jueves, 6 de junio de 2013

Asistencia a misa.

  Prof: Juan Carlos Ossandón Valdés.
   

    

ASISTENCIA A MISA


 

El R.P. Martín de Cochem, capuchino, escribió una notable “Explicación del santo sacrificio de la Misa”, hace ya mucho tiempo. Entre las muchas reflexiones del autor, merece destacarse su visión del rito como el de una renovación de toda la vida de Nuestro Señor. Idea bastante antigua, por lo demás, y perfectamente tradicional. Por ejemplo, Dioniso de Chartres sostiene que “toda la vida de Cristo no fue más que una sola Misa solemne, en la que Él fue el templo, el altar, el sacerdote y la víctima”.

Comprendida así la santa Misa, creo que nos resultará más fácil y provechoso asistir a ella y sacar más fruto espiritual de nuestra participación en los sagrados misterios. Por cierto, no hay una sola manera provechosa de asistir a ella. Los seglares podemos usar nuestra iniciativa y nuestra imaginación para unirnos más íntimamente a nuestro Redentor. Ofrezco, pues, estas líneas al que quiera aprovecharlas si le ayudan a seguir mejor la ceremonia litúrgica.

La idea básica radica en acercarse al altar pensando en que vamos a acompañar a Nuestro Señor en su vida. Dada la ciencia divina de que gozaba desde entonces, bien podemos estar seguros de que Él lo sabía y lo tenía en cuenta.

Comencemos por advertir que el sacerdote ingresa al presbiterio revestido de ornamentos sacerdotales; es decir, de vestiduras altamente simbólicas. En muchos misales aparece la significación de cada una de ellas. Invito al lector a releer esas páginas que mucho enseñan. Pero ahora quiero limitarme a un detalle: ¿Se ha fijado en que la cruz preside esas vestiduras? La casulla lleva una enorme cruz grabada en las espaldas del oficiante, y así también, aunque más pequeña, la cruz aparece en todas ellas. El mismo altar debe representar el aspecto de un sarcófago y contener las reliquias de un mártir y estar situado bastante más alto que el resto de la iglesia. Por ello, literalmente “se sube” al altar. Todo lo cual quiere despertar en nosotros la conciencia de que, cuando asistimos a la ceremonia, lo que estamos haciendo es acompañar a Nuestro Señor en el Gólgota, el mismísimo Viernes Santo. Si toda la Misa la pasásemos con este pensamiento ¡cuanto nos aprovecharía! Por lo mismo una gran cruz preside el altar. Lástima que la reforma haya suprimido muchos de estos símbolos. Podemos pensar que nuestra presencia en algo alivió su supremo dolor.

La historia de nuestra salvación se inició con la encarnación del Verbo Eterno. En ese instante el Hijo de Dios se revistió de nuestra humanidad e ingresó en nuestro mundo. Veamos también en la obligación de revestirse del sacerdote un símbolo de dicha encarnación. En la noche de la Navidad, se presentó revestido de nuestra humanidad. El canto del Gloria nos lleva directamente a recordar esa noche maravillosa. No es causal que, en cierto modo, con ella comienza la Misa. En efecto, el canto del salmo y el confiteor son un acto de purificación previos  al sacrificio. El mismo introito, por algo se llama así, no era más que el canto que acompañaba al celebrante mientras se dirigía al altar. La Misa, pues, comienza recordando el canto de los ángeles en esa bendita noche. Cantémoslo con nuestra mente fija en el pesebre.

Enseguida el sacerdote reza la colecta que nos recuerda esas noches que pasó Nuestro Redentor implorando la misericordia de Dios sobre nosotros pecadores. Al rezarla nos unimos a su oración. Mas el Señor no se limitó a rezar, también dedicó su tiempo a instruirnos, lo que en la Misa se realiza principalmente mediante la lectura de la epístola y del evangelio. Sobre todo, cuando se lee este último, es fácil recordar el momento histórico e incluso, a veces, podemos identificar el lugar en que se desarrolló la historia que el texto nos narra y acompañar a Jesús como si hubiésemos estado presentes.

Sigue el ofertorio de los fieles, como se le llamaba en la liturgia anterior a la fatídica reforma. San José y la Sma. Virgen, ambos seglares, presentaron al Niño en el templo y lo ofrecieron al Eterno Padre. En ese momento podemos recordar a Simeón y a Ana y ofrecer nosotros mismos a Nuestro Redentor al Padre; con lo que nos adelantamos, tal como lo hicieron María y José, al ofrecimiento que El mismo hizo desde la cruz. Aprovechemos de ofrecernos a nosotros mismos y aceptemos de antemano cualquier dolor o humillación que nos depare el futuro en unión a los de Cristo Redentor. De este modo, la Misa se prolonga en nuestra vida diariamente, aunque no podamos asistir a ella.

¿Cuántas veces cantó Jesús las alabanzas del Señor? En el prefacio tenemos la oportunidad de unirnos a sus himnos y entonarlos junto a Él, para gloria de Dios, agradeciéndole sus beneficios. Todo el pueblo de Jerusalén lo recibió ese primer Domingo de Ramos cantando: “bendito sea el que viene en nombre del Señor, hosanna al Hijo de David”, tal como lo hacemos en el sanctus. Nueva ocasión de recordar el hecho y representarnos la escena. Perfecta introducción al sacrificio que se consumará esa misma semana.

El canon recuerda la Última Cena en la que se ofreció la primera Misa. Durante esa noche, Jesús oró por sus discípulos y por todos los que tendrían fe en Él hasta el fin de los tiempos; es decir, por nosotros y por nuestros difuntos. De allí que el canon reserve un “memento” por los vivos y otro por los difuntos.

Moisés ratificó la antigua alianza rociando al pueblo con la sangre de los animales sacrificados al pie del Sinaí. En la Misa, la consagración separada del pan y del vino recuerda la muerte del Señor y la ceremonia de Moisés. Por ello, el sacerdote, al consagrar el vino dice: “...Sangre de la alianza nueva y eterna...”. En ese momento, místicamente, el nuevo Moisés nos rocía con su sangre purificándonos de nuestros delitos. La ceremonia del asperges, también suprimida, del inicio de la Misa, nos debe servir de imagen de esta nueva aspersión. Es que Jesucristo no quiso permanecer sólo algunas horas en la cruz y purificar con su muerte únicamente a los asistentes de ese día. Gracias a la Misa, Él permanece en ella purificando con su sangre a todos hasta el fin de los tiempos. ¿Comprendemos ahora por qué la Santa Iglesia nos obliga a asistir al Santo Sacrifico todos los Domingos? Es que en la Misa se reparten los dones que Cristo mereció en la cruz, se perdonan los pecados y se aumenta la Gracia Santificante en los que asisten a ella. Claro está que la Santa Misa no suprime a la confesión de las faltas graves. Quien asiste a Misa en estado de pecado mortal, no recibe tales Gracias ni el perdón; pero sí gracia actual que le prepara para la confesión sacramental.

Es fácil imaginar que asistimos a aquella ocasión memorable en que los Apóstoles le piden al Señor que les enseñe a orar y Él responde con el Padre Nuestro. Tal vez por ello, incluso en la misa reformada, esa oración la reza el sacerdote solo mientras el pueblo permanece en silencio. En el agnus Dei recordamos a san Juan y al centurión que reconoció el carácter divino del ajusticiado en el Gólgota. Finalmente, cuando el sacerdote nos despide dándonos la bendición podemos recordar que del mismo modo se despidió Jesús de sus discípulos al ascender al Padre.

Mucho más podría decirse del Santo Sacrificio del altar, mas con lo visto espero que nos ayuden las reflexiones del buen capuchino que consultamos.

 

ASISTENCIA A MISA II


 

¡Qué ingratos somos los hombres! ¡Qué difícil es hallar uno que sepa realmente ser agradecido por los favores recibidos! Y, sin embargo, ¡cuánto nos duele la ingratitud! Tan conscientes estamos de nuestro deber en esta materia, que decimos que quedamos en deuda con quien nos favoreció. Por ello me dolió muy particularmente el empobrecimiento del Padre Nuestro en su nueva traducción: “perdónanos nuestras ofensas”. La palabra griega y la latina dicen clara e inequívocamente: “deudas”. Si bien san Lucas introduce la voz “pecado”, san Mateo usa la palabra que la antigua traducción había conservado: “deudas”. Ahora bien, esta última expresión incluye la anterior y agrega ese deber de reconocimiento a que estamos obligados por todos los beneficios recibidos de Dios. Mas, se pregunta el salmista: “¿Qué daré a Yahvé por todo lo que Él me ha dado?” (Ps. 115, 3).

Tomemos conciencia de que todo lo debemos a Dios: nuestro cuerpo y nuestra alma. El mundo entero que ha puesto a nuestra disposición y el universo infinito que estamos comenzando a explorar. Pero todo esto, con ser inmenso, es nada ante los dones sobrenaturales. Con cuánta razón san Juan exclama: “Mirad qué amor nos ha mostrado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios. Y lo somos” (1ª carta, 3,1). Y, por ello, agrega san Pablo: “Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo” (Rom. 8,17). ¿Y la paciencia de Dios? Ciertamente hemos merecido el castigo, mas ha preferido darnos tiempo en espera de nuestra contrición y penitencia.

Mas, ¿qué podríamos ofrecerle que fuera digno de él? El inspirado salmista nos da la respuesta: “tomaré la copa de la salud y publicaré el nombre de Yahvé” (Ps. 115, 4). Para comprender este versículo del salmo hay que recordar que en Israel había muchos tipos de sacrificios: holocausto, propiciatorio, de acción de gracias, etc. Este último incluía el rito de la cena durante la cual se comía parte del animal sacrificado. Después de comerlo, el jefe de familia tomaba una copa de vino, la ofrecía al Señor, bebía un sorbo y la hacía circular entre los asistentes. Todos bebían de ella. Esa copa se llamaba de la salud.

Entre nosotros hay uno solo: la Santa Misa. Pero ocurre que ésta los incluye a todos. Por ello una buena manera de asistir a Misa es meditar sobre la gratitud debida a Dios y su congrua satisfacción.

Como ya lo decía san Ireneo, uno de los primeros grandes teólogos de la antigua Roma: “el divino sacrificio ha sido instituido para que no seamos ingratos ante Dios” (citado por Martín de Cochem: “Explication du Saint-Sacrifcie de la Messe” p. 146). Muchos otros Santos Padres y teólogos del pasado han insistido en este aspecto de la liturgia. Por lo demás el rito lo deja bien claro, sobre todo en el prefacio:

S. Elevad vuestros corazones.

P. Los tenemos puestos en el Señor.

S. Demos gracias al Señor, Dios nuestro.

P. Es digno y justo.

En verdad es digno y justo, razonable y saludable, daros gracias en todo tiempo y en todo lugar...

Meditemos un poco esta oración y hallaremos que es un hermoso canto de agradecimiento que la Iglesia eleva al Padre en seguimiento de las tantas veces que Nuestro Señor lo hizo en su vida. Pero muy especialmente en esa primera Misa que ofició la noche que había de ser traicionado. Justamente en el momento en que había de realizar el gran milagro y misterio de la transubstanciación y del ofrecimiento de la víctima al Padre hace una acción de gracias que la liturgia recuerda así:

“El cual, el día antes de su pasión, tomó el pan en sus venerables y santas manos y levantando los ojos al cielo, dándoos gracias a Vos, ¡OH Dios!, su Padre todopoderoso...”

Esta acción de Gracias de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, hecha en nombre nuestro, cumple satisfactoriamente nuestro deber de gratitud hacia con Él. Por ello no hay mejor modo de cumplir con tan sagrado deber que asistir al Santo Sacrificio y unirse a esta acción de Gracias realizada por nuestro Redentor. Concentrarnos en este aspecto de nuestra Misa no es una mala manera de asistir a ella.

 

ASISTENCIA A MISA III


 

 

¿A qué vamos a Misa? A realizar la obra más santa y más divina, nos enseña el Concilio de Trento, a ofrecer al Padre Eterno el sacrificio de su Hijo. ¿Pero, acaso no es obra exclusiva del sacerdote? Pues, no. Como nos enseña san Pedro, somos un pueblo sacerdotal. Es verdad que nuestro “sacerdocio” seglar se limita a dos funciones: ofrecer nuestros sacrificios en unidad con el de Jesucristo, como las gotas de agua se mezclan con el vino en el cáliz, y cooperar con el sacerdote en el ofrecimiento del Santo Sacrificio. Esto lo enseña el rito de la Misa en una preciosa oración: el Orate fratres. Como nos lo recuerda el P. Martín de Cochem, el sacerdote nos pide ayuda para que su sacrificio, “que también es vuestro”, sea agradable a Dios. Por ello es conveniente, en el momento de la elevación, adorar al Señor y, en unión con el sacerdote, ofrecer al Padre la Hostia inmaculada.

Dado que está de moda menospreciarla para engrandecer las virtudes morales o las obras de misericordia, conviene recordar cuán grande es asistir a Misa[1].

Nos recuerda san Ignacio que el hombre fue creado para alabar y reverenciar a Dios Nuestro Señor. La mejor manera de hacerlo es reconocerlo como Señor; es decir, amo absoluto de todo lo creado. El sacrificio es el acto que sirve para el propósito; por ello es el acto religioso por antonomasia. Pero hay muchos tipos de sacrificio como lo establece la meticulosa legislación judía. Mas a nosotros nos basta con la Santa Misa. ¿Cómo así?

La Santa Misa puede ser llamada también eucaristía; es decir, sacrificio de acción de gracias. El sacrificio del altar es el más perfecto de todos ellos. También existe el sacrificio de alabanza: nuevamente la Misa es el más perfecto. Cuando el hombre se siente aplastado por sus pecados, ¿qué mejor que ofrecer un sacrificio de satisfacción? La renovación del sacrificio de la cruz resulta ser infinitamente superior a todo lo que pudiéramos intentar. ¿Pedimos ayuda para no continuar nuestra vida de pecado? No hay mejor sacrificio de impetración que éste.

En definitiva, estamos ante el sacrificio propiciatorio, es decir, el que hace que el Padre Eterno, que nos miraba como “hijos de la ira”, nos mire como a sus hijos adoptivos, hermanos de su Unigénito, santificados por su Espíritu. No olvidemos que la idea de “santo” implica la de “agradable a Dios”, por lo que el Apóstol suele llamar santos, sin más a todos los bautizados. ¿Qué nos hizo santos, agradables a Dios? El sacrificio redentor que renovamos en la Misa.

Cuando Moisés recibió las tablas de la ley y las leyó ante el pueblo, roció a los asistentes con sangre tomada del sacrificio que había ofrecido diciendo: “He aquí la sangre de la alianza que Yahvé ha hecho con vosotros” (Ex. XXIV, 8). Esta acción sagrada fue recordada por Jesús en su Última Cena. Por ello no dijo: “esta es mi sangre”, tal como había dicho al tomar el pan; sino “este es el cáliz de mi sangre”, y para que todos entendieran que terminaba la de Moisés y comenzaba una totalmente nueva, continuó: “de la nueva alianza”. Sólo falta que seamos rociados con la sangre como hizo Moisés con los israelitas presentes a su sacrificio. Hemos de creer que tal cosa nos ocurre cada vez que asistimos a la santa Misa. En efecto, en ese momento se nos aplican las gracias que Jesús mereció por nosotros. Somos, pues, rociados por la divina sangre. Por ello el Padre nos mira como a sus hijos, hermanos del suyo.

Intentemos, pues, asistir diariamente a Misa y consideremos tal acto como el mejor que podemos realizar. Al fin y al cabo, ¿hay algo mejor que tener a Dios propicio? Hay un sólo modo eficaz: asistir al Santo Sacrificio. Por ello en nada se parece la cena protestante a nuestra Misa. La de ellos es un mero memorial, el nuestro es la aplicación del único sacrificio de la cruz a nosotros, los que asistimos a él. Es lo que oculta el nuevo rito postconciliar y es la razón de nuestra oposición. No digo que una misa celebrada con el nuevo rito no sea misa, no sea sacrificio propiciatorio, siempre que sea dicha con recta intención; sino que tal carácter queda oculto. Hasta tal punto es verdad que los luteranos y otros herejes han reconocido “las virtudes” del nuevo rito, mientras consideran “abominable” al antiguo.

Es más, todas nuestras acciones se hacen meritorias ante Dios en cuanto son sobrenaturales, en cuanto se unen al sacrificio de Cristo, en cuanto se unen a nuestra Misa. Es verdad que debemos cultivar las virtudes morales y las obras de misericordia; pero si no las sobrenaturalizamos mediante su incorporación a nuestra Misa, nada valen. San Agustín se lamentaba al ver a tantos que corrían tan bien por el camino de la virtud, lástima que de nada les sirviera porque corrían por un camino equivocado. Sus obras no se vertían en el cáliz de la Misa, por lo que quedaban sin valor. San Pablo lo enseña magistralmente en lo que se ha venido conociendo como “himno a la caridad” (1 Cor. XIII): “si repartiese mi hacienda toda, y si entregara mi cuerpo para ser quemado, mas no tengo caridad, nada me aprovecha”.

La nueva teología en boga desde el fatal Concilio ha olvidado completamente que lo natural no sirve para ganar el Cielo. –como éste es un premio sobrenatural, es necesario sobrenaturalizar lo natural mediante la gracia divina que nos mereció Jesús con su sacrificio. La Santa Misa, renovación incruenta de aquel, nos aplica sus frutos.

Recordemos que los israelitas en Egipto fueron salvados del ángel exterminador mediante una estratagema: untar el dintel de sus casas con la sangre del cordero inmolado. Al que le parezca infantil el relato, invito a meditar en las palabras de san Pablo: todo aquello ocurrió como figura de lo que había de venir. Al elevar el sacerdote el cáliz con la sangre del Redentor, pensemos en los dinteles salvadores gracias a la sangre de la hostia. Pues hostia significa: víctima ofrecida en sacrificio a Dios. En ese momento, Cristo nos limpia con su sangre y evita nuestra condenación.

Del mismo modo, nos relata el libro de los Números que las víboras mordían a muchos. Moisés ordena construir una serpiente de bronce y alzarla a la vista de todos. El mordido miraba la efigie y quedaba curado. ¿Otro relato infantil? Cuando el sacerdote alza sobre su cabeza a la Víctima Inmaculada, mirémosla con la misma fe con que la miraron los judíos en el desierto. Que junto a nosotros está una serpiente harto más peligrosa que las que había en el desierto y confiemos en que Jesús nos librará de su insidiosa mordida.

En fin, espero que estas breves reflexiones nos ayuden a asistir con más respeto y devoción al santo sacrificio.



[1] Cfr. Martín de Cochem: Explication du Saint-Sacrifice de la Messe. C. XXVII

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