
(APUNTES PARA CONOCER LA FE VERDADERA)
SAN VICENTE DE LERINS
   1. Dado que la Escritura nos aconseja: Pregunta a tus padres y te explicarán, a tus ancianos y te enseñarán(1); Presta oídos a las palabras de los sabios(2); y también: Hijo mío, no olvides estas enseñanzas, conserva mis preceptos en tu corazón(3), a mí, Peregrino, último entre todos los siervos de Dios, me parece que es cosa de no poca utilidad poner por" escrito las enseñanzas que he recibido fielmente de los Santos Padres.
   Para mí esto es absolutamente imprescindible, a causa de mi debilidad, para tener así al alcance de la mano una ayuda que, con una lectura asidua, supla las deficiencias de mi memoria. Me inducen a emprender este trabajo, además, no sólo la utilidad de esta obra, sino también la consideración del tiempo y la oportunidad del lugar. En cuanto al tiempo, ya que él nos arrebata todo lo que hay de humano, también nosotros debemos, en compensación, robarle algo que nos sea gozoso para la vida eterna, tanto más cuanto que ver acercarse el terrible juicio divino nos invita a poner mayor empeño en el estudio de nuestra fe; por otra parte, la astucia de los nuevos herejes reclama de nosotros una vigilancia y una atención cada vez mayores. En cuanto al lugar, porque alejados de la muchedumbre y del tráfago de la ciudad, habitamos un lugar muy apartado en el que, en la celda tranquila de un monasterio, se puede poner en práctica, sin temor de ser distraídos, lo que canta el salmista: Descansad y ved que soy el Señor(4).
   Aquí, todo se armoniza para alcanzar mis aspiraciones. Durante mucho tiempo he sido perturbado por las diferentes y tristes peripecias de la vida secular. Gracias a la inspiración de Jesucristo, conseguí por fin refugiarme en el puerto de la religión, siempre segurísimo para todos. Dejados atrás los vientos de la vanidad y del orgullo, ahora me esfuerzo en aplacar a Dios mediante el sacrificio de la humildad cristiana, para poder así evitar no sólo los naufragios de la vida presente, sino también las llamas de ]a futura.
   Puesta mi confianza en el Señor, deseo, pues, dar comienzo a la obra que me apremia, cuya finalidad es poner por escrito todo lo que nos ha sido transmitido por nuestros padres y que hemos recibido en depósito.
   Mi intento es exponer cada cosa más con la fidelidad de un relator, que no con la presunción de querer hacer una obra original. No obstante, me atendré a esta ley al escribir: no decirlo todo, sino resumir lo esencial con estilo fácil y accesible, prescindiendo de la elegancia y del amaneramiento, de manera que la mayor parte de las ideas parezcan más bien enunciadas que explicadas.
   Que escriban brillantemente y con finura quienes se sienten llevados a ello por profesión o por confianza en su propio talento. En lo que a mí respecta, ya tengo bastante con preparar estas anotaciones para ayudar a mi memoria, o mejor dicho, a mi falta de memoria.
   No obstante, no dejaré de poner empeño, con la ayuda de Dios, en corregirlas y completarlas cada día, meditando en lo que he aprendido. Así, pues, en el caso de que estos apuntes se pierdan y vayan a acabar en manos de personas santas, ruego a éstas que no se apresuren a echarme en cara que algo de lo que en estas notas se contiene espera todavía ser rectificado y corregido, según mi promesa.
REGLA PARA DISTINGUIR
LA VERDAD CATÓLICA DEL ERROR
   2. Habiendo interrogado con frecuencia y con el mayor cuidado y atención a numerosísimas personas, sobresalientes en santidad y en doctrina, sobre cómo poder distinguir por medio de una regla segura, general y normativa, la verdad de la fe católica de la falsedad perversa de la herejía, casi todas me han dado la misma respuesta: «Todo cristiano que quiera desenmascarar las intrigas de los herejes que brotan a nuestro alrededor, evitar sus trampas y mantenerse íntegro e incólume en una fe incontaminada, debe, con la ayuda de Dios, pertrechar su fe de dos maneras: con la autoridad de la ley divina ante todo, y con la tradición de la Iglesia Católica».
   Sin embargo, alguno podría objetar: Puesto que el Canon* de las Escrituras es de por sí más que suficientemente perfecto para todo, ¿qué necesidad hay de que se le añada la autoridad de la interpretación de la Iglesia? 
   Precisamente porque la Escritura, a causa de su misma sublimidad, no es entendida por todos de modo idéntico y universal. De hecho, las mismas palabras son interpretadas de manera diferente por unos y por otros. Se podría decir que tantas son las interpretaciones como los lectores. Vemos, por ejemplo, que Novaciano* explica la Escritura de un modo, Sabelio* de otro, Donato*,  Eunomio*, Macedonio*, de otro; y de manera diversa la interpretan Fotino*, Apolinar*, Prisciliano*, Joviniano*, Pelagio*, Celestio* y, en nuestros días, Nestorio* .
   Es pues, sumamente necesario, ante las múltiples y enrevesadas tortuosidades del error, que la interpretación de los Profetas y de los Apóstoles se haga siguiendo la pauta del sentir católico.
   En la Iglesia Católica hay que poner el mayor cuidado para mantener lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos. Esto es lo verdadera y propiamente católico, según la idea de universalidad que se encierra en la misma etimología de la palabra. Pero esto se conseguirá si nosotros seguimos la universalidad, la antigüedad, el consenso general. Seguiremos la universalidad, si confesamos como verdadera y única fe la que la Iglesia entera profesa en todo el mundo; la antigüedad, si no nos separamos de ninguna forma de los sentimientos que notoriamente proclamaron nuestros santos predecesores y padres; el consenso general, por último, si, en esta misma antigüedad, abrazamos las definiciones y las doctrinas de todos, o de casi todos, los Obispos y Maestros. 
EJEMPLO DE CÓMO APLICAR LA REGLA
   3. ¿Cuál deberá ser la conducta de un cristiano católico, si alguna pequeña parte de la Iglesia se separa de la comunión en la fe universal?
   -No cabe duda de que deberán anteponer la salud del cuerpo entero a un miembro podrido y contagioso.
   - Pero, ¿y si se trata de una novedad herética que no está limitada a un pequeño grupo, sino que amenaza con contagiar a la Iglesia entera? 
   -En tal caso, el cristiano deberá hacer todo lo posible para adherirse a la antigüedad, la cual no puede evidentemente ser alterada por ninguna nueva mentira.
   ¿Y si en la antigüedad se descubre que un error ha sido compartido por muchas personas, o incluso por toda una ciudad, o por una región entera?
   -En este caso pondrá el máximo cuidado en preferir los decretos -si los hay- de un antiguo Concilio Universal, a la temeridad y a la ignorancia de todos aquellos.
   ¿Y si surge una nueva opinión, acerca de la cual nada haya sido todavía definido?
   -Entonces indagará y confrontará las opiniones De nuestros mayores, pero solamente de aquellos que, siempre permanecieron en la comunión y en la fe de la únic Iglesia Católica y vinieron a ser maestros probados de la misma. Todo lo que halle que, no por uno o dos solamente, sino por todos juntos de pleno acuerdo, haya sido mantenido, escrito y enseñado abiertamente, frecuente y constantemente, sepa que él también lo puede creer sin vacilación alguna.
EJEMPLOS HISTÓRICOS DE RECURSO
A LA UNIVERSALIDAD
y A LA ANTIGÜEDAD CONTRA EL ERROR
   4. Para poner más de relieve cuanto he dicho, documentaré con ejemplos mis aserciones, tratando de ello con un poco de mayor detenimiento, para que no suceda que el deseo de ser breve a toda costa, me haga dejar atrás cosas importantes.
   En el tiempo de Donato(5), de quien han tomado el nombre los donatistas, una parte considerable de África siguió las delirantes aberraciones de este hombre. Olvidándose de su nombre, de su religión de su profesión de fe, antepusieron a la Iglesia de Cristo la sacrílega temeridad de un solo individuo.
   Quienes se opusieron entonces al impío cisma permanecieron unidos a las Iglesias del mundo entero y sólo ellos entre todos los africanos pudieron permanecer a salvo en el santuario de la fe católica. Obrando así, dejaron a quienes habrían de venir el ejemplo egregio de cómo se debe preferir siempre el equilibrio de todos los demás a la locura de unos de pocos.
   Un caso análogo sucedió cuando el veneno de herejía arriana* contaminó no ya una pequeña región, sino el mundo entero, hasta el punto de que casi todos los obispos latinos cedieron ante la herejía, algunos obligados con violencia, otros sacerdotes reducidos y engañados.
   Una especie de neblina ofuscó entonces sus mentes, y ya no podían distinguir, en medio de tanta confusión de ideas, cuál era el camino seguro que debían seguir. Solamente el verdadero y fiel discípulo de Cristo que prefirió la antigua fe a la nueva perfidia no fue contaminado por aquélla peste contagiosa.
   Lo que por entonces sucedió muestra suficientemente los graves males a que puede dar lugar un dogma inventado.
   Todo se revolucionó: no sólo relaciones, parentescos, amistades, familias, sino también ciudades, pueblos, regiones. El mismo Imperio Romano fue sacudido hasta sus fundamentos y trastornado de, arriba abajo cuando la sacrílega innovación arriana, como nueva Bellona o Furia, sedujo incluso al Emperador, el primero de todos los hombres.
   Después de haber sometido a sus nuevas leyes incluso a los más insignes dignatarios de la corte, la herejía empezó a perturbar, trastornar, ultrajar toda cosa, privada y pública, profana y religiosa. Sin hacer ya distinción entre lo bueno y lo malo, entre lo verdadero y lo falso, atacaba a mansalva a todo el que se ponía por delante. Las esposas fueron deshonradas, las viudas ultrajadas, las vírgenes profanadas. Se demolieron monasterios, se dispersaron los clérigos; los diáconos fueron azotados con varas y los sacerdotes fueron enviados al exilio. Cárceles y minas se colmaron de santos. Muchísimos, arrojados de las ciudades, anduvieron errantes sin posada hasta que en los desiertos, en las cuevas, entre las rocas abruptas perecieron miserablemente, víctimas de las bestias salvajes y de la desnudez, del hambre y de la sed(6).
   ¿Y cuál fue la causa de todo esto? Una sola: la introducción de creencias humanas en el lugar del dogma venido del cielo. Esto ocurre cuando, por la introducción de una innovación vacía, la antigüedad fundamentada en los más seguros basamentos es demolida, viejas doctrinas son pisoteadas, los decretos de los Padres* son desgarrados, las definiciones de nuestros mayores son anuladas; y esto, sin que la desenfrenada concupiscencia de novedades profanas consiga mantenerse en los nítidos límites de una tradición sagrada e incontaminada.
TESTIMONIO DE SAN AMBROSIO
   5. Es posible que alguno piense que yo invento o exagero por amor a la antigüedad y odio a las novedades.
   Quienquiera que así piense, preste por lo menos audiencia a San Ambrosio*, el cual, en el segundo libro dedicado al Emperador Graciano, deplorando la perversidad de los tiempos, exclamaba: «Dios Todopoderoso, nuestros sufrimientos y nuestra sangre ya han rescatado suficientemente las matanzas de confesores*, el exilio de obispos y tantas otras cosas impías y nefandas. Ha quedado más que claro que quienes han violado la fe no pueden estar seguros»(7).
   Y en el tercer libro de la misma obra dice: «Observamos fielmente los preceptos de nuestros Padres, y no rompemos con insolente temeridad el sello de la herencia. Porque ni los señores, ni las Potestades, ni los Ángeles, ni los Arcángeles han osado abrir aquel profético libro sellado: sólo a Cristo compete el derecho de desplegarlo».
   «¿Quién de nosotros se atrevería a romper el sello del libro sacerdotal, sellado por los confesores y consagrado por tantos mártires? Incluso aquellos mismos que, constreñidos por la violencia, lo habían violado, inmediatamente rechazaron el engaño en que habían caído y tornaron a la fe antigua. Quienes no osaron violarlo, vinieron a ser confesores y mártires. ¿Cómo podríamos renegar de su fe, si celebramos precisamente su victoria?»(8).
   A todos ellos vaya, oh venerable Ambrosio, nuestra alabanza, nuestro encomio, nuestra admiración.
   ¿Quién sería tan estulto que, no pudiendo igualarlos, no desee al menos imitar a estos hombres, a quienes ninguna violencia consiguió desviar de la fe de los Padres?
   Amenazas, lisonjas, esperanza de vida, temor a la muerte, guardias, corte, emperador, autoridades, no sirvieron de nada: hombres y demonios fueron impotentes ante ellos.
   Su tenaz apegamiento a la fe antigua los hizo dignos, a los ojos del Señor, de una gran recompensa. Por medio de ellos, Él quiso levantar las Iglesias postradas, volver a infundir nueva vida a las comunidades cristianas agotadas, restituir a los sacerdotes las coronas caídas.
   Con las lágrimas de los obispos que permanecieron fieles, Dios ha limpiado, como con una fuente celestial, no ya las fórmulas materiales, sino la mancha moral de la impiedad nueva. Por medio de ellos, en fin, ha reconducido al mundo entero -todavía sacudido por la violenta y repentina tempestad de la herejía- de la nueva perfidia a la fe antigua, de la reciente insania a la primitiva salud, de la ceguera nueva a la luz de antes.
   Mas lo que debemos destacar principalmente en este valor casi divino de los confesores es que han defendido la fe antigua de la Iglesia universal y no la creencia de ninguna fracción de ella. 
   Nunca habría sido posible que tan grandes hombres se prodigasen en un esfuerzo sobrehumano para sostener las conjeturas erróneas y contradictorias de uno o dos individuos, o que se empleasen a fondo en favor de la irreflexiva opinión de una pequeña provincia.
   En los decretos y en las definiciones de todos los obispos de la Santa Iglesia, herederos de la verdad apostólica y católica, es en lo que han creído, prefiriendo exponerse a sí mismos a la muerte antes que traicionar la antigua fe universal.
   Así merecieron alcanzar una gloria tan grande, que fueron considerados no sólo confesores, sino, con todo derecho, príncipes de los confesores.

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