viernes, 25 de octubre de 2013

Desde el púlpito.

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                      Desde el púlpito ya casi nadie nos predica sobre los peligros que experimenta el alma para poder acceder al cielo. Los enemigos del alma son internos y externos, ambos peligrosos, pero tal vez el enemigo interno sea el que más daño nos ocasione.
                    Nuestra vida es pasajera y frágil, en cualquier momento podemos ser llamados a rendirle cuentas a Dios por nuestros actos. Preparar el alma para aquel encuentro con el Juez Universal no es tarea fácil. La vida del alma debe ser alimentada tanto con una doctrina sana como con una participación activa de los sacramentos y del sacrificio de la misa.
                  Advertir de los peligros espirituales era en antaño una labor exclusivamente sacerdotal. Los hombres de sotana amaban tanto a Dios que extendían ese amor hacia todas las almas de buena voluntad. Hoy en día ni la sotana se usa ni se pretende salvar el alma, en especial, la de los más pecadores. ¿Cuánto vale un alma?, vale, toda una eternidad. Su valor es infinito, no tiene precio ni comparación con ningún objeto valioso que el mundo quisiera ofrecer.
                   Todo el oro, todo el marfil, todos los diamantes que el mundo pueda tener, no son nada, en comparación con la eternidad del alma. El alma no tiene precio material, tiene un valor infinito que fue pagado con el sacrificio de un Dios. El precio de cada alma humana, en especial, las de buena voluntad que reciban las gracias del sacrificio costó la muerte de Dios. Me refiero a la muerte física en su naturaleza humana de ese Dios que amó a sus criaturas hasta el extremo.
                   La sangre redentora de Cristo Nuestro Señor debiera ser el alimento diario para nuestra alma pecadora. Nuestra inteligencia, tan pobre y tan poco sobrenatural, sigue erradamente falsos dioses que este mundo perverso le ofrece. Para amar a Dios, se debe dejar de amar el bolsillo. ¿Pero eso es imposible en este mundo? ya que todo gira hacia el dinero y los bienes que se obtienen por éste.
        ¿Pero qué puede ser superior a los bienes del alma?, en estricto rigor, ninguno. Sin embargo, la voluntad es seducida por las apariencias de bien que le muestra la inteligencia. Esas apariencias de seguridad y confort son el norte frente al cual la sociedad ha seducido hasta los hijos de los confines más remotos del cristianismo.
       El mundo nos dice, olvida tu Dios y, yo a cambio, te regalo el mío. Al mío lo podrás ver, tocar, acariciar, degustar, disfrutar, oler, lo tendrás a disposición tuya según tu voluntad. En cambio a tu Dios, ese Dios invisible te exige dolor, sacrificio, renuncia, abstinencia, abstención de lugares y fiestas, desprecio de lujos y mucho, pero mucho trabajo. ¿Cómo puedes amar a ese Dios que te exige tanto?. ¿De qué Dios se trata?.
         ¿Cómo pueden obedecer los cristianos a un Dios que ni ven ni tocan?, eso es locura, es demencia de la inteligencia. Y sin embargo, los que hemos tenido la dicha de ser evangelizados en una buena doctrina, o ,al menos, autodidactas en nuestra formación religiosa, tenemos la certeza en la vida futura. Y la sabemos diferenciar de la falsa vida, de aquella que nos llena de espejismos y apariencias de felicidad, que ni dura y se desvanece como el humo poco después de haber prendido una fogata.
        Los bienes espirituales que nos ofrece Dios no tienen comparación alguna con todos los bienes de todos los tiempos que este mundo perverso nos pueda ofrecer. Despreciamos estos vienes por los vienes eternos. Ese es nuestro consuelo, el tener la certeza que Dios nos esperará en la otra vida dándonos lo que ni oído escuchó ni la vista vio.
    ¿De qué le vale al hombre ganar este mundo si pierde su alma?, no vale de nada, si perdemos nuestra alma nuestra existencia no habrá tenido ningún sentido. ¿ Pero por qué son tan atractivos los bienes de este mundo?, es muy fácil responder a esta pregunta, evidentemente, nuestra condición corpórea nos atrae hacia lo físico, hacia lo sensible y los deleites que podamos experimentar desde este punto de vista.
        Nuestra vida, no es la vida que podamos vivir en este mundo. Nuestra vida es la vida que podamos vivir en el otro mundo, en el cielo, donde reina Dios y el amor de Dios. Allí no habrá llantos ni rechinar de dientes, tal como ocurre en el infierno. Los gozos y alegrías que experimente el alma en el cielo serán eternos y sin límite de deleite y fruición del espíritu. Dios mismo es un manantial de agua inagotable. Participar de su ser divino es algo que ni siquiera los más santos de los santos de todos los tiempos se pudieron imaginar.
      Hoy no comprendemos esto que les vengo planteando, pero mañana, en el primer instante de la otra vida, lo comprenderemos a cabalidad. Por muy larga que pudiera ser nuestra vida física en este mundo, es sólo un espejismo de la verdadera vida del otro.
       La importancia de la oración y el rezo es buena señal de que estamos pensando en el cielo. Un alma que no reza, es un alma que no vive la vida del espíritu, es un alma que está muerta por anticipación antes del juicio de Dios.
          El juicio a los que no hablan y predican estas cosas desde el púlpito será severo. Deberían haber gritado y vociferado hasta los confines de la tierra para que cada alma se arrepienta de sus F. Pobre curitas que no fueron capaces de abandonar una parte importante de sus ovejas para salvar la perdida.
        Fueron escogidos para transmitir el amor de Dios. Más les valiera haber rechazado ese llamado, pero, sin embargo, lo siguieron. Por cada alma que se pierda Dios les pedirá cuentas. Tenían un tesoro para salvar aquellas almas y lo ocultaron sepultándolo con pecados que claman al cielo la Justa Ira de Dios.
                  
    

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