jueves, 8 de agosto de 2013

Nicolás Berdiaeff.

Nicolás Berdiaeff: el espíritu, la verdad y la libertad

En la Europa actual tenemos la mala costumbre de ignorar las numerosas aportaciones de la cultura rusa. Muchas de ellas, sin embargo, siguen interpelándonos con enorme vigor. Nicolás Berdiaeff es un buen ejemplo. Desterrado por unos y por otros, exiliado finalmente de la Rusia bolchevique, Berdiaeff pensó la circunstancia del hombre contemporáneo y lo hizo superando los callejones sin salida de la civilización moderna. A este caballero debemos, entre otras cosas, una de las formulaciones más profundas del existencialismo cristiano.

¿Quién era este señor? Berdiaeff era un hijo de la Revolución o, más precisamente, de la pre-revolución: había nacido en 1874 en el ambiente de la aristocracia “progresista”, que fue la que realmente preparó el camino a todos los trastornos que vinieron después. Lo que está pasando en Rusia en ese momento es muy llamativo: buena parte de los nobles deja de sostener al viejo régimen zarista y, so capa de ilustración, coquetea con las ideas liberales; por el contrario, en la base de la pirámide social surge una línea de pensamiento al mismo tiempo religiosa y patriótica que se identifica con el campesinado y que alienta una revolución de contornos difusos. En esta última línea está el joven Berdiaeff: ha leído a Hegel y a Schopenhauer, a Mijailovski y a Lavrov, a Tolstoi y a Dostoievski. Nuestro autor quiere cambiar la marcha del mundo. Cierto que aún no sabe hacia dónde.

Como este asunto es bastante poco conocido, aclaremos una cosa: la cultura rusa de la segunda mitad del siglo XIX había alumbrado dos poderosas corrientes autóctonas que son el paneslavismo y el llamado “mesianismo”. El paneslavismo consistía en propugnar la unidad de todos los pueblos eslavos en nombre de su origen común, bajo el liderazgo histórico de Rusia. De ese paneslavismo nació, como una rama, la eslavofilia, es decir, la defensa de las tradiciones rusas frente a la modernidad occidental. Y la otra gran corriente, el “mesianismo”, fue un movimiento cultural que veía a Rusia, por su religiosidad, como salvadora del alma de Europa frente al materialismo moderno. Ambas corrientes se abrazarán con frecuencia. En el momento en que arranca nuestro relato, finales del siglo XIX, el mesianismo ruso bulle en la vida pública junto a otras fuerzas: los partidarios de la occidentalización, los nihilistas del anarquismo… Y con frecuencia veremos que no se trata de fuerzas nítidamente diferenciadas, sino que a veces unas y otras se mezclan para dar lugar a nuevas corrientes.

Ese es el paisaje –complicadísimo- en el que surge la figura de Berdiaeff. La biografía de nuestro protagonista en estos primeros años es la de un típico agitador intelectual. Fascinado al descubrir el marxismo, muy pronto se hace su propia interpretación heterodoxa de la ideología de moda. Activista rebelde, es arrestado, expulsado de la Universidad y desterrado un mes a Vologda (al norte de Moscú). Cuando al fin puede volver a Kiev descubre al teólogo ruso Sergei Bulgakov, que le enseña a ver la religión como un puente entre Dios y sus criaturas. Y a Berdiaeff se le ocurre una idea que ya nunca le va a abandonar: reconstruir la metafísica desde el cristianismo.

Después viaja a San Petersburgo, donde se dedica a escribir. San Petersburgo, la gran capital de la Rusia de los zares, es una auténtica olla en ebullición política e intelectual. Berdiaeff se sumerge en ella. Era 1904. Berdiaeff es un ortodoxo, pero se enemista con la Iglesia rusa. Berdiaeff es también un revolucionario, pero tampoco se siente parte del movimiento bolchevique. Desde 1916, cuando escribe El sentido de la creación, ha dejado claro que sus aspiraciones no van por la dictadura del proletariado. Y luego, cuando llegue la revolución de 1917, Berdiaeff responderá con otro libro, Filosofía de la desigualdad, que es una violenta recusación del bolchevismo.

¿Cómo ve Berdiaeff la Revolución? Como una catarsis trágica. Nuestro autor no ve en Lenin a un déspota oriental, tal y como muchos decían en Occidente. Al revés, Berdiaeff cree que en el bolchevismo no hay realmente nada de ruso; lo que realmente representan todas esas banderas rojas con sus hoces y sus martillos es propiamente Occidente, la modernidad. ¿Veneno occidental instilado en Rusia? No: un problema nacional ruso, una tendencia más o menos permanente de su historia nacional. En realidad Lenin es un continuador de la obra de Pedro el Grande, aquel zar modernizador del XVIII. Para el alma tradicional rusa, una calamidad. Y el sentido profundo de esa calamidad tiene que ser la purificación. La revolución es una fatalidad de la Providencia, una catástrofe necesaria para la purificación del alma rusa.

En aquellos primeros años de la revolución soviética aún había cierta libertad. Berdiaeff da conferencias, escribe, enseña en la Universidad de Moscú, incluso funda una academia de cultura espiritual. Pero eso se acaba pronto. En 1922, nuestro autor es expulsado de Rusia junto a otros doscientos veinte intelectuales (entre ellos, el secretario de Tolstoi y el teólogo Bulgakov). Debió de ser terrible la escena de todas aquellas gentes, con sus familias, embarcadas a la fuerza en un navío para nunca más volver. La Unión Soviética ya es un régimen totalitario. Berdiaeff se refugia en Berlín, primero, y después en París. Ya será para siempre un exiliado. Y aquí, en el exilio, dará sustancia a lo esencial de su obra.

¿Cómo era ese desterrado que se asienta en París, exiliado, y se entrega a la tarea de pensar y escribir? ¿Qué tenía dentro de la cabeza? Así definía Berdiaeff su filosofía: “Quiero definir mi filosofía con los rasgos siguientes: es una filosofía de la libertad, filosofía del acto creador, filosofía personalista, filosofía del espíritu, filosofía existencial”. Y esa filosofía llevaba adherida una ética. Él la formulaba así:

“Obra como si oyeras la llamada de Dios y como si estuvieras invitado a cooperar en su obra, con un acto libre y creador; descubre en ti la conciencia pura y original; disciplina tu persona; lucha contra el mal en ti y a tu alrededor, no con miras de crearle un reino, rechazándolo al infierno, sino con el propósito de triunfar realmente de él, contribuyendo a iluminar y a transfigurar a los malos”.

Berdiaeff considera que el eje de toda reflexión tiene que ser la libertad. Esto es importante porque, normalmente, el eje de la reflexión filosófica suele centrarse en el ser: por qué hay ser o, como decía Heidegger, por qué el ser y no la nada. Berdiaeff no resta importancia a la pregunta por el ser, pero ocurre que el ser está subordinado a la creación y la creación es un acto libre de Dios, y por eso es en la libertad donde, según nuestro autor, reside la pregunta primera.

Retomando el lenguaje evangélico, Berdiaeff sostiene que hay un Reino del César y hay un Reino del Espíritu. Esta oposición es mucho más que una divergencia política, es una auténtica guerra cósmica que enfrenta, a través de los siglos, a dos grandes fuerzas: el reino del espíritu es el de la libertad profunda y originaria, mientras que el reino del césar es el de los ídolos que el hombre crea y que le terminan sometiendo… paradójicamente, en nombre de la libertad. Ambos reinos responden a potencias que anidan en el corazón del hombre: por naturaleza nos sentimos inclinados tanto hacia el egoísmo como hacia la espiritualidad. Pero la verdad y la libertad están en este último, no en el primero.

El encuentro con la verdad es la aspiración más alta del destino humano. En eso la época moderna ofrece un paisaje desolador: “Ni se ama la verdad, ni se la busca. La verdad es, cada vez más frecuentemente, reemplazada por el interés, y la utilidad, por el deseo de poder”, escribe Berdiaeff. En lugar de la verdad, que es una experiencia espiritual, la sociedad moderna nos propone la ciencia. Pero la ciencia no es más que una suma de pequeñas verdades particulares sin significación universal; forzosamente ha de decepcionar a quien busque algo más que el simple conocimiento humano.

Eso, en cuanto a la verdad. ¿Y la libertad? La libertad –piensa Berdiaeff- no es un derecho ni una voluntad: es un don. Dios nos ha creado libremente, y nos ha creado como seres libres. Ahora bien, la libertad no es algo predeterminado ni mecánico: no es una potencia que por sí misma nos conduzca a un lugar concreto (en ese caso, no sería realmente libre). No, la libertad es irracional: lo mismo nos puede llevar al bien que al mal. Es decir que exige un acto de responsabilidad, una voluntad de liberación real. Cuando inventamos ídolos a los que entregamos nuestra autonomía, a los que nos sometemos –la ciencia, por ejemplo-, estamos traicionando la libertad, estamos haciendo que la libertad se vuelva contra sí misma. Por el contrario, estaremos en el buen camino cuando apostamos por el mundo del espíritu, que es donde realmente reside la libertad de la persona. Por eso la forma más pura de la libertad es el encuentro de la persona con Dios.

La persona, y no el individuo: distinción fundamental. El hombre se define, desde un principio, como persona. Y la persona es una categoría ética y espiritual que se opone a la categoría de individuo, que no es más que un subproducto sociológico y naturalista. La persona no es naturaleza, sino libertad. El hombre es persona porque no se limita a vivir, sino que contrae una responsabilidad personal con su propia existencia. La existencia no es un simple estar aquí: es una vocación. Por eso Berdiaeff reprocha a los socialismos del siglo XIX su estrechez de miras: ellos veían al hombre como a un objeto, pretendían redimirle en tanto que objeto, y así erraban el tiro, porque en realidad la redención está en el mundo del sujeto, es decir, en la experiencia interior, que es la que en verdad permite superar la tragedia de la existencia.

La existencia humana es trágica, por supuesto. Pero la redención de la tragedia no está en una utopía, sino en la mística, entendida como experiencia espiritual. De esa nueva espiritualidad podrá nacer una actitud capaz de salvar al mundo con nuevos valores religiosos y morales. En este contexto, el marxismo es una falsa salida: es una utopía como cualquier otra, una construcción artificial que racionaliza absolutamente toda la vida humana, la despoja de cualquier espontaneidad creadora y expulsa al espíritu. El marxismo pretende superar lo trágico de la existencia humana, la incertidumbre y el dolor, pero en realidad es un engaño: el engaño del mito revolucionario. Quien mejor ha entendido la dimensión existencial del hombre –piensa Berdieff- es el Cristianismo, y por eso el camino de la liberación personal tiene que sustentarse en el mensaje evangélico.

Pero también el Cristianismo debe dar un paso adelante –pensaba Berdiaeff, hablando de la religión de su tiempo. “Este angustioso problema –escribe nuestro autor- no podrá tener solución más que con la aparición en el cristianismo de una nueva conciencia, de una concepción que le considerará como una religión de transfiguración, no sólo personal, sino también social y cósmica, con la introducción en la conciencia cristiana del elemento mesiánico y profético”.

Berdiaeff murió sobre su mesa de trabajo en su casa de Clamart, en las afueras de París; era el 24 de marzo de 1948 y tenía setenta y cuatro años de edad. Dejaba una obra extensísima: El sentido de la historia, El credo de Dostoievski, Una nueva edad media, Ensayo de una meditación escatológica, La destrucción del hombre, El destino del hombre… Algunos de esos libros se publicaron en España muy pronto, en los años treinta. Otros volúmenes aparecieron tras su muerte, recogidos por sus discípulos, como El cristianismo y el problema del comunismo. En conjunto, una obra digna de la mayor consideración.

¿Y por qué, en fin, nos interesa hoy Berdiaeff? Fundamentalmente, porque su crítica de la modernidad en nombre del espíritu sigue viva. Berdiaeff vio con claridad dónde estaban las grandes insuficiencias de la civilización moderna, las subrayó y construyó una alternativa que se mantiene válida, porque toma pie en lo que nunca muere. Su profunda reivindicación de la verdad y de la libertad es hoy más oportuna que nunca. Mañana lo seguirá siendo también.

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