sábado, 8 de junio de 2013

Reflexiones en torno a la etica de situación.


    Prof: JUAN CARLOS OSSANDON VALDES


   
REFLEXIONES EN TORNO A LA

ETICA DE SITUACION

 

 

1.-  UNA ETICA LIBERAL

 

                          En los últimos años una moral nueva o nueva moral parece haber ido inundando las universidades occidentales. Más conocida técnicamente como “ética de situación” se presenta como la ética propia del Occidente que brotó de la segunda guerra mundial. Son muchos los autores que militan en ella, mas, a la hora d precisar conceptos nos hallamos con enormes problemas: lo que dice uno lo niega el otro. Por lo demás, tal fenómeno se da siempre en los pensamientos filosóficos poco profundos, que no están bien estructurados, que son un sentimiento general en vez de ser una doctrina bien elaborada.

                          La filosofía kantiana, por poner como ejemplo la más combatida por estos pensadores, está solidísimamente armada; en cambio, lo que llamamos liberalismo presenta de modo paradigmático el mismo panorama que hemos observado en esta ética. Nos parece que éste es el primer indicio del parentesco que liga ambas actitudes mentales y que yo creo que hay que llevar al extremo de considerar que la ética d situación es la moralidad propia del liberalismo.

                          En el siglo pasado, la mayoría de los liberales, casi sin darse cuenta, por una cierta ósmosis, recibían y seguían la moralidad cristiana que dominaba sin contrapesos el ambiente europeo y americano. No era raro hallar liberales que defendían la indisolubilidad del matrimonio y otras normas morales impuestas por el cristianismo, al menos públicamente. Muchos de ellos eran intachables desde el punto de vista de la exigencias básicas de la moralidad cristiana, sea luterana, anglicana o católica, dependiendo del país en donde se habían criado.. Era una prueba más de la escasa consistencia intelectual de este panfletario movimiento intelectual.

                          Ahora, empero, creo que, por fin, esas ideas han dado origen a una moralidad plenamente congruente con sus postulados. Y como, en la actualidad, el liberalismo parece dominar el ambiente político y económico mundial sin contrapeso, especialmente desde la caída del muro de Berlín y el derrumbe del socialismo real, esta ética se ha ido imponiendo como si naturalmente fuera la única vigente. Por lo que, si queremos escapar a su influjo, hemos de hacer un notable esfuerzo de purificación, una katarsis como diría un griego, para escapar de dicho ambiente.

                          Quisiera destacar que el liberalismo, a pesar de su vaguedad, presenta ciertas características básicas bastante universales: el individualismo que tanto dominó el pensamiento político del pasado siglo y el culto a la libertad que domina al actual. Detengámonos un instante en este último aspecto.

                          Lo que le importa por encima de todo, a un liberal, es ser libre. ¿Mas, qué se ha de entender por “ser libre”? En general podemos decir que estos autores se limitan al aspecto exterior, político, del ejercicio de la libertad; si se interioriza la cuestión nos encontramos con la sorpresa de que muchos de ellos son deterministas. Precisando la noción, si es que es posible tal audacia ante un pensamiento tan vago, lo que les interesa es poder decir que la decisión la he tomado yo, que soy yo, el individuo humano quien realmente decide y que nadie puede imponerle nada, por ningún motivo. Aunque mi decisión fuese exactamente la misma que me quieren imponer, si me es impuesta la rechazo; en cambio si soy yo quien lo determina, la acepto. No importa para nada el contenido de la misma, sino que sea el individuo quien la adopte. El poner esto como valor supremo es típicamente liberal. Así comprendemos que sólo acepten el régimen “democrático” en el que, de modo absolutamente misterioso, se supone que cada individuo forma la ley a través de sus “representantes”. Si el gobernante no es elegido, no importa cuán hábil sea, es condenado por la “intelligentsia” mundial.

                          Este modo de pensar da origen, obviamente, a lo que suele llamarse “permisivismo”  y que parece dominar absolutamente el clima moral de Occidente en la hora presente. Hasta hace poco, por ejemplo, veíamos en el cine a un padre increpar a su hijo por una conducta impropia, a lo que éste respondía: “no me vengas con sermones, yo soy un ser libre”. Poco después veíamos a los padres dar consejos a su hijo advirtiendo, eso sí, que por ningún motivo lo tomara por un sermón. Ahora ningún padre se atreve a apostrofarlo, más bien le pide perdón por no estar de acuerdo con él, procura evitar comportarse en forma “anticuada” y termina por disfrazarse de joven hasta en su modo de vestirse. El auge de las academias dedicadas a la cultura física obedece, en buena medida, a esta actitud. Por aquí podemos ver hasta qué punto ha triunfado el liberalismo y el permisivismo en nuestra sociedad.

                          Con lo dicho entronca también ese nuevo movimiento que llamamos “personalismo”. No nos dejemos engañar: es el mismo viejo individualismo al que el han cambiado el nombre. Hoy se proclama, como si fuera la última novedad, la primacía de la persona, tal como ayer se exaltaba al individuo; mero cambio de nombre, no de doctrina.

                          Tal vez quien mejor haya visto las consecuencias morales de dicho clima intelectual fue Jean Paul Sartre, quien expresó con notable virtuosismo el concepto de libertad liberal llevándolo a sus últimas consecuencias. Por supuesto que podríamos comenzar con autores anteriores - como profesor de medieval estoy acostumbrado a que, en esa época, para narrar la historia de un simple pozo se comenzara con Adán y Eva - pero, en homenaje a la brevedad limitémonos al conocido pensador galo.

                          Terminada la segunda guerra mundial, pocos autores podían gozar de tanto aprecio internacional como Sartre. Sus obras se traducían a todos los idiomas cultos y se estudiaban en las universidades. Hoy está bastante pasado de moda - la que reina hasta en filosofía - pero hemos de reconocer que su impronta marcó a toda una generación y sus secuelas están vivas en la ética que nos ocupa.  Pues bien, este hombre se definía como antinomista, es decir, no admitía ley alguna. Como el hombre es libertad, y la libertad consiste en la autodeterminación, toda ley es inmoral: ha sido causada por la “mala fe”; único vicio que su moral admite. Dada su innegable capacidad metafísica, nuestro autor fundamenta profundamente sus doctrinas, no como lo hacían los liberales anteriores. Lo que ocurre es que el hombre carece de esencia, puesto que Dios no existe, de modo que tiene que construirla él mismo. En consecuencia, su valor fundamental - casi usé la palabra “esencial” - es la libertad. Con lo que la libertad se convierte en una angustiosa e ineludible carga de la que muchos quieren “liberarse”. De ahí la mala fe: entregar el cuidado de determinar mi conducta a otro. En definitiva no importa qué haga una persona, lo relevante es que lo haya decidido él mismo[1].

                          Es famoso el caso que nos presenta, que suponemos real, y que afectó a un joven que estuvo acuciado por la duda ante la invasión de su patria. ¿Qué actitud tomar? ¿Ir a Inglaterra y unirse a las fuerzas francesas libres o quedarse en casa? Es de advertir que su madre estaba separada, que su hermano mayor había muerto durante la invasión, que eran pobres por lo que aquélla lo necesitaba en casa. Sartre analiza diversas alternativas, tomadas de las morales vigentes en la Europa de su época - entre ellas la católica, por supuesto, - y concluye que ninguna tiene respuesta alguna satisfactoria que ofrecerle al angustiado joven. La guerra ha terminado, pero no su perplejidad. En definitiva, para él, lo único que cuenta es lo qué decidió ese joven y por qué lo decidió; es decir, “que la libertad sea el fundamento de todos los valores”[2]

                          Es fácil comprender que una moral, cuyo principio supremo es la elección personal, en que la propia decisión es la que lo justifica todo[3], tiene que terminar aceptando cualquier actividad. Estamos, pues, en pleno permisivismo, en la más completa inmoralidad disfrazada de suprema moralidad en la que el hombre se ha otorgado a sí mismo el carácter de absoluto, de fundador de la ley moral. De este modo la moralidad que da vaciada de todo contenido positivo ya que la persona, cada persona ha de fundar su moralidad sin tener la posibilidad siquiera de solicitar ayuda. Por lo tanto, vemos que estamos ante una cierta coherencia de uno consigo mismo y que la misma investigación de la moralidad de una acción carece de sentido. Sólo lo tiene la buena fe, vale decir, yo fundo el criterio de mi moralidad.

                          Por desgracia estas ideas han ido penetrando en el cristianismo. Como la posición sartreana, tan escuetamente esbozada, es tan violenta, va tan directamente contra la voz de la conciencia, ninguna persona que alguna decencia conserve, la puede tolerar. Por ello no me voy a referir ya a ella sino a la que está más de moda entre los teólogos luteranos y anglicanos, e incluso ha penetrado en la Iglesia, y que , en general, parece se va imponiendo en los seminarios y universidades aceptando una actitud que podríamos denominar sartrismo moderado revestido con ropajes cristianos.

                          Explicaré muy brevemente esta última actitud moral, partiendo de la base de que hay diversos autores - leerlos a todos sería de nunca acabar - con muchas diferencias entre sí, por lo que nos limitaremos a aclarar algunas líneas generales donde hallemos cierta moderación que la podría presentar como atractiva para un cristiano.

                          Para dar una idea de su extensión e importancia, indiquemos que entre los luteranos más famosos que la cultivan o preanuncian, se hallan: Barth, Bonhöfer, Bultman; entre los anglicanos y episcopales: Fletcher, Phillips, Bangor, Wood; y entre los católicos: Brunner, Tillich, Lepp, Häring, Vidal García, etc. Claro está que, comparados con Sartre o con algún luterano,  hay teólogos católicos que, aunque se autocalifiquen así, poco tienen en común con ellos.

 

2.- ALGUNAS CARACTERISTICAS

 

                          La primera nota, y la más notable, que quisiera destacar es su acendrado antinomismo. Un antinomismo moderado, por cierto; porque, al fin y al cabo, los teólogos tienen que reconocer que Moisés dio mandamientos y que Jesucristo dijo: “quien me ama cumple mis mandamientos” y “un mandamiento nuevo os doy”[4]. Tanto aparece esta palabra en toda la Sagrada Escritura que no se puede comprender que un teólogo pretenda ser antinomista. De este modo los situacionistas moderados reconocen la vigencia de la ley promulgada por Moisés y todas las que la tradición judía agregó, incluyendo, por cierto las del Nuevo Testamento; pero cambian la significación de la palabra “ley”.

                          En su interpretación, la ley ha de entenderse como un consejo, como una invitación, o tal vez, una guía a tomar en consideración a la hora de decidir y nada más. Luces, en fin, si queremos usar otra metáfora. Es necesario comprender que llegará el momento en que será necesario violar una determinada ley, en otro, otra; en consecuencia, habrá que, a lo largo de una vida, haber violado toda la ley. Mas, ¿quién o qué nos autoriza a cometer tal atropello? Simplemente el pragmatismo. La nueva moral, como ya lo decía William James, establece que la verdad es aquello que se acomoda a nuestro modo de pensar y la bondad lo que se acomoda a nuestro modo de querer[5]; con lo cual damos vuelta enteramente lo que tradicionalmente se pensaba. Lo normal era pensar que nuestro modo de pensar tenía que acomodarse a la realidad, justo lo que no hace el loco, mas ahora descubrimos que no hay tal adecuación a la realidad la que resulta perfectamente inalcanzable. Así mismo creíamos que el bien moral era aquello a lo cual debíamos acomodar nuestra conducta; mas no, es al revés, el bien moral es el que se acomoda a nuestro arbitrio. Tal cual lo decía Sartre. Obviamente queda así muy brevemente expuesto tan complejo pensamiento, pero, en definitiva, queremos resaltar que, en esta óptica, no hay un bien moral en sí, tan sólo lo hay en cuanto se adecue a nuestra “situación”. En otras palabras: la actitud que yo he tomado es la adecuada al momento que estoy viviendo aquí y ahora, y por ello es lo moralmente bueno. Si para ello una ley me sirve de algo, un mandamiento me ilumina, ¡enhorabuena! En caso contrario lo dejo de lado aunque sea un mandamiento dado directamente por Dios a Moisés, cosa que la crítica alemana hace tiempo dejó de creer, o por Jesús, san Pablo o quien sea. Así, la segunda nota que nos permite caracterizar este clima espiritual es su pragmatismo que le impide verse encasillado por mandamientos o principios morales rígidos.

                          En tercer lugar podemos caracterizarlo por su personalismo. Ya decíamos que se trata del viejo individualismo al que le cambiaron el nombre y, como quien dice, lo envolvieron en mejor envase; mas nos venden el mismo producto. La persona, dicen, es el absoluto[6]; lo cual resulta incomprensible para alguien que estudia metafísica, ya que “absoluto” implica carecer de toda relación; pero una persona humana, que es una creatura, existe en virtud de una relación. Ella es nada más que un efecto del acto creador Divino; en consecuencia, entre creatura y Creador hay una relación de dependencia que posibilita su mismo existir. Por lo tanto, una persona humana jamás podrá ser un absoluto.

                          Si no hay principios que obliguen realmente a la persona ¿qué hay para que podamos seguir hablando de moral? Aquí viene la palabra clave, la palabra que parece que todo lo soluciona: “amor”. La ética de situación quiere ser la ética del amor en vez de serlo de la obligación. Si lo que hago, lo hago por amor, poco importa qué haga, es bueno; si lo hago sin amor, no importa qué haga, es malo.

                          Dada mi calidad de profesor de historia de la filosofía medieval no puede callar un hecho sorprendente. Aunque el lenguaje haya cambiado, hemos regresado al siglo XII. En efecto, ya Abelardo había llegado a la conclusión, que no le fue aceptada, por cierto, de que no importa qué haga una persona, si lo hace con buena intención, es bueno.

                          La única ley que ellos aceptan, que carece de excepción, que rige siempre, es el amor. Como hemos sido formados en el tomismo, de inmediato preguntamos: ¿qué es el amor? Eso no se puede decir, nadie sabe qué es el amor, nos responden; porque si dijéramos qué es, ya pondríamos un principio que tendría que regir siempre los actos humanos y que no aceptaría variación alguna, lo que repugna a la ética que estudiamos. Con lo cual, mutatis mutandi, volvemos a la posición de Sartre: el hombre es libertad, está condenado a ser libre; una acción no tiene más valor que el hecho de haber sido elegida[7]. Sólo que ahora sostenemos que lo único que siempre es bueno es el amor. Nos sentimos, pues, con derecho a exigir que se nos aclare lo mejor posible qué sea el amor ya que tiene el valor absoluto que se niega a todo lo demás.

 

3.- EL AMOR, PRINCIPIO SUPREMO

 

                          El obispo anglicano Robinson, exégeta bastante notable que ha llegado a reconocer el valor de ciertas interpretaciones tradicionales católicas y uno de los pocos  teólogos anglicanos que se opuesto a esta nueva moral, ha recomendado un autor: Joseph Flechter, por lo que le daremos preferencia a su visión[8].

                          Lo que este autor hace es una caracterización del amor en base a san Pablo de quien aprovecha íntegro lo que se ha llamado “himno al amor”. Como buen conocedor del Nuevo Testamento, trata de introducirnos en el concepto griego del “agape”, que san Jerónimo, con sabiduría, tradujo por “caritas”. Mas, como estamos en ética de situación, no hemos de buscar un sentido preciso como el que ha alcanzado la voz “caritas” en la teología católica.

                          Fletcher comienza sosteniendo que no se puede confundir el amor con un sentimiento, porque éstos van y vienen como las primaveras, y eso, claro está, no podría ser el principio iluminador de toda la moralidad. El agape, en cambio, es un amor dirigido siempre al prójimo y nunca a uno mismo, lo que cierra las puertas al egoísmo. No es un amor puramente sentimental, ni, mucho menos, pasional; lo que realmente lo distingue es el desinterés hasta el extremo de que si no es desinteresado no es amor.

                          Es curioso que este profesor, tan versado en moral, parezca ignorar que lo que él llama agape, es lo que en la tradición cristiana se ha denominado “amor casto”. Por oposición al amor carnal, el casto no busca ninguna recompensa, ni siquiera la del placer de amar, como tan bien lo explicó san Bernardo en el justamente famoso “De Diligendo Deo”, una de las obras clásicas en esta materia.

                          A diferencia de los clásicos católicos que ponen como primer objeto de tal amor a Dios mismo, los situacionistas, en general y Flechter en particular, reducen el amor al amor al prójimo exclusivamente. Así, pues, si uno ama al prójimo está haciendo el bien, porque el amor es siempre recto. Con lo que caemos en un círculo vicioso: el amor busca siempre desinteresadamente el bien del prójimo; mas, el bien es el amor. En otras palabras, nos ocurre lo que a esos adolescentes que se enamoran del amor. Para que estas fórmulas tuvieran algún sentido, habría que distinguir bien de amor, lo que nuestra moral nueva no hace pues los identifica. El bien es el amor, el amor es el bien, o, como les gusta expresarlo: “sólo el amor es siempre bueno”[9] ¿Cuál es, en esas condiciones, el criterio de moralidad? Me parece, pues, que estos autores se quedan encerrados en una permanente tautología.

                          Nuestro autor enfrenta un problema muy serio. Jesús subordina el amor al cumplimiento de los mandamientos y será más grande quien cumpla hasta el más mínimo de ellos[10]. Su solución al problema que él mismo plantea es la típica de todo hereje: lo que ocurre, nos revela, es que ni Mateo, ni Lucas, ni Marcos, ni Juan, ni ninguno de los otros discípulos, entendieron al Maestro. Envueltos en la mentalidad legalista propia de su formación veterotestamentaria, subordinaron el amor al cumplimiento de los mandamientos. Hasta Pablo cae en el mismo error del que nos liberan los teólogos contemporáneos.

                          Me parece a mí que Jesús niega que ame quien se siente amando, sino quien cumple los mandamientos que El nos ha dado por mínimos que nos parezcan. Estos teólogos, por el contrario, enseñan que sólo ama el que es capaz de olvidar todos los mandamientos, hasta los mayores. Flechter tiene la audacia de sostener que san Juan no dijo que “Dios es amor”, sino “el amor es Dios”[11].

                          Amar al prójimo consiste en servirlo desinteresadamente, como ya vimos, en buscar su bien. Mas ¿cuál es su bien? Eso depende de las circunstancias. Lo que hoy es bueno, mañana será malo; lo que aquí es bueno, allá es malo. La diferencia entre virtud y vicio es cuestión de opinión y de circunstancias. Conviene, al llegar a este punto, que veamos cómo enfrenta Flechter una nueva dificultad. Todos los moralistas cristianos suelen citar un famoso aforismo: “el fin no justifica los medios”. Para un situacionista la verdad es exactamente la contraria: todo medio es justificado por su fin. Nos cuenta este autor que, en cierta ocasión, objetaron a Lenín las matanzas que había desatado en Rusia. Tal cosa alarmó a algunos de sus secuaces que, si bien aceptaban la revolución, no les parecía bien que se asesinase a multitudes; porque, al fin y al cabo: “el fin no justifica los medios”. Se dice que Lenín habría respondido: ¿Si el fin no los justifica, qué los justifica?. Parece que nadie le supo responder y nos es presentado aquí como si fuera una autoridad. Podría haber elegido otra más recomendable, porque citar en un libro de moral a uno de los mayores asesinos que conoce la humanidad, al responsable de la desaparición de aproximadamente cincuenta millones de personas, resulta algo sorprendente.

                          En realidad, tal aserción es un principio realmente vital en la perspectiva pragmática y personalista en que conscientemente se ha puesto esta ética. A pesar de su dominio del Nuevo Testamento, nuestro profesor parece haber olvidado que san Pablo enseña: “¿Y por qué no decir lo que algunos calumniosamente nos atribuyen asegurando que decimos: hagamos el mal para que venga el bien? La condenación de éstos es segura”[12]. La razón de la afirmación tradicional es muy simple: para hacer algo hay que querer hacerlo. Quien hace el mal, aunque sea como medio, quiere el mal y eso es lo que nunca acepta la conciencia de una persona sana.

                          Para los situacionistas, pues, da lo mismo que medios se usen; es decir, qué se haga, si el fin es bueno, y, como el fin es amar, si yo hago algo por amor, es bueno necesariamente. El único imperativo, el único mandamiento, es el amor; él es el absoluto, todo debe entregarse a él y sin condiciones, sin segundas intenciones. Todo es medio, absolutamente todo, salvo el amor. ¡El amor es Dios!

                          Pero el amor debe dirigirse a personas, no a cosas. Dado que el amor se refiere al prójimo, amar cosas es un desorden moral. Las cosas serán siempre medios, las personas nunca, tal como lo enseñó Kant. Pero no reconocen la voz de la conciencia tan privilegiada por dicho autor y enseñada expresamente por san Pablo. Al menos no aceptan que sea calificada de “voz de Dios”. En verdad no es nada más que el esfuerzo que hace el hombre para descubrir en una circunstancia determinada qué es bueno para el hombre. Lo que, de paso, nos revela que el amor no se identifica con el bien. Se trata, pues, solamente de una actividad y como el valor supremo es la persona (¿no era el amor?), la decisión valorativa última le pertenece a ella y a nadie más que a ella. En consecuencia, no importa qué conclusión, que determinación haya tomado; como ella era la única en esa situación, ella es la única que puede juzgar. A pesar de esta enseñanza tan explícita y tan reiterada, Flechter no cesa de condenar a personas y actitudes, como al fariseo de la parábola que, en el Templo desprecia al publicano. Dada la flojedad intelectual de este movimiento constantemente uno los sorprende en contradicción con sus postulados y principios. Cerremos el paréntesis y volvamos a lo que estábamos, que es un punto esencial: desde el exterior nadie puede juzgar a otro y censurarlo; porque sólo desde dentro, en el momento y circunstancias precisas de esa persona, de acuerdo con el amor que tiene por el prójimo, se determina el valor de la acción moral. Así, Flechter no tiene rubor en reconocer que los distintos tipos de “amor” que se practican hoy en el mundo, dependen de las circunstancias subjetivas de quienes los practican; no hay por qué limitarse al heterosexual[13].

                          Como lo estableció ya Bonhöfer: no se puede dictar leyes porque las leyes siempre engendran desorden. Sólo la persona, en sus circunstancias, en su situación personal podrá ver cuál es su acto de amor hacia el prójimo, y eso es lo único moralmente aceptable. Si se dicta una ley que obligue a su cumplimiento en toda circunstancia, como pretenden los partidarios de la moral tradicional - por ej., el conocido mandamiento mosaico: “no matarás” - simplemente tal ley no vale. Porque una determinada circunstancia podrá llevarme a matar por amor y el acto será no solo lícito sino moralmente bueno, el único bueno en esa circunstancia.

 

4.- LA OPCION FUNDAMENTAL

 

                          Entre los autores católicos más o menos inficionados por esta nueva moral, lo que se nota, sobre todo, cuando estudiamos su ética sexual, he hallado una curiosa teoría tomada de la fenomenología y de sus cultores católicos, como von Hildebrand, por ejemplo.

 Se trata de lo que algunos llaman “opción fundamental”, aunque suelen usarse otros términos que expresan la misma idea. Por razones de brevedad haré sólo algunas observaciones a uno de ellos que me parece ser el más moderado, como lo era Flechter entre los episcopales. Me refiero a Bernhard Häring. De su numerosa obra he elegido su “Libertad y fidelidad en Cristo” y, muy en especial, el tomo primero dedicado a los fundamentos. Pero no expondré su doctrina, que es bastante lata, sino que me limitaré a mostrar cuánto han dañado a tan preclaro autor tales elucubraciones.

                          Härting trata de convencernos de que la “opción fundamental” sería prácticamente la misma teoría del fin último, de la felicidad, propia de los escolásticos, sólo que expresada en términos psicológicos, acordes con los progresos de la fenomenología moderna[14]. Confusión ruinosa a mi juicio de la que brotarán conclusiones asombrosas. Se supone que toda persona nace con esta opción fundamental “hecha” ( y se supone que estamos amparados por la psicología moderna) la que lo orienta al bien y al prójimo. Implica un conocimiento profundo del bien, pero no de tipo conceptual, lo que nos daría una conciencia o “corazón” puro inicial. Pero Häring, con poca lógica, limita las consecuencias brutales que tales conceptos implican, pues aclara que esta opción fundamental puede debilitarse e, incluso, ser  anulada por el pecado. Lo que, digamos de paso, nos muestra que poco tiene que ver con la concepción del fin último entre los escolásticos. Justamente el mayor sufrimiento del condenado es la pena de daño, provocada por su incapaz de cumplir su fin último; en otras palabras, su orientación al fin último jamás cesa, porque no es un dato psicológico ni, mucho menos, una “opción”, sino una necesidad natural. Por ser propia del espíritu, esta necesidad no nos priva de la libertad, pero nos hace sufrir si la desairamos.

                          En todo caso, cambiar la opción fundamental es muy difícil, imposible para los niños y los preadolecentes[15]. Es más, incluso un adulto debe ser debilitado por muchos pecados veniales para lograrlo. Por ello, un pecado debido a la debilidad, aunque se trate de materia grave, no es mortal[16]; para que lo fuera, debería haber revocado la opción fundamental.

                          Al explayarse en las características de esta opción, parece claro que este autor no está para nada consciente de las consecuencias del pecado original. De hecho, en todo el capítulo dedicado al tema - el quinto del volumen primero de casi sesenta páginas de extensión - jamás aparece mencionado tal pecado. El hombre nace bueno, la sociedad lo corrompe, como decía Rousseau. En efecto, Häring explica el mal como influencia de esta sociedad desquiciada, mas el Espíritu Santo, desde la opción fundamental, arrastra a toda la persona hacia sí[17]. No creo que ningún psicólogo moderno pueda justificar tal lirismo; por el contrario, la experiencia que tengo como educador y padre de familia me ha hecho apreciar cuán crueles son los niños, cuánta inclinación al mal muestran desde la infancia. Por algo es tan difícil educar.

                          Terminemos, para no salirnos de los límites que el editor nos ha fijado, con una simple consecuencia de lo dicho que nos aclarará bastante hasta dónde puede llevarnos la contaminación de esta escuela por mucho que luchemos contra ella: Häring llega a creer que se puede decidir el divorcio con fidelidad a Dios[18]. Obviamente nos da algunos ejemplos del Antiguo Testamento, pero todos sabemos que en esa época la Revelación estaba incompleta. Lo que realmente nos importa recalcar es la facilidad con que llegamos a violar la ley en nombre del “amor”, “opción fundamental” o cualquier otra disculpa con lo que nos alejamos de la Revelación. ¿No se referiría de antemano a esta curiosa “opción” el texto del Evangelio que nos dice: “No todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hiciere la voluntad de mi Padre”?[19]

 

5.- ALGUNAS REFLEXIONES CRITICAS

 

                          A pesar de la extraordinaria benevolencia de santo Tomás hacia todos los autores porque hasta los errores enseñan, sin embargo, ante ciertos dislates de gran calibre, perdió la paciencia. Tampoco nosotros somos capaces de leer con paciencia una moral como la sartriana. Según santo Tomás, cuando los errores morales son demasiado fundamentales, se deben a la incapacidad de un intelecto para apartar los argumentos sofísticos - es decir a su debilidad -; o bien a su protervia, a la obstinación en la maldad[20]. Estamos tentados de aplicar tan lapidario juicio a esta moral que nada deja de la ley moral, de los principios de la conciencia, de la obligación. ¿Podemos seguir, en tales circunstancias, hablando de moral? Desde el momento que el valor supremo es la libertad y lo malo es la mala fe que limita la libertad y la entrega a otro, según Sartre; la moral misma vendría a ser la maldad suprema, ya que nos enseña a limitar la libertad, o si se prefiere, es la ciencia que enseña los límites del uso de la libertad. Los situacionistas que siguen más de cerca tales conceptos simplemente no tienen derecho a usar la palabra moral. Por eso he preferido limitar mi exposición a los moderados.

                          Comencemos refiriéndonos a los aciertos que nos parece vislumbrar en tan curiosa doctrina, si es que podemos llamarla así. Por razones de brevedad los reduciremos a tres.

                          El primero radica en el descubrimiento de la virtud de la prudencia. Algunos de estos moralistas, los  que sienten admiración por la labor de los antiguos pensadores, subrayan la función de esta virtud en los escritos clásicos. Ella era la reina de las virtudes y la que hacía que todas las otras fuesen realmente virtudes; porque su ausencia impide que sus actos sean virtuosos. ¿Cómo distinguir al hombre osado del valiente; al casto del insensible; al timorato del cauto; al justo del cruel? Unos son viciosos, otros virtuosos aunque, a primera vista, hagan lo mismo. Sólo quien posee la prudencia es capaz de advertir la diferencia. Porque ella es la que determina cuando un acto es moralmente aceptable y cuando no lo es; cuando es obligatorio y cuando es optativo; cuando es legítimo y cuando no lo es. Por ello santo Tomás considera que el hombre más peligroso es el que posee virtudes morales pero carece de prudencia; por aquéllas será eficaz en lo que emprenda, pero por carecer de ésta pondrá sus virtudes al servicio de malas causas convirtiéndolas en vicios de nefastos resultados.

                          Un segundo acierto creemos encontrarlo en el redescubrimiento de la superioridad de la justicia ante la templanza y la fortaleza. Tal parece que, a fines del siglo pasado, la moralidad se reducía al sexto y décimo mandamientos. Nada había más vergonzoso que ser descubierto en un desliz, que la sospecha de carecer del dominio necesario sobre los apetitos vergonzosos. Se llegó hasta el extremo de desarrollar todo un vocabulario simbólico para mencionar ciertas partes del cuerpo o funciones consideradas inmencionables. La crudeza de las expresiones antiguas resultaba chocante. Nadie se atrevía a gritar espontáneamente un “bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron” como lo hizo aquella israelita que mereció quedar en el Evangelio[21]; tampoco era posible seguir el ejemplo de don Juan de Austria que jamás ocultó su calidad de bastardo. Pero, al  mismo tiempo, se aceptaba la esclavitud, la ley de la oferta y la demanda sin escrúpulo alguno, la ley de bronce de los salarios, etc. Tienen razón los situacionistas al preferir la justicia que regula nuestras relaciones con el prójimo y busca evitar esos abusos que nos hacen recordar aquella época como la del “capitalismo salvaje” por inhumano.

                          Su tercer mérito reside en el hecho de haber destronado la moral kantiana, y su hija la puritana, que reinaban sin contrapeso en los países de obediencia protestante. Los aciertos que ya mencioné inciden en este punto. Porque el kantismo supone un sometimiento ciego a normas inmutables que se aplican unívocamente sin importar las circunstancias ni los factores subjetivos, tan decisivos en moral. Una de las mayores fallas de dicha concepción estribaba en su desprecio del amor, francamente increíble en un cristiano que pretendía seguir el Evangelio al pié de la letra, como lo hacía Kant. En estos ambientes se privilegió la templanza y la fortaleza y se olvidó la caridad y la prudencia; exactamente al contrario de la visión tradicional.

                          Reconocido lo que había que reconocer, digamos a continuación que los desaciertos de la moral de situación superan con crecer sus aciertos. Por razones de brevedad me limitaré también a tres aspectos.

                          Sea el primero su imposibilidad de reconstruir la virtud de la prudencia. Porque esta virtud pertenece a la inteligencia por lo que exige reconocer su capacidad de lograr apoderarse de la realidad y calar hondo en ella. Cuando lo consigue, determina ciertas constantes profundas que la cruzan - las denominadas esencias - y las distingue de ocasionales diferencias. Es absolutamente necesario conseguir este fruto para poder juzgar las circunstancias y distinguirlas de lo que realmente es el objeto del acto moral. Si no se distingue lo que constantemente varía de lo que no, lo que incide en el valor moral de lo que no, en suma, si no es usa adecuadamente la inteligencia, no es posible el juicio prudencial. Mas los situacionistas no ocultan su inspiración pragmatista de carácter abiertamente nominalista. La verdad, en el fondo, es construida por el hombre según sus procesos de asimilación de los datos que recibe; es más un resultado psíquico activo que la recepción pasiva de información, en ningún caso habría lo que tradicionalmente se ha llamado  verdad objetiva[22]. En este ambiente intelectual no tiene sentido hablar de prudencia y queda libre la vía para justificar cualquier conducta, aún la más inmoral, y los situacionistas se glorían de ello[23].

                          Le será fácil a un buen dialéctico, con estas premisas, encontrar amor en la base de toda conducta - al fin y al cabo sólo quien lo experimenta sabe si actúa por amor o no - y así declararla lícita y obligatoria. En los libros que hemos leído hemos encontrado abundantes ejemplos de inmoralidades justificadas con tan fácil expediente. Se presentan casos difíciles y se solucionan con tan simple razón: el amor. Valga como ejemplo decisivo su decisión irrestricta del abominable crimen del más inocente y débil de todos los hombres: el que aún no ha nacido[24].

                          Sea el segundo su total inepcia para determinar la función del fin y de los medios en moral. Resulta inadmisible sostener que el amor es el fin que lo justifica todo. Simplemente porque el amor es subjetivo, pertenece al sujeto, quien deberá desarrollarlo como deberá cultivar el conocimiento y tantas y tantas habilidades de las que está provisto. En consecuencia, el amor tiene carácter de principio y no de fin. Enamorarse del amor es un defecto psíquico, digno de estudio médico, y no una virtud. Lo que importa es el verdadero objeto que jamás será el amor. Por ello hay amores buenos y malos, como ya lo sabía san Agustín: “Dos amores fundaron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial”[25]. Semejante sentencia carece de sentido para un situacionista.

                          Se me podrá objetar que, para estos pensadores, el amor de sí mismo no es amor, sino egoísmo, dado que aquél ha de ser siempre desinteresado. Como se trata de teólogos, ¿me podrían explicar porque Nuestro Señor nos dijo: “ama a tu prójimo como a ti mismo”?[26]. Pero Grullo dedujo que no sólo el amor de sí mismo es legítimo sino que es el paradigma que el amor al prójimo ha de seguir. Pero el contexto agrava la lección que Jesús nos quiere dar porque está respondiendo a la pregunta de ¿cuál es el mayor precepto de la ley? Jesús lo convierte en dos preceptos, siendo el citado el segundo y agrega: “De estos dos preceptos pende toda la ley y los profetas”; es decir, toda la religión.

                          Íntimamente relacionado con este tema está su absurda pretensión de que la persona es el absoluto, que es siempre fin y jamás medio. Porque nacemos siendo persona. Si fuese el fin, naceríamos en el fin y toda la moral y su esfuerzo serían vanos. En efecto, nadie se esfuerza por poseer lo que desde siempre ha poseído. Somos persona y lo seremos siempre, incluso sepultados en el infierno. La persona humana, pues, no es fin, sino medio; todos somos medios para todos. En eso consiste precisamente la sociedad, en que nos ayudemos unos a otros poniéndonos a su disposición como si fuésemos medios. El liberalismo, al destruir la sociabilidad humana por su acendrado individualismo, dio origen a tan nefasta doctrina. Quien se crea fin de sí mismo será un monstruo de egoísmo y no un santo.

                          Así comprendemos que los situacionistas sean perfectamente incapaces de comprender el adagio ya citado: “el fin no justifica los medios”. Como para ellos lo único bueno es el amor y, en cierto sentido, la persona, y ambos son principios subjetivos, desaparece todo el angustioso problema moral que consiste en determinar qué hechos son objetivamente buenos y cuáles malos. En cambio en la moral tradicional - no sólo en la tomista - tanto el amor como la persona son los principios de la acción moral; el primero el hábito de la voluntad y el segundo la substancia - principio próximo y remoto de acción respectivamente -, por lo que ambos pueden ser buenos o malos. Hay personas moralmente buenas como las hay moralmente malas; como también hay buenos y malos amores. ¿O habría que considerar bueno el amor que uno experimenta por la mujer de otro? Si bien es cierto algunos de estos moralistas se esfuerzan en separar el amor del sentimiento, no es posible despojar la palabra de toda su carga sentimental y hacer tabla rasa de ella. Al fin y al cabo, el sentimiento de amor, también es amor. Por ello en moral es preciso solucionar el problema que consiste en determinar amando qué una persona se hace buena; porque no parece humano un amor en el cual no haya sentimiento alguno y éste puede dirigirse a cualquier objeto o sobrepasar los límites de lo razonable y caer en el fanatismo.

                          Y por aquí llegamos a su tercer fallo grave: su incomprensión del valor de los mandamientos, o, si se prefiere, de la ley moral. Nada se saca con usar metáforas cuando, a la hora de la verdad, se atropellan todos y cada uno de los mandamientos y se hace de tal eventualidad la cumbre de la rectitud moral. ¿Son guías o luces cuando tienen que ser suprimidos cada vez que así lo estimemos en virtud de un criterio puramente subjetivo? Tan grave es esta falencia que les resulta inexplicable - y se trata de teólogos cristianos - el que Jesús haya podido decir que el mandamiento máximo consiste en amar a Dios, cuando Dios no puede ser amado sino tan sólo el prójimo. La Iglesia, desde toda antigüedad lo ha expresado en concisa fórmula: “amar a Dios por encima de todas las cosas”. Y aquí entendemos por “cosa” a todas las realidades que la experiencia nos presenta, sean objetos inanimados, sean personas humanas, seamos nosotros mismos. En virtud de lo cual comprendemos que la moralidad cristiana tradicional ha siempre sostenido que es preciso amar más a Dios que al prójimo y a uno mismo. Lo que es refrendado por todos los mártires descollando entre ellos el caso de las santas Perpetua y Felicidad: la primera hubo de abandonar a su hijo recién nacido y la segunda resistió las súplicas de su padre y también hubo de dejar su hijo de corta edad para enfrentar a las fieras por ser fiel a Cristo. Si hubiesen preferido el amor de sus seres queridos al amor de Dios, la Iglesia las habría considerado apóstatas; los situacionistas las habrían justificado. ¿Qué clase de teólogos son éstos que entran en conflicto con lo que siempre ha entendido la Iglesia? Son herejes.

                          En verdad, un cristiano entiende todos los mandamientos a la luz de este primero y un filósofo entiende todas las leyes a la luz del primer principio de la moralidad que tiene valor objetivo: haz el bien y evita el mal, o dicho en términos afectivos: ama el bien y odia al mal. Obviamente el bien y el mal son diferentes del amor y del odio; pues, si no, bastaría con decir: ama y no odies, o algo así.

                          Hay que reconocer que Kant no estuvo acertado al conceptualizar la moral en función del imperativo categórico a priori y darle esa rigidez que tanto se destaca en los puritanos. Los mandamientos o leyes morales expresan esencias morales tal como pueden ser aprehendidas por nuestra inteligencia. Entendemos, pues, que se aplican siempre, pero la prudencia habrá de juzgar las circunstancias para saber cuál de ellos y bajo qué modalidad se aplica. De este modo comprendemos que el mismo Moisés que recibe en las tablas de la ley el “no matarás”, prescribe la pena de muerte para el adulterio, la herejía, etc. Como explica san Pablo, no hay atropello a la ley porque la autoridad representa a Dios para castigo de los que obran el mal[27]. En otras palabras, la prudencia tiene una función que cumplir que no consiste en enseñarnos a violar la ley sino a obedecerla correctamente. Tal labor determina el modo más conveniente de cumplirla, jamás el negarla. Dado que nuestra comprensión de las esencias no es exhaustiva, tampoco nuestro modo de expresión de las leyes morales lo es. Por lo mismo enunciamos muchas leyes, muchos principios; unos más radicales que otros; unos ceden su puesto cuando entran en conflicto con otros, por lo que distinguimos niveles en dicho legislación. Ninguna huella de todo esto he hallado en estos situacionistas que carecen de la finura intelectual que la tradición ha otorgado a los moralistas que la siguen.

                          Aquí se abre, pues, un enorme campo a la virtud de la prudencia, lleno de dificultad por la limitación de nuestra inteligencia, donde tanta importancia tiene la rectificación del apetito. La prudencia ha de juzgar a nivel individual y ya sabemos que “omne individuum ineffabile”, como reza el adagio escolástico. Toda la fuerza de la argumentación situacionista se basa en enfrentar un apetito no rectificado a la dificultad de juzgar el caso individual. Presentados los casos con habilidad concluyen en la destrucción de la ley. Por ello presenté un caso realmente dramático y el juicio tradicional de la Iglesia que estos teólogos dicen servir. De este modo se ve que han traicionado al Evangelio, por aquello de: “quien a vosotros escucha a Mí me escucha y quien a vosotros rechaza a mí me rechaza[28]”. Con el situacionismo desaparece la necesidad  de cumplir con el arduo deber y, si llegamos a su formulación más exagerada, la sartreana, el hombre se convierte en el legislador supremo para su caso individual, el único que, para él, existe.

                          Por ello en la moral tradicional cristiana el  mandamiento básico ha sido siempre el varias veces recordado y que pone a Dios primero, antes de toda creatura; de tal manera que su amor será el que rectifique todo otro amor y, además, de modo que el amor no se resuelva en sentimiento, si bien no lo niega. A Dios, obviamente, no se lo ama sentimentalmente sino voluntariamente y, para ello, hay que hacerse violencia. Expresado en forma más filosófica, lo que queremos subrayar es que la determinación de lo justo en cada circunstancia no queda al arbitrio nuestro, no depende de un criterio meramente humano, ni, mucho menos, subjetivo, sino de la voluntad de Dios expresada en la obra creadora y comprendida por la inteligencia humana con las limitaciones indicadas. Porque todo lo creó Dios para su Gloria y esto es comprensible para nuestra inteligencia y será la luz que guíe nuestros pasos. No basta tener buena intención, no basta amar al prójimo, criterios subjetivos; es necesario hacer el bien. Las leyes son esos criterios seguros que iluminan nuestra decisión. Primero hay que establecer qué es bueno y después amarlo y no al revés.

                          Por otra parte creo que es conveniente insistir en la insuficiencia del criterio situacionista. Ya lo vieron los antiguos romanos, el pueblo que nos legó su famoso derecho, por lo que establecieron un principio importantísimo: “nemo iudex in causa sua”, nadie ha de ser juez en su propia causa. La razón es clara: fácilmente me engañaré por ser parte interesada. Necesitaría haber rectificado mi apetito en formal tal que no incidiese para nada en mi juicio. ¿Quién es capaz de ello? De modo que la presunción situacionista es manifiesta. Sostener que el único capacitado para juzgar “mi” caso soy yo, es un claro retroceso respecto de lo conocido ya en tan remota época. Una líneas más atrás descubríamos que la “nueva” moral nos retrotrae a la concepción defendida por Abelardo en el siglo XII; ahora descubrimos que los romanos ya la habían rechazado hace más de dos mil años.

                          Su Santidad Pío XII juzgó duramente esta nueva moral. Si bien hay que advertir que se refería a la más exagerada, no deja de ser aplicable a la moderada en cuanto insiste en ser “nueva”.  Ya en 1952 fueron condenadas las ideas del eminente situacionista Emil Brunner y el Santo Oficio prohibió terminantemente enseñar esta ética en los seminarios y facultades de teología en 1956.

 

 

 

 

 

 

JUAN  CARLOS  OSSANDON  VALDES



[1]  Un estupendo resumen de su posición se halla en “L’existentialisme est un humanisme” - hay traducción española -. Las ideas que expresamos están tomadas de dicho libro. Ed. Gallimard. Paris. 1996.
[2] o.c. pág. 69
[3] o.c. pág. 37.
[4] S. Juan XIV, 15 y XIII, 34.
[5] “Pragmatismo. Trad. L. Rodríguez. Sarpe. Madrid. 1985. Cfr. Especialmente la segunda conferencia: págs. 59-83. Aunque no sean palabras textuales del autor, creo que resumen su pensamiento, si bien, para ser justos, habría que agregar que lo que realmente le importaba era que la verdad fuese un principio de acción (pragma).
[6] “Il n’y a aucune différence entre être librement, être comme projet, comme existence qui choisit son essence, et ÊTRE ABSOLU”. Sartre. O.c. pág. 62 (Las mayúsculas son mías).
[7] o.c. págs. 37 y 39.
[8] “Honest to God” Trad. Española en Ariel S.A. Barcelona 1967. Pág. 185.
[9] Flechter “Ética de situación”. Trad. J.M. Udina. Ariel. Barcelona 1970. (Título de uno de los capítulos de la obra) Pág. 81.
[10]  S. Mateo V, 19.
[11]  o.c. pág. 70.
[12]  Rom. III, 8
[13]  “que las diversas formas de la sexualidad (hetero, homo o autosexualidad) sean buenas o malas, eso depende de cómo en ellas sea plenamente servido el amor”. O.c. pág. 214.
[14] B. Häring, o.c. Pág. 177-178. Cito por la traducción  de A. Martínez, Herder, Barcelona, 1981
[15] O.c. pág. 221-225.
[16] O.C. 225-226.
[17] O.c. pág. 214.
[18]  O.c. pág. 204.
[19] Mt. VIII, 22.
[20]  De Malo q. VI, in c.
[21]  Lc. XI, 27.
[22] W. James. O.c. cap VI págs. 163-189.
[23] “Con toda humildad y plenamente consciente de no poder eludir el margen de error humano, el situacionista - según la afortunada expresión de Lutero - pecará con valentía” (Fletcher o.c. pág. 206)
[24]  Paradigmático, en este sentido, resulta el apartado que le dedica Flechter al tema, cuyo título lo dice todo: “ el aborto: una situación” (o.c. págs. 51-54)
[25]  De Civitate Dei, XIV, 28.
[26]   Mt. XXII, 39.
[27]  Cfr. Rom. XIII, 1-5.
[28]  Lc. X, 16.

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