lunes, 28 de octubre de 2013

La demolición de una civilización.

La demolición de una civilización
En los actuales debates sobre la legalización de las uniones de hecho, (algunos quieren que la unión entre homosexuales sea equiparada al matrimonio) el proyecto de ley que castiga la discriminación, la educación sexual en los colegios, etc., es necesario comprender que está en curso una verdadera revolución cultural, que pretende en última instancia erradicar de nuestra Patria los últimos restos de la Civilización cristiana.
¿Hacia dónde nos conducirán estos utopistas de la igualdad y de la libertad sin frenos? ¿Permaneceremos indiferentes frente a esta profunda demolición moral y cultural?
Una vez más, repetimos: es necesario que dilatemos nuestros horizontes. A primera vista está en juego una simple cuestión de leyes. Pero en el subsuelo de todo esto existe una cuestión de civilización.
La Civilización Cristiana no es una quimera, ni una fórmula hueca, y mucho menos un sueño irrealizable. Ella existió, ella existe, ella puede dejar de existir.
La formaron los siglos de Fe ardiente. Fue ella fundada sobre la piedra angular que es Cristo, lentamente, paso a paso, año a año. Los mártires, los confesores, los pontífices, las vírgenes y los doctores fueron levantando sus murallas. Murallas santas, hechas de piedras, piedras vivas traídas por la Sangre de Cristo, de la muerte al régimen de la Gracia.
La argamasa que las une fue compuesta con las lágrimas, el sudor y la sangre de centenas de generaciones de santos. El lineamiento general de la obra fue deducido en días y noches, semanas y siglos de ardiente trabajo, del inmenso libro de la creación visible y de las páginas divinas de la Revelación. Poco a poco se levantó el edificio grandioso, el Reino de Dios entre los hombres, la civilización genuina nacida de la Sangre de Cristo, la gran “Civitas” occidental y cristiana que en la amplitud de sus líneas a un mismo tiempo nobles y maternales, altaneras y plácidas, fuertes y acogedoras, tenía algo de un templo, de una fortaleza, de una escuela, de un hogar y de un asilo de caridad.
No se piense que esa edificación era obra meramente humana. Ella no existiría sin la gracia y a su vez servía a la propia expansión de la gracia. La Iglesia Católica es una llama de luz en cualquier atmósfera. La iglesia recibe su luminosidad intrínseca, no de los hombres, sino del propio Sol de Justicia que es Jesucristo. Entre tanto, es necesario no olvidar que el brillo de esa llama divina puede irradiarse más, o menos, conforme sea la opacidad del aire en que arde. La Civilización Cristiana es la atmósfera serena y diáfana, que permita la irradiación omnímoda de la llama evangélica. Las civilizaciones paganas, por el contrario, saturan de vapores la atmósfera social, y oscurecen habitualmente, con las nubes espesas de los preconceptos y de las pasiones, la plena visibilidad, la universal irradiación del esplendor de Aquel que fue puesto como “lumen ad revelationem gentium”.
En el fin de la Edad Media esa estructura se trizó. Poco a poco se agravó la crisis, y hoy está ella a punto de desaparecer. Pobre y grande Civilización Cristiana, en el ocaso de hoy apenas emerge uno u otro de sus gloriosos capiteles, las últimas ojivas que la saña de los bárbaros todavía no abatió. Amamos estos santos y nobles restos con el amor ardiente y las añoranzas abrasadoras con que los antiguos judíos miraban hacia las ruinas del Templo destruido y abandonado. Sí, amamos sus ruinas, y si de éstas nada restase, amaríamos todavía su polvo.
Y para nosotros que estamos entre los escombros de esa gran ciudadela en ruinas, el problema no es saber si se salvará todavía éste o aquel resto de columna o de muralla. Es la gran batalla que en cualquier momento comenzará a trabarse; la batalla última y decisiva hace tanto tiempo provista por los De Maistre y por los Veuillot. La gran cuestión es, pues, saber si, sí o no, la obra ha de ser rehecha; si los últimos destrozos de la “civitas christiana” serán abatidos para dar lugar a la torre de babel, o si los obreros de la confusión serán expulsados del mundo, si los bárbaros rojos o pardos serán barridos de la faz de la tierra, si los mercaderes, los aventureros, los apóstatas y los demoledores de toda especie serán expulsados del recinto sacral del mundo cristiano, para que los hijos de la luz yergan nuevamente la gran Ciudad que es el Reino de Dios entre los hombres.
Existe en germen una terrible y gravísima opción ideológica que nos acecha en esa tormentosa encrucijada de caminos políticos. Discuten unos a quien pertenecerá el mando, y otros de que manera se organizarán las finanzas. Por lo que a nosotros se refiere, nos detenemos en el marco divisor de las rutas, procurando conocer los fantasmas confusos que nos aguardan a lo largo de los caminos… de todos los caminos.
Los problemas presentes contienen en su médula las más radicales consecuencias para el futuro, un futuro a su vez tan grave, que en él la humanidad casi entera puede abandonar o reconquistar la ruta de la Eternidad. Esta es la situación a que llegamos. No le disminuyamos el alcance reduciéndola o resumiéndola, como si todos los intereses de la Iglesia se cifrasen apenas en algunos pocos retoques en el edificio social.
Se trata de retornar a los principios que hicieron grandiosa la Civilización cristiana y restaurarla. No, ciertamente, en sus aspectos accidentales, sino en su espíritu.
Adaptación del artículo: Em face dos acontecimentos, Legionário, 4 de março de 1945, Plinio Corrêa de Oliveira

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